En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
martes, 6 de septiembre de 2011
Hicimos, me acuerdo el “cup”, cuando nació el primer nieto de la patrona, en la bañera de la pensión, y hubo quien estuvo a punto ahogarse, si no le sacan la cabeza de aquella poción mágica muy anterior a las aventuras de Obélix, y el mismo día, doña Manuela y su marido, que era jefe de máquinas del periódico Informaciones, nos llevaron a todos los huéspedes, familiares y amigos a un merendero de las afueras con organillo. Dónde habrán ido aquellas fotos de cuando apenas se hacían, con máquina de fuelle de seis por nueve, en que estaba yo con una visera de cuadros y pañuelo anudado al pescuezo, y dándole al manubrio. En las esquinas de los pasillos de la pensión, para refrigerar agua y aliviar el verano, había unos panzudos y enormes botijos blancos, bajo cuyos pitorros, había quien les horadara unos aliviaderos que ponían perdido a cualquier novato que se estrenara en beber de ellos sin adoptar, como los veteranos estables, las debidas precauciones. Tenemos bebido vino del Ribeiro, que le mandaban a Ramón de casa y freído chorizos de casa en fuego improvisado en el suelo de la misma habitación, que compartíamos. Para entrenarse, Rafael Serrano, que estudiaba para presentarse a una beca de Roma, nos hizo sendos retratos al óleo, magistrales todos, yo aún conservo el mío, con mis diecisiete años y un Código civil en la mano, en la galería del patio de la pensión, donde Nines tejía por las tardes inacabables bufandas azules, que hacían juego con sus zapatillas de pompones. No sé quien, seguro que viajero de paso y ricacho, nos desafió a los estudiantes a que nos disfrazáramos de marineritos, salvo uno que iría de maestro, con sombrero bombín, levita, paraguas y grandes mostachos y diéramos una vuelta completa a la Puerta del Sol vecina. La apuesta era todas las patatas fritas y los huevos fritos que después fuésemos capaces de comer. Resultó glorioso. Nos alquiló el apostante los trajes, que olían a polvo y moho, por cuatro perras en una sastrería teatral, dimos dos o tres vueltas a la Puerta del Sol, entre el regocijo de los transeúntes, el ricacho fue a comprar al mercado estraperlista y doña Manuela, su nuera Basilisa y las dos ayudantes, Capitalina y Teresa estuvieron horas friendo para que la grey estudiantil se comiera una fuente de patatas con cuatro huevos fritos cada uno y se quedasen como boas constrictor, en aquellos tiempos de hambre y escasez en que lo frecuente era cenar sopa de escaso fideo y una pescadilla pequeña de las que llamábamos “rabiosas” por el modo que tenían de venir en el plato mordiéndose la cola. Por aquel tiempo, para tratar de hacerme un hombre, aprendía a liar pitillos de picadura y fumar. También había cartillas de racionamiento de tabaco, con unos cupones pequeñitos, que recortaban cuidadosa y esmeradamente las estanqueras. En la Gran Vía, como en los pueblos, se paseaba por las aceras al atardecer, desde Callao hasta la esquina de Montera. Había plazuelas donde, bajo un chorro de sol, las niñas jugaban al corro y preguntaban a grito pelado a Alfonso XII adónde iba tan triste o lamentaban la marcha de Mambrú a la guerra. Recuerdo haberlo oído una tarde mientras contemplaba maravillado y absorto cómo con pelo de verdad, alrededor de una vieja mesa, con paciencia franciscana, unas muchachas en flor hacían pelucas de diferentes tonalidades, desde el rubio trigal hasta el negro azabache.
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