Declina el hombre como una tarde abrumada de nostalgias durante que no se acuerda sino de las ocasiones fallidas, las encrucijadas desdeñadas, los fracasos y las palabras mal dichas, de tan mala memoria como las omitidas cuando habría sido ocasión de decir.
Se olvida primero lo bueno porque no remuerde, y es mucho más difícil quitarse de la cabeza aquellos errores las consecuencias de algunos de los cuales todavía podrían estarse produciendo ahora mismo.
Ni siquiera un día de los que como siempre recuerdo Priestley describe como radiantes, se impone al recuerdo de un error. Será, pienso, porque los errores lastran el alma, se quedan como peso en sus orillos e impiden el sueño de volar con que en el hombre sobrevive la convicción de eviternidad.
Tener la posibilidad de incorporarse a la eternidad da a la vez miedo y esperanza. ¿Más miedo y por eso lo cito en primer lugar?
Nuestra convicción cultural añade a la condición eviterna del hombre la doble posibilidad de que nos alternativamente nos aguarde una eternidad de luz o de oscuridad. De ahí la esperanza y el miedo. Más sobrecogedor cuando de cualquier examen de conciencia resulta, según las pesas y medidas de nuestro concepto de la justicia, un balance condenatorio.
Me pregunto con cierta frecuencia si habrá o habrá habido o llegará a haber una persona que pueda considerarse buena, no ya en el buen sentido, que dijo Machado, sino en cualquier sentido de la palabra. Una persona que pueda pensar de sí misma que de acuerdo con nuestro concepto cultural, el de cualquier época, de la justicia, que examinada su conducta procede se le absuelva, como dicen las sentencias, con todos los pronunciamientos favorables.
¿Algún asceta? ¿Alguien que haya sobrevivido en medio de una multitud?
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