jueves, 29 de septiembre de 2011

La mayoría de la gente no tendremos nunca un jardín. La mayoría de la gente, hay una porción de cosas que no tendremos jamás. La mayoría de la gente, trabajaremos cuanto podamos, ganaremos cuanto podamos, trataremos de ser solidarios, pagaremos nuestros impuestos, daremos alguna limosna si acaso y un día descubriremos que nos hemos hecho viejos, nuestra vida se ha gastado y todo va a concluir. No hay más. Eso era todo.

Quien más, quien menos, habremos leído un libro, visto una película, habremos visto que hay otra gente que tiene vida diferente.

Cada uno de nosotros habrá sabido de las vicisitudes que equilibran cada vida con sus paralelas. Es, digo yo, como haber recorrido el mismo planeta por continentes distintos, y, en cada continente, por caminos sin encrucijadas comunes.

Y, saber de los demás, nos producirá el curioso efecto de anhelar lo que tienen otros, como si lo nuestro, que por ser lo nuestro es especial para nosotros, hubiera tenido peor calidad. Opino que no es así. Que todo funciona por equivalencias. Y me atrevo a suponer que a cada cual se nos ofrece la posibilidad de atravesar nada más que las circunstancias que está a nuestro alcance soportar.

Julien Green cuenta en su novela “Si yo fuera usted” (Si j’en etait vous) lo que podría ocurrir si la personalidad fuese transmisible. Deduce que sería trágico de un modo cruel. Leí hace mucho esa novela. Julien Green suele crear situaciones angustiosas que atrapan a protagonista y lector en parecida ratonera en que se miran a los ojos y de la que únicamente el lector puede escapar. Sales del libro como de un prolongado buceo. Buscando aire.
Uno no debe cabrearse nunca. La indignación cierra no sé si las entradas o las salidas de las neuronas, pro lo cierto es que las incomunica con la realidad, mutada por la ira en fogata creciente, incendio que se lleva por delante el bosque y me devuelve un paisaje yermo de la esquina del alma donde se fraguan los tifones espirituales, las disculpas imposibles y las explicaciones indignas de que las crea nadie.

Uno debe verter cada día aceite sobre las olas de barlovento, sosegar la mar y recuperar la convicción de que no se arregla nada poniéndolo todo patas arriba. Es mejor avellugar bajo un alero. Esperar que pase lo más fuerte de la nortada y atravesar si acaso la mayor densidad, pero ya blandura del orballu.

Muy pocas cosas merecen la pena de una airada respuesta. En eso es la respuesta oriental más aconsejable. Siéntate a la puerta de tu jaima. Siempre es aconsejable ponerse cómodo, a la sombra benéfica de un soto. Borrar la mala impresión y dejar que el pensamiento, con esa pereza de los días sosegados, deambule más allá y más acá, que el pensamiento tiene esa ventaja sobre nosotros, puede retroceder, imaginar respuestas diferentes de las que se dieron y adelantarse, preparar reacciones o fingirlas, para el tiempo nuevo.

La imaginación es siempre cómplice. Busca circunstanciales explicaciones hasta para nuestro más evidentes desafueros, hasta para nuestros errores más palmarios.

Desde el sosiego, las viejas neuronas recuperan la capacidad de emprender caminos, descubrir paisajes. Me acuerdo, cuando niño, de que cualquier libro que llegaba a mis manos, lo hojeaba para ver si “tenía santos”. Los “santos” llamábamos a las ilustraciones. Lo que ahora dicen las solapas y los reversos de los libros. Una especie de resumen. Y si no había “santos” todavía cabía esperanza de un interesante contenido, pero de haberlos y ser tristes, malos o desagradables, valía más echar el libro a la hoguera del olvido sin más trámite. Si el paisaje nuevo de las neuronas no pinta bien, vale más dar la vuelta y retroceder hasta la última encrucijada anterior. Solo que a veces no se puede. Ya sabes, entonces, lo decían los sargentos de la legión extrajera: marchez ou crevez.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

La ventaja del cuento, la novela, cualquier conseja contada cualquier noche de invierno al amor del llar, debería ser la sencillez. Una película de vaqueros o el cuento de Kipling donde la lealtad amical es puro heroísmo a través dele espíritu del regimiento, deben ser lo que son, para entretenerte y que te hagas la ilusión de que los buenos suele parecer que ganan y aparentemente la justicia y la equidad se restablecen y equilibran sin excepciones, como decía Sócrates que debería ser.

Lo digo al hilo de las últimas novelas policíacas que se escriben a partir de las consideraciones hechas en las suyas por Simenon, que conmovían de tal modo al comisario Maigret que, de conocer sus manejos la superioridad, puede que hubiese terminado dirigiendo el tráfico –siempre es la amenaza del jefe a un policía de la brigada de homicidios en las pelis americanas, para el caso de que yerren en el debido comportamiento por defecto o por exceso de celo, con lo que todos respetamos y solemos obedecer a los antiguos guardias de la porra, rectores y directores del tráfico-.

Tanto y de tal modo complican los motivos del criminal, que lo reconvierten en víctima casual de esta sociedad horrible en que sobrevivimos a trancas y barrancas. El muerto, para mayor confusión, era el malo, provocador de tensiones, culpable de desafueros, malvado de tomo y lomo. Su asesino, la víctima, protegible por un bondadoso detective lleno de perplejidades, a que el autor proporciona sorprendentes dotes y especial autorización para arreglar la escena del crimen de tan modo que el lector pueda llegar a la conclusión de que no es oro todo lo que reluce, pero bajo la capa de oropel puede que haya oro y “nuestro héroe” sea el único capaz de redistribuirlo para que Sócrates escuche a Platón y sus amigos y llegue a la conclusión de que mejor irse a dialogar un poco más o a echar una partida de mus, con lo que la historia del mundo podría revisarse, lo mismo que la teoría de la relatividad, ahora que alguien dice que ha logrado ver cómo los neutrinos corren más que la luz. Por cierto ¿sabe usted si venden neutrinos en los bazares de los chinos? ¿Sabe alguien si se pueden poner neutrinos en el coche de Fernando Alonso?
Cuesta entender muchas de las cosas que al final descubre cada neurona cansada y te cuenta hábil como un cuenta cuentos, un narrador, María, la vieja cocinera de mi casa de niño. Llega sin embargo ese ritmo lento de las horas de vejez, durante que se reflexiona sin prisa y se entiende sin esfuerzo aparente cada cómo y cada por qué desesperantemente en su día incomprensibles.

Debe ser un adelanto de la quietud definitiva de la eternidad, que es ya como un cuadro colgado sólo en la pared de la estancia, donde, con el tiempo quieto, se entiende por fin la dinámica de la vida, ese prodigio de la convivencia a la vez imposible e inevitable.

Me detengo en el museo –uno que es la suma ya inextricable de todos los recorridos en diferentes ciudades, circunstancias y estados de ánimo-, ante un cuadro concreto. Voy siguiendo los datos, los detalles, los símbolos que sin querer ha dejado el autor completando la verdadera historia de unos protagonistas situados donde la mirada del visitante se ha de detener primero y a donde ha de ir volviendo a medida que un dato se acumula al anterior y los retratados, modelos casuales o mecenas o tal vez clientes, ya han dejado de serlo y son hombres y mujeres contando una historia petrificada a golpe o caricia de pincel, espátula o dedada que difuminó la dureza de un escorzo.

Me pasa con las fotografías del rimero de álbumes, con las dispersas por las paredes y estanterías.

Me recuento, y ahora comprendo un poco mejor, mi propia aventura, compuesta, como la trilogía de Torrente Ballester, de “gozos y sombras”, como todas, tan parecidas y tan diferentes.

martes, 27 de septiembre de 2011

Nos recuerda el señor Rajoy, de pasada, acabando una especie de provisional autobiografía que supongo publica por si le van mal las cosas o antes de las elecciones o tras ellas, aquello que dijo el inefable señor Rubalcaba de que los españoles se merecen un gobierno que no les mienta.

¿De donde, coño, lo van a sacar?

Insisto en la convicción de que si no fuera por los políticos al uso, los pueblos se entenderían con mayor facilidad. De lo que se deduce que algo falla en los sistemas de fabricación de esos bulliciosos personajes, constantemente reunidos para perderse en inextricables imposibilidades mientras la gente demanda cosas tan sencillas como paz, justicia y libertad para todos.

Una porción de expertos han sido encargados, y les han puesto una medalla, de redactar un informe modernizador del “arcaico” lenguaje jurídico. Es de suponer que convenga reducir a SMS nuestro modo de hablar jurídico sustantivo y jurídico procesal. Capaces serían éstos organizadores de nuestra modernidad de arrancarles la peluca a los magistrados anglosajones y dejarlos en el martillín y el tuco de madera de las películas americanas. Cosas veredes. Recomiendan traducir del latín las viejas locuciones y usar palabras más corrientes para que la gente entienda nada más oírlas. Hace mucho, uno de los primeros clientes que tuve en mi despacho me preguntaba cómo me iba a conocer al día siguiente en el juicio, si todos iríamos con el cucurucho y la cara tapada. Ya fue bastante malo abandonar el estudio serio del latín y del griego y poder disfrutar más tarde de las delicias de le etimología. Ahora, al parecer, lo importante será suprimir adjetivos, reducir el número de preposiciones y estar “a día de hoy”, de modo que baste tal vez con el infinitivo de media docena de verbos para que nos entendamos en el spanglish con vocación esperantista. No me extraña, cuando hay quien ha llegado a la conclusión de que la gramática no contiene un conjunto de reglas delimitadoras del uso del idioma, sino que es una especie de noticiero que publica los desmanes en ese uso caprichoso en que cada vez resulta menos frecuente la elección de la palabra más apropiada.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Coche 1, dice el cristal, coche 2, 3, 4 …

Se apean infinidad de ancianos, apoyados, algunos, en otros, animosos, dispuestos a “ver”.

Algunos no ven, pero se suman a los que sí. “Dale limosna, mujer …” citan a Washington Irving a la puerta de la Alhambra de Granada. Parece un anuncio del autobús, que aquí les llamamos alsas, de que se apean cada vez más viejecitos, viejales, simples viejos y monitores, guías, enfermeros y ayudantes, como si no fuesen a acabar de salir nunca, bajarse con más o menos dificultades. Hala. Ahora vamos a ver … Muchos buscan una terraza, un banco, una solana, un poyo y dejan que los otros vayan a ver y más ver.

Tres pitos les importan dónde nació el ilustre hijo de la localidad, dónde se alojó el prócer durante el medievo o en que sitio pasaron a mejor vida el ilustrísimo o el excelentísimo, pero, animosos, siguen a la joven guía, entusiasta estudiosa de los apócrifos locales y comarcales, se asoman a los escaparates y comentan, sobre todo ellas, las diferencias observadas respecto del punto de origen.

Viajar se ha convertido en necesidad, o tal vez en desafío. Se va por cuatro perras a los sitios, donde se comerá el “menú” y se cubrirán o intentarán cubrir los gastos de la hostelería en temporada baja. Un constante tejemaneje de ancianos recorriendo en grupo los caminos. ¿Qué hacéis ahí? –preguntábamos hace poco a unos, sentados junto a la iglesia, bajo la olma- Esperamos la hora de marchar.

Hace poco, según leí en algún diario, se reunieron no sé dónde nacidos en los mismos lugares que otros más o menos tristemente célebres. Se preguntaban en peculiar simposio si sus diferentes pueblos tendrían algo en común. Algo así como preguntarse si los pueblos, como las ciudades, como las aldeas, que todos tienen alma, tuviesen por añadidura una especie de código genético y un adn transmisible al ciudadano de a pie. Me recordó el asunto una cita de Brecht, cuando unos de sus personajes dice aquello de que no debe la gente regocijarse tanto por la muerte de un tirano, cuando “la perra que lo parió” está de nuevo en celo.
Nos hurtan, los dogmáticos, la posibilidad de enriquecer la nuestra con su verdad, también fragmentaria, provisional y subjetiva. Están convencidos hasta tal punto de lo “suyo” que no admiten ni siquiera la posibilidad de confrontarlo con lo de otros.

Y como lo suyo, que dijo Blas y punto redondo, es cierto de toda certeza, ni pensar en apearlos de la burra que los puede llevar a lo más intrincado del laberinto. Puesto que si bien no se me oculta que contra lo que yo pienso, ellos pueden tener razón, sería útil para ambos comparar las supuestas razones que a cada cual asisten para tenerse hasta tal punto en los respectivos convencimientos.

No me refiero ahora mismo a algo en particular. Son ya muchos los asuntos en que no hay con quien hablar cuando se plantean, demasiados los axiomas de individuos y de grupos, justo en época como ésta en que hasta lo más sólido del acervo cultural se resquebraja a punto de rebasar su fecha de caducidad.

Puede que sea tiempo, todavía, de revisar tanto “progreso” como se nos ha inyectado últimamente en el cuerpo social, para evitar que el exceso de vitaminas inadecuadas destruya su tejido, de indispensable subsistencia para realizar muchos de los cambios ensayados con precipitación y peligrosos medios y materiales.

Cada vez parece más acertado tratar de compaginar a los más inteligentes, por lo general más vagos, rápidos y audaces, con los más tenaces, que corrigen, asientan y consolidan las improvisaciones, despojándolas de lo disparatado y taraceándolas de lo que procede conservar.

Cada vez parecen más peligrosos quienes renuncian a parecerse a los demás y se convencen a sí mismos de que esos demás están ahí para admirarlos, auxiliarlos y servirles si acaso de peldaños para atajar y llegar antes.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Veranillo septembrino, otoño atrasado, témporas que prevén otoño suave, nordés para alivio de la salsa de sudor que nos empapa, a mí por lo menos, que sudo como un gochu. Allá de niño, a un primo mío le hizo un día mucha gracia la orden terminante e irrecurrible que recibí de mi padre mientras jugábamos con el ardor propio de aquella edad: ¡Román! ¡No sudes!

Coño –dijo mi primo- podría mandarte que no jugases, que te estuvieses quieto, pero cómo ibas a hacer para jugar y no sudar.

Sol de otoño, un poco caído, como reclinado. Cae, leo en el periódico, un satélite artificial de cinco toneladas y media y el tamaño de un autobús. Como para esperarlo mirando al cielo. Leo que se debería hacer pedazos, al rozar con el aire y todavía me parece peor, porque malo sería que te cayera un alsa encima –en mi pueblo los autobuses se llaman alsa, de siempre, desde que fundaron la compañía, antes de la guerra-, pero así, dispersa la munición como los perdigones de una escopeta de caza, si te da un asiento ya tienes bastante, y con un volantazo sería suficiente, digo yo, para quitarnos a cualquiera de preocupaciones. Imaginaos la cantidad de piezas en que puede romperse un alsa en caída libre. Cada pieza una posibilidad de que te borren del registro civil y de los padrones de contribuyentes.

Sigue yendo gente osada a la playa, que el agua ya puede congelarte, a poco que te demores en ella, incluso las partes pudendas, y como consecuencia, prohíben que vayan los perros. ¡Con lo que disfrutan! Pero hombre, habría que decirle al edil del ramo, si acabó la temporada y al fin y al cabo es más fácil enterrar la mierda de can en la arena que agacharse y cosecharla con la bolsita.

El perro te mira, tira por ti. No comprende la estupidez humana de recoger sus desechos, cuando, ahora que es otoño, vendrá cualquier día la lluvia y por otra parte alguien ha anunciado que ha dicho el alcalde que saldrá casi a diario ahora la manga riega, “que aquí no llega” –provocábamos al regante los nenos de mi barrio-, “si “llegaría”, me mojaría”. El regante, profiriendo la sarta de improperios correspondiente, hacía toda clase de esfuerzos para mojarnos. Tentado estoy, aunque no sea más que para reverdecer laureles, de salir a la del alba a gritarle al regante de ahora. Lo único que no me iba a dar el resuello para escapar a las consecuencias.

Mejor verlo desde la ventana. Las ventanas, que hasta hace poco yo ni las veía, siempre enfrascado en las quisicosas del sobrevivir, son un excelente mirador sobre lo realmente importante, que es la vida, compuesta, además de la gente, por las nubes que pasan, los animales que se buscan vida y pitanza –he puesto unos cuencos con alpiste y bajan los gorriones a picotear entusiasmados-, los patos del río, divididos en tribus, que, de pronto, se rompen y entremezclan y una oca se pone a retozar con un porrón o uno venido de nadie sabe dónde, pero diferente, ha conquistado a una patita blanca, con aspecto ingenuo y núbil. Ves cómo se impacienta la gente en el semáforo, piafa, se mueve, se rasca, entabla conversación con el vecino de acera.
Noticia, al parecer, nueva: el dinero ni es elástico ni se multiplica espontáneamente por sí solo.

Y quienquiera que en futuro próximo gane unas elecciones va a tener que aclarar a las empresas suministradoras de la administración, cómplices con ella del desafuero, que no podrán cobrar. Es claro que ningún empresario serio debe suministrar a quien razonablemente considere incapaz de pagar.

Y será probable que se desencadene una turbulencia laboral, seguida de la probabilidad de otra social en que pagaríamos nuestras deudas pendientes, en sangre, sudor o lágrimas.

Y habría quien pretendiese evitar la epidemia, huyendo con sus carromatos y sus bienes, pero no iba a quedar en este caso y ocasión lugar sobre la tierra a que no llegasen las consecuencias del despilfarro, la desfachatez y el populismo demagógico.

Recuerdo un tiempo, hace bien poco, en que los ayuntamientos se hacían antipáticos porque establecían órdenes de prioridad, indispensables para una administración respetuosa con los administrados. Un tiempo en que los alcaldes se decía que debían pertenecer a una orden casi monástica, mendicante, por su evidente condición y habitual conducta de limosneros en busca de fondos para las obras convenientes a sus municipios. Había que administrar y a veces decir que no, que no era posible algo evidentemente necesario.

Vinieron otros alcaldes más rumbosos, presuntuosos, suficientes y se embarcaron en hacer cuanto el pueblo según ellos necesitaba para llegar a algo que llamaron el estado del bienestar.

Cubrieron el territorio de la dispersión poblacional de puntos de luz, suntuosas carreteras locales, hicieron piscinas climatizadas y sin climatizar, polideportivos abiertos y cerrados, locales de reunión, asilo y protección de cinco estrellas y otros tantos tenedores, inventaron unos servicios, se encargaron de otros y cedieron algunos a compañías y sociedades encarecedoras de los indispensables. Crearon, en definitiva, infinidad de desagües económicos insostenibles y se endeudaron hasta las cejas del último de sus contribuyentes. Ahora es imposible pagar el gasto de mantenimiento, y, lo que es más grave, tampoco se pueden pagar las deudas pendientes. Ni prestar los servicios si no se contraen otras deudas nuevas, cada vez mayores, claro.

Aquellos alcaldes recientemente históricos, no cobraban. Estos otros, más recientes aún, sí, porque si no “sólo los ricos podrían llegar a ser alcaldes”. Hay quien dice que los que pasa es que sólo los ricos saben administrar y por eso se han hecho ricos.

El ejercicio del cargo político administrativo se convirtió en una profesión sin demasiado esfuerzo preparatorio. Susceptible de crear toda una numerosa estela de acompañantes, asesores, ayudantes y protectores. La mitad de la población laboral se puso a vivir del trabajo y el esfuerzo de la otra mitad. Una primera mitad creciente en número y gasto, otra segunda decreciente en número, cada vez condenada a mayor esfuerzo. Hay quien opina que el supuesto bienestar contiene una agobiante y progresiva sofisticación burocrática, que está llegando al absurdo y lo inexplicable.
Advierto que cada vez hay más gente que se apunta a darse cuenta de lo que está ocurriendo. Ojalá sea tiempo aún de tratar de poner en marcha medios y mecanismos que eviten que la gente haya de sufrir demasiado para hacer sucesivamente los apaños, las reparaciones y la refacción, al final, indispensables para incorporarse aunque sea ya en marcha al futuro que está pasando a nuestro lado desde hace alrededor de tres lustros ya, quince años perdidos en la disparatada convicción de que las cosas o se iban a arreglar solas o las arreglarían antes o después los misteriosos “ellos” a que solemos intentar atribuir la mayoría de nuestros fracasos y la de los males que nos afligen.

Con razón tiene el hombre miedo a la libertad.

Haberla logrado, tener arte y parte en la soberanía del grupo, supone asumir la parcela de responsabilidad inseparablemente aneja.

-Es que esos que me representan y gobiernan se comprometieron a …

-No son más que encargados tuyos y míos, unos a que hemos conferido mandato de hacer, decir y pensar en nuestro nombre y representación, dependiendo de nuestras decisiones y como consecuencia, asumiendo nosotros la responsabilidad de cuanto hacen por nuestro encargo y en nuestro beneficio.

-¿Y si no saben o no pueden?

-Hemos de cambiarlos por otros. Pero somos nosotros, los que consciente, deliberada y responsablemente hemos de hacerlo y, en su caso, lo más recomendable sería que lo hiciésemos cuanto antes.

Los partidos políticos no son no son ni siquiera, como a veces pretenden ni depositarios ni instrumentos de la soberanía, sino vehículos de acceso a propuestas del ejercicio de nuestra representación y gobierno.

No deben ser nunca los partidos políticos los que gobiernen y nos representen, sino personas concretas que los partidos seleccionan para proponerlas al pueblo soberano como más adecuadas para gobernarlo y representarlo, no para bien del partido y con arreglo a sus intereses, sino para bien del pueblo y de acuerdo con los intereses del pueblo.

Nosotros, el pueblo, nunca mejor dicho, soberano, somos en conjunto y comunidad nuestros dueños y los señores de nuestra libertad inalienable, indivisible, perteneciente toda a cada uno de nosotros, sus cotitulares, y toda, a la vez, a nuestro conjunto.

Hay quien olvida a veces que un pueblo es una conmixtión de personas y un estado una conmixtión de pueblos, verificadas las cuales cada ciudadano de un estado es cotitular de su soberanía, pero no de una cuota divisible de su soberanía, sino de toda una soberanía indivisible, insisto, toda ella perteneciente a todos sus cotitulares y toda ella perteneciente a cada uno de ellos.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Cada vez es más larga la relación de ayuntamientos que no podrán, según confiesan, pagar sus deudas, ni, por ley, perdonar las de sus deudores. De algún modo habrá que rescatarlos y tomar medidas para que esto no vuelva a ocurrir, en mi opinión muy sencillas, las corporaciones, uno por uno de sus miembros, tendrán que avalar su gestión y responder del resultado económico al final de cada legislatura. Cada cuatro años, cuando deba acudirse a las urnas, deberá hacerse arqueo, haber logrado déficit cero o responder personal y proporcionalmente de las diferencias en contra de las arcas municipales, habida cuenta de quienes votaron a favor o en contra de operaciones o de gastos o inversiones que resultaron deficitarios y de cuáles fueron.

Y quien dice ayuntamiento, según se va por la escala, dice diputaciones o gobiernos autonómicos y al final el mismísimo gobierno del Estado del bienestar.

Una administración razonable pasa por no endeudarse, y, caso de tener que hacerlo, que sea de modo razonable y que no produzca consecuencias más allá del tiempo prefijado para soportarlas.

Más allá de esos límites, únicamente deberían considerarse válidas las obligaciones contraídas por la totalidad de los partidos de cada cuerpo o corporación que hubiera aprobado el proyecto y sus costes, con el carácter de ordinarios o de extraordinarios y el deber afrontarlos por todos ellos, caso de resultar deficitarios al término de su plazo, más allá del de la legislatura. Y aún esas obligaciones aplazadas, deberían mantener el ritmo y la cadencia de los pagos previstos, haciéndose cuentas de los correspondientes, al final de cada legislatura.

Ajustarse a las previsiones legales es sencillo. No deben preverse gastos más allá de las previsiones de ingresos correspondientes, y si algo falla, hay que corregirlo, incluso con suspensión o supresión del gasto. Ni cuentas del Gran Capitán ni Alicia en el País de las Maravillas. No más decir que los bienes del común son de “ningún”

El otro camino es éste del cuerno de oro, las fantasías del rey Midas y la promesa de hallazgo de las minas del rey Salomón, el tesoro de la isla o el Dorado.
Declina el hombre como una tarde abrumada de nostalgias durante que no se acuerda sino de las ocasiones fallidas, las encrucijadas desdeñadas, los fracasos y las palabras mal dichas, de tan mala memoria como las omitidas cuando habría sido ocasión de decir.

Se olvida primero lo bueno porque no remuerde, y es mucho más difícil quitarse de la cabeza aquellos errores las consecuencias de algunos de los cuales todavía podrían estarse produciendo ahora mismo.

Ni siquiera un día de los que como siempre recuerdo Priestley describe como radiantes, se impone al recuerdo de un error. Será, pienso, porque los errores lastran el alma, se quedan como peso en sus orillos e impiden el sueño de volar con que en el hombre sobrevive la convicción de eviternidad.

Tener la posibilidad de incorporarse a la eternidad da a la vez miedo y esperanza. ¿Más miedo y por eso lo cito en primer lugar?

Nuestra convicción cultural añade a la condición eviterna del hombre la doble posibilidad de que nos alternativamente nos aguarde una eternidad de luz o de oscuridad. De ahí la esperanza y el miedo. Más sobrecogedor cuando de cualquier examen de conciencia resulta, según las pesas y medidas de nuestro concepto de la justicia, un balance condenatorio.

Me pregunto con cierta frecuencia si habrá o habrá habido o llegará a haber una persona que pueda considerarse buena, no ya en el buen sentido, que dijo Machado, sino en cualquier sentido de la palabra. Una persona que pueda pensar de sí misma que de acuerdo con nuestro concepto cultural, el de cualquier época, de la justicia, que examinada su conducta procede se le absuelva, como dicen las sentencias, con todos los pronunciamientos favorables.

¿Algún asceta? ¿Alguien que haya sobrevivido en medio de una multitud?

jueves, 22 de septiembre de 2011

Me pregunto qué tiene el hórreo de especial atractivo mágico para que tanta gente se haya quedado absorta ante él y haya escrito y descrito sus liños y sus trabes, las misteriosas claves celtas de protección de la nueva cosecha, esos pegollos y en la cubierta un símbolo fálico y la cruz, por si lo uno o lo otro pueden lograr y preservar nuevas cosechas.

Toda una biblioteca de muchísimas páginas, con ilustraciones, dibujos y prodigios de ensambladuras sin clavos ni más fierro que el de cerradura y llave, persiguen a los hórreos y los cabazos por Galicia, Asturias, las Vascongadas y León. Unos permanecen erguidos, los hay mutados a habitación o incluso residencia con derecho a cocina y aliviadero, los hay semicaídos y más que derrumbados sobre un resto de pared, que todavía alberga un garabato roto en el caramanchón lleno de escayos, hecho un artal, para delicia de los mirlos, que los prefieren, y de las madreselvas, que se acercan siempre a contarles a las moras los chismes y los bulos del soto en que casi siempre se ha quedado el bosque, tras de tanta tala y tanto incendio. Algunos, los conserva el petrucio, que ya no vive en casa, pero viene, en verano y cuenta a sus hijos, que abren mucho los ojos, como va una esfoyaza y dónde se colgaban las ristras de panoyas.

Repito. Tiene que haber algo de mágico, en tierra como ésta donde casi todo lo es o tiene su origen en alguna leyenda, el tabú o el miedo ancestral a los seres oscuros, que nadie más que los elfos saben localizar y mantener apartados, algo de misteriosamente atractivo, en los viejos hórreos y las paneras anejas, que presumíamos los juristas más o menos enterados, peritos o simplemente hábiles de saber que son bienes muebles. Casas susceptibles de tira y compón y llevárselos a otro lado, con las piezas numeradas para rehacer, como se llevaban los guiris las iglesias románicas, con sus santos y todo, incluidos los del asa para coger y poner sobre la cabeza del penitenta romero para ganarse esto o curarse de aquello.

Cada poco viene alguien, con un tocho preñado bajo el brazo, a contarte que ha escrito la verdadera tesis sobre el origen y el destino del hórreo y sus hermanos u homólogos vecinos, su textura y el misterio que encierra, ¿no podrías colaborar para que se publique y conozca?

Se convirtió por fin en símbolo. Lo ponen y ponemos en la solapa de los distinguidos: el hórreo de plata, o la panera, o el de oro. Entregamos a visitantes o a anfitriones hórreos de plata de todos los tamaños, que a algunos se les abre el tejado, como una tapa, para guardar allí algo que se supone que será una joya o el talismán de la casa. En las cocinas, de los clavos correspondientes, siguen colgando las llaves de la riqueza, la provisión, allá para el invierno.

“Vuélvaseme el queiso al horru”, dicen que dijo aquel vaqueiro el casamiento de cuya hija había fracasado en el momento de hacer capitulaciones y entre los bienes de la dote iba uno de especial y previsiblemente sabrosa textura. Pienso y digo que a lo mejor, de los hórreos que nos quedan, sacamos energía para echar a andar, salir del miedo afuera de tanta crisis y tanta roña como nos envenenan de malos pensamientos.

Porque tener, no me cabe duda de que algo mágico tienen …
Hay cosas de que no puedes hablar, o tal vez no sea más que no debes, porque tu militancia en sus contrarios te impide, a los ojos del mundo y por más esfuerzos que hagas, ser medianamente objetivo en tus opiniones.

Y lo bueno es que quisieras, yo, por lo menos, quisiera ser objetivo. ¿Acaso no se puede? ¿Está destinado, cualquier esfuerzo de objetividad, al más ridículo de los fracasos?

Le doy vueltas y más vueltas en esta cabeza, que, donde ya es insuficiente de por sí, encima, dicen los mucho más informados que no usamos sino un mínimo porcentaje de las posibilidades que tiene.

Puede que hayamos nacido demasiado pronto. Que haya, en el futuro, ay, un tiempo mejor, un excelente tiempo en que sea la especie capaz de usar de sus recursos neuronales hasta la plenitud. Imaginarlo sólo, ya me parece deslumbrante.

Estoy leyendo “El sueño republicano de Manuel Rico Avello (1886-1936)”, Juan Pan-Montojo, Enrique Faes, Jeoffrey Jensen y Nigel Townson; Bibliotreca Nueva, Madrid, 2011, cuyo primer apartado de “Introducción” ya recomiendo, y de nuevo recorro ese espacio donde políticos, sociólogos, filósofos, poetas y gente de a pie nos extraviamos una y otra vez, reencontramos más o menos nuevas y hasta inéditas y recorridas sendas por donde han ido los buscadores de espacio entre dos supuestas Españas. Una vez más se enfrentan, quienes leen y los que escribieron, con la inextricable maraña del fenómeno cultural de esta sola España, con cuya sustancia ni siquiera estamos los supuestamente diferenciables españoles de acuerdo respecto de si es una o un burujo de muchas.

Tendríamos que aprovechar la circunstancia de hallarnos en el ojo de la crisis social más honda desde hace mucho, para acercarnos, hablar, cambiar impresiones, crear una especie de tertulia nacional o hasta internacional, y empezar por informarnos de que, de la apariencia de que el mundo, por obra y gracia de la tecnología, se haya hecho más pequeño y la comunicación más fácil, se deriva la consecuencia de que numerosas culturas y convicciones, más o menos diferenciadas y hasta contradictorias, y por ello resulta necesario, imbricar esas culturas y crecer con la suma de todas y la resta de aquello que entre todos lleguemos a la conclusión de que nos enfrentaría.

Es la piedra de toque. De las culturas que se encuentran, hay que sumar y aprovechar lo que conviene a la supervivencia de ambas y desechar lo que podría hacer más difícil o hasta imposible esa convivencia. Por cierto, para entendernos, llamo cultura al modo de comportarse de la mayoría de un grupo social identificable como tal.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Violencia, intemperancia, odio, todo consecuencia del desamor. No hay nadie más ofuscado por la ira y la crueldad que quien, fracasado en el amor eterno mientras dura de cualquier matrimonio de este tiempo de prisas, echa la culpa al ex consorte y corre de juzgado en comisaría, puesto de Guardia civil o despacho de abogado en busca del modo y la manera de apuntillarlo.

Nada más complicado que el tejemaneje de las pensiones compensatorias, las de alimentos, las visitas de los niños y como colofón las órdenes de alejamiento, en ocasiones incumplibles, sobre todo en los pueblos pequeños donde ella o él, supuestos protegidos, procuran acercarse al supuesto malo para luego gritar que se halla cerca, que se lo lleven, que lo encierren, al supuesto mister Hyde.
Que ni se había enterado probablemente de la proximidad del supuesto doctor Jekyll.

Algo, me temo, está saliendo mal es este intrincado galimatías de los cada vez más frecuentes errores del niño del arco y las flechas del amor. Probable es que falte paciencia de noviazgo, tiempo de grabar las iniciales en los troncos de unos árboles talados de los bordes de los paseos. ¿Pasean ahora los novios lo suficiente?

No me parece a mí que se preparen con demasiado mimo. No hay tiempo para nada. Aquí te pillo, aquí hacemos lo que hay que hacer y ¿quién puede convivir con este monstruo, cualquiera que sea su género, que no siempre es ella la bella y la bestia él, a la vuelta de una abrupta luna de miel?

Por eso hay más que dicen te quiero que te amo. Lo segundo tiene un no sé qué añadido por la cultura del encontronazo, que lo tiñe, dicen, de hortera, de cursi. Te quiero es que te quiero para mí, para mi solaz, para tenerte. Te amo es una expresión de aquello a que se está dispuesto, es decir, a hacer todo lo posible para que el ser amado, el otro, la otra, sea lo más parecido posible a feliz, aún a costa de la propia estima y felicidad del enamorado.

Enamorarse es desearlo todo, pero para el otro, para la otra.

Lo de “pa mí o pa naide” es una aberración del insaciable apetito de apoderarse del mundo que adorna a los iluminados en todos los ámbitos. Su caricatura son los sátrapas, los tiranos, los grandes, insaciables “conquistadores de la Tierra”.

Como siempre, pagan los más débiles. La experiencia dice al espectador que son ellos, los niños o el cónyuge más ingenuo e inocente los que estadísticamente sufren con mayor rigor los excesos de los más poderosos, ricos, imaginativos, capaces de empecinarse en el sucesivo invento de modos de pisarle al más débil el corazón o el alma en carne viva. Esta haciendo falta, a todas luces, hilar mucho más fino es estos lamentables asuntos en que pienso que sería acertado que quienes decidan emprender la aventura de la convivencia se enteren bien antes de adonde van y lo difícil que es compaginarse con el prójimo o la prójima supuestamente amados.

lunes, 19 de septiembre de 2011

El que muere joven
no envejece jamás en el recuerdo de nadie, es ya
eternamente joven.

El que muere joven conserva intactos
los sueños de juventud.

El que muere
joven,
es como una primavera sin verano, nunca
llegará a oler
a sudor ni a flor.

El que muere joven no muere en realidad,
se evapora
como el rocío. Dicen
que muere
porque es un preferido por los dioses, que quieren
tenerlo cerca pronto,
antes de pierda la esencial inocencia
de su hermosa
juventud.

Todo un ejército de jóvenes amedrentados
asiste
al entierro.
¿Cómo es posible …?
¡Si era joven aún!

Todo un ejército de jóvenes mira con atención
cómo entierran,
encierran en la tierra, al joven muerto.

No es posible –dicen- ayer estaba ahí,
no es posible –añade una
joven
muy bella- ¡yo lo amaba!

domingo, 18 de septiembre de 2011

Se descuelga la agencia, una cualquiera, con el primer apunte relativo a mi pronóstico de que jamás se iban a pagar las deudas pendientes. Se cierne sobre cada banco el avechucho carroñero de quitas y esperas, provisiones e incertidumbres.

Cuantos concursados y quebrados en el mundo han sido, dieron como primera respuesta a los acreedores de primer impago que “lo suyo” no era más que un insignificante problema de provisional iliquidez.

Los altos ejecutivos –luz artificial, corbata, en mangas de camisa, amilubina- les suelen llamar “problemillas”. “Tenemos un problemilla”, dicen entre dientes, con heladas sonrisas de hienas.

Lo siguiente, también desde que el mundo es mundo de mercaderes, comerciantes y mercachifles, es proponerle al acreedor por qué no asociarse. Con nuestras ideas y tu solvencia nos comeríamos el mundo financiero en pocos días.

Cada negocio mercantil, comercial o financiero tiene elevadas dosis de aleatoriedad. Y por buena que sea la voluntad, por inmejorable que la intención, siempre hay algo que puede salir mal y arrastrar, cuando más importe, mayor racimo de implicados.

No te digo nada cuando, consciente o inconscientemente, vas metiendo en la batidora, en la hormigonera, mayores cantidades de materia prima, es caso de la economía, dinero, imaginario.

Todo dinero que viene es imaginario, por sólida que sea la solvencia de quien debe generarlo y quien pagarlo. Por buena que sea su honrada, su honesta voluntad de pagar y pagar en tiempo y del modo previsto, sin cláusulas, decía el viejo Código de comercio y subrayaba don Joaquín en sus clases, de gracia y cortesía.

El comercio, las finanzas, la economía, son cosas y casos para corazones fuertes y jugadores impávidos.

Es inútil rebuscar culpables, que los habrá, seguro y cuando no hay harina, todo es mohína, desesperación y cabreo. El hecho está ahí y hay que afrontarlo: no se puede pagar lo que el común debe, luego alguien, probablemente muchos, tienen que perder de lo suyo y pagar lo que no saben que entre todos debemos, para recomponer caminos hacia lo viable. Lo viable, según Pero Grullo es no gastar más de lo que puedes generar en cada ejercicio económico.

Endeudarse es gastar dinero de momento tan imaginario como el de las cuentas de la famosa lechera de la fábula. Hay una línea roja, de tolerancia, que seguramente vimos todos hace no sé cuántos kilómetros de tiempo, pasada la cual, el dinero ya no es sólo imaginario y se convierte más tarde en quimérico. Por esa provincia andamos.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Inventos y más impuestos. Hay que sacar el dinero de los mechinales de quien lo tenga, por cualquier título que sea, sin distinciones, que importa ahora mismo poco que se trate de un ladrón o de cualquier ahorrador o beneficiario legítimo de trabajos sin cuento. Han llegado las prisas y la decisión de marcar todos los billetes de quinientos, que no se mueva uno sin que el Gran Hermano lo sepa. ¿Qué quién es el Gran Hermano? En democracia, ese Frankenstein múltiple, hecho con pedazos de humanidad doliente que suelen llamar ejecutiva del grupo que manda. Porque sin que nos diésemos cuenta, las democracias iban inventando su rama, su especie absolutista, sus mayorías absolutas, su esto es así porque nos sale a nosotros de las narices, consultar el eufemismo, si acaso, en el Diccionario Secreto de don Camilo José.

Tal vez lo mejor sea hacerse tonto de pueblo o poeta, futbolista o promotor, que los primeros no pagan y los privilegiados de los segundos, si quieren, pueden poner lo suyo a buen recaudo en ínsulas misteriosas o cotarros donde esconder ahora los tesoros como antes hicieron los piratas y cuenta Stevenson de tan magistral manera.

Se llevan los cuartos, en billetes gordos, para que no abulten, y bolsas de basura, para que no desdigan, de un escondite a otro, con diversas bandas, unas de bandidos, otras de autoridad competente, compitiendo entre ellas a ver cuál llega primero y se apodera del botín secreto, el dinero negro del ricacho o el blanco del ingenuo ahorrador.

Cada día, por las alcantarillas y las catacumbas del mundo circula la sangre envenenada del dinero, inficionando cada vez a más gente, complicando a más gente, trasmutando a la hermosa gente en pandilleros armados hasta los dientes que se agazapan, corsarios con licencia o bucaneros sin ella, al socaire de cada esquina, al acecho.

Los muy, muy ricos, escapan, se aíslan, se rodean de varios cinturones de defensores, guardianes, jardines murados, laberintos, fosos poblados de cocodrilos hambrientos y arquitectos financieros capaces de disfrazar billetes de papel de periódico para dar el timo de la contraestampita a sus predadores –conocí y no es broma a un rico que no lo era tanto, pero tenía en el armario un traje con los codos de la chaqueta gastados y los bordes de las mangas deshilachados, para ir a enfrentarse, caso necesario, con los inspectores de hacienda y contarles las penas de una supuesta pobreza súbita-.

Tendríamos que ir pensando con la debida seriedad en la promulgación de unas tablas de derechos fiscales especificativas de los casos en que los impuestos pueden dejar de deberse, y, como consecuencia, de pagarse, por mal uso habitual de lo recaudado. Justifica un impuesto la necesidad del común, no la de ese servidor colectivo de dicho común que ha de ser siempre la administración, tendente desde nadie sabe por qué ni desde cuándo a convertirse en una especie de autoritario tutor de la gente, liberado además de la obligación, típica de un tutor o un curador, de rendir cada poco detalladas cuentas.

Porque lo mejor de todo, tal vez sea adoptar a tres monitos famosos, simbólicos del ver, oír y callar, y dedicarse a procurar como sea la fluidez de la convivencia que posibilita la vida misma, que es todo lo que en realidad tenemos aunque no sea más que en precaria administración y por tiempo limitado.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

España no puede sostener con su actual falta de estructura económica un régimen administrativo como el de las comunidades autónomas. Y me parece evidente, con respeto de cualquier opinión contraria, que en principio consideraría errónea, que un régimen como el de las antiguas diputaciones, con una adecuada descentralización apoyada en ellas, sería más que suficiente para el funcionamiento homogéneo del Estado en su conjunto y de cada uno de sus territorios y comarcas en particular.

Resultaría disparatado que en momento histórico de evolución hacia las grandes unidades políticas, económicas y administrativos, nos empecinásemos en regresar a los siglos XVII y XVIII, como antesala de revivir y tratar de corregir fuera del tiempo, en nuestra cápsula particular, reviviéndolos, todos sus errores.

En un futuro ideal, España deberá tener clara y constitucionalmente declarado lo que es, estado único o unitario, confederación de estados o conjunto de estados asociados y en tal caso, cómo. Logrado lo cual, formaría parte como comarca, estado confederado o de algún modo asociado con una futura Europa Unida.

Cualquier camino, vereda, caleya o atajo que se trate de emprender fuera de estos cauces será tiempo, esfuerzo y camino erráticamente perdido.

¿Que opina usted que me equivoco? Pues a lo mejor. ¿Quién puede estar cierto de nada en momento histórico como éste, de mudanzas sociales y políticas de imprevisible trascendencia y alcance? Pero póngase a pensar. Por favor, opine. Hacen falta opiniones, criterios, guías. Yo creo que no puede dejarse asunto que nos concierne a tantos en manos de unos pocos que tan poco están acreditando disponer de previsiones de solución claras.

Son los más avispados, pocos entre esos pocos, los que se reúnen, urden, pactan e imponen. Lo hacen, sin embargo, en mi opinión, defendiendo los intereses de los suyos, como si cupiese la posibilidad de considerarlos opuestos o ajenos a los nuestros, que somos sus colaboradores y socios, sus amigos y futuros miembros del mismo cuerpo social, empecinados como deberíamos estar todos en la idea, al parecer y por desgracia cada vez más lejana y más aparentemente inalcanzable de la a todas luces necesaria Europa Unida.

Pues claro que puedo estar equivocado. Pero en lo que sin duda no lo estoy es en que hay que hablar de todo ello.
La única manera de empezar de salir de la crisis económica con un mínimo de seguridad consiste en consolidar la unidad europea. Y si no están los responsables de lograrlo dispuestos a intentarlo en serio, vale más que se abandone la idea.

No cabe moneda única a largo plazo si no hay un gobierno único. Unificar la moneda antes, fue un hábil modo de propiciar y urgir la unidad política, pero sin unidad política, la unidad económica, si no fracasa con motivo de los envites pendientes, fracasará cuando se produzcan otros previsiblemente sucesivos y que inexorablemente se producirán, antes o después, más bien antes, en el tiempo.

En mi modesta opinión, no cabe sostenimiento de un régimen de moneda única sin una homogeneidad cultural dependiente de la homogeneidad política que sólo puede seguirse de la unidad política por cualquier vía imaginable, del abanico que comprende desde la fusión hasta la federación.
Daban a los sexagenarios sendos capotes azules, con el yugo y las flechas bordados o pegados y los ponían a hacer guardia en los oteros y las atalayas del acantilado por si el enemigo desembarcaba. Los jóvenes estaban en el frente de batalla y los niños nos arremolinábamos por todas partes. Ni se fijaban en nuestro aspecto y nosotros escuchábamos atentos e interpretábamos a nuestro modo la situación y aquello de la guerra y de que hubiese peligro de que incluso tratasen de matarnos tirando bombas o como fuera.

Los domingos jugaba con mis primos de Villar, recluídos en la “quinta” de indiano de su abuelo y deseando salir afuera. Por contraste, yo me pasaba la semana soñando con aquel lugar maravilloso, imagen sin duda del paraíso y en cuyos rincones se hallaba sin duda el reino de las hadas.

La mansión de mi tío abuelo Ramón acogió a varias generaciones de la familia. La había comprado a otro indiano, y la reformó, enclavada y cerrada sobre sí por un alto muro opaco, y, al frente, una verja de fundición. Primero la habitó con sus hijos, que convocaron familiares y amigos, como veinte años más tarde, fuimos los niños de la guerra los que jugamos en ella y diez años después, otra generación se hizo cargo. Y las que seguirán. De mi tiempo tengo especiales recuerdos de los cedros de ambos lados de la casa, el haya, la cancha de tenis, abrupta y lijosa para despellejar rodillas de una chavalería a que Federico, el chófer de la casa, disfrutaba dando entre los aullidos de la víctima, largas piceladas de yodo en cada herida, el palomar, el cenador, la rosaleda, una morera que nos albergaba como una tienda india. Mis primos disfrutaban de mademoiselle para estudiar francés y una tarde llegó a casa asustadísima porque le habían dicho que venía sobre Luarca “un batallón de gojos”, mi tía abuela Rosa, acongojada, repitió en la sala de estar que venía por nosotros “un batallón de cojos”, y un amigo de la familia, que lo era de verdad, comentó sarcástico: Rosina, si son cojos poco daño podrán hacer … Era un bulo. Ni gojos ni cojos ni rojos ni batallón ninguno.

El resto de la semana, alternábamos los nenos del pueblo con nuestras renras, los útiles de jugar al lirio, los carros de piñas, los patines de juegos de bolas y los aros hechos de llantas conducidos con un alambre retorcido. Quería yo un patín, se enteró mi tía abuela Tula, que vivía en París y me trajo de Francia un último modelo de patín con ruedas de goma, palanca para impulsarlo, timbre y frenos. ¡Yo quería un patín artesanal! ¡Como el de todo el mundo! “Todo el mundo”, en su mayoría, andaba descalzo. Todos los juguetes eran artesanales. Eso era lo normal, lo corriente, nuestra cultura enfangada en balas y pólvora, desechos de maquinaria y tarugos de madera. Salvo algunos de nuestros primos y vecinos, que aún tenían juguetes y nosotros, a veces, les ventilábamos un lápiz o una pluma especialmente deslumbrantes. Valdrían cuatro perras, pero no hay nada como la escasez para que quien se distinga provoque ataques de incontinencia. Los niños, al fin y al cabo, no son más que hombres pequeñitos, pero que apuntan ya las características de sus mayores.

En la botica, también perfumería y artículos fotográficos, de mi abuelo Emilio, se vendía colonia a granel, para lo que había en la parte de afuera, donde el mostrador de despachar, unos frascos enormes, que tenían en su parte más baja una espita con una llave para llenar los recipientes de los eventuales compradores. Y el mueble de madera y cristal en que tales botellones se hallaban, tenía una estantería inferior donde podía sentarse un niño. Allí estaba yo, leyendo, como c asi siempre, pacíficamente, una novela de Salgari, recuerdo, con mi “checo” puesto, que supongo que llovería –los “checos” eran unos impermeables con capucha colgada hacia atrás del cuello, de un material imitación de cuero, pero que se resquebrajaba con la intemperie-, cuando pasó por delante del establecimiento mi buen amigo Pablito, el hijos del capitán de la Guardia civil, mu ufano y rápido, conduciendo su aro. Quise incorporarme a la carrera, me levanté como un rayo y, con las prisas, se me enganchó la capucha con la llave de uno de los botellones. El estrépito fue tremendo, la colonia se desparramó, los contertulios de la rebotica no supieron, al principio, si nos estaban atacando, salieron, me encontraron consternado entre las ruinas y allí fue Troya. Los restos de mi dignidad me impiden dar detalles de la soberana paliza con que concluyó el accidente. Incluso la novela, que relataba hazañas de los tigres de Mompracén, resultó, como pena adicional, destruida, y, pese a mis ulteriores esfuerzos, sin arreglo.

martes, 13 de septiembre de 2011

Decían que como consecuencia de los adelantos técnicos iba a llegar momento en que hasta los libros desparecerían, sustituidos por la sucesivo, alternativa y complementaria función de los telefoninos, los portátiles, las consolas y las tabletas mágicas a cuyo frente desfila mi iPad de mis preferencias personales, por las que si a alguien molesto, pido disculpas.

Era mentira, como en parte lo es casi todo, en este mundo traidor, donde Campoamor decía que nada lo era, sino que todo cambiaba según el cristal con que se mirase. Ha aumentado, en la misma medida que los organismos administrativos y sus leyes, órdenes complementarias y reglamentos administrativos se viene desmesurando, el uso del papel. La burocracia se ha endurecido hasta límites de burrocracia, con dos erres. Un gigantesco asno de orejas tiesas, con las albardas llenas de papeles y más papeles, se está convirtiendo en el símbolo del siglo de todos los bienestares.

La falta a usted un papel, nos reiteran a cada paso. Ha de traernos fotocopias de los expedientes anteriores, de los simuitáneos, de los paralelos, los convergentes y de los divergentes.

No tuvo usted en cuenta, arguye el funcionario cuando habíamos creído llegar al final del camino, que hace falta el informe del servicio tal o cual, la dirección general de asuntos inacabables o el vicedecanato de errores.

Nos ahogará, un día de estos, cualquier ráfaga de viento que movilice el papel de la ciudad, la villa, la aldea, el lugar y lo arremoline en una gigantesca columna, inspiradora de fórmulas arquitectónicas sin duda renovadoras.

Papeles y más papeles. Toda una pesadilla de papeles clipados, cosidos, apilados, desparramados. Me duermo en el despacho y la impresora me inunda la fantasía onírica de papeles y más papeles, dinA4, escritos y en blanco. ¡Escriba, escriba, escriba! –me añade a la pesadilla una supuesta urgencia de completar escritos que presentas, te rechazan, rehaces. Recurra. Sea breve. Qué más da que sea breve si al recurrir una y otra vez ya no caben los papeles en la carpeta, en el baúl, en el desván. Oiga –me pregunta un señor que pasa- ¿lleva cuenta del papel que gasta? ¿No se da cuenta de que se han talado tropecientos árboles, lastimado el ecosistema, impactado el medio? Se enfada del ataque de risa que me da. Alquilemos una flota de camiones de gran tonelaje, subamos al monte, coloquémonos frente a la nueva plantación de molinos energéticos, celebremos la gran fiesta del papel volandero, volador, el gigantesco confeti de la moderna burocracia. Con dos erres.
Desde “la galería”, principal estancia de nuestra casa provisional de guerra, enfrente, tenía la plaza donde jugaban los niños de bachillerato, y a la derecha el cuartel. En la plaza observé por primera vez que había niñas y niños que se distinguían de los otros y los conducían como querían, ¿niños caudillo?. Mucho más tarde, leí en Camino que san Josemaría decía algo así como que al que pueda ser caudillo no se le consentiría no serlo. Coincidía con la parábola de los denarios, que siempre me ha preocupado mucho. Desde mi galería de niño introspectivo, aprendía distinguir, sobre todas, a las dos niñas, una morena y otra rubia, como en la zarzuela, que capitaneaban a las demás, divididas en dos grupos, que uno seguía a la rubia de ojos claros y otro a la morena de ojos oscuros. Jugaban al marro, al corro, a la racha, a lo que fuese, siempre dos cuerpos de pequeños ejércitos diferenciados, que se juntaban cuando sonaba el pito y el bedel, que era Braulio, el barbero de mi abuelo, llamaba a grito pelado al curso correspondiente, al aula correspondiente del Instituto, que estaba a la izquierda, al lado de la carnicería y del de acá de mi casa anterior.

La galería fue mi atalaya, mi sala de lectura –me ponía en una esquina, con un rimero de libros- y mi mundo fantástico, donde hubo desde país de las hadas hasta abordajes marineros durante que con mi sable de madera poco menos que destruí la hermosa aspidistra del extremo izquierdo de la dichosa galería, rasgándole con furiosa saña casi todas sus largas hojas, es decir, piratas enemigos.

Mi padre se enfadó y yo cobré.

Esa aspidistra ha sido otra de mis preocupaciones infantiles. Medraba o se mustiaba con nosotros. Llegué a pensar que era una especie de símbolo cuya muerte o desaparición coincidiría con la nuestra. Aún vive, diría mejor que sobrevive, una de sus reencarnaciones, enclenque y maltratada por su proximidad del pasado año a un radiador de calefacción a que manos inconscientes la arrimaron desconsideradas, pero conocí otras exuberantes que se desarrollaron hasta plenitudes espléndidas en casa de mi suegra o en la de mi hermano pequeño. De un modo u otro, en unas u otras manos, ejemplares de esta planta, descendientes, trozos o esquejes, nos han acompañado desde que recuerdo hasta esta miseria que hoy sobrevive y ahora mismo decido cuidar y abonar por si las moscas, por si hubiera algo de cierto en su simbolismo. Uno nunca sabe si es verdad que hay meigas o mundos paralelos ni dónde están ni si se abren a veces de verdad puertas secretas en el tiempo y el espacio, como dicen algunos autores de ciencia ficción.

Y cuando transitoriamente me llevaron a vivir con mis abuelos, a la calle del Malabrigo, por donde corre el viento del nordeste cada vez que sopla, tal vez para acreditar el acierto de su nombre, cambie de amigos, de juegos y de barrios. La vida, incluso en una aldea, va por barrios.

En el de la calle de la Iglesia, jugábamos por detrás de casa, al hilo del río –todos los niños del pueblo caímos por lo menos una vez en la vida a ese regato en ocasión de lluvias torrencial, caudaloso y amenazador, y hubo quien media docena de ellas-, y allí me quedé yo enganchado por una axila de la punta de una verja, jugando a que asaltábamos el jardincillo trasero de casa Marcialín. Me descolgó el dueño de la tasca de al lado y yo no quería volver a casa para que encima no me cascaran. En esa ocasión, asustadísimos, no lo hicieron. Podía haberme hecho un agujero en un pulmón. Libre, como cuando la uva, por los pelos. Yo, un niño solitario, introspectivo, tranquilo.

En el Malabrigo, jugábamos a las renras, a la peonza y a justicias y ladrones, en la acera de la travesía del Teatro que fue cuartel de moros. Cuando había poco gente nos toleraban que nos sentásemos en los mimbres de la terraza del café Colón, y, si estaba de humor el camarero, hasta nos prestaba un “billar romano” para tenernos entretenidos.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Mehalas de moros, revuelo de turbantes, mantos y holgados ropones blancos. Los moros corrían, en vez de desfilar, hoscos, morenos, bigotudos. Se acuartelaron en el Teatro Colon, a la vera del río, al hilo del cual formaban con sus gumías y sus mosquetones. Franco bueno, los otros malos –decían. Franco tener baraka. Moro venir con el a la guerra. Si moro morir, moro ir con las huríes –se les encendían los ojos-. Nos daban balas. Los nenos los rodeábamos, con los ojos y las bocas muy abiertos. Asombrados. Cuando esa tarde, casi noche, volví a casa, que entonces yo vivía con mis abuelos, porque mi madre no pudo resistir la guerra y casi se vuelve loca para siempre, la abuela Sabina me pasó una lendrera por el pelo, una y otra vez, sobre un periódico desplegado, y llovían los piojos, como orballo.

Pasaron, tropa de choque, como un huracán, por el Escamplero, subieron por un collado del Naranco y abrieron pasillo a los hasta entonces sitiados de Oviedo.

Tertulias vespertinas de la rebotica, morteros, mezclas, pócimas, píldoras y sacarina para suplir la falta del azúcar. La del suministro mensual era morena, la ponías sobre una mesa y corría como una duna llevada del viento. No escojáis las lentejas –decíamos- al fin y al cabo, con gorgojo, tienen más proteínas. Tertulias vespertinas con el notario y su mujer, el médico y la suya, los de la imprenta, el registrador de la propiedad y aquel señor muerto de miedo que: Emilio –Emilio era mi abuelo- ¡dicen que vuelven!. Los que podían volver eran “los otros”, “el enemigo”. El enemigo mandaba aviones a tirar bombas casi de juguete y pintaron unos círculos concéntricos, verdes, negros y amarillos, junto a las puertas de las casas donde había sótano, con un letrero “refugio”, para defenderse. Junto al Parque había una cafetería, El Gato Negro, en cuya terraza tomaban el aperitivo García Morato y sus hombres, de la escuadrilla de caza con base en el improvisado campo de aviación de Jarrio. Los niños, cada vez más metidos en eso de la guerra y más olvidados de los ocupadísimos mayores, hacíamos hogueras y echábamos las balas que nos habían dado los moros y estallaban y salían zumbando, desarmábamos granadas italianas para sacarles la pólvora, sobrevivimos de milagro y hacíamos esfuerzos para crecer e irnos a la guerra, cantando himnos marciales y con fusiles de verdad, que los moros les llamaban “fusilas”. Cuando sonaba la sirena, había que correr a los refugios, uno era el túnel de las Arreas, del muelle, en que ponía: “refugio, túnel”, con sus circunferencias concéntricas. Los soldados, desde el Parque, disparaban infructuosamente contra cada avión enemigo, que siempre era “el Negus”, para la gente, y corríamos nosotros a recoger la cartuchería de fusil del suelo, para fingir con ella desfiles de soldados en la mesa del comedor, sobre el hule de cuadros rojos sobre blanco.

En la Farola, junto a la farola del medio, vendían avellanas torradas y bígaros cocidos, y al lado de la librería, sentadas en la acera, unas mujeres vendían nisos de Arbón, es decir, ciruelas claudias, y el aprendiz de mancebo de la botica del abuelo, poco mayor que yo, me inducía a sisar perronas y perrinas para ir a comprar nisos. Llegué a sisar una peseta, entonces de plata, a mi tía Amelia, que me armó la marimorena, acertada en el diagnostico de que había sido yo, para solicitar que se me aplicara el adecuado remedio. Por un real te llenaban de nisos y no podías con los bígaros que te vendían en un cucurucho de papel de periódico y regalaban “el anfiler”.
En casa de la tía Pepa, la mujer de ojos más azules, piel más blanca, que mejor sabía mecer el abanico, del mundo conocido, nos sorprendió el vendaval de la guerra civil. Cuando estalla una guerra, como un tifón, un huracán, de pronto, todo es guerra, se respira, se mastica, se vive, se sufre. Todo cuanto ocurre, pasa en función de la guerra. El miedo, la ira.

La guerra, para mí, son los milicianos que iban en camiones a detener a las tropas de Franco, que venían de Galicia, arrollando. Silbar de balas y crepitar de armas automáticas por encima de nuestras cabezas, en el hondón del pueblo, enfrentadas las tropas desde uno y otro monte que cierran la mínima desembocadura de torrentera que somos, “hay en un tajo de la roca viva …”, decía Cienfuegos para describirla, un capitán que pasó como enloquecido por la calle vacía: “¡abran puertas y ventanas! ¡pongan colgaduras blancas!”, Olavarrieta abajo, entraban en la plaza muchos soldados vestidos de negro y azul. En las aceras del puente, alineadas, ominosas, ametralladoras dormidas. De las escaleras del Parque, un balazo había arrancado una esquirla y la gente se arremolinaba hechizada a mirar. Volaron –decían- el puente de Canero.

Antes, había habido elecciones, de que lo único que yo interpretaba era que mis padres tenían miedo a ir a votar, de modo que llegué a la conclusión de que lo que tenían era que botar de culo en un misterioso lugar lleno de peligros. No lo sabía yo, pero José Antonio Primo de Rivera había dicho ya lo de que el mejor destino de las urnas era romperlas. ¡Qué sabía yo lo que era una urna!

Nos formaban, los niños, con nuestros uniformes y los fusiles de madera, cascos de cartón y gastadores con puñetas blancas, para ir a misa delante de la formación de soldados. Hubo misas de campaña, en el Parque. Redoble de tambores, alaridos de trompetas. Traían, del frente, al hospital, camiones de soldados muertos y heridos, mezclados, y yo estaba en el jardín del Hospital, ahora de sangre y campaña, cogido, asustado, de la mano del abuelo. No se podía superar El Escamplero, ¿qué sería eso del Escamplero? Contaban y no acababan de atrocidades cometidas por los malos. Entonces llegaron los moros.
El tiovivo del blog,
que empuja, de un empellón, el sol,
cada mañana
con la luz amatista del alba.

Cuando atardece,
el blog se inunda de nostalgias
inesperadas.

Luego gira,
toda la noche, despacio,
susurra
con los misteriosos, amedrentadores
ruidos nocturnos.

De nuevo el alba,
los cochecitos, la jirafa, los caballos de cartón
polícromado y el elefante
amarillobrillante.

Escribo sobre la falsilla de su lendel,
cuento
esta tremenda historia banal de cada hombre
que resumo.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Razonable,
lógico … ¿cómo es, entonces,
que no lo entiende nadie?

Vivir es convivir. No hay otro modo, y convivir
solidarizarnos con todos y cada uno de los otros,
vosotros
que vais conmigo;
vosotros
con que voy.
No recuerdo haber aprendido a leer o a escribir. Allá en el fondo de la memoria, es como si hubiera sabido siempre. Una vez, me llevaron a una escuela para iniciar estudios primarios. Semipenumbra. Una monja de mofletes redondos y coloradinos, con toca, que se llamaba sor María, nos puso un ejemplar de los cuatro evangelios para calcular mi grado de preparación y leí con tanta soltura que me regaló el libro. Todavía anda por casa. En él los leí por vez primera. Asistí en aquella escuela a pocas clases. Nos llevaban cada día a rezar el rosario a una capilla del mismo edificio, el Palacio de la Pescadería, adonde curiosamente, me volvieron a llevar a completar estudios de primaria, es decir, preparación de ingreso al bachillerato, varios años después, a la que llamaban escuela de don Joaquín, otro Joaquín, no mi padre, dirigida por su hija Eulalia. Mi compañero de pupitre se llamaba Alfonso, era mucho mayor que yo y me contaba cuentos horribles, amedrentadores como pesadillas. Al final se hizo cargo de nuestra preparación, la de un amigo y compañero que se llamaba Bernardo García Rovés y yo y comprobé, todavía sin saber valorarla, la capacidad didáctica de mi padre y su capacidad de enseñante, que ambas eran, creo, prodigiosas.

Era incansable, paciente, reiterativo. Aprendías si estudiar y todo quedaba claro antes de pasar a la página siguiente. Lo malo es que a veces montaba en cólera. De súbito. Para mí, a veces, sobre todo en nuestra relación familiar, inexplicablemente. Nunca me cansaré de decir lo que yo lo quería y admiraba, pero con su sistema de considerarme siempre presunto culpable y el de castigar inexorablemente mis culpas, incluso cuando meras negligencias, según mi perspectiva de hoy, o hasta casos fortuitos en que deteriorase unos zapatos, hiciera un siete en una gabardina o manchase al caerme por el moho de la rampa del río un traje recién estrenado, me convertí en un niño mentiroso.

Solitario ya lo era porque había ido poco tiempo a la escuela y desde que recuerdo, soy lector empedernido.

Allá muy lejos, al principio, en el piso inferior de mi progresiva afición, están los cuentos de hadas, y, casi en seguida, las aventuras de Pipo y Pipa, que venían al final de Estampa, que se compraba en caso y las de Cuchifritín, Celia y Roenueces, que se publicaban en Gente Menuda, suplemento de Blanco y Negro, que compraba el abuelo Emilio, el boticario, todas las semanas.

Un poco más tarde, el Aventurero y el Mickey me descubrieron las viñetas, de que seleccionaría las aventuras de Tom Tyler y la Patrulla del Marfil, las aventuras interplanetarias de Flash Gordon, las de Jim el Temerario en la selva y las de Merlín, el mago, con su amigo y ayudante, el forzudo Leroy, o las del Hombre Enmascarado y el ámbar gris.

Pasé a Tarzán de los Monos, Salgari, Verne, pero, sobre todo y sobre todos, a Richmal Crompton, Guillermo Brown, su perro Jumble y sus Proscritos, Pelirrojo, Enrique y Douglas.

De ahí a Valle Inclán, a través de sus sonatas, por fin a los clásicos, en seguida a los rusos y tras cierto tiempo a los ingleses, de que, mucho más tarde, ya adolescente y estudiante de carrera, seleccionaría siempre a Charles Morgan.

Mucho más atrás, están los cuatro “hombres audaces”, que tanto nos deslumbraron sobre nuestros diez u once años: Doc Savage, La Sombra, Bill Barnes y Pete Rice.

El más tremendo desorden, el barullo menos imaginable, rigieron siempre mi desmedida afición a una lectura para que nadie me orientó ni tuve más guía que la ocasión de llegar a éste libro o a aquél, antes o después del tiempo apropiado o del orden lógico aconsejable para leerlos.

En un momento dado, Biblioteca Oro, de Editorial Molino, me proporcionó el placer continuado de la novela policíaca, de que sucesivamente fueron protagonistas Fu Manchú y su perseguidor Neylan Smith, Charlie Chan, Hercules Poirot, Philo Vance, Perry Mason, Lord Peter Wimsey y Nero Wolfe. Karl May nos llevó a un nuevo Oeste, mirado con ojos alemanes.

Desde que cayó en mis manos la primera Historia de la Filosofía ya no pude parar de interesarme por ella en general y por cada filósofo en particular. A lo loco, sin pasar por los peldaños intermedios. No hay que olvidar nuestra condición de niños de la guerra, que, ganadores, como nosotros, o perdedores, todos sufrimos, en lo personal y lo intelectual, las desastrosas consecuencias de aquella catástrofe, por otra parte, en mi opinión, cuando se produjo, inevitable ya. El error más grave no fue el de la guerra, sino los muchos de sus muchos motivos. Pero saber eso, nos costó a muchos tiempo, sangre, sudor, hambre, esfuerzo, desconcierto, necesidades y lágrimas.

Del otro lado, abiertas las puertas y las ventanas, estaban la literatura y la vida.
La mota de polvo que soy
¿flotará dónde
entre tanto ruido de máquinas fantásticas
que mandaréis mis nietos a la Luna, lunera,
Marte, de John Carter
y sabe el buen padre Dios cuántos destinos?

¿Habrá sido en vano
haber existido,
esforzarme,
rezar, sufrir, gozar,
arrepentirme de tantas cosas?

Seré, cuando más,
la misma arquitectura,
pero ¿cuál?

Si fuimos química y forma,
misterioso núcleo pensante, que flota
dentro de sí, engañado y engañando a los sentidos
¿qué va a permanecer?
¿dónde?

En la vejez,
aprieta las sienes el silencio
con sus insensatas turbulencias
donde se mezcla
la esperanza
con el terror, un esfuerzo imaginativo,
la escéptica corneja
que sale enceguecida de su hura
de la espadaña de la vieja iglesia abandonada
del lugar semivacío
que mira el mismo horizonte
arremolinado de siglos
para encender la hoguera del ocaso del sol de hoy.
un día
de un mes
del tercer milenio, recién iniciado
y este cansancio
como el respirar hondo de un suspiro

sábado, 10 de septiembre de 2011

Nos fuimos, como los caracoles, cuando tendría yo seis años o siete, a vivir unas casas más allá, más al principio de la calle, del mismo lado, frente a la otra plaza, que aquella le llamaban la del Maíz, y a ésta la de la Fruta, según la mercancía predominante durante los mercados de los domingos. En la del Maíz, casi enfrente, se ponía una caseta como de playa en que vendían pan. Bollos “de cuernos” y “bollas” de desayuno, ambos a perrona, y, envueltos en papel de seda, panecillos de leche blanditos, que llamaban “riches” y sabían a gloria. Subiendo una escalera, estaba la tienda de “Los Rucos”, donde se vendían zapatos, y un día, falto de regalos infantiles, su dueño me regaló un calzador. En esta otra plaza, lo que había enfrente era la cárcel, dos pisos de cárcel y el de más arriba vivienda del carcelero. El edificio había sido ayuntamiento hasta hacía poco, que lo llevaron al Parque, donde la Alameda, donde antes había estado el kiosco de la música y las malas lenguas decían que lo habían edificado allí para fastidiar a algún amo de alguna casa de atrás y convertirle su calle principal en la calleja de detrás del Ayuntamiento. De cuando la casa “cuartón” era consistorial, se olvidó en la fachada, al lado de la placa que informaba que aquella era la “Plaza de la Constitución de 1812”, en una hornacina, empotrada, una pequeña imagen de la Virgen del Pilar, patrona del Ayuntamiento.

Nos habíamos ido allí a esta nueva casa porque la única hermana de mi padre, su propietaria y ocupante de siempre, estaba en Cuba y temió que, de dejarla vacía, se la ocupasen, como ocurría ahora, con esto de la tremenda guerra que había estallado, para las necesidades de la administración. Era una casa demasiado grande, a todas luces vivienda provisional, y clavaron colchones en las paredes de la habitación del neno, que era yo, por si de noche bombardeaban el pueblo.

Al lado de la casa estaba la tienda de juguetes de Manolo, y, enfrente, los domingos, colocaba Tatá su chiringuito de vender “quesos de Tatá”, que no eran sino quesos frescos, gallegos, entre los que estaba el “de teta”. Me contaron que Manuel, el de la tienda, que tenía un perro lobo, lo había adiestrado para que le robase a Tatá un queso de teta cada domingo. Corría el vendedor infructuosamente tras el can, que huía y esperaba junto a la Llera a su dueño para entregarle el botín, que, regocijado, compartía Manuel con sus amigos sin más trámite, bien regado con vino de pellejo de alguna de las tabernas cercanas.

De esta tienda salieron unos soldados de madera, articulados, grandísimos, que jamás me sirvieron para nada, y una batería de juguete, pero muy bien dotada, de los tiempos de gloria del primer jazz band, que me fue confiscada por el entusiasta ardor con que emprendí el aprendizaje de su natural empleo. Su dueño, “rojo”, huyó cuando las tropas “azules” se acercaron desde Galicia, el edificio lo confiscaron y se convirtió en cuartel, que los soldados apodaron “hotel Marisco”, tal vez nostálgicos de su procedencia de más allá del Eo.

En cambio, del bazar Trío, que estaba más o menos enfrente, partiendo las plazas, me vinieron un autocar cuyo techo se levantaba y podía transportar soldadesca de plomo y mis cajas preferidas de soldaditos, unos de infantería, otros guardias de asalto, indios y vaqueros. De pronto, estalló la guerra aquella, y se acabaron los soldaditos de plomo. Algunos de los alumnos de mi padre, que seguía en sus trece vocacionales de dar clases particulares para el examen de ingreso de bachillerato o para el ingreso en estudios jurídicos, me camelaban para que les diese alguno y con ellos hacían postas para sus tiragomas. Los dueños de este bazar, hicieron famoso un anuncio que pusieron por escrito en sus escaparates, delante y abajo, bien a la vista del eventual cliente: “si no ve lo que desea, entre y pídalo”. Se ve que estaban casi seguros de tener casi de todo.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Venga, hala, ya, dilo otra vez. Me refiero a los del calor y me animo a mí mismo a repetir que no hubo días en agosto de este 2011 como estos días de setiembre del mismo año, que nos pusimos a jugar un partido de fútbol con botones en el desván y 24 grados que había allí arriba, a eso de las ocho de la tarde.

Pues ya está dicho. A tirar de abanico y defenderse.

Que viene el otoño y nos va a pasar como al pasajero del avión del chiste, que cayendo en barrena, ve pasar desaforada a la azafata, le pregunta si tardarán en tomar tierra, y ella, asturiana de pro: ¡vas fartate!

En seguidina que llegue ese preludio del invierno, cuando la recogida del maíz, la caída de las castañas, los amagüestus, poner las manzanas alineadas en las baldas del armario, entre la ropa blanca y preparar los botes de mermelada recién sacada de los grandes tambores de cobre, bien limpios, antes, del posible cardenillo.

Marcharon los guiris y los veraneantes de todas clases. Quince días más, si acaso, para los temporeros estivales. Hazme con el ordenador, le dice el padre al chaval, un letrero bien guapu, que se lea bien, que diga: “Cerrado por vacaciones”. Y, debajo: “disculpen las molestias”. Luego, en llegando octubre, cuélgaslo de la puerta y vámonos.

Unos van a conocer Benidorm, muchos a las Canarias, alguno a las Baleares y hay quien a la casa del marido o de la muyer, en una de las dos castillas, donde la vendimia.

¿Y los viejos? Pues ya sabes, o aprovechas los viajes del inserso o a ahorrar, que la pensión, con esto del euro ese, parez como si encogiera.

A los viejos, cuando llega eso de que ya apenas valgamos para más que para dar la lata y lastrar las prisas de los demás, cuando no tenemos apenas qué ofrecer que alguien esté dispuesto a pagar, se nos encoge no sé qué dentro, en el epigastrio más o menos, cada vez que nos cuentan lo de apretarse el cinturón.

El estado –dicen- del bienestar. ¿Qué ye eso que diz Rubalcaba del bienestar? Muy bien –responde el otro- no lu entiendo, pero debe ser cosa buena porque diz que tien miedo que i lu quiten. Cumigu non debe ir la cosa porque la verdá ye que muy bienestau no m'alcuentru esta temporada. Pues si quiés que te diga, recapacita el otro, cumigu tampocu.

El otoño, como un ratoncillo pardo, pegado al zócalo de la tarde, da una carrerina y se acerca un poco más, sin que nadie se fije, que hace mucho calor y la humedad se desprende como un olor de las nubes, que se agachan y nos tocan, como si nos identificaran, con sus dedos de niebla
Difícil de imaginar gozada mayor que una de esas viejas librerías llenas de escondrijos, estancias disimuladas, estanterías polvorientas. Y, allí, manosear, oler, olfatear, remirar los libros, tener de pronto el encontronazo con algo por que habíamos suspirado largo tiempo, un tomo descabalado, al parecer desesperanzado, que, de súbito, su resurrección en mis manos, abriendo las páginas como despliega su cola el pavo real.

¿Y éste …?

Encima, contra lo que temías, el librero te lo da por cuatro perras y sales a la calle ufano, salgo pienso que pavoneándome yo también, orgulloso de haber encontrado el equivalente de la bella durmiente del bosque en esta caso de los libros, suponiendo ya el placer de que libro y yo caigamos el uno en los brazos del otro y él me diga en silencio y yo le responda.

Cae el anticiclón de las Azores sobre nosotros –dice la señorita del tiempo, de la tele- y se intercala el verano entre el benévolo otoño que fue el tiempo de verano y el otoño que viene, incluida la gripe aviar de que ya da cuenta anticipada el primer periódico digital que hoy miro. ¿Llegará día en que vivamos a través del iPad? Nos da noticias, nos permite celebrar conferencias, trabajar en grupo, el soliloquio del blog, nos allega la garrulería del político de turno y las baladronadas de su contradictor. Hasta salgo a jugar al ajedrez sin el secreto peligro para mi presuntuosa petulancia, de perder, puesto que al fin y al cabo, como cuando el iPad me deja jugar al mus y al dominó como en los viejos tiempos, no pierdo ante otro señor más suertudo o más hábil, sino ante una máquina. O me aventuro por la galaxia y sus vecinas, exploro la Luna, miro dentro del cerebro de un homo sapiens o de un primate y miro cómo se va suponiendo que funcionan.

Me pregunta alguien si escribiré “memorias” o “autobiografía”. Ni lo uno ni lo otro merecen la pena. Esas pinceladas de ensayo, sin embargo, que he ido poniendo aquí, fueron como asomarse al paisaje. Los personajes, reales, estaban todos allí, junto con otros de que no hablé, por una u otra razón, como por una u otra razón, respecto de otros me habría extendido. Es muy difícil repasar los cuadros del desván intrincado, mágico y engañoso de la memoria, por el que entretiene sus ocios el subconsciente desdibujando unas cosas y recalcando otras, según su caprichoso concepto de la dignidad personal, que es algo que se suele ir perdiendo, o lastimando, por el roce con los avatares de la vida, las famosas “circunstancias” de Ortega.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Un día, permitidme que os cuente, me hice socio del Barcelona CF. Preferí y de algún modo quise sumarme a aquel equipo, que entonces no ganaba, estaba en uno de esos períodos de eclipse total o parcial, que parece que un equipo se ha dormido, pero aún así, por su organización, por su trayectoria, me parecía un equipo de fútbol admirable.

Hacerme socio no me proporciona, no me ha proporcionado y es probable que no me proporcione nunca ventaja de ninguna clase, pero me permite presumir de estar asociado a un proyecto de jugar al fútbol, de asociarse y practicar deportes en general que considero extraordinario y desde todo punto de vista, aconsejable como ejemplo.

Durante tiempo, tuve que soportar las cariñosas tomaduras de pelo de los amigos, que me hablaban de la falta de títulos, de los vacíos que se incrementaban en las vitrinas de mi Barça.

Hasta que de pronto, un año, el equipo despertó y lo ganó todo, rompió y supero todos los límites y records precedentes, salvo, si ustedes quieren, que en seguida me tocarán el hombro para decirlo, las famosas nueve del Madrid en, cualquiera que sea su denominación, la copa de los campeones de Europa. Da igual, cuando puede decirse con singular orgullo que “nuestro” Barça está siendo el mejor equipo que en el mundo ha habido, cuando puede asegurarse que en el fútbol mundial se ha pintado una raya y para siempre se distinguirá ya el antes de este equipo y su después. Que habrá un después porque ni lo excelso ni las catástrofes duran siempre.

Todo esto no es sin embargo más que palabrería, cuando lo que quiero gritar hoy desde este rincón mío es que acabo de leer los discursos pronunciados en el Parlament catalán y protesto. Están ustedes todos, o la mayoría cuyas declaraciones y discursos leo equivocados, cuando dicen que puesto a currar este país es imparable y lo refieren exclusivamente a su valle, o que feliz país aquel donde nacen hombres como Pep Guardiola, y reducen su miopía a la comarca en que habitan. En mi condición de socio, como partícipe, me enorgullezco de lo que es capaz un equipo de chavales jugando con esfuerzo y sabiduría y de que gente como ésta comparta país conmigo. Porque ambos, este valle mío y vuestro valle, ésta mi comarca y vuestra comarca, son parcelas diversas, diferentes y diferenciadas de un país capaz de ser como entre todos somos y disfrutar de teneros a vosotros como paisanos, comuneros, amigos. Y socios.
Mis primeros recuerdos se remontan a la casa de la calle de la Iglesia, un pasillo largo, que doblaba en forma de ele, alfombrado de gutapercha verde. Corrí por él con mi triciclo de hierro colado que me regaló la tía Amelia porque le había tocado en una rifa de la parroquia y con el avión amarillo de pedales que me pusieron los Reyes Magos y me rozaba dolorosamente hasta hacerme herida en las rodillas de niño zanquilargo. El avión gozaba de menos popularidad en casa porque rozaba con las alas en las paredes del pasillo. El pasillo llegaba a una puerta de tránsito prohibido, y como consecuencia de irresistible atracción, porque conducía al insondable despacho paterno, donde don Joaquín ejercía como abogado, cosa que no le gustaba en absoluto, y daba clases particulares, que constituyeron siempre su vocación y su dedicación preferida.

De las habitaciones delanteras, que daban a la plaza, recuerdo los grandes balcones, con puertas que abrían hacia fuera y allí se sujetaban con una especie de hélices de metal, a través de que miraba yo extasiado al señor Andrés de los mercados y ferias, que se instalaba justo enfrente del portal de casa y trataba de vender todas sus existencias, “todo a tres”, tres perrinas, tres perronas, tres reales, tres pesetas o tres duros, que ya eran un capital, daba grandes voces perentorias y vendía vasos irrompibles, que, de pronto, puestos en una repisa y sin ayuda de nadie, puesto que mi cautelosa madre los había en principio destinado a vasos para el cepillo de dientes, justificando su intuitiva desconfianza, se rompían y hacían polvo casi impalpable. A través de esas ventanas, estoy casi seguro y casi dispuesto a jurar que oí una noche de Reyes el clopetí clop del paso de los caballos de los magos orientales, y, en seguida, me escondí, aterrorizado, pensando en las eventuales consecuencias de haber escuchado cuando y donde no debía. Y en una de aquellas habitaciones, de techos espectacularmente altos, tirando uvas al aire para recogerlas en la boca, se me coló una hasta la garganta, estando yo solo, y, ahogado casi ya, tosí de pronto y superé el trance sin que nadie se enterase nunca ni yo lo contara, que aventuras como la allí vivida me tienen costado duros sopapos de una época muy cerca todavía de la otra en que letra con sangre entraba. Todavía revivo la pesadilla ante la puerta blanca, cerrada, angustiado, tendiendo las manos, queriendo asirme de algo, y de repente de nuevo el aire y la vida alrededor, como haber vuelto a muy última hora de la oscuridad y el miedo.

Desde el pasillo de aquella casa, un segundo piso, me intrigaban las frecuentes y escandalosas riñas del patio, adornadas de ruido de cacharrería rota, en territorio de un famoso bar de camareras de la planta baja trasera, el Bar Azul, gobernado por alguien apodado Carracuca, que al parecer tenía dificultades con una numerosa grey femenil. La consigna era que el niño, es decir, yo, tenía prohibido asomarse a las ventanas del patio.

Al parecer, que esto sólo me lo contaron, había venido la familia a vivir a esta casa, tras de nacer yo en otra de la entrada de la calle, su número dos, creo, que era un chalecito con mínimo jardín de que mi padre tuvo siempre cierta nostalgia por un heliotropo que perfumaba la vecindad. La hermana mayor de mi abuela, se había casado y tenido dos hijos, murió en seguida y los dos hijos fueron criados por su hermana siguiente, que no tuvo ninguno a pesar de haberse casado con el secretario del Juzgado, que se alistó en el ejército y murió en la manigua cubana, como tantos jóvenes de entonces. Para criar estos dos niños, uno luego dentista, que vivió largos años y ejerció a la entrada de la avenida de la Reina Victoria, en Madrid, junto a la glorieta de Cuatro Caminos y otro novelista precoz, que murió tísico poco antes de nacer yo y cuyos libros copiaba admirada mi madre, todavía soltera, a máquina, en la del abuelo, su padre, que tenía un teclado de mayúsculas y otro de minúsculas, su tía hubo de empeñarse hasta punto que no pudo al final superar y el prestamista se quedó con la casa y más tarde la derribó para hacer una de pisos. Mi padre, en broma, se preguntaba dónde me iban a poner la placa del “aquí nació”, si algún día llegara a ser alguien. Mi padre, a veces era enternecedor, otras sarcástico y había algunas que ácido y desconcertante. Me tiene pegado hasta el dolor, hasta convertirme en necesariamente mentiroso en defensa propia, pero nunca dejé de quererlo, respetarlo y confiar en él, a pesar de todos los pesares. Me preguntaba en cierta ocasión uno de mis muchos parientes argentinos qué sería de mayor y yo le contesté que abogado.

-¿Abogado? ¿por qué abogado?
-Como mi padre.
-Pero hombre … ¡haséte pildorero, como el abuelo! ¡Es mejor porvenir!
-No.
-Bueno, che, pues en todo caso, haséte abogado pildorero.

En secreto, secreto, a mí me gustaba “escribidor”, pero ya que no y para llegar a hombre de provecho, la mejor alternativa era la de ser como mi padre, abogado. Eso fui, eso soy, eso seré ya, hasta pasar al otro lado del espejo. No dejé de escribir, hice muchas cosas complementarias y suplementarias, pero lo único que como un hilo sutil lo enhebró todo, fue mi condición de abogado. ¿Buen abogado? ¿malo? ¡yo qué sé!

miércoles, 7 de septiembre de 2011

En el caserón de San Bernardo estábamos la Facultad de Derecho ocupando el segundo piso, y, en el primero, los de la de Económicas. Teníamos clases desde las nueve de la mañana hasta las dos y media de la tarde. La calefacción, de aire caliente que salía por unos enrejillados de la parte baja de las paredes, apenas funcionaba a trancas y barrancas. Nuestro bedel se llamaba Arsenio, y en cuanto nos fue conociendo, hizo, como otros con otros estudiantes, su clientela. Nos recogía las papeletas con las notas de los exámenes y le dejábamos dinero y fotos para que nos matriculase cada curso sucesivo. Arsenio era un factótum eficaz. Nos daba el carnet de la Facultad y el del SEU, y ahora no los perdáis, que es un lío para los exámenes. Además, hay museos en que con el carnet os dejarán entrar gratis. Aquel primer año 1946, nos dijeron que nos habíamos matriculado en Derecho dos mil alumnos. No cabíamos en ningún aula, pero poco a poco, ya en ese primer curso, empezó a disminuir el número de asistentes a clase. Y ya a partir de segundo, no pasaríamos de ciento y pico los habituales y empezamos a tener clases prácticas por la tarde y seminarios a última hora. Estábamos en el camino.

Y al final del primer trimestre de segundo, casi Navidad de 1947, ya aclimatado en aquella pensión en que la primera noche habían estado a punto de comérseme las chinches, luego dominadas y exterminadas a golpe de soplete, tuve que decidir si irme o no a la Residencia, en que habían terminado las obras o por lo menos había quedado una plaza vacante, que me ofrecían.

Me pregunto lo que habría ocurrido si decidiese quedarme en lo que se había convertido en mi hábitat natural, integrado como estaba en mi familiar pandilla de “estables”.

Decidí irme con todos los bártulos al equivalente, pero no todavía Colegio Mayor Moncloa, en mis tiempos Residencia de Estudiantes de la Moncloa, de la avenida de la Moncloa números tres, cuatro y pi. El pi era un chalet que estaba echado hacia atrás respecto del tres, a su vez enfrente del cuatro, y, ni tres ni cuatro, más que tres y menos que cuatro, era lógico que fuese el número pi: tres, catorce, etcétera. Me tocó mi primera habitación en el cuatro, junto a la parte alta de lo que entonces era Estadio Metropolitano, del Atlético de Madrid y desde las habitaciones de la fachada norte veíamos los partidos gratis, cada segundo domingo, salvo una pequeña franja de un lateral. Durante la semana, en el Estadio, se celebraban y bajábamos a veces a ver carreras de galgos, pero nosotros, estudiantes siempre escasos de numerario, no apostábamos. Yo por lo menos no recuerdo haberlo hecho nunca. Me daban entonces, para mis gastos personales, cinco duros los domingos, a través del bueno de Emilio, el paciente Secretario de la Residencia cuyo Tesorero era Pepe Vioque y ejercía de equivalente de párroco Raimundo Panniker, bajo la dirección de Pepe Grinda. Había desembarcado en otro mundo desconocido. Tenía 18 años y por si no lo dije hasta ahora, una vocación literaria, tal vez derivada de mi condición de lector empedernido, que se fue ahogando, amansando, domando, con el tiempo, pero sin ceder nunca, hasta ahora mismo, cuando la vida se convierte en recuerdo cada vez más difuminado. En mis tiempos, una vocación artística de cualquier tipo, se desdeñaba por el entorno académico y familiar como de segundo y poco menos que despreciable orden. Tu estudia, te decían, hazte un hombre de provecho y luego, si tienes tiempo, podrás dedicarte a esas “aficiones”. Estaba tratando de hacerme un “hombre de provecho”. -
Alguien, uno de esos que recopilan de aquí y de allá frases de gente importante, cuenta que Einstein dijo en algún momento que en momentos de crisis, sólo la imaginación es más importante que el conocimiento. Mi abuelo, boticario, repetía que intellectus apretatus, discurrit qui rabiat, y mi observación personal me trae a la conclusión que los genios o los ingenios, producen lo mejor de su obra en tiempos de necesidad. Y no me negaréis que, a través de peripecias increíbles y casi insoportables, la humanidad ha acreditado muchas veces a lo largo de su historia la capacidad que tiene de sobrevivir a las dificultades, ya sea como tal humanidad, en su conjunto o como grupos de humanos menores.

Todo ello me mueve el ánimo a optimismo.

Del otro lado está la terca obstinación de hombres concretos, cuando digo hombres quiero decir personas concretas, de uno u otro sexo, sin pararme en los remilgos al uso, que se empeñan en anteponer la sin duda diferenciada parte individual de su esencia a lo que puede convenir a la parte social, colectiva. De esta tensión se han derivado y aún siguen muchos males para el conjunto.

Resulta difícil para ¿muchos? ¿sólo algunos? entender que el hecho de que precisamente ellos sean diferentes y hasta es posible que mejores, se produce no para su exclusivo beneficio, sino para el del conjunto humano de que también forman parte indisoluble. La excelencia está al servicio del hombre como individuo y como ser sociable e inexorablemente social.

Conócete a ti mismo –hoy estoy por las citas- y habla poco de ti. Estoy convencido de que cuanto antes lo logramos, primero nos acercamos a la máxima intensidad posible de nuestra personalidad y con ello a nuestra máxima utilidad posible. Añadiré la última frase: amar es tratar de ser útil para la felicidad der ser amado, aún a costa de nuestra propia felicidad.

Por si no os habíais dado cuenta, se acerca el otoño. Cada mañana se advierte más fría la rousada. Se engarza el rocío en las telarañas. Cada mañana, cuesta más a la niebla separarse de las laderas del valle. Le cuesta más al río apartar la manta de niebla con que se arropó durante lo oscuro. Laila, soñolienta, se estira y me echa una perezosa mirada: ¿pero de veras –me pregunta con los ojos- quieres salir?

martes, 6 de septiembre de 2011

Arthur Koestler, o Köstler, como queráis, dice en sus memorias que cuando las escribía su madre era una “joven anciana de 81 años”. Excelente idea, la de algún modo, siquiera sea mera retórica, rejuvenecer a los ancianos y reconvertirlos a una por lo menos fugaz juventud en su ancianidad. Me apunto. Este momento, un ratín de nada. ¿A quién, sino a mi solo, puedo hacer daño con ello? A mí sí, puesto que podría, como el tonto del lugar de la zarzuela se tiró de una encina, arrancarme, tonto de mí a correr escaleras arriba, o atajín de la Garita abajo, con las naturales consecuencias que el calificativo de joven anciano excluye.

Yo no tengo 81 años, sino ya 82 recién cumplidos, de hace un mes escaso, no me supongo fuera de la posibilidad de integrarme en el grupo, la subespecie de los jóvenes ancianos. Todavía me encandilan muchas de las cosas que encalabrinan a los jóvenes de verdad, luego hay algo, un sustrato, alguna esencia que permanece e impregna las neuronas, el corazón, las vísceras y el entendimiento.

Al fin y al cabo es cierto, yo lo repito una y otra vez, para que así sea, que si cerramos los ojos, desde allí dentro, nuestro espacio más íntimo, nuestra privacidad más secreta, somos los mismos que hace diez, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta, etcétera años.

¿Os atrevéis alguno a asegurar que no es posible que cualquier día, al abrir los ojos, nos encontremos donde soñábamos en aquel preciso momento?

Me paro a pensar. Es posible que haya, a lo largo de la vida, una serie de nudos, encrucijadas, algunos identificables perfectamente, según quedaron taraceadas sus características en sendos daguerrotipos de la memoria, en que, si por cualquier circunstancia hubiésemos cambiado de opinión en el último momento y girado hacia el otro lado, tomado por la otra vereda o, sencillamente, continuado por el mismo camino, todo habría sido diferente.

¿Años cruciales? Así, de repente, están 1946, 1947, 1951, 1954, 1960, 1969, entre los 16 y los 40 años, todo puede ser de varias maneras. Después ya se es árbol o río.

También hay años dolorosos, en que algo o alguien te deforma pienso que para siempre. ¿O es siempre culpa exclusiva nuestra cada acierto o cada error?

Pensamiento para hoy, ¿qué sería de nosotros si el buen padre Dios fuese más juez que padre, más justo que misericordioso?
Hicimos, me acuerdo el “cup”, cuando nació el primer nieto de la patrona, en la bañera de la pensión, y hubo quien estuvo a punto ahogarse, si no le sacan la cabeza de aquella poción mágica muy anterior a las aventuras de Obélix, y el mismo día, doña Manuela y su marido, que era jefe de máquinas del periódico Informaciones, nos llevaron a todos los huéspedes, familiares y amigos a un merendero de las afueras con organillo. Dónde habrán ido aquellas fotos de cuando apenas se hacían, con máquina de fuelle de seis por nueve, en que estaba yo con una visera de cuadros y pañuelo anudado al pescuezo, y dándole al manubrio. En las esquinas de los pasillos de la pensión, para refrigerar agua y aliviar el verano, había unos panzudos y enormes botijos blancos, bajo cuyos pitorros, había quien les horadara unos aliviaderos que ponían perdido a cualquier novato que se estrenara en beber de ellos sin adoptar, como los veteranos estables, las debidas precauciones. Tenemos bebido vino del Ribeiro, que le mandaban a Ramón de casa y freído chorizos de casa en fuego improvisado en el suelo de la misma habitación, que compartíamos. Para entrenarse, Rafael Serrano, que estudiaba para presentarse a una beca de Roma, nos hizo sendos retratos al óleo, magistrales todos, yo aún conservo el mío, con mis diecisiete años y un Código civil en la mano, en la galería del patio de la pensión, donde Nines tejía por las tardes inacabables bufandas azules, que hacían juego con sus zapatillas de pompones. No sé quien, seguro que viajero de paso y ricacho, nos desafió a los estudiantes a que nos disfrazáramos de marineritos, salvo uno que iría de maestro, con sombrero bombín, levita, paraguas y grandes mostachos y diéramos una vuelta completa a la Puerta del Sol vecina. La apuesta era todas las patatas fritas y los huevos fritos que después fuésemos capaces de comer. Resultó glorioso. Nos alquiló el apostante los trajes, que olían a polvo y moho, por cuatro perras en una sastrería teatral, dimos dos o tres vueltas a la Puerta del Sol, entre el regocijo de los transeúntes, el ricacho fue a comprar al mercado estraperlista y doña Manuela, su nuera Basilisa y las dos ayudantes, Capitalina y Teresa estuvieron horas friendo para que la grey estudiantil se comiera una fuente de patatas con cuatro huevos fritos cada uno y se quedasen como boas constrictor, en aquellos tiempos de hambre y escasez en que lo frecuente era cenar sopa de escaso fideo y una pescadilla pequeña de las que llamábamos “rabiosas” por el modo que tenían de venir en el plato mordiéndose la cola. Por aquel tiempo, para tratar de hacerme un hombre, aprendía a liar pitillos de picadura y fumar. También había cartillas de racionamiento de tabaco, con unos cupones pequeñitos, que recortaban cuidadosa y esmeradamente las estanqueras. En la Gran Vía, como en los pueblos, se paseaba por las aceras al atardecer, desde Callao hasta la esquina de Montera. Había plazuelas donde, bajo un chorro de sol, las niñas jugaban al corro y preguntaban a grito pelado a Alfonso XII adónde iba tan triste o lamentaban la marcha de Mambrú a la guerra. Recuerdo haberlo oído una tarde mientras contemplaba maravillado y absorto cómo con pelo de verdad, alrededor de una vieja mesa, con paciencia franciscana, unas muchachas en flor hacían pelucas de diferentes tonalidades, desde el rubio trigal hasta el negro azabache.
Cambias de vida cada vez que mudas el escenario en que vas a moverte durante cierto tiempo, mayor o menor del hasta entonces habitual. El riesgo está en que esa mudanza no tiene casi nunca previstas las demás que en ambos entornos, el anterior y éste de ahora, se van a producir en torno a ese cambio tuyo.

Resulta desconcertante haber cambiado para acomodarte a los modos de otra persona que a su vez cambia y te encuentras en mitad de la calle, solo y con la cara que se le queda a uno en tales casos.

Fuera de la eternidad, que es la quietud por excelencia, no hay nada inmutable. Los desesperados esfuerzos que hacemos la gente para encontrar algo donde asirnos, donde descansar con cierta seguridad, me sugieren la imagen de un nadador cansado, con la cabeza apenas fuera del agua, buscando pie o asidero para sobrevivir.

Cuanto parece lugar de descanso es ilusorio. Cualquiera puede transformarse en campo de batalla de ejércitos de cuya presencia no nos habíamos dado cuenta al llegar y tendernos sobre la hierba, bajo el frondoso dosel del soto junto al rumor del un apenas visible arroyo.

Me llaman por teléfono y me preguntan lo que pienso del futuro económico. Mi interlocutor se enfada porque la respondo que los futuros económicos no son casi nunca previsibles con un mínimo de probabilidad. Pero hombre, insiste, a corto plazo. Los plazos no juegan un papel demasiado importante cuando se trata de economía, finanzas, dinero o comercio. Cualquier plazo puede bastar o no llegar ninguno. Lo único cierto es que para tener éxito has de disponer de algo que otros, preferentemente muchos. por alguna razón, necesiten y están en situación y disposición de pagarte o de darte a cambio lo que tú necesites. Pero es importante que no haya alguien que, con poder o información superiores a los tuyos, distorsione la situación, cambie su apariencia o su realidad y desbarate el asunto.

Pero entonces, vacila …

La economía, como la vida, son juegos en que se pueden hacer y con frecuencia se hacen trampas grandes y pequeñas. Como consecuencia, ambas son imprevisibles. Sobre todo ahora, cuando la tecnología nos ha apiñado tanto a los hombres, a las gentes, y cualquier trapacería o cualquier ocurrencia de alguno en las antípodas puede conmover a los asustadizos jugadores de bolsa y provocar alteraciones en el pulso de los índices.