Nos hurtan, los dogmáticos, la posibilidad de enriquecer la nuestra con su verdad, también fragmentaria, provisional y subjetiva. Están convencidos hasta tal punto de lo “suyo” que no admiten ni siquiera la posibilidad de confrontarlo con lo de otros.
Y como lo suyo, que dijo Blas y punto redondo, es cierto de toda certeza, ni pensar en apearlos de la burra que los puede llevar a lo más intrincado del laberinto. Puesto que si bien no se me oculta que contra lo que yo pienso, ellos pueden tener razón, sería útil para ambos comparar las supuestas razones que a cada cual asisten para tenerse hasta tal punto en los respectivos convencimientos.
No me refiero ahora mismo a algo en particular. Son ya muchos los asuntos en que no hay con quien hablar cuando se plantean, demasiados los axiomas de individuos y de grupos, justo en época como ésta en que hasta lo más sólido del acervo cultural se resquebraja a punto de rebasar su fecha de caducidad.
Puede que sea tiempo, todavía, de revisar tanto “progreso” como se nos ha inyectado últimamente en el cuerpo social, para evitar que el exceso de vitaminas inadecuadas destruya su tejido, de indispensable subsistencia para realizar muchos de los cambios ensayados con precipitación y peligrosos medios y materiales.
Cada vez parece más acertado tratar de compaginar a los más inteligentes, por lo general más vagos, rápidos y audaces, con los más tenaces, que corrigen, asientan y consolidan las improvisaciones, despojándolas de lo disparatado y taraceándolas de lo que procede conservar.
Cada vez parecen más peligrosos quienes renuncian a parecerse a los demás y se convencen a sí mismos de que esos demás están ahí para admirarlos, auxiliarlos y servirles si acaso de peldaños para atajar y llegar antes.
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