sábado, 28 de junio de 2008

Formo parte de un jurado, voto, contribuyo a decidir, el jurado concede un premio y yo concluyo que en cada caso y situación, un premio es una casualidad que favorece a uno, en este caso una: Margaret Atwood, que lo merecía a la vez que otros varios candidatos. Se conceden los premios por claroscuros, matices, detalles ocasionales, circunstancias que mueven a unos jurados u otros, pocos o muchos, a defender con más o menos claridad, mayor o menor acierto a éste o aquél. Añado la observación de que puede ocurrir que una defensa desacertada o extemporánea, puede favorecer o desfavorecer al defendido, según, más allá o a diferencia de quien trató de expresarse en un sentido y pudo lograr su propósito o motivar una reacción adversa. He percibido, si no en ésta, en otras ocasiones y con otros jurados. Me reafirmo en que los humanos somos incapaces de una justicia objetiva, y cualquier decisión que adoptamos o contribuimos o motivamos que se adopte, está impregnada de subjetividad o de sentimiento. La justicia no debe hacer caso de sus sentidos ni sentimientos, que de eso se ocupa la equidad, que ha de templarla siempre, puesto que tanto el hombre que juzga como el que es juzgado, ambos deben comprender de débil falibilidad de la textura personal del otro.

viernes, 27 de junio de 2008

Merece en ocasiones la pena leer algún texto de ese autor o como en este caso de la autora de que te hablaron recientemente y te habías hecho la idea de una supuesta, y por supuesto, según en seguida compruebas, inexistente excelsitud. Y dudas de la integridad, o de la sanidad, mental, de la autora en cuestión, o, podría ser, de si estaría del todo despierta, cuando leyó sus alguno de sus escritos, la persona que te recomendó su lectura y te hizo el panegírico aquél, que te acaba de costar el precio del libro para ni siquiera tomar en consideración la posibilidad de ponerlo en la modesta biblioteca del desván, en las baldas de abajo, donde cuesta agacharse y por eso vas a mirar menos, en lo sucesivo, o en una alta, donde no tengas siquiera la tentación de acercar la escalera para subir en su busca, distraído, olvidado ya, en cuanto pases página, de la vacua inanidad de esta señora, que ten poco vale la pena que se haya perdido el tiempo en traducir. El mejor sitio, sin duda, la papelera ahora, esta noche, el carro de la basura y mañana, sin más trámite, el vertedero. Por más que se aconseja seleccionar papel y catón para desecharlos en un contenedor especial desde que se llevan a reciclar y tal vez mañana alguien, como si se tratase de un palimpsesto, podrá utilizar la materia recuperada de estas malhadadas páginas para escribir un poema novel, o una brillante greguería, algo que valga bien la pena, sobre las cenizas de esta vaciedad, que por otra parte bien merecido tengo haberme equivocado al comprar sin una previa ojeada a alguna página, fiado en mi admiración por otro empedernido lector, acreditativo en su crítica de este caso de que aliquando dormitat Homerus.

lunes, 23 de junio de 2008

La selección ha ganado y eclipsa por un lado la crisis económica y por otro el congreso del partido popular. Huele a fútbol, sudor, linimento y goles, por más que la selección, modernismos, haya ganado sin ganar, empatando a cero, a nada, a vacío sideral de algarabías, miedo y prudencias. Ganar es ganar, sin embargo, porque tirar un penalti y metérselo al portero en su canasta, requiere hábil serenidad y que el portero no se halle en vena de aciertos. Por los entresijos del periódico se deslizan los horrores nuestros de cada día: que una madre tenía a sus hijos pequeños en estado de semiabandono, que desparecieron cientos de personas, cientos de angustias, cientos de últimos suspiros, cientos de manantiales de dolores, soledades súbitas proyectos truncados, sueños rotos. El premio príncipe de Asturias de comunicación y humanidades, lo ha ganado un búlgaro trasplantado a París, que concede una entrevista en un café del barrio latino, pensador nostálgico de soledades desde que venir a estarse con la demás hermosa gente y que, conmigo, insiste en que vivir es convivir y no hay otra manera. Bueno, haberla la hay, pero es atajo seguro hacia la muerte, a la que, como a Roma, llevan todos los caminos, pero debe tratar de elegirse el vericueto de lento discurrir, el campo abierto donde convertirnos en delta de nuestro propio río, para no desembocar, sino disolvernos en la mar, que es el morir, ciertamente, como dijo el poeta que lloraba a su padre. También coincido con mi viejo amigo Paniker (Raimundo) en que cada hombre es único, pero semejante y parte del todo humano de tal modo que tenemos más de seis mil años, cada uno y cualquiera de nosotros y sin embargo no somos sino esto que somos hoy, ahora, en este momento que es el todo de la intemporalidad que nos tiene atrapados, por existir, en la existencia. ¿Dónde estará lo que no existe?

sábado, 21 de junio de 2008

Primer día, desde hace unas horas, creo, de verano. Cae el mismo sol, tal vez un poco más cálido, luminoso, implacable. Me gusta ver cómo se derrama por el paisaje, lo va inundando todo, pero no puedo soportarlo sin una buena gorra de visera, o, lo que es mejor y más eficaz, una sombra acariciada por la brisa. Tengo un recuerdo de hace muchos años: verano, Castilla, cadencia también implacable de cigarras, olor de jaras, colores cansados, sol a raudales, taraceado en cada elemento del paisaje, pero el posible amparo de la sombra de unos álamos, respecto de que escribí entonces, creo recordar “que vais dando escolta al río de mis sueños”. El río no era más que un regato, tal vez su recuerdo, pero amparamos a su hilo, donde la sombra más se espesaba y un asomo de brisa le movía su espesura sin peso.

Primer día de verano. Se queja la hermosa gente -Saroyan siempre nos lo llamaba desde su desconsolada ternura- de calor, olvidada de que anteayer sin ir más lejos estaba quejándose de humedad, de frío, de locura de la primavera, que nunca se sabe por donde va a reventar, apacible como un otoño o afable como el presagio de esto que acaba de llegar: el majestuoso sol, que pasa en su carroza y nos saluda como un emperador, aleteando con esas inmensas alas de luz, de calor.

Una sombra, un libro, la corteza del árbol para apoyar el dolor de espalda y dejo el libro al lado para escuchar el río, el ruiseñor y el mirlo, que, todos a la vez, han inundado el silencio de musicalidad que ensambla el zumbido entrecortado de la abeja que se va posando en cada flor un momento.