domingo, 27 de febrero de 2011

Que si el fulano y la fulana se han enamorado, han roto, se han divorciado, se entienden, se pelean, se besan apasionadamente, se malmiran, disputan acerca del cuidado de sus hijos, los del otro matrimonio, los del otro y cada pensión compensatoria, que se paga, se deja de pagar, se retrasa, no se pone al día, van a la tele, se envían mensajes, se ponen a parir, como no digan dueñas, se reconcilian en secreto, se hablan, dicen y desdicen, son o dejan de ser homosexuales, heterosexuales, mitad y mitad o vaya usted a saber. Este es el meollo actual de toda una serie de programas, programillas, programazos, entrevistas.

No se queje, yo no lo hago. Disfruto dándole al botón del mando a distancia, invento maravilloso, lindando con lo sublime, que permite borrar o expulsar del entorno propio la banalidad ajena, sus miserias, lo pudendo que no esconden. Me recuerdan al niño que había en cada curso de cada colegio, que refería, el muy paranoinfantiloide todas las desgracias a que a él no le disculpaba nadie, al revés, no le ayudaba nadie, al revés, mientras que para otros todos eran mieles, miel sobre hojuelas, parabienes, facilidades, favores y privilegios. Crasa injusticia, siendo él, como sin duda propia era, el mejor, fracasado porque había una conspiración, todos contra su persona, sus actividades, sus aciertos y demás favores que hacía al mundo en general y a su curso en particular por el simple sencillo hecho de existir, ser y estar entre nosotros. Me cisco en su estampa, que para colmo no se había inventado el mando a distancia y había que soportarlo con estoicismo de paciencia reforzada para evitar la frecuente tentación de asestarle un garrotazo en el occipucio.

Queda sin embargo la preocupación por toda esa hermosa gente indefensa ante el televisor, encandilada, absorta, convencida de que eso es lo que hacen los famosos, en eso consiste el vivir, que los “famosos” son ejemplares.

¡Qué espantoso, el día que, como ocurrió con el cine durante tanto tiempo, lo que cuentan en la pequeña pantalla se llegue a considerar papel pautado para la vida del espectador cogido de improviso, todavía, por demasiado joven o por desinformado, incauto o que, como consecuencia de la disolución del concepto de familia y su generalizada dispersión, llegue a pensar que lo que puede sustituirla como alambique, modelo, libro de instrucciones de conducta social es esta contracultura de la más impúdica banalidad.

No me venga usted a contar el cuento de la mojigatería, que podría, pero no estoy escribiendo hoy y aquí desde una perspectiva moral, ni desde las consideraciones éticas de la cuestión. Me limito a opinar acerca del aspecto banal de la basura, la idiocia que refleja cada secuencia reiterada, multiplicada, promulgada por un programa tras otro, seguido de tandas de entrevistas y fabulaciónes propias de correveidiles, celestinas y trotaconventos.

Hay días en que o eso o futbol ultradefensivo y somnífero, celuloide rancio más que repetido o una de las series propias o extrañas donde descubres que se ha reinventado la historia que conocías y ahora te informarán de otra que al parecer ocurría mientras tú y yo dormíamos o habíamos ido precisamente ese día a otro rincón de soledades y olvidos. Son series a la proyección de cuyas secuencias puedes faltar semanas enteras y a tu regreso recuperar el hilo aún, porque están rodadas como a cámara lenta y repitan cada aseveración para así tratar de corregir cualquier idea que te hubiese podido quedar clara de lo que en realidad vivimos, nuestra azacaneada, batido, estrujada generación, de quienes cuando en 1936 el mundo se hizo pedazos y nuestros padres y hermanos mayores se enfrentaron, zurraron, hirieron y mataron con sangriento entusiasmo y horrible saña, teníamos alrededor de los siete años que entonces se decía que eran la edad de llegar al umbral del sentido común.

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