jueves, 22 de septiembre de 2011

Me pregunto qué tiene el hórreo de especial atractivo mágico para que tanta gente se haya quedado absorta ante él y haya escrito y descrito sus liños y sus trabes, las misteriosas claves celtas de protección de la nueva cosecha, esos pegollos y en la cubierta un símbolo fálico y la cruz, por si lo uno o lo otro pueden lograr y preservar nuevas cosechas.

Toda una biblioteca de muchísimas páginas, con ilustraciones, dibujos y prodigios de ensambladuras sin clavos ni más fierro que el de cerradura y llave, persiguen a los hórreos y los cabazos por Galicia, Asturias, las Vascongadas y León. Unos permanecen erguidos, los hay mutados a habitación o incluso residencia con derecho a cocina y aliviadero, los hay semicaídos y más que derrumbados sobre un resto de pared, que todavía alberga un garabato roto en el caramanchón lleno de escayos, hecho un artal, para delicia de los mirlos, que los prefieren, y de las madreselvas, que se acercan siempre a contarles a las moras los chismes y los bulos del soto en que casi siempre se ha quedado el bosque, tras de tanta tala y tanto incendio. Algunos, los conserva el petrucio, que ya no vive en casa, pero viene, en verano y cuenta a sus hijos, que abren mucho los ojos, como va una esfoyaza y dónde se colgaban las ristras de panoyas.

Repito. Tiene que haber algo de mágico, en tierra como ésta donde casi todo lo es o tiene su origen en alguna leyenda, el tabú o el miedo ancestral a los seres oscuros, que nadie más que los elfos saben localizar y mantener apartados, algo de misteriosamente atractivo, en los viejos hórreos y las paneras anejas, que presumíamos los juristas más o menos enterados, peritos o simplemente hábiles de saber que son bienes muebles. Casas susceptibles de tira y compón y llevárselos a otro lado, con las piezas numeradas para rehacer, como se llevaban los guiris las iglesias románicas, con sus santos y todo, incluidos los del asa para coger y poner sobre la cabeza del penitenta romero para ganarse esto o curarse de aquello.

Cada poco viene alguien, con un tocho preñado bajo el brazo, a contarte que ha escrito la verdadera tesis sobre el origen y el destino del hórreo y sus hermanos u homólogos vecinos, su textura y el misterio que encierra, ¿no podrías colaborar para que se publique y conozca?

Se convirtió por fin en símbolo. Lo ponen y ponemos en la solapa de los distinguidos: el hórreo de plata, o la panera, o el de oro. Entregamos a visitantes o a anfitriones hórreos de plata de todos los tamaños, que a algunos se les abre el tejado, como una tapa, para guardar allí algo que se supone que será una joya o el talismán de la casa. En las cocinas, de los clavos correspondientes, siguen colgando las llaves de la riqueza, la provisión, allá para el invierno.

“Vuélvaseme el queiso al horru”, dicen que dijo aquel vaqueiro el casamiento de cuya hija había fracasado en el momento de hacer capitulaciones y entre los bienes de la dote iba uno de especial y previsiblemente sabrosa textura. Pienso y digo que a lo mejor, de los hórreos que nos quedan, sacamos energía para echar a andar, salir del miedo afuera de tanta crisis y tanta roña como nos envenenan de malos pensamientos.

Porque tener, no me cabe duda de que algo mágico tienen …

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