Desde “la galería”, principal estancia de nuestra casa provisional de guerra, enfrente, tenía la plaza donde jugaban los niños de bachillerato, y a la derecha el cuartel. En la plaza observé por primera vez que había niñas y niños que se distinguían de los otros y los conducían como querían, ¿niños caudillo?. Mucho más tarde, leí en Camino que san Josemaría decía algo así como que al que pueda ser caudillo no se le consentiría no serlo. Coincidía con la parábola de los denarios, que siempre me ha preocupado mucho. Desde mi galería de niño introspectivo, aprendía distinguir, sobre todas, a las dos niñas, una morena y otra rubia, como en la zarzuela, que capitaneaban a las demás, divididas en dos grupos, que uno seguía a la rubia de ojos claros y otro a la morena de ojos oscuros. Jugaban al marro, al corro, a la racha, a lo que fuese, siempre dos cuerpos de pequeños ejércitos diferenciados, que se juntaban cuando sonaba el pito y el bedel, que era Braulio, el barbero de mi abuelo, llamaba a grito pelado al curso correspondiente, al aula correspondiente del Instituto, que estaba a la izquierda, al lado de la carnicería y del de acá de mi casa anterior.
La galería fue mi atalaya, mi sala de lectura –me ponía en una esquina, con un rimero de libros- y mi mundo fantástico, donde hubo desde país de las hadas hasta abordajes marineros durante que con mi sable de madera poco menos que destruí la hermosa aspidistra del extremo izquierdo de la dichosa galería, rasgándole con furiosa saña casi todas sus largas hojas, es decir, piratas enemigos.
Mi padre se enfadó y yo cobré.
Esa aspidistra ha sido otra de mis preocupaciones infantiles. Medraba o se mustiaba con nosotros. Llegué a pensar que era una especie de símbolo cuya muerte o desaparición coincidiría con la nuestra. Aún vive, diría mejor que sobrevive, una de sus reencarnaciones, enclenque y maltratada por su proximidad del pasado año a un radiador de calefacción a que manos inconscientes la arrimaron desconsideradas, pero conocí otras exuberantes que se desarrollaron hasta plenitudes espléndidas en casa de mi suegra o en la de mi hermano pequeño. De un modo u otro, en unas u otras manos, ejemplares de esta planta, descendientes, trozos o esquejes, nos han acompañado desde que recuerdo hasta esta miseria que hoy sobrevive y ahora mismo decido cuidar y abonar por si las moscas, por si hubiera algo de cierto en su simbolismo. Uno nunca sabe si es verdad que hay meigas o mundos paralelos ni dónde están ni si se abren a veces de verdad puertas secretas en el tiempo y el espacio, como dicen algunos autores de ciencia ficción.
Y cuando transitoriamente me llevaron a vivir con mis abuelos, a la calle del Malabrigo, por donde corre el viento del nordeste cada vez que sopla, tal vez para acreditar el acierto de su nombre, cambie de amigos, de juegos y de barrios. La vida, incluso en una aldea, va por barrios.
En el de la calle de la Iglesia, jugábamos por detrás de casa, al hilo del río –todos los niños del pueblo caímos por lo menos una vez en la vida a ese regato en ocasión de lluvias torrencial, caudaloso y amenazador, y hubo quien media docena de ellas-, y allí me quedé yo enganchado por una axila de la punta de una verja, jugando a que asaltábamos el jardincillo trasero de casa Marcialín. Me descolgó el dueño de la tasca de al lado y yo no quería volver a casa para que encima no me cascaran. En esa ocasión, asustadísimos, no lo hicieron. Podía haberme hecho un agujero en un pulmón. Libre, como cuando la uva, por los pelos. Yo, un niño solitario, introspectivo, tranquilo.
En el Malabrigo, jugábamos a las renras, a la peonza y a justicias y ladrones, en la acera de la travesía del Teatro que fue cuartel de moros. Cuando había poco gente nos toleraban que nos sentásemos en los mimbres de la terraza del café Colón, y, si estaba de humor el camarero, hasta nos prestaba un “billar romano” para tenernos entretenidos.
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