domingo, 28 de febrero de 2010

El planeta, como un organismo vivo que es, se defiende de las agresiones que produce en su organismo cada desorden provocado por la tecnología. Terremoto aquí, tormenta allá. Cada herida que nuestra conducta humana inflige al ecosistema, hace que sus anticuerpos se activen e intenten restablecer la salud del conjunto. Y cada reparación, deja huella, cicatriz, obliga al virus, que somos nuestra especie, a mutar e irse acomodando a las nuevas condiciones de vida, es decir, de convivencia, del conjunto. Y así hasta veremos cuándo. Unos por ahora hipotéticos descendientes nuestros, lo verán, sufrirán o gozarán, según corresponda a la evolución paralela de la especie y de su cultura, por ahora me temo que erráticas.

Viene, con el paso largo y el frío en el alma, la primavera de este año. No se le advierte prisa, como si estuviera predispuesta a ser una de esas primaveras que casi no son, puro abrir y cerrar de ojos, lo que tarda en cantar un gallo, un parpadeo. Acabo de tirar dos libros a la papelera. No hay derecho a que los vendan en las librerías, que se suponen mercados de libros por lo menos aceptables. Estos, son, a mi modesto juicio, ambos, basura. Una pena que se haya gastado papel y tinta en imprimirlos. Para colmo, uno estaba traducido por alguien que o no sabe castellano o no ejerce, ya que hasta las preposiciones equivoca y llega a escribir “en” por “con”, cosa que cuando la narración es banal y disparatada, añade un coeficiente multiplicador de insoportabilidad a la lectura. ¡Y mira que soy de los convencidos de que no hay libro que no aporte algo al lector!. Este debe sr la proverbial excepción que confirma la regla. Paciencia. En cambio leo en El libro de los saberes, de Gala Naoumova, publicado por Siruela, unas “conversaciones con los grandes intelectuales de nuestro tiempo”, que me incitan a profundizar en cada convicción que expresan. La humanidad sigue viva. Es casi primavera.

viernes, 26 de febrero de 2010

Vuelvo de ambas ciudades, la grande y la pequeña, con sensación de haber apreciado desconcierto en la gente. Como si no supiéramos, cada vez más personas, lo que nos está pasando al conjunto. Creo que cada vez son más los que dudan de la realidad de los mensajes que se entrecruzan para repartir confianza y explicar el por qué de la multitud de cosas inexplicables que pasan. Y advierto que el dinero real, que lubrifica la relación de la gente y la fluidez de sus movimientos y relaciones, da la impresión de escasear y que cada cual invente posibilidades de mayor cantidad del virtual sobre que mal que bien se mantiene esta acongojada sociedad nuestra. Noto además que a falta de principios éticos de general aceptación, sin cesar se diversifican las leyes en reglamentaciones cada vez más pormenorizadas –y como consecuencia más injustas para mayor número de afectados-, la vigilancia de cuyo cumplimiento se atribuye a unos progresivamente celosos representantes de una autoridad cada vez más alejada de la realidad, y menos conscientes de que las situaciones respecto de intentan generalizar las normas, son cada vez más complejas y necesitadas de adecuación a casos concretos más complicados por sus circunstancias particulares. Y lo que inevitablemente pasa es que en lugar de sentirnos cada vez más capaces de relacionarnos con mayor soltura, se nos dificulta esa relación al tratar de encauzar artificialmente lo que necesita la soltura de la naturalidad. Se olvida, me da la impresión, que es imposible organizar un modo de visa social por medio de reglas preestablecidas y que la vida es la que al diversificarse y relacionarnos es la que exige normas de organización dictadas a partir de los principios generales destilados de la parte mejor de nuestra conducta, es decir, de nuestra cultura, que no es más que la traducción a cada época del derecho natural, cuya digamos estructura ética no es un fósil, sino un organismo vivo, que se va ajustando a la evolución de la inteligencia de que somos portadores los humanos, ese milagro que nos va acercando a la Sabiduría, inalcanzable, opino, de este lado del espejo.
Hemos incorporado determinados peligros a nuestra vida cotidiana y los aceptamos como inevitables, como por ejemplo ocurre con el coche, el automóvil y como cada cual prefiera llamarle. Contra otras cosas, nos rebelamos en cambio, o se rebelan importantes grupos de personas airadas. Damos por buenas muestras de crueldad evidente y pretendemos, en cambio, so pretexto de crueldad, suprimir otras cuya selección parece hecha al azar. Me sorprende, a veces, la inesperada decisión de grandes o pequeños grupos de gente, su errática selección de parcelas de conducta para estamparles el sello de aceptables o de reprobables con lo que me parece ausencia de criterios éticos susceptibles de sistematización.

Al acercarnos, la tecnología nos ha proporcionado una relación masiva con grupos antes prácticamente inalcanzables de personas. La humanidad está en mi opinión llegando a un tramo de su evolución histórica en que ha aumentado de manera notable su posibilidad de conocimiento propio a través de la multiplicación de semejantes con quien es posible ahora relacionarse durante cada generación.

En vez de abrir cauces nuevos para esta progresiva interrelación, lo que en mi opinión estamos haciendo es dificultarla al empeñarnos en subrayar lo que nos diversifica.

martes, 23 de febrero de 2010

Ultima semana de febrero. Un invierno excepcionalmente frío, húmedo, ventoso, de los de antes de la guerra, debería estar tocando a su fin. La guerra, además de muchas otras cosas, es como un hito histórico, que marca el lindero entre dos épocas y establece una pausa entre dos modos de vida de nuestra variopinta sociedad nacional. Bueno, pues este invierno es de los de antes. Un verdadero anacronismo, con fenómenos meteorológicos disparatados y producidos, en su mayor parte, fuera de sus territorios habituales. No me fío, sin embargo, de que sea cierto que el invierno esté dispuesto a irse de rositas. La floración de la mimosa, tardía este año, hace prever otra cosa. Tal vez la primavera se retrase y luego sea corta. La primavera y el otoño suelen ser estaciones preferidas por la mayor parte de la gente. Suelen parecer semitonos de la melodía climática, cuyos más violentos acordes suenan en verano e invierno. Esta tarde, de nuevo, recorreré media España. Desde la autovía, no se advierte el estado de inquieta incertidumbre de España. Apenas se ven pueblos, a lo lejos, ni gente trabajando las soledades de Castilla. Cuando se llega a la ciudad, se advierte una mudanza en el hecho de que cerraron o están en liquidación o se alquilan muchos de los que antes eran pequeños locales de negocio y comercio. Están más desdejados los hoteles. Falta personal, que, en gran parte, es ahora inmigrante. Cada vez son menos los taxistas que conocen el laberinto callejero de la ciudad, y más los evidentemente inmigrantes, que encienden el GPS y estudian el itinerario antes de tomar una dirección. Multitud de cosas están cambiando a ojos vistos y no da tiempo a tomar cuenta de lo que ocurre alrededor, ni a sondear la profundidad de las modificaciones en el modo y la manera de vivir, pero me doy cuenta de que la humanidad, en todo su inmenso conjunto, está mudando y escapándose de cualquier previsión posible. Y más cuando esas previsiones las hacen unos políticos que no evidencian y dudo que tengan capacidad para darse cuenta de la magnitud de lo que está pasando e imaginación para modelar y organizar las novedades que se les vienen encima a velocidades de vértigo. Todavía no han asimilado lo de cada ayer, cuando ya están a la puerta de cada mañana. Es un momento de la historia tan apasionante que da más pena tener que ir pensando en abandonar el puente del buque e incluso el buque mismo, que, en cuanto nos deje en la nostalgia del puerto, se hará de nuevo a la mar.

lunes, 22 de febrero de 2010

Merodean, creo que es la palabra que mejor describe lo que hace esa gente que manda, forma comisiones, las cambia, sustituye miembros, inventa sendas en lo más intrincado del laberinto de la crisis. Y lo malo es que dan la impresión de haber renunciado a buscar la salida y su andadura la hacen sin más propósito que dar tiempo al tiempo para que ocurra algo inesperado, realmente insólito, en virtud de lo cual todo se arregle como por ensalmo.

Es posible. Nunca debe descartarse la posibilidad del milagro, ni la de que ocurra por mera casualidad. Tal vez de pronto, oleadas de alegres turistas nos invadan dispuestos a gastarse el oro y el moro en disfrutar de la admiración de nuestros paisajes, comerse nuestros guisos y disfrutar de esta alegría de que paradójicamente somos capaces cuando no nos empeñamos en pelearnos como los gañanes de aquel oscuro cuadro de Goya que a mí siempre me ha impresionado por la tremenda crudeza de su crueldad.

Una sociedad necesita, salir al mercado a vender sus productos, ya sean bienes, ya servicios, para generar dinero e inyectarlo en el flujo de su economía. Y sin duda puede hacerlo organizándose como lugar de recreo o disfrute del ocio de otro u otras grupos sociales.

Pero incluso eso debe organizarse, prepararse. Cierto que lo importante es participar, bien entendido que quien participa, para que la competición valga la pena, lo ha de hacer tratando de ser el mejor, por más que si no llega más alta, más lejos o con mayor fortaleza que los demás, haya contribuido al mayor esfuerzo de todos y por eso su participación lo habrá justificado y habrá sido importante.

No lo hacen. Se reúnen. Hablan. Miran el modo de engañarse con argucias a veces sorprendentes por lo que tienen de ingenuidad. Curiosa gente.
Fabricaremos un barco
no demasiado grande
ni pequeño. Un barco de vela y de motor,
contrataremos
una tripulación y un sueño.
Tú,
serás una pasajera,
yo el grumete. Me enamoraré de ti,
pero no sé si tú …
¿Me querrás tú o serás
misteriosa y lejana? Durante el viaje
habrá un motín, nos abandonarán
en una isla desierta. Yo
enamorado. Tu
aún desconocida, para mí.
-No venía por ti –me dirás-,
pero es igual, me he de llevar un hombre
enamorado, y tú dices que lo estás.
Soy la persona
más solitaria,
soy
la última palabra, o hay quien dice
que podría ser
el eco de la primera palabra. Soy,
como habrás adivinado,
la muerte.
Aún así, caí en sus brazos
loco y enceguecido
de amor
y ella en los míos,
nos apretamos
latido contra latido
de dos corazones frenéticos,
gemí que la quería, suspiró
que me amaba, y al quedarme dormido
tal vez para siempre,
me pregunté cómo y quién
será nuestro hijo.
El dueño, su amo, no es necesariamente más grande que el perro, desde el punto de vista de este último. Los perros no distinguen tamaños, y, si los distinguen, no los tienen en cuenta. ¿No habéis visto nunca a un gozquecillo de nada enfrentarse a un gran danés? Se arranca contra él como si ambos fuesen iguales. Un adversario. Sólo eso. Pienso que dese el punto de vista del perro, el hombre, el amo u otro cualquiera, son ejemplares o entidades sin dimensiones. Están fuera de lo que el perro es, pero su tamaño, su ferocidad, su enemistad, no son más que posibilidades que concreta la engarradiella, la batalla, el intercambio de golpes, ladridos y voces, dentelladas, que, no somos capaces de soportar, conviene tratar de evitar, pies para qué os quiero. La huída con el rabo entre las piernas, la postura de sumisión. El vencedor, si no es un hombre o no ha sido adiestrado por el hombre para algo distinto, suele ser clemente, perdonavidas, en el sentido etimológico del término. ¿Por qué es el hombre, dotado de razón, más cruel con los vencidos que el animal, que sólo dispone de su instinto?. El miedo del hombre reside en su imaginación, el del perro, el león, el lobo, etcétera, en la experiencia. El miedo del hombre le inspira crueldad, el del animal, prudencia. El perro de casa, que es perro viejo, si no se le da nada de comer, no se comparte la comida, gime, si se le pegase, no sé que haría. Creo que no le hemos pegado nunca, si no cuentan las agarradas y pequeños hurtos que recíprocamente perpetran contra él, y viceversa, mis nietas, a quienes arrebata de un salto, siempre que puede, cualquier bocadillo. Si lo reñimos, agacha la cabeza, esconde el rabo entre las patas y se esconde debajo del banco del zaguán.

domingo, 21 de febrero de 2010

Vienen los niños y nos dicen que han crecido mucho. Lo dicen satisfechos. Es probable que no se den cuenta de que cuanto más crecen ellos, más nos empujan a nosotros hacia más allá de la vejez. Seguirían queriendo crecer tanto y tan deprisa si supieran que al crecer nos echan fuera del campo.

Como ocurre con casi todo, pienso que unos si y otros no. Algunos de los niños de cada casa, ni se pararían a pensarlo. Lo nuestro es crecer, dirían, y si ellos se tienen que ir, además de ser ley de vida, han tenido tiempo para aprenderlo e irse acostumbrando a la idea.

Otros se morirían de tristeza. Disimularían haber crecido. Se pondrían pesas en la cabeza para no seguir.

Estos son los que más pena me dan, y me darían aunque me engañasen. Suelen tener los ojos más grandes, más expresivos y más tristes. Sufrirán más, cuando sean mayores

Porque, además, es mentira mía. Solo una figuración, cuando más una metáfora, eso de que nos empujan al crecer. Ellos ni se enteran de semejante paparrucha, que sin embargo es también cierta, aunque nada tenga que ver una cosa con otra. Es el mismo tiempo, el que los madura a ellos y nos va repudriendo a nosotros, pero sin que tenga nada que ver aquella madurez con este agotamiento.

Lo único que sí tiene que ver es que, de muy pequeños, nos necesitaban. Ahora, al haberse empezado a hacer mayores, ya prefieren correr solos, y no se dan cuenta, ni debemos decirles, que su marcha, esa segunda soledad –la primera fue cuando se fueron los hijos-, además de doler casi tanto como la primera, tiene el coeficiente de multiplicación de repetir aquélla.

Hay que dejarlos ir. Es más, debemos animarlos. Vete, corre, vuela … Pero vuelve cuando necesites algo. No te olvides de volver, siquiera sea con un recuerdo. Los recuerdos de los seres queridos se sienten en las esquinas del alma, donde las ausencias sensibilizan, ponen o dejan en carne viva, la fragilísima piel del alma, que está hecha de olor de recuerdos y luz de luna, y sus desgarraduras se cosen con hilo de telaraña de una de esas arañas muy pequeñas, que el aire trae y lleva colgadas de un hilo que cuelga de nadie sabe dónde.

sábado, 20 de febrero de 2010

En mi opinión, usted no debería ir a las aulas de la Universidad a dar conferencias. Poder ya sabemos que puede. Incluso las leyes lo autorizan y se lo permiten, pero hay una ley no escrita, la que rige el comportamiento, los modos, las maneras, el autocontrol que se corresponde con un ser humano civilizado de nuestro tiempo.

Verá, es posible que yo no tenga razón, pero estoy convencido de que en la Universidad lo que fundamentalmente hay que aprender es a convivir con los demás, en ejercicio constante de nuestra curiosidad individual y colectiva. Y que no basta, para convivir, juntarse con los que más saben, sentarse a sus pies, escucharlos. Para convivir es esencial el recíproco respeto, y si el otro, el prójimo, nos lo pierde, resulta esencial que respondamos poniendo la otra mejilla y enseñándole así, con el ejemplo, que es como mejor y más se enseña, que para que pueda criticarnos libremente, es esencial que lo haga con maneras.

De no ser así y por más que comprendamos a quien como nosotros pierde la paciencia y las maneras cuando le llevan de modo acerbo la contraria, a veces, como es el caso, entre insultos, siempre injustificables, tenemos que considerarlo incapacitado para subirse a un podio o a un estrado a intentar transmitir conocimientos o consejos. Por más que sepa y mayor experiencia que tenga, no es más que otro bárbaro que cuando pierde la paciencia, vuelve a lo suyo, que es ventilar las diferencias de criterio con las armas por delante, cualesquiera que sean las que tenga a su alcance, las de su mayor fortaleza, las de tener a su disposición y servicio guardaespaldas o mercenarios o las de la palabra o el gesto hirientes, amparados en una la impunidad que añade a la barbarie alevosía, si no alevosía penal, sí, por lo menos, alevosía moral, carencias de civilización, desgarraduras de la cortesía.

Los que le insultan, unos impresentables, zafios y desinformados, seguramente bárbaros, usted un peligro para la imprescindible tarea de tratar de educarlos para que otros como ellos y otros como usted, puedan enfrentar sus criterios con la mayor acritud intelectual, pero siempre con el debido respeto, sin el que no sólo la convivencia social, sino incluso la civilización vuelven a su prehistoria, garrote en ristre y al que más pueda.

viernes, 19 de febrero de 2010

Estabas en mi sueño
y, al despertar, descubro
que te he perdido. Dime,
si será para siempre,
si volverás a estar conmigo esta noche,
dónde estás ahora mismo,
mientras te busco. Se
que no me vas a contestar, que las criaturas
que sueño
están hechas
con retazos de gente no nacida, o
es posible que con recuerdos a punto de morir
a que se aferran nuestros muertos
para no tener que dar el último paso
de la segunda muerte, que consiste
en
que
nos
olviden.
Estabas en mi sueño
y en la duermevela, ya sabes, cuando quise aferrarme
a tu cuerpo
de espuma, de humo, de nube.
Ir y venir, frenéticos, para reencontrarse con los casos y las cosas igual que los binomios jinete-caballo en los concursos hípicos, cuando recorren el minúsculo laberinto de la pista y se reencuentran con los mismos obstáculos. Gentes empecinadas en conservar o en mudarlo todo, como si fuera posible enmendar la plana al equilibrio entre mantener lo posible y cambiar lo que se pueda, ambas cosas a la vez, tomar de lo nuevo y de lo viejo.

Vuelvo a mi rincón y es como si no hubiese faltado, pero soy un poco más viejo y el rincón ha engordado la capa de habitualidad que lo hace confortable, es como las viejas pipas, cafeteras, teteras, que a fuerza de usarlas se adaptan y confío en que el café sabrá como siempre y por añadidura como la vieja cafetera lo logra, diferente, un poco más reconfortante.

Leo cartas, artículos, ensayos, picoteo en blogs. A la larga, un blog descubre resquicios de personalidad que ni siquiera su autor se percata de que está desvelando. Por eso de que hay días especiales, y en ellos horas que al pasar raspan trozos de piel, hacen desgarraduras, marcan cicatrices, como si tatuaran el alma y la descubren.

Despliego mi almacén de poemas y me abruma descubrir que almacené centenares que tal vez debería clasificar de algún modo y no como ahora están, ahí en el cajón de sastre de la carpeta, sin orden ni concierto, tal y como yo digo siempre que los mueve, trae y lleva a su antojo el aire.

Hacía frío, en la capital, donde me vi obligado a discurrir, debatir e incluso a caminar más de lo que tenía pensado. Alrededor, la gente iba a lo suyo. En su olimpo, los políticos debaten acerca de la organización de un mundo que cada vez coincide menos con el de la gente. Me pregunto si se darán cuenta siquiera de que cada vez los miramos más y más gente como si fuesen inevitablemente alienígenas que no comprenden lo que en realidad nos preocupa a los de aquí, del terruño nuestro, la tierrina de todos los días.

martes, 16 de febrero de 2010

Cafetería, ventana, mirar la gente que pasa. La gente lleva prisa, cada cuenta, cada persona que pasa, se individualiza mediante una sonrisa. Algunos mueven la mano. Otros ni te ven y pierdes el gesto, que se te queda como una careta a medio poner. Bebo un sorbo de frío, royo una patata frita. Adiós, otra vez, a otra persona de las que pasan. Luego van muchas seguidas a quienes no conozco. Estiro el periódico y voy releyendo las noticias, reflejo, tal vez sombras de las de ayer. No pasa nada nuevo. Los que mandan se aferran a sus sillas y los que las pretenden tratan de movérselas. ¡Trampa! –gritan unos y otros-, me estás haciendo trampas. Pues claro que se las hacen, los de arriba con cierta ventaja, los de abajo con mayor esfuerzo. Me enfrasco en el crucigrama. Sigue pasando gente, pero ahora no la veo, estando, como estoy, en busca de la palabra que se ajuste a esta definición.

lunes, 15 de febrero de 2010

Lumartes de Carnaval y miércoles de Ceniza. Me voy a la Capital grande, navegando por este mar de frío que es el invierno de mucho más allá ya del año 2000, cuando se decía, todo a lo largo del siglo XX, que ocurrirían grandes cosas, se podrían en marcha inventos increíbles y la humanidad pegaría un salto equivalente, en su escala, al de los saltamontes. Luego llegó la crisis y estamos donde solíamos. Opino que el planeta Tierra es un ser vivo que parasitamos la gente y él, cuando le apretamos los tornillos, usa subconscientemente de sus defensas y nos advierte de la posibilidad de exterminio de la especie, que, para que la vida siga, sería sustituida por otra de morfología inimaginable. En la Capital grande, suelo pasar por la esquina donde un día me ocurrió una aventura que tal vez cuente y hubo un bonito comercio que duró muchos años. Un día, hace pocos años, cerró y el continente, la esquina del edificio, se ha ido deteriorando, sin que nadie lo alquile, pese a lo privilegiado de su situación, y me apena, cuando lo miro al pasar, con sus letreros de entonces, todavía legibles bajo la capa de mugre. La Capital grande ni se inmuta cuando entramos y salimos en ella. Nos digiere sin enterarse. Se ha ido quedando con muestras de su historia, que, poco a poco, como ocurre en todas las capitales, van siendo menos y más dispersas. Las capitales grandes mudan de piel y se quedan tan frescas, en seguida adaptadas a los nuevos tiempos y las maneras diferentes. Cada vez es más difícil de hallar uno de esos viejos rincones que se parecen a lo que la Capital grande era hace unas decenas de años. Queda alguno, yo estuve allí, que suena como entonces, o a mí me lo parece. Claro que desconfío, porque recuerdo libros y narraciones de hace mucho, que, al releerlas, no se parecen a como yo las recordaba. Nada es del todo verdad ni del todo mentira. Entender, saber que se está vivo es acercarse al descubrimiento de la parte de verdad que hay en cada mentira y viceversa. La Capital grande, aparte de hacerse cada vez mayor, me da la impresión de crecer más aprisa de lo que lo hace, al costar más a mi resuello de anciano recorrerla.
Leo en alguna parte que Torrente Ballester, miope de casi toda la vida, llevaba una cámara fotográfica para retratar lo que él veía borroso, y, ya en casa, examinar cada fotografía y usarlas para ambientar sus admirables novelas. Conocí Torrente Ballester ya viejecito. Silbaba muy bajito, mientras yo le decía que admiraba su obra. Creo que no me hizo ni caso. Ya no le importaba tener o no admiradores. Su obra ya estaba hecha y él por encima de esas minucias de si gusta o no a la gente lo que escribes, tan importante para los principiantes y los ególatras. Me habría gustado charlar con Torrente Ballester de cualquier cosa, pero cuando yo llegaba a la madurez, él empezaba a irse por la otra puerta, la de la vejez, encerrado como iba en su mundo por la miopía que lo alejaba del entorno y si bien coincidimos aparentemente en el espacio, ya íbamos en tiempos diferentes, él recordando, probablemente, yo proyectando todavía. Repaso los Cuadernos de la Romana y levito con Castroforte de Baralla.

Me acordé y le regalé a mi nieta una cámara. Luego me enseña sus ingenuas fotos y así me cuenta, sin darse cuenta, lo que mira con más atención: esta muñeca, aquel jarrón lleno de flores, una vaca pensativa, en un prado donde apuntan ya las margaritas de la primavera que viene, el abuelito en su rincón.

Lo bueno, ahora, de estas cámaras compactas y digitales, es que se pueden llevar a todas partes y hacer muchas fotografías, entre que aparecen siempre, al pasarlas al ordenador, dos o tres, a veces una sola, sorprendentes.

domingo, 14 de febrero de 2010

Invierno abajo, sin frenos, el carromato de la vida baja a trancos y tumbos como una exhalación hacia más vida naciente, Es el tufo de la primavera, que brota de la tierra, se huele y encalabrina. Incluso si nos estrellásemos, la primavera arrancaría más vida de los restos desparramados. Es tiempo de enamorarse de la vida y por eso leo que un viejo poeta confía en disponer de la llave de una puerta secreta, sólo suya, para abandonar este mundo cuando él decida. Nadie la tiene, sin embargo. Ni siquiera merece la pena tratar de disuadirlo. De lo que dice se deduce que ama y ha cantado durante toda su vida a la vida y no puede ahora mudarse a la mazmorra de la desesperanza. Le parece a él que tiene esa llave, pero no funciona. Hay multitud de puertas que no se abren nunca, salvo cuando pierde uno la razón de esperanza que está en cada mínima expresión de vida. Las puertas, los caminos, las trochas, las sendas, son como sugerencias de todo lo que espera al final de cada camino. No son negativas de vida, sino razones para vivir, andar, llegar y descubrir. Cada contrafigura reconduce al aspecto positivo de las cosas.

sábado, 13 de febrero de 2010

Voy y le digo a una consejera áulica que tengo, ayudante de campo, que he llegado más allá del lago, hasta el pensamiento contrapuesto del viejo truhán que, habiendo descubierto que hay pleitos que a se pierden, muchos más de los que a uno le gustaría, lo aseguro yo, que soy del oficio, y tras de vender su Ferrari, se dedicó a la filosofía aconsejable, que eso ya estaba inventado. Tengo yo unos cuantos recuerdos que utilizo desde hace muchos años para domeñar la tristeza que si no, ya me habría llevado a la huesa fría del desencanto. Hay dos o tres, en particular, radiantes, que incluso manipulo a mi gusto, saco del zurrón del subconsciente y lo adorno con fantasías complementarias, imaginaciones de hechos o de palabras que no estuvieron donde el recuerdo ese que digo, pero que aparte de proporcionarle incremento de luminosidad, abren posibilidades diferentes, como si en vez de torcer aquel día hacia un lado, lo hubiéramos, lo hubiéramos hecho los protagonistas hacia el otro.

El aprendiz ese de filosofo es sagaz. Lo son todos los que abandonan las apariencias, el oropel, de la riqueza y el poder y trasladan la rutina de sus días a una frugalidad tranquilizadora. Lo dijo Fray Luis, con aquello de la apartada senda de los pocos sabios que en el mundo han sido. Nadie se da cuenta de la riqueza del que nada necesita, pero no porque tenga mucho, sino porque parece que no tiene nada. Lo que pasa es que, de pronto, a veces, al que no tiene nada, se le ocurre que no es que haya renunciado a lo que tuvo y aparentó desdeñar, sino que le faltaron las fuerzas y no pudo seguir. Una duda se le ha subido a la espalda, como una mochila inesperada de que no puede desembarazarse. Acudirá, digo yo, al recuerdo del día brillante, repetirá su mantra. Shelley creo que lo dijo, sin embargo, un día, que gritar una obsesión es empezar a liberarse de ella. Hace falta, compañero, tener en el camino compañía. Lo que no se comparte no se tiene del todo. Por eso, recordar es inventarse compañía y obligarle, ya que es virtual, a que nos diga lo que pretendemos escuchar. Un verdadero lío, esto de vivir, hasta que te mueres, tratando de aprender a vivir.

viernes, 12 de febrero de 2010

Contrasta la inquietud producida en estos tiempos por cuanto ocurre en todos los ámbitos de la convivencia con el tranquilo sosiego de la mar en calma. Pero, me dicen, esa tranquilidad no es más que apariencia. La quietud de la mar no es sino un descanso entre dos estados de la locura que agita las aguas en cuanto las provoca el viento, Somos entonces, pienso, como esa mar, unas veces en calma, otras embravecida por el inesperado viento. Sale cada tarde alguien en la televisión, que describe la probabilidad de que en medio de la mar, señala en nuestro caso casi siempre el centro del Atlántico, se genere un “frente” que avanza inexorable, desde el noroeste o desde el sudeste, que nos golpeará esta tarde, mañana, o, como mucho, pasado. El Zaragozano, almanaque tradicional de ferias y mercados, se atreve a predecir el tiempo de todo el año. Y las viejecitas de mi niñez apuntaban no sé qué día de cada época, que llamaban “témporas”, determinantes del clima del trimestre o el cuatrimestre siguiente. Me guío yo, pero sólo para la llegada de la primavera, por la floración de un grupo de mimosas que hay en la ladera que mira al saliente, enfrente de mi casa. Si la floración es en la primera mitad de la segunda quincena de enero, la primavera vendrá más o menos con arreglo a su fecha, pero adelantará esa floración si proyecta llegar antes o la retrasará si después. Este año me coincide el retraso a mediados de la primera quincena de febrero, con la noticia de las témporas, que la retrasan a primeros de mayo.

De cualquier modo, la mar está, esta mañana, tersa y atenta, como expectante y nos llega a la costa un frío helado, que viene de los montes nevados del interior, junto con noticia de temperaturas inusitadamente bajas de ciudades con tanta tradición de frío como son Burgos o Soria. Aquí, al lado de la mar, es raro que la temperatura llegue por debajo de los tres o cuatro grados centígrados bajo cero, pero la humedad, que suele pasar del setenta y cinco y el ochenta por ciento, actúa como factor de multiplicación de la sensación de frío, que empuja hacia el cono de la lámpara y la protección de radiadores, estufas o chimeneas, bien provisto que nos hayamos de una buena novela policíaca, un libro de filosofía de profundidad media o unas memorias o una autobiografía escrita con buena dosis de humilde honradez. Adelanto que hay pocas. Hay más novelas policíacas o libros de filosofía de profundidad media. Yo acabo de terminar una policíaca cuyo nombre, por no ser buena, no cito, para no perjudicar eventuales ventas. Porque, además, es posible que lo que a mí no me gusta, en cambio sea bueno para otros.

Se me ocurre un trozo, tal vez incompleto, de un posible poema, que dice:
Dime, recuerdo mío,
¿sabes
dónde vas cuando te olvido?

Y ahora que lo miro, hasta puede que esté completo, que sea nada más que eso, como este otro:

El olvido nos aleja
más que el tiempo y la distancia …

jueves, 11 de febrero de 2010

Los jueves, como supongo que saben, voy a la ciudad pequeña. La ciudad pequeña es la capital de mi provincia, en mi caso también la capital de mi autonomía. Le llamo ciudad pequeña por contraposición a la ciudad grande, a la que suelo ir una o dos veces al mes, que es la capital del Estado. El lugar donde vivo es mucho más pequeño que la ciudad más pequeña, le llaman villa, pero hasta hace poco, poco en términos históricos supone varios siglos, también le llamaron pobla. Le supongo unos mil años escasos de existencia, tras de otro cierto número indeterminado, durante que debió ser abrigo de pescadores más o menos habituales, poco a poco profesionales.

Aprovecho esa ida a la ciudad pequeña para visitar una librería de que soy cliente desde hace más de medio siglo y proveerme de libros. No es exactamente renovar una provisión de libros, sino proveerme de más, y de entre todos, ir seleccionando los que abandono con vaga pereza en las estanterías de una modesta biblioteca que debe andar por los diez o doce mil volúmenes, dispersos y desordenados, y los que leo con más o menos atención, algunos con mucha, y con admiración, en muchos casos, y envidia, en otros, de no saber escribir o no tener la paciencia ni la imaginación imprescindibles para escribir como el autor de que se trate, hombre o mujer, aunque no fuese más que una página, un poema, algo digno de ser estimado y recordado.

Desde hace cierto tiempo, me llaman la atención las autobiografías. Me impresiona ese modo de recordarse con que el autobiógrafo autobiografiado se va describiendo a lo largo del camino de su vida, el niño, el adolescente, el adulto, hombre o mujer, según, que ve y que mira y nos cuenta cómo era. Hoy he comprado una autobiografía, ellos suelen llamarles memorias. No quiero decir quién es el autor, pero tomé páginas de aquí y de allá, casi todas impecablemente escritas, interesantes, hasta llegar a un par de ellas que no fui capaz de entender. Las he releído una y otra vez, con interés primero, luego con paciencia, en ambos casos con humildad y atención. Nada. ¿Cómo y por qué, alguien que es capaz de escribir con singular destreza, con claridad impecable y de llegar a despertar el interés del lector, puede luego perderse en banalidades sin sentido, despreciativas miradas a su entorno y llegar a escribir páginas enteras sin sentido, que giran sobre sí mismas y al final no dicen nada más que tal vez ese día estuviese aburrido, no al vivirlo, sino al describirlo, o tal vez en ambas ocasiones. Una lástima porque el libro tiene otras páginas de singular atractivo en cuanto a forma y fondo, pero si se repiten demasiadas como estas dos de que hablo, será demasiado fuerte la tentación de permitir al ama que lo eche al fuego sin que haya bachiller que lo salve. Por más de que la consideración de que quien a hierro mata …, me tenga la mano pensando que así me gustaría a mí detener la de alguien que justamente airado fuese a quemar alguno de mis escritos, por mucho que tantos lo merezcan.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Tengo una especial debilidad por los soldaditos de plomo y las cajas de música con muñecos que se mueven al son de la que tocan con la ingenua sencillez de las cajas de música. Hay algunas, hechas a mano con especial delicadeza y esmero, cuyo sonido es claro y luminoso. Alegra escucharlas siquiera sea un momento, de vez en cuando, porque seguro que cuando paran, estaré sonriendo de nuevo, con una pizca por lo menos de esperanza recobrada.

Los soldaditos de plomo pueden estar en su vitrina o salir y formar un rato sobre la mesa. No llego a esos coleccionistas que convierten toda una habitación en campo de batalla y reproducen casi siempre la de Waterloo, ahora hay quien la del Ebro y muchos la carga de la brigada ligera. Yo los formo cuando los soldaditos de plomo todavía conservan la luz y el colorido de antes de cualquier batalla. Cuando la música enardece, en pleno campo de maniobras o desfile y el espíritu del regimiento planea sobre la formación, cuyos componentes cantas sus respectivos himnos con la vocación triunfante de cualquier soldadito de carne y hueso de cualquier época del mundo. Y procuro no imaginar el ejército de Napoleón regresando de Rusia, maltrecho, triste, roto y vencido, ni al almirante que cuadrado ante Felipe II tuvo que informarlo de lo ocurrido cuando aquello de la Armada Invencible. Los soldaditos de plomo, formados sobre la mesa con sus banderas, sus jefes y oficiales, sus bandas de música y de cornetas y tambores me devuelven la sensación de camaradería del cuartel, el imaginativo repique de campanas de cualquier victoria imaginable. No huele a la mezcla de repollo, sudor humano y desinfectante de la tercera imaginaria.

A diferencia de lo que me ocurre con las cajas de música, cuando los soldaditos de plomo vuelven a su vitrina, una como neblina de tristeza me empaña cualquier gesto.

martes, 9 de febrero de 2010

Me gusta que me propongáis soñar despierto. Puedo imaginar parte de un mundo y que nos estemos plácidamente en él. Los otros sueños, los que concibo dormido, o no sé si son ellos los que me absorben, abducen a su mundo de gelatina y silencios, donde al parecer no hay sentimientos, porque me ha ocurrido pedir socorro y que nadie me ayude, pese a estar en lo que parece una concurrida calle, y me ha ocurrido tratar de defenderme o de gritar y no poder, sino despertar con la mezcla de angustia residual y alegría de descubrir que todo era un sueño. Evoco el soliloquio de Hamlet: “en el sueño de la muerte, ¿qué nuevo sueño soñaré?” La sobrecogedora pregunta pasa como una nube sobre esta tarde de tardo invierno, con la mimosa por fin recién florecida, avisando, con la demora, que esta año tardará en evidenciarse la primavera.

Viene el perro, el que ahora queda, desde que murió el foxterrier, y me avisa de que es hora de salir. Vamos por la vera del río, ahora un cauce de rumores y reflejos. Vagas siluetas encogidas pasan a nuestro lado y susurran, como quien da limosna, un saludo casi inaudible. El cocker huele, infatigable, las esquinas todas del trayecto, se para, reanuda el trotecillo, vuelve, me reconoce y comprueba que sigo sus huellas, de nuevo, tranquilo, se va hacia la farola siguiente, alza la pata y finge que la marca, si acaso con una última imaginaria gota de ese fluido mágico con que los perros no sé si se alejan o convocan. Hoy ha escogido una callejuela oscura para correr su aventura, realizar tal vez su sueño, de esta tarde. Del otro lado, a la salida, ya en terreno conocido, se vuele y me ladra las gracias con un solo ladrido seco, pero se advierte que amable. De vuelta a casa, me pide, moviendo el muñón de lo que debería haber sido rabo, su galleta de la tarde, que roe bajo la mesa, con delectación evidente. Luego se duerme como un viejecito que ya empieza a ser con sus once años, equivalentes a los setenta y siete de cualquier humano.

lunes, 8 de febrero de 2010

También advierto la vejez cuando, como esta mañana, salgo a pasear por el borde del alma y descubro las anfractuosidades de su piel, porque el alma también sufre cuando vivir es enfrentarse con las consecuencias de la conducta propia. Cada vez que me equivoqué, una cicatriz en la epidermis del alma, que se refleja en el alma de la memoria. Y al llegar a cierta edad ya se nota al pasar los dedos que duele, más o menos, según la herida del recuerdo que sea.

Los recuerdos son como pequeños insectos inclasificables, que no existen, pero rodean a sus víctimas, que además son su origen, como pequeños monstruos, que, igual que el de Frankenstein, se vuelven contra el culpable de su existencia. No matan, acoquinan, angustian, aprietan, como un sol de verano, contra la tierra, y permiten sobrevivir, tal vez para así sobrevivir ellos.

No cabe tratar de cerrar, como se apaga una luz o se cierra una espita, el chorro de la memoria. La memoria se desborda sin motivo aparente, como llueve en ocasiones, de pronto, en plena sequía, y los ríos se salen de madre y asolan el paisaje.

Otras veces, en cambio, está dormida, perezosa. Conocí a quien, para defenderse de la crueldad inocente de la memoria, perdía la razón y vagaba, sin pasado ni futuro, como a contratiempo, repitiendo una ininteligible salmodia.

La memoria es como los niños, que, jugando, te dicen verdades hirientes, a veces, con prodigiosa ingenuidad

sábado, 6 de febrero de 2010

Vivir. Un sofisticado intercambio de paradojas. Se nos invita con la idea que el anfitrión tiene del acto a que nos llama. Asistimos con la que tenemos nosotros, o para aprovechar que el Pisuerga pase por Valladolid. Cada vez es más intrincada la madeja, que ni su dueño entiende ya, en que se mezclan los diversos caminos que se emprenden por los mismos que han de seguirlos o por otros y hoy he leído en un periódico que no es la primera vez en la historia que el hombre se considera capacitado o está lo suficientemente airado y fjera de sí como para atreverse a juzgar si Dios es o no justo- ¿Con arreglo a qué criterios de justicia? Me río yo de cada definidor, en cada época, y, dentro de cada época, al hilo de cada cultura o contracultura al uso, se atreve con el concepto de la justicia. ¿Qué si yo me atrevería? Pues quizá también y diría que es el equilibrio en el uso de la libertad con arreglo a sus fines y límites esenciales.

Me río de mí mismo. ¿Quién soy yo para hacer definiciones? Hay que hacerlas, sin embargo, en estos tumultuosos tiempos en que tantos te tratan de embaucar y convencer de estar en posesión de verdades incontrovertibles. Resulta conmovedora la observación de gente de buena voluntad que se agarra al clavo ardiendo de pensar que la justicia estriba en defender hasta la última gota de sangre un determinado principio, como si hubiera en cada sociedad, en cada conducta comunitaria, una piedra maestra que sirviese para mantener el complicado andamiaje de la supervivencia con que estamos afrontando el cambio de edad que nos acongoja. Casi entiendo lo que deben sufrir las langostas o las serpientes cuando mudan de caparazón o de piel, han de parirse a sí mismas, abandonar la piel antigua y cubrirse con otra igual, pero diferente. Nos está ocurriendo y se producen hechos sorprendentes, conductas erráticas.

viernes, 5 de febrero de 2010

Hay días, ahora, en lo más profundo del invierno, a caballo entre febrero que nace y enero, recién muerto, tan aparentemente desesperanzados, que el sol, cuando nace, no pasa de asemejarse, solecito cuando más, a uno de esos limones fracasados, que el viento desprende aún sin crecer, del árbol, y, arrugados como tristezas imaginadas, quedan, bajo el limonero, igual que recuerdos de lágrimas.

Luego te embufandas, te echas a la calle, compras el periódico, rebosante de calamidades, si tienes torcida la suerte, te caga una gaviota, que, las puñeteras, creo que algunas apuntan y con frecuencia atinan, y aún a pesar de todo te queda el recurso de irte a la cafetería, esconderte en el último rincón, con tu café bien caliente y extremadamente azucarado y un buen trozo de bizcocho, desplegar el periódico y desaparecer del mundo durante un cierto tiempo.

El café te reconforta, mancha tu corbata, si es que la llevabas aún, produce el bizcocho una molesta sensación de plenitud, pero el día ha mejorado, y, a caballo del frío, creo que, para compensar aquel desmedrado sol, provoca, incita. Todo esto, me digo, puede mejorarse, y sonrío a la primera persona que encuentro, que venía tan enfurruñada como yo y tal vez más escéptica, pero no le queda más remedio que sonreírme y desearme a su vez que tenga un buen día. Hasta se pueda hacer con el periódico un burujo y tirarlo despreciativamente en la primera papelera que se encuentre.
No se puede recordar un acto de amor,
no cabe en la memoria
ni los sentidos pueden abarcarlo, mueren,
flotando más allá del aire, donde cuanto ocurre
es inimaginable.

Por eso
sólo recuerdo el tacto de tu piel, la caricia
de algún suspiro tuyo, enamorado,
mi anhelo de quedar
para siempre en el sueño de ser uno
contigo en una sola palabra,
un ser
incorpóreo y fugaz
y, a la vez, eterno.
Dejas de trepar al monte,
donde solías,
porque,
la vejez ha estrechado tus pulmones, gastado
la energía
que movió tus pasos, te llevaba,
paisaje adelante,
hasta más allá del recodo, de destino imprevisible
de cada camino
del paisaje del cuadro.

Dejas de ser un hombre capaz
de respirar hondo
hasta el motivo mismo, el hontanar
de cualquier tristeza.

De pronto, te descubres,
eres,
soy
una racha de viento, que pasa.

jueves, 4 de febrero de 2010

Voy hasta mi capital próxima. Desde hace relativamente poco, como en los estados compuestos, nosotros, los ciudadanos, la gente, los contribuyentes, esta doliente humanidad, disponemos de dos capitales: la más pequeña y próxima y otra cada vez más lejos, más enfrascada en sus cosas, en que, cuando vamos, nos solemos perder si nos salimos de rutas habituales, a pesar de que, como en mi caso, para algunos fue durante muchos años su ciudad. Una ciudad, recuerdo de entonces, es como un conglomerado de pueblos pequeños, apretujados unos con otros, pero separados por invisibles trazos más o menos patentes. Y en cada pueblo pequeño, los habitantes de la ciudad grande nos apañamos para organizar toda una rutina de vida habitual que no excluye ir casi de viaje a ver los demás pueblos o estarse en el cogollo de la ciudad, por donde pululan los turistas, excitados, en busca de su ciudad preconcebida y es probable que inexistente.

Yo he ido hoy a mi capital próxima, mucho más pequeña, más familiar. Las ciudades pequeñas pueden ser muy hostiles, porque, a diferencia de las grandes ciudades, en ellas se pueden formar subgrupos, tribus, que son familias agnaticias, que, en los azacaneados tiempos que corren, miran a su alrededor y desconfían del desconocido que no forma parte del clan y por ello representa un peligro latente. En cambio, a los nuestros de cada día, los reconocemos, sabemos de muchas de sus flaquezas y nos preocupan, en estos tiempos de competitividad, sus habilidades.

No he advertido todavía conciencia clara de que una crisis económica que produce estado de necesidad de muchos y amenaza con extenderlo a muchos más, tal vez, si se descuidan quienes ya deberían haber estado más atentos a los acontecimientos de este principio de siglo. Oigo hablar mucho, pero veo hacer poco y sin la coordinación previa de una serie de planes de acción. Hay, en la sociedad, una curiosa mescolanza de jirones de utopía y síntomas de desorientación. Uno de esos climas propicios para que asomen por aquí y por allá los habituales pescadores en río revuelto, peligrosamente capaces de sembrar error en la tierra abonada del miedo. También puede que no sea para tanto y que este temor mío no sea más que un coctel de invierno y de cansancio. Uno, a su edad, ya no está para estos trotes.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Miro el corazón de la rosa. Es aún la primera, o de las primeras rosas que el despistado de mi rosal preferido da este año de las gripes. Una rosa casi conmovedora por desmedrada, encogida, se ve en seguida que asustada, nada más nacer, de su audacia por haberlo hecho en pleno invierno del año de las gripes zoolingüisticas. Supongo que, para mirarle el corazón, vale. Ignoro cómo seleccionaban a sus víctimas los sacerdotes incas o los aztecas, para buscar corazones en que tratar de adivinar y prevenir las decisiones de los dioses airados de sus cultos, pero a mí tiene que bastarme esta rosa Las demás de esta mañana del jardín o son margaritas, que tienen el corazón redondo y radiante, optimista, o estas otras que no sé identificar, lívidas, con un corazón mínimo, que habría que mirar con microscopio.

Miro el corazón de la rosa. Sin arrancarla, sin cortarla, previo advertirle que no se asuste, que no pretendo averiguar sus secretos, sino los míos, que están, neuronas adentro, por detrás de los ojos con que miro ese corazón de rosa, donde el tiempo se detiene y es rojo oscuro, aterciopelado e invita a pararse a pensar.

Pensar supone recorrer estancias donde no solemos entrar y redescubrir los caprichos de la memoria, su crueldad, la indiferencia con que nos mezcla en un coctel de vida las cosas buenas y malas que hicimos y sus consecuencias, a veces, alrededor. De repente, todo se sosiega. El pensamiento, rebasado que ha el subconsciente, recobra una hondura solemne, una callada serie de advertencias, el ámbito infinito de la soledad en que los hombres nos sentimos capaces de reconstruirnos y a la vez incapaces de seguir viviendo.

Soy capaz, lo siento, desde aquí, de ir creando figuras que flotan a mi alrededor, podría escribir un detallado relato, una novela, un mundo donde estaría sin estar. Lo importante es, sin embargo, estar, formar parte, participar.

En los cristales, repiquetea hoy el sol.

martes, 2 de febrero de 2010

Estoy leyendo la segunda parte de las memorias de Esther Tusquets, esas que llama confesiones de una vieja dama indigna. Es divertido volver a ver la juventud propia, pero ahora a través de las gafas de una joven señorita de la burguesía catalana a que desde luego no alcanzan más salpicaduras de las necesidades de la época que aquellas en que con curiosidad pone deliberadamente las yemas de sus dedos.

Y descubrir cómo París, siempre París en la historia de la Europa que todavía agoniza, imparte desde el invento de su “rive gauche” la idea de una “gauche divine” que confundió a tal vez a varias generaciones con la sugerencia de que el progreso podía consistir en quemar las naves de los viejos principios y sustituir la hipocresía evidente de la buena educación por el ingenioso libertinaje de los malos modos, constituidos en apariencia de sinceridad.

Bueno, pues ya estamos siendo como somos. Como hemos sido siempre. Una especie depredadora, ávida de poder y vengativa, que, para sobrevivir, necesita de la hipocresía de los modales y de la civilización consistente en arbitrar unas reglas de protección de los más débiles y menos aptos y otras reglas que eviten la exigencia personal, directa e inmediata, de reparación de las ofensas.

Tal vez el progreso esté en mantenerse entre aquélla y la otra despreciada orilla, por donde corre el cauce de agua viva. Tal vez el progreso esté en el equilibrio y no en contemplar con una sardónica sonrisa escéptica, las ruinas de Itálica. Nadie en la humanidad sabrá nunca bastante ni será lo suficientemente diferente. Pienso que ni desde el otro lado del espejo podrá mirarse lo que ocurre en el mundo como mero espectador.

Pero he escrito antes de tiempo. Hay que seguir leyendo antes de opinar
Cuando digo flor, mi voz
no reconoce la vaguedad conceptual de la flor,
sino aquella
flor
concreta,
de aquel color, aquel olor, aquel día,
cuando toda la inmensidad del universo
tuvo su centro exacto
en aquella flor
que tú tenías,
recién cortada, aún viva,
en tu mano, sin verla, indiferente,
mientras ella,
en su agonía,
te adornaba de olor y de color,
de belleza,
de amor.
Cuando digo flor,
recuerdo aquella flor
y tu sonrisa.
Se desgrana la vida en las notas
del piano, ves
caer los granos de arena de su reloj, sientes
cómo
se te acaba el momento
de felicidad, como la luz del rayo
de sol
se escapa por entre las guedejas de tu pelo,
desde este instante,
toda
una imagen, tal vez, el reflejo de un reflejo
del sueño de lo eterno,
tan efímero, esta tarde de invierno,
como el sonido mismo, que las teclas
arrancan de las cuerdas
del tiempo,
que se convierte en aire, vuela
y muere
poco a poco
en el silencio.