lunes, 8 de febrero de 2010

También advierto la vejez cuando, como esta mañana, salgo a pasear por el borde del alma y descubro las anfractuosidades de su piel, porque el alma también sufre cuando vivir es enfrentarse con las consecuencias de la conducta propia. Cada vez que me equivoqué, una cicatriz en la epidermis del alma, que se refleja en el alma de la memoria. Y al llegar a cierta edad ya se nota al pasar los dedos que duele, más o menos, según la herida del recuerdo que sea.

Los recuerdos son como pequeños insectos inclasificables, que no existen, pero rodean a sus víctimas, que además son su origen, como pequeños monstruos, que, igual que el de Frankenstein, se vuelven contra el culpable de su existencia. No matan, acoquinan, angustian, aprietan, como un sol de verano, contra la tierra, y permiten sobrevivir, tal vez para así sobrevivir ellos.

No cabe tratar de cerrar, como se apaga una luz o se cierra una espita, el chorro de la memoria. La memoria se desborda sin motivo aparente, como llueve en ocasiones, de pronto, en plena sequía, y los ríos se salen de madre y asolan el paisaje.

Otras veces, en cambio, está dormida, perezosa. Conocí a quien, para defenderse de la crueldad inocente de la memoria, perdía la razón y vagaba, sin pasado ni futuro, como a contratiempo, repitiendo una ininteligible salmodia.

La memoria es como los niños, que, jugando, te dicen verdades hirientes, a veces, con prodigiosa ingenuidad

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