domingo, 4 de septiembre de 2011

Me entero de la existencia de un “nuevo” detective, el comisario Riccardi, protagonista de otra serie de algún modo emparentada con Lombano y Brunetti, aunque no sea más que por sus autores, todos tres italianos de esta época posterior a Poirot, Vance Wolfe y por lo menos nieta ya de Neyland Smith, el perseguidor de Fu Manchú y del inolvidable Charlie Chan, de la policía china ideada por Earl Derr Biggers.

Todavía su primer incursión castellana que yo conozca, importada y traducida por Lumen, no había llegado esta mañana de domingo a mi librería del lejano occidente del Principado.

¿Tiene todo el mundo una librería de algún modo “propia” allá donde reside habitualmente o en los lugares por donde, también habitualmente, con algún motivo, pasa?

Además del atractivo que los libros tienen y a mí me llevaron en ocasiones hasta a recorrer librerías en ciudades y países el desconocimiento profundo de cuyo idioma me haría inútil adquirir cualquier libro, una fuerza de atracción que se me evidencia al pasar por delante del más mínimo escaparate donde haya un ejemplar impreso, siempre he tenido “mi” librería.

Donde me paro, toco los libros, los huelo a veces, los hojeo, echo una ojeada al revuelo de las páginas y de pronto, como los peces, nadie sabe exactamente por qué, con ávida voracidad atrapan de un salto el engaño y se prenden del anzuelo, así yo creo haber pescado el libro, que en realidad me ha “pescado” él a mí y allá salgo, con mi presa en la bolsa o bajo el brazo, paladeando lo que espero de su luego hay veces que inexistente magia.

Madrid, Oviedo, Luarca. Recuerdo una librería en Bolonia y otra de París, con laberintos encantados y deslumbrantes rincones de apacible desencanto.

Cuando joven, poco dinero, mucha afición a leer, sabía dónde había comprado cada ejemplar de aquella menguada, trabajada biblioteca, que los avatares luego te van desproporcionando, desdibujando, a medida que aprendes tanto que las sombra de lo que ignoras se recrece hasta el horizonte y pasa, pero quedan unos cuantos libros especialmente amados, la caricia de la relectura de algunas de cuyas páginas reconduce a lo inesperado, que teníamos desterrado de la memoria, ese disco duro que la vejez va haciendo cada vez más caprichoso, supongo que como consecuencia de lo que habíamos abusado de ella hasta ahora.

Entretengo la espera con los Alfabetos, de Claudio Magris, que, tras de tantos años, me da de nuevo clases de lectura y me enseña a mirar viejos libros desde otra perspectiva y entender por qué se guardan los libros, para releer y descubrir que en cada relato hay dos, tres o infinitos modos de entender lo escrito y por ello también varios mundos paralelos, como ocurre en el nuestro, que uno es lo que estamos viviendo, o tal vez muriendo desde que abrimos los ojos por vez primera y advertimos un paisaje, otro lo que soñamos, e infinito lo que podríamos imaginar para cada instante que forma parte del futuro que nos asalta en cada vuelta de la autovía, a la salida de cada túnel, en cada recodo de la caleya.

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