lunes, 31 de diciembre de 2007

Cerrar un año,
es como completar otra maleta del equipaje de la vida.
¿Dónde podré meter
tantas cosas como me quedan por hacer
en las pocas maletas
que me quedan?
Cabe
la esperanza siempre, inagotable,
de que algunos
sean mágicos baúles de capacidad incalculable
y de que dentro de un año
estemos tú y yo todavía aquí, como hoy
al pie del fresno mitológico,
entre las viejas raíces, contemplando
el subeybaja de la ardilla
que a la tortuga y al águila
lo que pasa en el cielo y la tierra.
Termina el año, paradoja, en lunes, que es día en que empieza la semana, salvo para quienes la inician los domingos, cosa en mi opinión menos apropiada porque no parece razonable que la semana empiece descansando y parece más lógico que el descanso del domingo corone los siete día previos de trabajo, que así empezarían los lunes. Cualquiera que sea la decisión, lo cierto de este año dos mil siete es que termina en lunes y empieza, empezará, Dios mediante, en martes el dos mil ocho, bisiesto por más señas. Con lo que estamos, ha llegado como quien no quiere la cosa, según suele ocurrir, en el día de san Silvestre del año de gracia número dos mil siete después de Cristo, hechas por el camino no sé cuántas correcciones hasta la reforma gregoriana, que hacen que resulte muy difícil saber en realidad en qué año vivimos y si la cuenta es exacta o no, que supongo que dependería de la clase de cómputo y de las comprobaciones que hiciésemos. Pero vamos a dejarnos de disquisiciones acerca del tiempo, que todo el que me haya leído sabe que opino que el tiempo no existe, no es más que una paradoja apañada para explicarnos a nosotros mismos esta historia de que no sea la historia de la humanidad, como en realidad es, un abrir y cerrar de ojos contemplado desde diferentes perspectivas, las más amplias de las cuales parece que fueron las de los elefantes, las tortugas y, por lo que a humanos de refiere, la del viejo Matusalén, que vivió no sé cuantos cientos de años, una barbaridad, si se mira desde el punto de vista de que se le habrán muerto por el camino varias generaciones de amigos y desde luego toda la familia. Por san Silvestre, ignoro la razón, se corren en muchos pueblos carreras pedestres largas como la de aquel guerrero que llevó la noticia de la batalla de Maratón a los griegos. No sé si la gente persigue al año que se va o huye del que viene, o viceversa, huye del pasado y se apresura a recibir al que viene. Somos, los humanos, unos curiosos personajes, tanto contemplados desde el punto de vista individual, que mira que somos raros algunos, como desde el colectivo de esa ingente masa de personas que sale corriendo en Nueva York, pongo por caso, el treinta y uno de cada diciembre, para ver quien llega antes a una meta lejana y escasamente retributiva, como no sea en la satisfacción que suele embargar al único ganador cualquiera de cualquier competición.

Hablando de otra cosa, he visto en el supermercado que ahora venden uvas peladas y sin semilla, para cumplir con el ritual de una uva por campanada de fin de año. Cuando niño, las pelaba yo y les sacaba las semillas, astuto de mí, para tratar de agotarlas antes de que el reloj diera odas las campanadas. Nos mirábamos unos a otros y casi siempre había alguien que iniciaba la carcajada general en que fracasaba el intento. Ahora se ha comercializado la trampa que facilita un invento que a mí me parece menos aconsejable que el de procurar estarse bajo un ramo de muérdago, justo a las doce, en los aledaños de moza que bese bien, para entrar en el año en un hermoso sueño de amores imposibles que no debe sin embargo hacernos olvidar el propósito de mejorar de vida, bueno, en realidad de comportamiento, que hacemos todos los años que nos va concediendo el buen padre Dios.

No sé si estoy triste, alegre o simple y sencillamente nostálgico, al recorrer este tramo final del dos mil siete. Acabo de enterarme de que contra todo compromiso previo, la autora tiene la tentación de prolongar la saga de Harry Potter. Me parece mal. Toda historia debe tener un final, que permita a su lector imaginarse el futuro eviterno de los personajes. Un autor no debe, según mi criterio, perseguirlos más allá de un límite, salvo que les invente aventuras cerradas, susceptibles de que les ocurran otras, que deben ser independientes. Lo que pasa es que como no estoy en posesión de la verdad, es posible que esté equivocado. No dominar verdades garantiza la imprevisibilidad del futuro.

domingo, 30 de diciembre de 2007

La definición de la nostalgia se concreta
es este juego coloquial de los dos saxofones,
el tenor, que canta,
el bajo que le abre camino, lo tienta y desafía,
aparentemente indeciso
mientras el piano juega a perseguir
esas cenizas de luz que flotan
en cada haz, que con blandura acaricia
los trastos del desván de la memoria.
Todo ha cambiado, pero no es un deliberado propósito de llevarnos a todos por determinado –a veces pensaría que indeterminado- vericueto, sino que ya tantas cosas y conceptos han cambiado alrededor, que el hombre se ve obligado a reajustar sus conductas personal y social. Por añadidura, creo que se mezclan los asuntos con demasiada ligereza. Son tantos los cambios que parece a algunos que vienen todos del mismo motivo y tienen el mismo propósito. Son demasiadas cosas, demasiados conceptos, demasiados motivos como para sintetizar por ejemplo toda la evidente y variopinta problemática del divorcio, la eutanasia, el aborto, la deseducación, , la vejez, las pensiones, la atención de los incapaces, la violencia intersexual, las uniones homosexuales y la exhibición de la impudicia, son, entre otras, manifestación de una supuestamente exclusiva causa, que sería la evidente crisis de la institución familiar.

Y todavía puede constituir mayor error que se trate de recomponer la familia como era cuando la sociedad y la gente eran de otro modo y vivían de manera diferente.

Muchos desechan la evidencia de que la sociedad y las personas han cambiado de tal modo que es imprescindible reorganizar la estructura social desde los cimientos hasta el remate de la cúpula.

Hasta anuncian botes de unas peladas y sin semillas para que esta gente que somos, cada vez más inútil a fuerza de confiar en que todo nos lo arreglen unas máquinas progresivamente sofisticadas, coma, a las doce de la noche del lunes, las uvas con mayor comodidad y sin interrupciones.

Menos mal que una de mis nietas me ha traído esta mañana una varita mágica, por eso de que le dijo alguien que soy amigo de Harry Potter. La muevo, pero siguen sin publicar el último tomo de la saga, que ya hemos leído la mayoría, creo, en traducciones apócrifas que flotaron en la red. Este mundo es peligroso, la vida que en él vivimos, lo es asimismo y cada vez más, pero también son curiosos, divertidos, desafiantes, sugestivos. Es un privilegio esto de estar vivo, que milagrosamente renueva –tal vez recrea cada amanecer que se nos concede.

sábado, 29 de diciembre de 2007

Lejos de ti,
el aire es otro ajeno,
que tú no has respirado, que no sabe
a palabra tuya.

Lejos de ti me olvido,
con angustia,
de los detalles del escorzo que admiraba,
amaba.

Lejos de ti, imposible ya tu boca
para mis besos,
sin territorio tuyo en que
reclinar la caricia de mis manos inertes.

Lejos de ti,
no es luz la luz,
apenas
hay vida.

Lejos
de
ti
no hay más que un tiovivo de palabras vacías.
Se advierte que es tiempo de inventario –salvando la paradoja de que el comercio minorista esté en ebullición, con la proximidad de la Epifanía, que es tiempo de regalos y todo el mundo haga evidentes esfuerzos por dar algo a los más queridos o más cercanos-, se reúne el personal de las empresas a comer o cenar y se anuncian ya unos resultados provisionales, que llenan de regocijo o de temor, casi todo el mundo considera el año vencido y lo que nos queda hilachas sin importancia. Son días, sin embargo, enteros y verdaderos, durante que el periódico te cuenta como siguen la vida y la muerte sus respectivos caminos, con la también respectiva trascendencia. Luego estos días, aparentemente de relleno, aparentemente sobrantes, son como los demás, llenos de las mismas posibilidades que los otros del año.

Nos parece, durante esos años que van desde más o menos los treinta hasta los sesenta y cinco, si ha habido suerte y no ocurrieron enfermedades, ni súbitas desgracias inesperadas, que somos inmortales, una especie de maduros espectadores del gran teatro del mundo, ajenos a las vicisitudes de los personajes que pueblan su escenario. Parece que hay tiempo de dejar para mañana lo que se pueda hacer, y, vulnerando el consejo del refrán, me acuerdo de muchas de las ocasiones en que me divertí pensando que no debe hacerse hoy nada de lo que se pueda dejar para mañana. Como lo de cambiar de vida, que suele proyectarse cada final de año, en días como éstos. Leo a Chesterton y me sorprende que con frecuencia son aplicables sus críticas a nuestros pesares. Al principio de “Herejes, que acaba de editar Acantilado, una empresa que nos está haciendo el favor inmenso de recuperer textos semiolvidados, pero admirables y en muchos casos, además, útiles, viene a decir que hubo un tiempo, ya para él antiguo, en que movía a los hombres acercarse al arquetipo de bondad, luego sustituido por unos vagos conceptos como el de progreso y libertad, que, despojados de unos principios éticos, no conducen a parte alguna. Asusta constatar que hay quien en nombre de la libertad mantiene secuestrados y prisioneros a unos supuestos rehenes durante más de cinco años, es decir, más de mil quinientos días, cada uno de veinticuatro horas de angustia, de ominosa ansiedad, de agobio, de privación de libertad.

viernes, 28 de diciembre de 2007

Me dio pena, ayer,
el viejo poeta, que me dijo:
oye; ¿tú sabes por qué
ha dejado el viento
de mover las palabras?
No es el viento, es él
quien murió no sé cuándo,
en pie aún, como dijo
Alejandro Casona
que mueren los árboles.
Se va agotando el año y pasa hoy por el recodo de la conmemoración de los santos inocentes, los niños que la historia, o tal vez la leyenda, dice que mató Herodes, el rey cruel, para que no creciese quien le pudiera hacer sombra de acuerdo con las premonitorias noticias y los augurios que le habían traído unos magos venidos de oriente tras de una estrella sólo aparentemente fugaz, en busca del reye de todos los reyes habidos y por haber. La tradición convierte a los niños inocentes e símbolo colectivo de los ingenuos, y a su través, de los incautos, y por eso hoy es en España equivalente al primero de abril de los anglosajones, que celebran ese día el del tonto de abril y cuelgan, como nosotros, espantajos de papel de la espalda de los más inocentes, ingenuos, incautos, o les dan falsas noticias de hechos improbables, como cuando en esta villa marinera se les informaba de que había atracado en el puerto un barco de cristal, llegado de algún país imaginario y allá se iban a todo correr a admirar el prodigio o a contemplar la desde luego inexistente ballena de colosales dimensiones, supuestamente varada en la playa durante la noche.

Del otro lado del mundo, llega la noticia de que asesinaron brutalmente a una mujer metida en política y como consecuencia de tan azarosa vida como azarosa ha sido su muerte, acompañada de no sé cuántas personas más, arrastradas por la violenta explosión de ira de otro de esos mensajeros de la muerte, a que, como tales, no importa morir para lograr ese propósito de seguir matando, destruyendo vida, en que parece consistir su obsesión patológica.
JUEVES 27 DE DICIEMBRE DE 2007

El tiempo finge correr, pero no
es
más
que
un
tiovivo,
que gira,
luz y sombra, sombra y luz,
cada vez que entra en la sombra, desaparecen
muchos de los jinetes,
el secreto de la vida está
en seguir cabalgando,
seguir,
adelante siempre,
con la misma ilusión, hasta que un día,
sombra y luz,
me desprenda de mi cabalgadura y entre
en la ruta centrifuga de lo eterno
Alguien me cierra el paso por delante, otro por detrás, dos coches que me cierran de momento la posibilidad de movimiento del que a mí me ha de devolver si hay suerte y Dios quiere a casa. Es bien entrada la tarde, pero no ha anochecido todavía y la ciudad, a esta hora y estos días de entre Navidad y Año Nuevo, hierve de gente que va y viene. Desde el observatorio del asiento del copiloto, contemplo el paso de la pequeña multitud que va por la acera a mi lado, sin verme en mi atisbadero de sorprendido y curioso espectador. Me quedaría horas contemplando lo diferentes que son las personas: padres e hijos, abuelos y nietos, compadres, colegas y compañeros, novios, parejas y hasta dos cancos repintados, que pasan cogidos de la mano y me pregunta el coger, pese a ser más joven, sorprendido también, si vi tal. Me río. Son humanidad, también, y por más que no se comprenda a veces, pienso que hay que aceptar a la humanidad como es porque si no sería imposible convivir y no hay otra manera de vivir, estoy convencido, de que conviviendo.
MIERCOLES 26 DE DICIEMBRE DE 2007

-Escribo una carta
-¿A quién?
-No sé; una carta
-Y ¿qué le dices?
-Ah, pero una carta … ¿tiene que decir algo?
yo creía
que eran como los pájaros,
como palabras
que mueve y lleva el aire,
sin destinatario,
sin necesidad
de que digan nada.
Simples y sencillos mensajes de amor.
Viaje hoy, viaje mañana. Salgo con poco día y mucha helada que se pega a la tierra como una delgada piel blanquecina que pesa sobre la hierba fatigada y la dobla. En muchos de los valles se ha remansado lo más espeso de la noche oscura, ahora niebla perlada, que pesa y no han podido levantar con sus picos las alondras. Se afanan los trabajadores de la carretera, que va a haber elecciones, me dicen, y hay que inaugurar a toda costa. De vuelta a casa, apenas una ráfaga de tiempo para hilvanar estas líneas y tratar de cumplir el propósito de completar un texto para cada día del año, con unos versos encima, atrapados de entre los muchos que el aire lleva estos días, impregnado como pasa del espíritu de la Navidad.

martes, 25 de diciembre de 2007

Ha nacido.
La primera gota de agua del río.
La luz,
que ha de multiplicarse ahora en los colores, el sonido, la hermosa gente de William Saroyan,
el tropel de los que, como yo,
nunca tendremos nada por seguro, entraremos
a tientas por la puerta que hoy se abre con un repique
de campanas
que tocan
a gloria.
Es Navidad.. Todo empieza,
hoy
es nuevo,
y aquí estoy yo otra vez,
absorto,
tratando de leer entre líneas
de tantísimas estrellas,
en busca
del lucero
de la mañana.
¿Qué tendrá el dolor de quererte, que es alegre?,
mata,
con ternura, la misma que usa el agua
para hacer sus caricias a la playa,
la misma
con que mueve el viento las ramas,
a punto de romperse, sin hojas,
del árbol del invierno,
que no sé quién plantó a la orilla
del río esta mañana
helada
de insólita Nochebuena, que celebran
los vagabundos todos,
los aborrecidos, los despreciados del mundo
-¡uníos!-,
los dejados
de la mano de Dios, que no tienen
quien rece una oración o cante un villancico
con ellos, para ellos
y nos están mirando
sin que lo sepa nadie
para que nadie se muera de miedo, de angustia,
de este dolor que es, como el de quererte,
inesperadamente dulce en su amargura.

lunes, 24 de diciembre de 2007

NAVIDAD 2007

Nos pasamos la vida diciendo que algo va a cambiar mañana,
que año nuevo, vida nueva,
que dejaremos de fumar, que un día,
la multitud de antenas que miran al cielo, escuchan,
atentas,
oirán un sonido
identificable como la voz de un ser inteligente,
atrapado
en algún planeta lejano de alguna galaxia
del otro extremo del universo.

Ya ocurrió algo así, hace alrededor de dos mil años,
el buen padre Dios nos envió a su hijo
-cantábamos, con la voz de unos pastores,
con la voz de unos magos, con las atrocidades
de Herodes
el Grande,
tristemente recordado por su empeño de liquidar
a toda una generación en una noche,
como uno de los más eficaces genocidas de la historia,
que un Niño
nos ha nacido
en Belén
de Judá,
todavía lo seguimos cantando, todavía
sigue naciendo el Niño, con terca paciencia,
a lo largo de más de dos mil años, cada año-

Llévales –le inspiró-
el mensaje
del amor, diles
que es su única razón
de ser-
Lo matamos.

Nosotros, los hombres, la hermosa gente,
lo matamos.

Eso sí, con todas las formalidades procesales,
habiendo escuchado previamente todos sus alegatos,
disconformes con nuestras sabias leyes:
ojo por ojo, diente por diente;
el más fuerte
podrá hacer siempre lo que le de la gana, incluso excluir,
eliminar a cuantos se le opongan;
eso que tienes me apetece, aparta.

¿Qué es eso del amor?

Lo matamos y sobre la cabeza lacerada, coronada
de espino en flor, pusimos un letrero burlándonos de su impotencia:
¿dónde están tus ejércitos?
¿dónde tus ángeles?
¿dónde ese Dios que dices y que nuestros sabios más ilustres ya han aclarado
que no cabe en nuestras cabezas?

Pero mañana vamos a cambiar.
Mañana.
Tal vez mañana.
O nunca, como hasta ahora mismo.
Ahora mismo hemos inventado máquinas
para iluminar la tierra, inundarla
de luz y de sonidos,
hemos inventado los grandes almacenes, la elegancia socil
del regalo, las cestas de Navidad.

Navidad, Navidad … ¿qué era eso? ¿cómo
empezó todo este complicado asunto de felicitarnos,
darnos
tregua en las guerras,
sonreirnos, molestar
a mister Scrooge?

Un Niño nos ha nacido –hay una figurina
de barro, en el Belén de la Plaza Mayor, que lo recuerda-,
viene a decirnos sólo un palabra:
Amor,
eso es todo,
no hay más ni mayor secreto.

¿Y eso qué es? ¿en que consiste? Nos respondió con el ejemplo,
es darse sin límites
ni de espacio ni de tiempo
sin pedir nada a cambio.

Cortad un árbol,
alzad una cruz, escribid cuidadosamente,
una ley procesal,
ya veremos con más calma
qué es eso del amor …
Esta noche es Nochebuena –dice la copla popular, en este casi villancico-, y mañana, Navidad. Y a continuación añade que conviene sacar la bota, que me voy a emborrachar –asegura el que canta- Es día, mejor dicho, es noche, de estarse en casa, de reunirse a cenar, de cantar en torno al belén, porque hace alrededor de dos mil años, nació este Niño.

Un Niño que vino a dictarnos la más breve, clara, concisa y ejemplar ley que se ha dado en el mundo: que nos amemos.

Todo lo demás son formas, anécdotas, tal vez sueños, el amor es lo que vale: a Dios sobre todo y al prójimo como a nosotros mismos. Y como no podemos entender ni imaginar a Dios, nuestro camino de amarlo es el amor al prójimo.

Cierto que no sabemos, yo por lo menos, confieso que no sé amar, de modo que lo que por lo menos a mí me queda es hacer el esfuerzo, cada día, cada vez que me acuerdo, cada vez que soy consciente de que estoy siendo, hacer el esfuerzo.

Que esta noche es Nochebuena, y mañana, Navidad.

Oigo que dicen a mi alrededor que la Nochebuena y la Navidad se las llevó el tiempo, las arrinconó el conocimiento real de las cosas, las asfixió la elegancia social del regalo, el ruido, la abundancia, en este primer mundo, las luces de colores, las fiestas en discotecas atiborradas de sudor, sueño, éxtasis, nieve, hachís, hipnotizada la clientela por el ritmo, la cadencia, liberada la voluptuosidad por las gogós, borracha en medio la libertad.

Todo se apaga, con la luz del alba, se convierte en despojo, resto, basura que empujan, con filosofía, los funcionarios municipales, todos ahora con vestiduras refractantes, que los protegen hasta cierto punto del paso de tanto coche como jadea durante las veinticuatro horas del día y de la noche, pero hasta el final, funcionan, si se quiere de modo intermitente, sólo durante los intervalos lúcidos, unas neuronas que nos reconducen al espejo y allí está la noticia de que lo único que importa y queda cuando parece que ya no queda nada, es todavía el amor, que ofrece razones para seguir viviendo, como, lo creamos o no, es ya irremediable e interminable por esa sola razón con la que el Niño insiste a pesar de todo, aunque no seamos capaces de entenderlo, ni siquiera esta noche, que es Nochebuena, ni aunque mañana, Dios mediante, volverá a ser Navidad, y un Niño habrá nacido, y mucho niños habrán nacido en este ancho, atribulado, maltratado mundo, que es el que tenemos para tanta gente, considerada uno por uno, cada uno indispensable para que todo sea como es.

domingo, 23 de diciembre de 2007

Cuanto más bello el pájaro,
es frecuente que más torpe su canción,
cuanto más hermoso
el paisaje de cada atardecer,
es frecuente
que más hondo el temor de la noche,
mayor el número
de pesadillas que pasan volando
como esos pájaros
que atan con su vuelo las torres más altas
de la vieja
catedral gótica de la antigua ciudad destruida
una y otra vez
por cada guerra,
cada desilusión,
cada nueva
desesperanza.
Nada como un mínimo dolor para entender la felicidad de los días buenos, que una vez que se ha conocido, ya no lo son tanto porque se convive después con el temor de que retorne ese dolor, sin embargo imprescindible para que nadie se haga demasiadas ilusiones respecto de ninguna de las utopías que inventan los electoreros para que las pongan en el escaparate los candidatos en cada ocasión como éstas que vienen, se anuncian para la primavera, con duelos de OK Corral entre los preferidos de cada formación para encabezar las famosas listas en que entrar o salir provoca desordenes en cada asociación de alpinistas confundidos por el paso del tiempo y olvidados de que se elige para que sirvan, y no para que manden y menos para que desgobiernen y desordenen la buena intención hecha jirones que apenas sobrevive al tiempo de Navidad, cuando llega enero y descubres que no eras Creso, ni siquiera uno de sus cortesanos, sino el mismo de siempre, desilusionado ya de la lotería que siempre toca a los derrochadores de botellas de licor espumoso, que dispersan como se irá en seguida ese pellizco dado a la fortuna, siempre insuficiente, como un golpe de lámpara fotográfica, que deslumbra, pero no permanece. Puede que algo de razón tuviera Whitman cuando aquello del carpe diem, y que haya que sentarse, cerrar los ojos y disfrutar con esto que ahora mismo tengo, que es nada más ni menos que ser y estar. Cierro los ojos, pero me adormecen los gospel de la música de fondo, y sueño y ya estoy en ese otro mundo que el subconsciente nos mantiene encendido como las lucecitas rojas de los aparatos electrónicos, que nos tientan con la posibilidad de reencender, abrir la ventana pantalla y ver qué está pasando, visto desde la impunidad de fuera, como nos mirarán los pájaros, digo yo, porque los ángeles los supongo solidarios con nosotros, copartícipes, sobre todo los custodios de cada cual, con nuestras miserias más miserables, que a ellos tienen que dolerles más, sin duda, porque el espíritu es como la carne viva, pero todavía a un nivel más profundo. Tiene que ser muy doloroso ser ángel.

sábado, 22 de diciembre de 2007

Sube el monje a maitines,
su fe vacila, esta mañana sin sol,
cuando va enhebrando los cansinos, cortos pasos,
claustro arriba,
en el hilo del agua que corre de la fuente del medio
con sus tercas,
tristes, maquinales
jaculatorias.
En la fuente hay un ángel,
dos, tal vez
media docena de ángeles petrificados,
granito que suda el agua.
Huele a silencio y soledad, el monje,
se ha olvidado, esta mañana de mirar
arriba, a la luz incierta,
amatista,
con que Dios insiste,
renace el día.
No hay –dicen- sábado sin sol ni doncella sin amor. Y hoy es un sábado sin sol, pero alegre para mucha más gente que de ordinario porque es sábado de diciembre y en diciembre hay tregua de Navidad incluso para la guerra incruenta de los estudiantes con la erudición que con más o menos empeño tratan de infundirles sus maestros. Porque hay maestros para todos, catedráticos que no se bajan del estrado y humildes, pero excelentísimos doctores que se abajan hasta sus semejantes para ayudarles a subir paso a paso el difícil camino de la sabiduría, que empieza por la ignorancia, la desgana, el aburrimiento, y, a medida que el sabio humilde accede a colaborar en la apertura de cada ventana, se hace más y más luz en el interior de cada discípulo. Es fácil tener alumnos, pero difícil mantener discípulos. Los alumnos pueden acabar por aborrecer a esos distantes y por lo general despreciativos sabios intransitivos, que los martirizaron, los discípulos jamás olvidan al maestro que los fue acompañando. Casi siempre se devuelve amor por cada acto de amor. Y el premio para cada maestro es cada discípulo que acaba por demostrar que ha llegado un paso más allá de lo que su maestro sabía. Sábado sin sol. Víspera de vísperas de fiestas entrañables, que ahora se ha puesto de moda despreciar, con la vana disculpa de que, además, son fiestas de consumo y regalo. Todo eso no puede empañar que se trate de fiestas de reunirse y cantar juntos, preparar un belén e intercambiar palabras de afecto y de buenos deseos de unos para con otros, casi todos para casi todos. Yo pienso que a las doce de la noche del día de nochebuena, cuando también cantó –dicen- un gallo, se produce un acercamiento a la luz, a la verdad, a la sabiduría, que provoca un estremecimiento universal sólo repetido las doce de la noche que hay entre cada viernes de pasión y cada sábado de gloria. Son las dos noches, cada año en que, sea verdad o no lo ocurrido o no que se conmemora año tras otro desde hace más de dos mil, es evidentemente cierto que ocurre algo trascendental para la humanidad. Y que afecta a todos, los que hemos decidido creer, los que no quieren y los que, como el viejo mister Scroogede Dickens, pasan del asunto y están en otras cosas.

viernes, 21 de diciembre de 2007

Nadie va, si ha llegado a la vejez,
ligero de equipaje.
Un anciano
no se arrastra por ser menos ágil,
es el peso
de sus recuerdos,
de los sueños que no se cumplieron y lleva consigo,
petrificados,
lo que lo hace más lento,
pensativo,
errático como un río, al llegar al delta, que no sabe
cómo entregarse al definitivo amor
de la mar, que espera
convertida en caricia de espuma, consuelo
del agua atravesada
por hilachas de luz indecisa.
Toda la capital estaba llena de lucecinas de colores, palabras, escenas escritas en el aire, enredadas en los árboles. Los árboles de la carretera han visto sustituir las hojas por guirnaldas de luces polícromas. Hay toda una multitud de automóviles inundando las carreteras, los caminos, las sendas, las viejas cañadas de la Mesta. Están vacíos, en la copa de las columnas de los tendidos eléctricos de alta tensión, cada una con su insignia de la calavera en la solapa del esqueleto, hay un nido vacío de cigüeñas. Las cigüeñas los han dejado con todos los muebles preparados para otra primavera, que está más allá de la nieve sucia apenas caída este otoño de idas y venidas súbitas del frío. De nuevo atravesé Castilla, con la impresión de vacío que producen las llanuras tendidas a ambos lados del túnel a cielo abierto que es la autopista, la autovía o comoquiera que llamen ahora a esas carreteras que nacen con la maldición de insuficiencia con que las reciben malignas hadas madrinas. Atascos. Se confunden las luces de Navidad con las de los prostíbulos y las gasolineras, que ahora han inventado una especie de cohete de luz estático, que con cadencia de metrónomo imita a los voladores.
JUEVES 20 DE DICIEMBRE DE 2007

Pisa mi sombra aquí y allá,
deja
la marca imposible de su pie, vano recuerdo inútil
sobre el barro
de un universo poblado de sueños
frustrados
Si no hay amor, me dicen
la mar y el viento,
si un día, en Belén, no nació un Niño
imposible,
no predicó el amor,
no lo matamos por ser
incomprensible amor
y no resucitó y no hay nada
ni tú ni yo somos nada ni nadie
más que un sueño
inconcreto
de la idea de Dios
Una novela de Dorothy L. Sayers en las librerías. Algo como encontrar una nueva forma, tal vez una mutación de una especie extinguida. Un recuerdo de cuando empezaba a salir de los clásicos e investigar autores diferentes, ya un poco especializados, de novelas que todavía no se llamaban “negras”, como ahora decís, y la duda de siempre ¿será una nueva edición de algo conocido? Vale más, en la duda, llevársela a casa. Aunque no sea más que por el prólogo, que diferenciaría el texto de aquellas ediciones en rústica que mi madre –otra apasionada de la literatura policíaca- y yo, devorábamos, uno tras otra, a medida que yo los llevaba a casa. Entonces, cuando doña Dorothy nos presentó a su lord Peter Wimsey, éramos ambos mucho más jóvenes. Mi madre incluso estaba viva. Leíamos sucesivamente cada novela –esos novelones, decía mi padre, profesor de lengua y literatura, pero al final, apasionado con nosotros de las novelas de Simenon, sobre todo, claro, las de su comisario Maigret, con el que recorrí por primera vez los entresijos de París, desde el Quai des Orfebres hasta las tabernas de la rive gauche-, pero, que yo recuerde, pocas veces comentábamos las peripecias. Cada cual, supongo, encontraba una clase diferente de atractivo en aquellos apasionantes duelos entre detectives astutos y criminales que no lo eran menos, pero perdías indefectiblemente la partida.

Todo ello me trae hoy a detenerme en la consideración de la aventura de leer con que nos consolamos por lo general en mayor medida los niños menos capaces de aventuras, los sosegados niños demasiado reducidos o por sus padres, por la debilidad, por la enfermedad o por la timidez, a no brillar en la escalada, no sea ases del fútbol elemental de la playa, no descollar como atletas. Que las criaturas humanas tenemos una dimensión aventurera, de gente audaz, que si no ejercitamos en la práctica, hemos de fingirnos, de algún modo mentirnos, fingiéndonos capaces, desde el rincón de la lámpara, desde debajo de las sábanas, desde la esquina del desván o desde dondequiera que nos hayamos reducido la lectura sucedánea, alimento de la imaginación, que hemos sido aventureros, incluso temerarios.

Concluyo en que la gente digamos normal, para serlo y puesto que la vida es limitada y efímera, de este lado del espejo, ha de vivirse en parte y en otra parte de mentirse, y tal vez por eso somos los hombres tan necesariamente mentirosos, en parte auténticos y en parte personajes de la farsa que urdimos para sentirnos liberados, completos, realizados.
MIERCOLES 19 DE DICIEMBRE DE 2007

Me mira
con ese aire de esperanzada confianza,
sin alegría ni rencor,
me dice:
no soy bueno ni malo, no soy capaz,
¿me vas a querer menos
por eso,
si sabes que yo, no es que te quiera, que no sé,
es que confío en ti, nada menos
que para sobrevivir?
Me mira, mueve la cola,
salta a mi alrededor, me exaspera,
pero sé que no sería el mismo
sin esa mirada suya
con la que me agradece sin medida,
simple y sencillamente
que le permita estar ahí,
convivir,
mirarme como me mira,
sin alegría ni rencor,
que a él le basta estar vivo,
cerca de mí.
Naturalmente es mi perro, o no sé,
Si, según su criterio perruno,
el perro a que de algún modo pertenezco.
La escena está inundada de luz, desbordante de sonidos más o menos articulados, que, en el fondo, muy en el fondo, conservan el melisma reiterado de un villancico tradicional, pululan personajes evidentemente aquejados de patologías diversas. ¡Nosotros –gritan- somos normales, somos gente, somos especie humana. Vosotros sois una progresiva degeneración de lo que todos fuimos!

Hay un Niño nacido en un establo, le llaman portal, el portal de Belén, tierra de pan llevar, de escanda y harina

No hay nada –repiten- en el baúl del ayer; no viene nada –insisten- del futuro profundo. Nosotros –aseguran- somos la gente.

Hay grupos, copos de ateridos humanos, que se apiñan en los rincones del aire, los remansos donde muere el agua viva. Tal vez ellos sean, y nosotros hayamos muerto, con el futuro, en el ocaso del verano, su última puesta de sol.

Hay un Niño, recién nacido.

Viene a hablar del amor, por eso, lo condenaremos a muerte, lo martirizaremos, lo mataremos, pero él, tras de insistir en pedir para nosotros el perdón de los ignorantes –no saben lo que hacen-, resucitará para insistir

No es cierto –insisten- ni resucitó ni existe. No hay nada más que esto que somos un instante.

Viene a hablar de amor. El amor trasciende el tiempo y el espacio. O hay amor o no seremos más que sombras, patologías diversas, de un hermoso sueño irrealizable, abortado entre la nada y la luz.
MARTES 18 DE DICIEMBRE DE 2007

Hay un rumor de soledad en torno
mientras flota, sin piedad la música,
hiriendo
el sentimiento con sus manos ágiles,
indiferente al dolor,
pura belleza,
me agota, agobia, tal vez
mata algo, irremediablemente, en mí
en el umbral atónito
del quebrantado silencio.
Cínico, ateo y despectivo, el entrevistado no quiere, por lo que sea, hablar de sí mismo, pero actúa como una marioneta, ¿un personaje recién inventado por él? Va, viene, representa, realiza todo un muestrario de desplantes. Es –o intenta desesperadamente ser- original como sería incluso para sí mismo insoportable haber sido con cierta continuidad. A pesar de todo, sigo, fascinado, el relato que hace de su resistencia a estar entre los demás como si pudiéramos dejar de ser como somos y cambiar de acuerdo con un modelo preestablecido o, como más bién parece en este caso, improvisado. Si, insisto, improvisado, porque no se advierte coherencia en el comportamiento de este espécimen humano, tal vez desalmado, en el sentido de habérsele envenenado el alma, con motivo de alguno de los acontecimientos, realmente horribles, que presenció en su juventud y vivió en una especie de aparte de la humanidad de su entorno, en que en poco tiempo, así, sin más, se exterminó a un grupo humano y él lo contempló como si estuviese fuera del asunto, mero espectador. Tal vez allí murió un poco. O un mucho, y por eso, como si hubiera fabricado para el caso una prótesis de sí mismo, tiene que fingirse cuando ya no está en el mundo real. -

lunes, 17 de diciembre de 2007

Lápices de colores
para que pintes soles amarillobrillantes
y peces azules y caballos rojos, muchos
lápices,
para que vengas, una y otra vez, anda, abuelo,
sácale punta al lápiz color de rosa, afílame
pronto el lápiz verdemar,
mira, abuelo, te he pintado un cuadro
y éste eres tú y éste el viejo cocodrilo
y éste el dinosaurio y la que sube a la montaña
es mi muñeca
color de rosa, que es el que más me gusta,
anda, sácale punta al lápiz
color muñecarosa, princesa,
clor a la vez de niña
y de rosa.
No quedan, apenas, de la vieja ciudad, más que las esquinas que barre el viento. ¿Dónde se fueron los niños que jugaban? ¿Dónde la turba y turbada adolescencia que paseaba por el paseo de arriba y abajo, ale que te pego, reojos y sonrisas de complicidad inocente? Dicen que la televisión es la culpable, que es la que reduce a la gente a su butaca, la vida sedentaria, esa hipnosis que ahora atrapa cada vez más, y más a los más ingenuos y que mejor estarían aprendiendo y ensayando las artimañas de la mala gente, para tratar de cortarle los caminos, pero no, lo que hacen es dejarse embelesar por las series disparatadas que continuarán en el próximo número, la próxima semana, como las narraciones de las viñetas del Aventurero de aquella niñez, que, a estas alturas, vete a ver si no habrá sido más que un sueño, y el niño que recuerdo no habría sido yo, sino una película pasada sobre el vacío de la memoria, cuando la memoria estaba aún intacta. Baja el frío, además, este año, de la mano del viento del nordeste, mantiene el mercurio por debajo de los cero grados centígrados, con quienes te cruzas, por la mañana, camino del pan y del periódico, te gruñen loa buenos días por debajo de sus bufandas, casi ininteligibles. La panadería huele a pan caliente y echa vaharadas de calor, el horno invisible, el periódico huele todavía a tinta fresca y la periodiquera abre una rendija de su mechinal para dispensármelo sin que se le escape nada del escaso calor de la estufa. Un barrendero sin imaginación acaba de regar la calle, se ha formado una delgadísima, pero eficaz, capa de hielo en que patina una señora mayor que se queda sentada en la acera con la compra desparramada y los ojos muy abiertos. Lo que la preocupa, se ve, es tirar de la falda para taparse las frágiles piernas, que el perro, solícito, se trata de acercar no sé si a oler, lamer o morder. Por si acaso, me lo llevo, visto que la señora no tiene más que un proyecto de dolor de la parte menos noble de la espalda y se queda, semiconsolada, con un café caliente y unos bizcochos del bar de la esquina. El nordeste descansa, reclinado en la esquina del quiosco de los periódicos, cuya cristalera se empaña asustada.

domingo, 16 de diciembre de 2007

Todo cuanto tuvimos fue un paseo
de una tarde de otoño
a través de la vieja ciudad, a primera hora de la tarde,
terrazas en los cafés,
siestas más allá de las ventanas.

Todo lo que tuvimos:
un paseo, y tal vez
un hermoso sueño, si he de decirte la verdad
ya no me acuerdo casi
más que de tu perfil y de tu nombre,
de tu sonrisa y tus manos.

Durante muchos años, muchas veces,
recorrimos,
ahora mismo, hay días
que travesamos la vieja ciudad,
a la misma hora,
el mismo día,
como éramos entonces.

Es todo lo que tuvimos,
pero también lo que nos queda
todavía.
Dile que … y ya estás agarrado al telefonino, que dicen los italianos, y, afanoso, marcando números y cazando a tu víctima, según pasa, que y hay quien guarda celosamente el número de su artilugio para que no le sirva más que para llamar él, el muy cuco, y que no le molesten, en cambio, ni lo cacen al paso, como pieza al rececho. Hace gracia ahora leer los viejos libros de hace un siglo, nada más que un siglo, cuando había que andarse con billetitos escritos aprisa y corriendo: mozo, tráigame recado de escribir, y había que buscar un mensajero, y en París habían inventado y puesto en marcha un sistema neumático de mandar los mensajes en una burbuja de celuloide, a través de un tubo casi mágico, según decían. Va ahora por la calle cada quisque con su maquinita, hablando sólo: mira, te mando una foto –el telefonino las hace-, para que veas cómo es en realidad el gran canal de Venecia. Con tu cara pegadita a la de la veneciana morena, engañosamente delgada –que todos sabemos cómo engordan después las latinas, pasada la primera barrera de los treinta y cinco años, donde empieza la dulce madurez de las palabras dulces-, morena, con perfil de moneda y mármol. Lo usan –tercos- los conductores de los coche, a pesar de las multas y de los puntos que te quitan por eso y por dar alcohol en sangre y sueño, a la vez: tenga en cuenta, señor guardia, que es que tomo un medicamento que “da” como alcohol. Ya, ya, pero sople. Y soplas y apártese ahí hasta que se le pasen, primero la pea y después el susto de quedarse sin puntos ni carné para una temporada, para que medite que sic transit gloria mundi y mejor es un coche menos que un muerto más en la carretera, ahora que va a ser Navidad, y cambiará el año y debajo del muérdago, justo cuando estén sonando las campanadas de las doce de la noche de san Silvestre, podrás darle un beso a la moza que lleves o que te lleve ese día, esa noche del tránsito del año viejo, que se va arrimado al zócalo, como disimulando sus achaques y cae por la chimenea, todo pintarrajeado de hollín y untado de la grasa de la esperanza el año impoluto, transparente que sería, sin el hollín de los malos pensamientos, que, con los buenos y a la vez, se desgajan de un beso consentido bajo el muérdago, que es planta sin hogar, con sangre de liga para cazar pájarinos silvestres, que se mueren de pena como los besos cuando se acaban, que es como si naciera la tristeza o cayese de golpe una nocheclara de luzdeluna, todo junto a posta lo de noche y lo de clara y lo de luz y lo de luna, para que sean más como yo las sueño ahora mismo, mientras escribo y aún no es ni siquiera la víspera, que es lo mejor de cada fiesta, pero casi.

sábado, 15 de diciembre de 2007

¿Vamos? -pregunta el cocker,
moviendo, enloquecido de alegría, el muñón
que queda
de su proyecto de rabo- ¿vamos?

Salimos, a la helada decembrina,
que hace llorar, sin pájaros ni sol aún,
por más que lo anuncie ese atisbo de luz,
que baja del collado.

Canta, toda la naturaleza una canción cristalizada, hecha
de carámbanos, que irisan los pensamientos,
porque hay como una expectativa
de Navidad.

Hay alguien inconcreto, amparado
en la delicadeza de los frunces
de la cortina, apenas un escorzo, en la ventana
de la planta de la calle, donde la reja.

Cae la cortina, como un adiós definitivo,
un desprecio. El perro no, pero yo sueño con unas manos pálidas,
expresivas,
que embozan la desconocida sonrisa con un sueño.
Insisto en hurgar en el espíritu agridulce de la Navidad. Durante que el mundo sigue siendo como es, pero es diferente, a pesar incluso de la mala baba de algunas tristezas, que desembocan en la distorsión. Desprecio, odio, llegan a decir algunos, la Navidad, por lo que tiene de untuoso, hipócrita, débil. Callan la sorprendente noticia de que este nacimiento de un niño, tantos como nacen al cabo de cada veinticuatro horas a lo ancho del mundo, pero éste en concreto haya provocado treguas, apaciguamientos, amor, alegría y dolor durante más de dos mil años, un aniversario tras otro, mientras cosas, personas y conceptos se rectifican y se olvidan. Creo que aunque la Navidad hubiera sido mentira, leyenda, fantasía, excusa o sólo palabra, aún entonces seguiría siendo un milagro, un misterio, una expresión de la vocación natural de toda persona, que es considerar que el amor s base, fundamento y último y primer fundamento y destino de todo lo concebible.

Agridulce porque nos reúne, a los más íntimos, queridos que pueden juntarse esa noche a compartirla y con la alegría del escaso tiempo que dura, se mezcla la nostalgia de muchos que estuvieron y ya no, que cada cual dejó su hueco, pero no es bueno dedicarles una lágrima, que debe retenerse, para que los nuevos, los más pequeños, construyan el subconsciente de sus navidades futuras, cuando tampoco estemos los mayores, para os que cualquiera es probable ya que sea la última y por eso una pizca más entrañable.

Disfruto con un CD que he hallado y que contiene villancicos cantados a ritmo de jazz. Lo estoy escuchando ahora mismo, mientras escribo mi anotación de hoy del libro de bitácora, a punto de buscar el astrolabio para situarme en el mapa de diciembre, en la esquina en que desde hace horas los días han empezado a crecer, camino, muy lejos aún, de la noche del señor san Juan, navegando de bolina hacia lo desconocido.
Estar y no,
en magnitudes de universo, son
apenas una diferencia imaginable,
tal vez un silencio infinitesimal sin dimensiones,
pero el que era, estaba ayer
y no es hoy más que preciso recuerdo,
que se irá borrando,
adornando
de palabras calladas, gestos
todavía
sin hacer
y acabará en dolor sordo, ruido compañero
que ya no oye nadie, es
como si no fuera,
como si no hubieras estado nunca,
como si aún estuvieras
sin que nadie pueda,
hasta nadie sabe qué parte de nunca,
alcanzarte.
Colaboro en la presentación de un libro que ha escrito un amigo y asisto a una celebración de las fiestas que vienen. Hablo en público, en ambos lugares y ocasiones. Digo, porque es cierto, que el autor del libro es un atento observador, además de un buen conversador que expone con claridad sus ideas y está siempre dispuesto a debatirlas y contrastarlas. Como consecuencia de ambas facultades, es, por añadidura, un excelente crítico. En la otra reunión digo que es importante, durante estos días, tener presente que nació un Niño en Belén y trajo un mensaje de amor y dijo que el amor es lo más importante. Y como en la reunión podría haber quien no puede o no quiere creer, yo, que si quiero creer, a pesar de todo, le exhortaba a considerar que aquello en lo que él no cree, podría ser verdad, cosa que evidentemente vale la pena tomar en consideración, habida sobre todo cuenta de que durante más de dos mil años ha servido de base a la propagación de un mensaje de amor y de que el amor es la base, el fundamento y la razón de todo. Y como también podría haber quien añadiese que durante muchos años, en multitud de ocasiones, el mensaje se transmitió mal o por quien actuaba sin tomarlo en consideración para actuar de determinadas maneras, añado ahora que es posible, puesto que las personas nos equivocamos con extraordinaria frecuencia, pero resulta por lo menos sorprendente y desde luego impresionante que a pesar de ello, el mensaje permanece, está ahí, ha pasado a través de tanto error y sigue diciendo que lo primero, más importante, razón de todo y su último fundamento es el amor. En el intervalo entre un acto y otro, me cuentan de un joven que murió uno de estos días de repente. Amedrenta esta especie de juego de azar que nos atañe desde el momento mismo siguiente al de nacer y nos mantiene en constante alternativa de tener que seguir o tener que abandonar y sufrir, no sólo la propia aventura, sino también el doloroso coletazo que atañe y afecta los que nos quieren y nos rodean, que no pueden comprender cómo ni por qué esto de vivir
es y deja de ser de este ininteligible modo-

viernes, 14 de diciembre de 2007

La carretera se clava como una flecha en la ciudad,
tú estás quieta,
miras,
inquieta,
el reloj.
Es evidente que no vas a llegar a tu primera cita
y posible que él,
que yo,
que cualquiera,
piense que no quisiste venir, que no te importamos, que el amor,
eterno,
pero aún no nacido, no debe nacer.
No sabes mi teléfono, no sabes
siquiera
si soy de esta ciudad, si vivo
en alguna de estas interminables, angustiosas calles
sin principio ni fin
Y ambos,
a la vez,
pensamos que el mundo ha cambiado esta tarde
y jamás volverá a ser como pudo haber sido.

jueves, 13 de diciembre de 2007

La carretera desde mi pueblo hasta la capital de la provincia, hoy, por añadidura, autonomía, stá de nuevo en obras. En realidad no ha dejado de estarlo desde que la construyeron porque nada más inaugurar casi todos sus tramos ya, inmediatamente entró en obras de conservación, reparación y nuevo ensanche. Hoy, para ir y venir, tiene un viaducto largísimo que está en unas delicadas obras que al parecer consisten en sacar a la luz sus más íntimas estructuras de acero centrales, para enganchar en el equivalente de su larga espina dorsal, cada cierto número de metros, unos tirantes que soportarán, cuando los acaben de construir, un voladizo para cada lado del ancho inicial del puente- ¿Cuándo un puente deja de serlo para convertirse en viaducto? Tuve un amigo que cuando hicieron estos tan largos largo de la entonces nueva carretera nueva se lo preguntaba y nos preguntaba. Nadie lo supo nunca. Es cosa instintiva, de pronto un puente parece tan largo que sin querer le llamamos viaducto. ¿Y si no coincidimos en el criterio de longitud? Sencillo. Será puente para ti y viaducto para mí, o a la inversa. El viaducto estaba hoy pletórico de hombres con uniforme amarillo, que se afanaban entre máquinas, pedruscos, cables y varillas de metal. La pequeña ciudad, como ayer la grande, estaba llena de lucecitas de Navidad, las calles llenas de gente, de cada tres o cuatro, uno llevaba una bolsa de las del mismo gran almacén. ¿Llegará un día en que en alguna grande o pequeña ciudad llegue a ser este gran almacén la tienda única donde compraremos definitivamente de todo? Lo considero posible, igual que creo que un día los coches se enredarán de tal modo unos con otros que no habrá manera de que puedan seguir y las calles de la pequeña o gran ciudad acabarán por convertirse en depósito lineal y gigantesco de coches definitivamente inmóviles, rodeados de gente excitada, vociferante, impotente.
MIERCOLES, 12 DE DICIEMBRE DE 2007


No vale de nada
que yo te espere, que sepa el nombre, conozca
las esquinas
de tu calle
si tú no quieres hablarme,
no quieres
ni verme ni escucharme.
Iré a otra calle a buscarte,
una donde no estés todavía,
ni quizá vayas nunca a pasar,
por si te pierdes y cruzas,
tengo la suerte
de que me hayas olvidado
y puedo repetirte que te quiero,
aunque no sea más
que para que tú vuelvas a decirme
lo que me dices siempre.
Sé que mi corazón
se llenará de alegría
al escuchar
una vez más tu voz
La ciudad se ha encendido, disfrazado de Navidad 2007. Caen las lucecillas en cascadas, trepan, se entrecruzan, juegan por entre el escaso follaje de unos árboles desmedrados, prisioneros, desesperanzados en su alcorque respectivo, en que se para a olisquear el variopinto mundo de los perros de ciudad. Vendo castañas asadas –dice el letrero del chiringuito que hay al lado del que está lleno de figuritas de belén-, y aclara que a medio euro cada castaña asada del cucurucho de papel de periódico que se va comiendo la niña, de la mano de un señor ue en seguida se supone divorciado disfrutando de la interinidad de su convivencia temporal con la niña que ha decretado la sentencia. Las aceras de la calle van recrecidas y uno de cada tres o cuatro transeúntes lleva bolsa del mismo gran almacén de que dicen que vende un artículo cada entre cinco y diez del resto del comercio de cada ciudad donde tiene establecimiento abierto. Los aldeanos soportamos mal, venidos por un día o dos, el ritmo de la ciudad, pero nos avergüenza cruzarnos con los ancianitos de la gran ciudad, que ellos, a su pasito a paso, atraviesan por entre el tumulto como si estuvieran solos en el mundo, Unos turistas se hacen fotografías sentados en la escalera, entre los leones de la puerta del Congreso, bajo un sol desalentado y exánime.

martes, 11 de diciembre de 2007

La belleza es algo que se va derramando
hasta que quedan sólo
recuerdos y palabras, son la ternura
y la sabiduría, las que permanecen,
el suave tacto de tus dedos,
que fueron gráciles y escriben
todavía
palabras de amor cuando por casualidad me tocan,
y el brillo
de ese mirar con que me miras todavía
como si no existiera el tiempo
como si no se hubieran gastado las esquinas
de nuestras almas, ni el amor
ese jardín
por el que vagan,
peregrinas.
Sólo puede gozar de libertad un grupo social dotado, alternativamente, de sólidos principios o de exquisita y generalizada educación. La falta de unos u otra hace suponer a algunos que la libertad consiste en hacer lo que les dé la gana y eso desemboca en la oclocracia o gobierno del populacho, que ya execraba Polibio en su Historia. Leo la de España. Es como una novela que cuenta las vicisitudes, propósitos, aciertos y yerros de los protagonistas de la historia. Supongo que la demás gente de que la historia no habla más que como colectivo, coro invisible a que de manera ocasional se escucha como un vago rumor de fondo, son equiparables a la masa de que se obtiene el papel en que se escribe la historia en que no aparecen con nombres y apellidos más que unos pocos que en su época respectiva fueron significativos. Hay reyes, cardenales, traidores, mártires, profesores, artesanos y artistas. Allá, al fondo, o se prefieres al pie, el coro, como en las tragedias griegas, se supone, casi invisible, sufriendo en el anonimato, o gozando, esto de la vida, tan imprevisiblemente hermoso o tan horrible. Se despacha en un par de renglones una época de peste u otra de hambruna, te paras a pensarlo y advierto que la historia puede ser algo tremendo para muchos, a la vez que feliz para otros. Y está ocurriendo ahora mismo.

lunes, 10 de diciembre de 2007

Grandes molinos de plástico blanco
cortan luquetes del aire,
los echan al pozo,
y el pozo, en el agua oscura,
los va convirtiendo en sueños
de la luna.

Grandes molinos de plástico,
sin don Quijote,
que está dormido todavía, no saldrá
de la Mancha
donde no quedan
molinos
veleros
que sean en realidad gigantes.

Grandes molinos de plástico,
silenciosos y fantásticos.
Entre el tercio y mediados de diciembre es ahora mismo un tiempo indeciso, próximo a santa Lucía, que será el día trece y decía la abuela que a partir de entonces “mengua la noche y crece el día, al paso de una gallina”. Nos acercamos, pues, a la noche más larga del año, que según el refrán lo sería la del día doce al trece de este mes, justo en las antípodas de la noche de san Juan, nuestro señor san Juan, de los asturianos, cuando hay que coger el trébol y procurar hacerse con la flor del agua. Ahora, ya digo, es éste un tiempo de otoño, que un día sí y otro no, se suceden el frío y el calor, que no hay manera de saber a qué atenerse y tan pronto tirita uno como se sofoca bajo la otrora confortable lana de los jerséis de punto gordo. Dicen del cambio climático y de que tenemos la culpa, pero a mí me convence más un señor, creo que sabio, que opina que esto de calentarse y de enfriarse la tierra es cosa de ciclos muy largos en el tiempo, que van provocando mutaciones en las especies, para irlas ajustando y supongo que aprovechando para mejorar, camino del final de la habitabilidad del planeta, que si algo no adelanta la catástrofe, con tanta barbaridad como inventan, habrá de ser cuando el sol se agote y convierta en gigante o en enana, o, en definitiva, en agujero negro por donde se colará una parte infinitesimal del universo, justo la que nos concierne. Me ofrecen, en el mercado, miel de brezo con avellanas y pan de maíz con nueces, pero yo compro un caleidoscopio artesano, que engorda menos y divierte casi igual, salvo caso de hambre urgente.

domingo, 9 de diciembre de 2007

Para poder volar como los pájaros,
esos
aprendices de ángeles,
hay que ignorarlo todo.
Saber pesa, la sabiduría
es como un gran planeta y por eso
hemos de ignorar tanto,
si supiéramos
un adarme más de las migajas,
la pizca que sabemos,
nos aplastaría el sol de ese día de verano,
con el cambio climático consumado
y los reptiles reconvertidos,
humanizados,
buscando ya en las tablas de logarítmos soluciones
para recuperar la frialdad de su sangre.
Un libro entre las manos. El libro tiene una determinada textura. Responde al tacto, ofrece a este sentido la suavidad de la encuadernación, una cierta aspereza del papel que contiene la aventura. El libro huele, también, una mezcla de tinta, cola y no sé qué ingredientes más, que lo identifican para el olfato. Lo manoseo, lo huelo. Presiento que podría ser interesante, proporcionarme ese deleite inimitable e incomparable que pueden y deberían proporcionar siempre los libros. Decía ayer, sin embargo, que “siempre” es una palabra vana, inconsistente por incomprensible. Yo no puedo imaginar la siempritud, y, desde luego, los libros no son más que a veces, esto que digo que debrían ser. Pero éste en concreto, sí. Este creo yo que me enfrascará. Sí que es una palabra expresiva y comprensible, a diferencia de lo que pasa siempre con “siempre”. “Enfrascarse”. Meterse en una redoma, una cápsula, una burbuja, solos el autor y yo, a dialogar. Fintas verbales trasmitidas por escrito para poder volver sobre ellas, examinarlas, reemprender el hilo de la narración donde ese grito inoportuno, una llamada por teléfono, lo habían interrumpido, pero cabe regresar al principio de la frase, de la página, del capítulo y recomponer el regusto que va proporcionando una buena lectura hasta llevarte consigo a su mundo, siquiera sea lo que dure el libro. Tampoco hay, de este lado al menos, que se conozcan, libros interminables. Al dejarlos se siente, yo al menos, en ocasiones, el impulso de acariciar la tapa de la encuadernación, dar una palmada en el lomo del libro y agradecerle este tramo de camino que hicimos juntos en la nave espacial de la lectura, cómplices.

sábado, 8 de diciembre de 2007

La vieja loca contaba en el parque
cuentos
a los niños cansados, ya al atardecer, desfogados
de tanto jugar al fútbol,
a las canicas y al corro,
los niños y las palomas formaban un círculo
y la vieja loca
contaba y contaba
interminables cuentos de colores brillantes
como pompas
de jabón.
Una noche se murió la vieja loca,
la encontraron
a la del alba un pescador y el sereno del barrio
yerta y casi tapada
de polvillo de oriflama y oropel
y de confeti de papel de plata
que analizó con minuciosidad el premio Nóbel
de aquella ciudad.
No supo decir qué era. La enterraron,
a la vieja loca
de atardecida, bajo un alero en que anidaron
en seguida
las golondrinas.
Tradiciones que parecen de siempre no tienen más que dos siglos y pico de antigüedad, como poner el belén, y otras todavía menos, como las fiestas tradicionales de esta villa en que habito, que datan de principios del siglo pasado. Parecen de siempre. Por eso repito que hay palabras, como la palabra “siempre”, que contienen conceptos excesivos. No hay nada en este mundo, en este lado del espejo, a que puedan aplicarse los dos adverbios “siempre” o “nunca”. Todo es temporal, de tejas abajo. Y sin embargo, insisten los enamorados en asegurar que se querrán “siempre” y en que no se olvidarán “nunca”, y los cuentos con final feliz insisten en que los protagonistas, transcurrida su aventura, fueron felices para “siempre”. O harán referencia a los límites de la posibilidad. Siempre o nunca, abarcarían un espacio limitado por el nacimiento y la muerte, al norte y al sur, y por nuestros alcances y conocimientos, al este y al oeste. Que deben ser anchos para ese señor que dice el periódico que se le calcula una fortuna de veinte mil millones de euros. Si tuviese veinte hijos, todos heredarían un millón. Dice la gente que lo difícil es ganar el primer millón. No añade de qué, y los gobernantes de los pueblos, cuando demasiados se acercan, dan un golpe a la máquina de hacer monedas, deprecian la existente ola sustituyen por otra mucho más cara. Y se vuelven a quedar los ricos en pocos, para que haya muchos pobres y los ricos puedan salvarse, como decía la anciana señora, que la muy cínica aconsejaba que no les diesen mucho a los pobres, no fueran a acabarse y a quién iban a dar los ricos, con la debida mesura, para redimir sus culpas.

viernes, 7 de diciembre de 2007

Te he comprado flores
porque no sé qué decirte,
ni cómo,
lo que te quiero.

Cuando se te marchiten,
escucha su último olor,
ése que es como un grito
que da la flor.

No sé decir de otro modo
lo que te quiero.
mi amor.
Dejo de ver a un amigo y entra en el espacio sin tiempo de la memoria, sea porque murió o porque la vida es así y tus amigos dejan de estar, se van, y, sin dejar de serlo, pasan al capítulo de los recuerdos, que está en el ático o en el sótano, almacenado hasta que un día, a veces, vuelve y se reanuda la conversación donde la dejamos, que en eso se advierte que somos lo que fuimos, sin solución de continuidad, ya que el tiempo, cualquier cosa que sea, es susceptible de empalmes como los de las viejas películas de celuloide. La memoria sabe que el tiempo no es más que una paradoja y por eso lo que en ella se almacena y estiba no cambia. El recuerdo de alguien a quien se apreció queda on el mismo aspecto que tenía el día que dejamos de vernos, con la última palabra recién dicha, el último gesto. Sólo un reencuentro puede mudar el aspecto de la figura o la forma que se recuerda. Ocurre a veces, sin embargo, que, con la malintencionada ayuda de la imaginación, piensas, ahora mismo me ocurre, cómo será en este preciso momento el aspecto de una persona determinada. Sales de casa, te reencuentro. Demos un paseo, ahora pasito a paso, deleitándonos en cada palabra que callemos. Las palabras calladas son como sabios dormidos. Cuando vuelves, ya solo, sobre ellas, las dices como no habrías sido capaz si las hubieses dicho en su momento. Irrepetible. Por eso es tan hermoso el sonido del silencio, que es como un siseo de la luz.

jueves, 6 de diciembre de 2007

La piel del aire
adelgazada de silencios,
me acaricia, hoy, despacio, casi
sin tocarme.

Nos mira de reojo el sol de otoño,
al pasar a hurtadillas, apenas
encendiendo un momento
los colores.

Hay un soplo de viento
reclinado
en el alféizar
de la ventana. Mira,
atento, lo que sueño.
Sonríe
con un temblor de las hojas de hiedra.
Ahora es más larga la noche, y cuando los coches casi todos duermen, en lo oscuro, que recientemente fue luz y colores, se puede escuchar, si se pone atención, ese grito casi inaudible de los murciélagos que han sustituido a las gaviotas en la vigilancia del tiempo que pasa, invisible, como siempre, paralelo al agua, por debajo de los gastados arcos del puente que salva el río. Ahora, hasta santa Lucía por lo menos, que hay quien dice que hasta Navidad, los días se han hecho pequeños, como el mundo es ahora, y las noches largas y anchas, como dicen que ahora crece el espacio del universo. ¿Qué hay en el límite? ¿Qué separa el ser del no ser? En el bauprés de lo que existe digo yo que irán los elfos y los poetas, algún filósofo y seguro que un sabio en matemáticas. Los sabios en matemáticas, para mí todavía incomprensibles. Tienen en su poder lo más hondo del conocimiento, la punta de la raíz de lo que los humanos somos capaces de conocer. Son capaces de manejar y de combinar los números y las letras, separados de cifras y de palabras, para conseguir igualdades, equivalencias o diferenciales que podrían exterminarnos, si se aplicasen a la materia. Y sin embargo ignoran todo respecto del origen de una vida que podrían exterminar chascando los dedos del poder. Disponemos de la posibilidad de matarnos unos a otros, pero somos incapaces de darnos vida. Deberíamos concitarnos siempre para tratar de conservar la vida de muchos, esta posibilidad de enamorarnos que nos descubre incluso mundos nuevos, sensaciones inesperadas y nos enseña cómo es el dolor y en qué consiste y que puede crecer, desarrollarse hasta lo inconmensurable sin habernos matado todavía, porque el dolor y el placer no tienen límites conocidos, tal vez para que adivinemos la dimensión ilimitada de otra vida posible, más allá de la muerte.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Va a ser Navidad,
otra vez, hipócrita
con dulces maneras y palabras y voz, cantarás,
zambomba y pandereta incansables,
los más hermosos,
cadenciosos,
primorosos
villancicos,
entre las más expresivas,
menos sinceras,
engañosas
sonrisas.

Va a ser Navidad,
estate quieto, Román, calla,
concéntrate en pensar que otra vez
es Navidad,
que podrá ser ésta
tu ocasión
de enamorarte de la vida
de ganarle
la partida
a la muerte, de enterarte
que un Niño nos ha nacido
y con Él la luz para todos, para toda
la eternidad.
Voy, cada día, atravesando el paisaje y pegado al borde del acantilado de la locura o de la muerte, porque ¿quién puede asegurar que la infinidad de mecanismos en que consisto va a seguir funcionando durante las veinticuatro horas de este día? Y si cualquiera de estos resortes fallase y desapareciera, aún permanecería ¿por cuánto tiempo?, mi recuerdo, que iría borrándose con mucha mayor rapidez de lo que imagino, hasta que ni el más mínimo vestigio quede, como si yo no hubiese ocurrido, salvo alguna palabra escrita que alguien pueda leer, tal vez una página que haya escrito y olvidado, pero se conserve porque formó parte de una carta enviada, o del burujo tirado a la basura y recobrado por el viento, salvado por el viento. Lo más íntimo y último de lo que soy, debo creer, insisto en creer que para entonces se hallará en un lugar de tinieblas o en un lugar de luz, de sufrimiento o de gozo. Sin que importe que ahora mismo no sea capaz ni de entenderlo ni de imaginarlo. El vacío, que es mediocridad, aburrimiento, sufrir por pequeñas cosas, y, como advertía Séneca, por lo que todavía no ha ocurrido y puede que ni ocurra nunca, no disfrutar por miedo a que algo o alguien te arrebate la alegría inmensa que debería estar experimentando por el mero hecho de haber tenido la oportunidad de vivir y en efecto, estar vivos, sintiendo, razonando, estremecidos de gozo por el disfrute de un color, una razonamiento, la combinación de unos sonidos, todo eso quedará ahí, lo hará desaparecer el coletazo del tiempo que derriba al sol, esa inmensa bola de fuego, cada tarde, entre una conmoción de colores.

martes, 4 de diciembre de 2007

Anda pegado a las paredes el sol de otoño,
dicen que amedrentado porque el año que llega es un arrapiezo
que viene con las armas,
una cerbatana y un tiragomas nuevo,
dispuestas, ya en la mano.

El sol de otoño, que es de cristal de roca,
de aire líquido y sal.

Ay, madre, que dicen que ha cogido miedo y por eso anda bajo,
amenaza con irse, y vendría
la noche oscura.

Menos mal que viene también la Navidad
y la toda la negrura se llenará de ángeles,
redoblará incansable el bronce de las campanas, la plata
de las campanillas, el cristal
de las campánulas
conventuales
serán un constante tintineo, que hará juego
con el de las cajas,
no olvidéis los regalos,
del Corte Inglés.
Hay un límite, para la tolerancia. Está en el abuso de lo tolerado. Cuando lo tolerado, que ni puede ni debe haberlo sido más que en su concepto de excepción y con las limitaciones que por derecho natural debe respetar, cae en la tentación de suponerse normal y habitual, se impone la necesidad de reducirlo y delimitarlo a su condición real.

No hay libertad que pueda justificar que la contracultura se imponga a la cultura y la intente sustituir por su aberración. El hecho de que no tenga yo nada contra los chiflados y me considere obligado a respetar la ingenuidad de su indefensión, no puede suponer que se considere a un chiflado capaz de administrar y gobernar ni siquiera a su propia familia-

Se dan, en cada grupo social, desde la tribu y la aldea hasta la ciudad y sus barrios, muchas clases de chifladuras y otras respetables deficiencias morales, que, por definición, deberían estar excluidas de la posibilidad de integrar la voz y la voluntad social, en cuanto su patología les impida administrarse a sí mismos con arreglo a su peculiar doble condición de animales y racionales.

Debe tenerse especial consideración con los aberrantes, admitirlos, considerarlos como humanos, pero en su condición de frustrados, que debe impedirles el ejemplo y el contagio, tanto en los somático como en lo que al espíritu concierne.

Una sociedad será inexorablemente víctima de sus transgresiones del derecho natural, que, diga lo que diga cualquier norma de cualquier rango que intente derogarlo, prevalecerá como regla inviolable que es, inserta en los seres racionales para que puedan serlo y en efecto lo sean.

La historia de la humanidad está llena de ejemplos de personajes que trataron de inventar conceptos subjetivos de la verdad, de la libertad y de la justicia y todos se vieron reducidos más pronto o más tarde, tras de haber ocasionado en muchos casos duelos y quebrantos incontables, al enfrentamiento con la realidad de que ningún ser humanos puede salir fuera de su condición, que lo limita y reduce a ser una persona, un paso más allá de cuyos límites, están lo sobrehumano y lo infrahumano, que se oponen a la convivencia indispensable para la vida y por ello deben ser respetuosamente considerados anormales y por ello incapaces de gobernar o representar a nuestra multitud de los mediocres.

lunes, 3 de diciembre de 2007

A través
de la quietud de la tarde, pasan
como tres recuerdos paralelos,
tres
pájaros
negros.

¿Por qué son negros los pájaros que pasan?
No hace tanto,
según fuesen negros
o blancos,
según de dónde viniesen
y qué dirección tomaran
dirían los agoreros
cuál iba a ser el resultado,
fatal,
de la batalla.

Son tres,
no son augurios,
hoy,
sino recuerdos.
Hay muchos métodos y formas de ordenar una biblioteca, pero yo, la mía, aparte algunas colecciones que procuro colocar juntas y que trato de mantener próximos los libros de los mismos autores, he dado en pensar que convendría acercar los libros que contienen aventuras de personajes muy acabados. Tanto que cuando se publica otra obra del mismo autor la lectura nos proporciona el reencuentro con alguien reconocible y amistoso. Algunos parece posible hablarles, cambiar impresiones. Y si es verdad que algunos personajes pueden a algunas horas de la noche salir de sus libros a estirar las piernas y paseare por aceras y arcenes de fantasía, me gustaría asistir al encuentro, por ejemplo, de los inspectores Rebus –Ian Rankin- y Maigret –Simenon-, me daría igual que fuese en un barrio de Edimburgo o de París, sus respectivas residencias habituales. Ambos son mayores, están cansados y de vuelta, pero ambos mantienen su ideal por debajo de los escombros de tantos ideales al uso y desuso de este mundo que por fin han logrado empezar a comprender y por eso les gusta respirar humo tabernario y beber un buen caldo entre el olor a otros y rumor de gente que habla y habla, se comunica sin cesar. Ambos son grandes, pesados, tenaces y comprensivos. Tengo que acercar los libros que hablan de uno y otro, facilitar que se encuentren, dejarlos charlaren una taberna del puerto, que me hechizan encerradas en sí mismas, con colgajos de redes, bolas de cristal, semioscuridad y la pátina que recubre viejas fotografías y espantosos cuadros en que un mar evidentemente de mentira, de azul apagado, pero todavía imposible, rompe con fragor casi escuchable sobre una trainera inundada de espuma cuyos tripulantes han caído en parte dentro, algunos fuera de la embarcación. Hay frascas de vino que huele y sabe a pellejo y el aire, además de humo está lleno de regusto de habaneras que nadie canta mientras agoniza la luz sobre un mazo de naipes amarillentos y abarquillados, que esperan sobre la mesa de madera sobada y brillante, junto a un tapetillo sucio, de fieltro verdoso. Sobre el cinc del mostrador, alineados boca abajo, brillan los vasos.

domingo, 2 de diciembre de 2007

Escribiré mis palabras de amor
en la arena,
a la orilla del agua,
donde la marea venga
y las borre
con el amor de la espuma,
que es su violencia
mayor.

Escribiré lo que soy,
un hombre que mira al cielo
sin ver
más que el azul,
las nubes y los pájaros,
las palabras del humo y del árbol,
y, de noche, las estrellas
y el silencio solitario que va diciendo la luna
goteando
su luz.

Escribiré una carta esperanzada,
enamorada,
al buen Dios,
que diga:
Señor, escucha
la sequedad vacía con que late
mi corazón.
Tenía razón Séneca cuando dijo que el mal imaginario puede ser, además, mayor que el posible real, puesto que la imaginación puede incluso salirse de la realidad e invadir el ilimitado campo de la fantasía. Cuesta a la razón humana ir demasiado lejos de lo que fueron capaces de alcanzar los filósofos griegos, al parecer beneficiarios de la sabiduría oriental. Una y otra vez, nuestros filósofos más inspirados, se vuelven al arroyo inicial, donde están las fuentes de su río, en busca de agua clara con que lavar su pensamiento, a veces tan intrincado y retorcido sobre sí mismo que parece decir lo que dice y su contrario, no de modo alternativo, que evidenciaría duda, sino a la vez, que acredita audacia contradictoria, es decir, necesidad de un espacio de silencio y reflexión, para arriesgarse a decidir, so pena de ambigüedad desconcertante para los discípulos habituales y los oyentes ocasionales.

Me da, por cierto, la impresión, de que estamos, nuestra sociedad en construcción, urgentemente necesitados de filósofos que decidan profundizar en los problemas de la la gente, las personas, de un tiempo como éste, tan evidentemente cogido en el torbellino del cambio. Cada generación ha de armonizar lo viejo, o, si preferís, lo antiguo, con lo nuevo, pero es que esta generación se ha visto sorprendida por la rapidez de los cambios, la aceleración inaudita e insólita de la torrentera del tiempo, y, como consecuencia, la prisa con que ha de procederse a seleccionar de lo antiguo y preferir de lo nuevo. Los humanos no disponen del tiempo indispensable para prepararse y actúan gobernados y representados por frívolos insuficientes, que deciden con escaso criterio. Hacen falta filósofos. Y estudiosos que los traduzcan para el pueblo. Personas en ambos casos imaginativas, capaces de soñar con los pies asentados en la tierra.

sábado, 1 de diciembre de 2007

Si pude cansarme de mirarte
es que me puedo
cansar
de cualquier cosa,
porque no conozco nada,
ni la mar
ni la rosa,
que pueda ser como tú.
La conversación no va conmigo. Es en el vestíbulo del hotel. ¿De verdad cree que no puede hacerse nada para mejorar el mundo? –se lo pregunta un individuo relativamente joven, de esa edad indefinida entre los cuarenta y los sesenta años, a otro mayor, de ¿tal vez entre setenta y ochenta?-, que le responde pensativo, lento: pienso que hay que intentarlo. Hay quien dice (añade) que deberíamos intentarlo con prisa, de modo revolucionario, y quien opina que debe impulsarse una evolución sin prisa ni dilación, constante, y casi todos, con el tiempo, van averiguando que el mundo, es decir, nuestra sociedad, compuesta de personas imprevisibles y polifacéticas, cualquiera de las cuales es capaz de la mayor virtud y del más horrible vicio, no es susceptible de llegar ni al bien, ni al mal, ni a la verdad ni a la mentira, razón por la cual, a lo que debe tenderse sobre todo es un equilibrio que fracasará en innumerables ocasiones, pero debe acudirse a restablecerlo en cada una de ellas como si se tratara, que no se trata, de una patología curable. La sociedad ideal no puede ser la perfecta, inalcanzable, sino la que mantiene a todo trance la tendencia a ser y la voluntad colectiva de tratar de ser perfecta. Mediante logros relativos en el triple ámbito ideal de la justicia, la libertad y la paz, que no consisten más que en la constante búsqueda, hecha de buena fe, de los linderos indispensables para una ordenada convivencia de cada uno de sus conceptos.

Aparecen sus respectivas mujeres y las dos parejas se van. Me dejan pensando y recordando que hace muchos años, en un lugar de Castilla, asistí a una misa dominical en que el celebrante, tras de una homilía que he olvidado por completo, concluyó: y ahí os queda eso, para que durante la semana lo vayáis rumiando. Dos desconocidos me dejan rumiando. Llueve sobre mojado, porque el mayor de ellos dijo más o menos lo que yo mismo opino sobre la cuestión de que hablaba.

Ese juez no fue justo, me día alguien en alguna ocasión. Dando por supuesta su buena fe y su honestidad profesional, un juez es siempre alguien diferente de los justiciables, que estudia su problema, dibujado y es posible que de algún modo distorsionado por la prueba procesal, y, desde luego, mirado desde punto de vista diferente de los de los contendientes, de modo que sólo puede ser, cuando más, relativamente justo.

Y todos hemos oído alguna vez a uno de esos energúmenos que si el hombre es libre, él puede sin duda hacer lo que le de la gana, ya que si no, ¿qué clase de libertad sería? Cuando lo cierto es que justo es el mayor y desde luego relativo grado de libertad que puede alcanzar una persona, aquel que se limita y configura con arreglo al respeto de la libertad de los demás que garantiza, hasta donde ello es posible, la convivencia en que consiste la vida.

Ocurre con la paz algo parecido. ¡Pero si hay una guerra en cada esquina, no sólo del mundo, sino en cada calle de la ciudad! Pues claro. Es lo que nos mantiene en el máximo de paz posible, atentos, vigilantes para que ninguna clase de tiranía la quebrante. Ni la oligocracia, en que según Polibio corria riesgo de degenerar la aristocracia que en su día corrigió históricamente la tiranía, ni la oclocracia o gobierno del populacho, en que suele degenerar el gobierno del pueblo.

viernes, 30 de noviembre de 2007

Me gustaría volver a correr como los niños,
que nunca van a ninguna parte y van
a todas las que los mayores ya no iremos nunca
jamás.

Me gustaría correr como ellos, sin prisa,
pero con toda la urgencia del mundo sonándome,
como el escrupulillo de un cascabel,
en la cabeza.

A sólo me apresuro
con la imaginación, que se me ha convertido,
poco a poco,
dolorosamente,
en una mezcla de nostalgia y recuerdo,
de ilusión sin sueño.

Me gustaría correr como los niños,
como corro aún,
cuando cierro los ojos y desbarato
las artimañas del tiempo.
Irrumpe, forastero de aguas arriba, el cormorán, en la mañana apacible del otoño del río, me mira, desafiante, con una trucha mínima atravesada en el pico, goteando, que devora en seguida y a ras de agua vuela todavía más allá, hacia donde el valle se estrecha y el agua es más limpia sobre el cauce de canto rodado que proporciona a las truchas ese incomparable sabor del río batido y la libertad. Alguien me ha dicho que ahora no se pueden comercializar estas truchas salvajes, que hay que conservarlas para los deportistas y hay tramos de río acotados para pescarlas y tenerlas que devolver vivas al agua. ¡Cómo se reirán de nosotros las nutrias! Y los cormoranes, claro, que ambos se las siguen comiendo alegremente mientras nosotros las cocinamos de piscifactoría y acabará pasándonos como con los pollos de granja, que ya no sabemos apreciar la carne prieta y dura de aquellos otros que se criaban en los márgenes de las carreteras sin coches de mi niñez. Debe ser cosa del incremento incontenible de la población y del abandono del campo, esto de que cada vez haya más campos de golf, más cemento, mas asfalto, mayores puentes y más vías de ferrocarril, que pronto no habrá manera de fotografiar un paisaje compuesto exclusivamente de naturaleza sin desfigurar ni corregir, tal y como es, prodigiosa de armonía de formas y de colores en cualquier época del año.
Tal vez cada hoja
haya sido un sueño. Me da
una pena tremenda, del árbol, ahora desnuda silueta orante,
pero aún más de las hojas,
entre el barro,
crujientes, cuando pasamos, paso,
sobre el olvido de lo que fue su sombra.

jueves, 29 de noviembre de 2007

Me pregunto por qué es tan difícil ser y comportarse como nos consta que corresponde al modelo de cada uno que sin embargo parece imposible ajustar y respetar. Frecuente, si no constantemente, estamos, estoy fracasando ante mí mismo y dejando de hacer lo que debo o haciendo lo que no me parece apropiado. ¿Por qué? Puede quede algún modo forme parte de la condición humana, ya sabéis: video meliora, proboque, etc. Ya alguien lo ha sintetizado hace siglos, admirándose, como yo, de lo paradójico e inconsecuente de nuestro comportamiento cuando a pesar de advertir qué es lo mejor y aprobarlo como conducta, obramos sin embargo de modo diferente de nuestra convicción. Es complicado esto de ser y estar en que consiste el vivir. La razón nos informa de lo que a ella se ajusta, parece fácil y sin embargo escogemos conductas a todas luces disparatadas o impropias. Y si esto nos ocurre a muchos en lo banal e intrascendente, tendremos que comprender que pase en los momentos cruciales de la historia de la gente, cuando personajes como nosotros, agobiados de responsabilidades mucho mayores, toman decisiones de que luego seguro que aunque la historia no lo diga, se arrepintieron, vistas las consecuencias. Cosa difícil, esta de vivir. Y más moviendo, como solemos, el timón al azar, según sopla, pero sin mirar de dónde, el viento.
MIERCOLES 28 DENOVIEMBRE DE 2007

La ciudad está inundada de palabras,
deslumbrante de luz, agobiada
de prisa. No merece la pena correr. Llegaremos
demasiado pronto a la puerta de todos los cansancios,
que tal vez
sea ése en que duerme, bajo cartones, periódicos
y una vieja manta del ejército, alguien,
tal vez hombre, mujer
o nadie todavía.
Nadie se para a mirar, a comprobar si hay otro ser humano
en el rincón oscuro,
que olvido en seguida mientras me rodean:
¿qué va a comer?
¿y de bebida?
¿tomará postre?
¿café?
Alguien duerme y tal vez sueña, ahí afuera,
llueve temblor de estrellas, la luna
habrá perdido otro pedazo y aún sangrará ese icor
pálido
de su luz que no es luz. Me espera,
quiero volver cuanto antes, el cobijo
de mi valle.
Viajar a través de Castilla es siempre sorprendente para los que solemos vivir en los valles y las montañas. Sobre todo cuando el horizonte se hace lejano y circular, nos rodea, al filo del ocaso y de un lado adquiere inesperadas tonalidades sucesivas que pasan desde el verde pálido hasta el rojo amarillento que va quedando poco a poco del oro abandonado por el sol en su huída, mientras en el otro ya ha llegado la noche gris oscura y una luna espectral, hoy decreciente, parece haber perdido un buen trozo de su perfil. Es como haber salido del cobijo amable de la hondura, el rincón conocido y encontrarse casi de repente sin referencias ni caminos, puesto que los que hay no se pierden en el misterio de una esquina, el recodo de un collado más o menos próximo, sino que van hacia la lejanía como si fuesen hacia ninguna parte. La carretera, poco a poco, se va haciendo cansancio a fuerza de monotonía. El coche en que viajo se cierra sobre sí mismo y se reduce al hipnótico cuadro de mandasen en que se encienden cambiantes los números, las flechas, los diales rojos, verdes y amarillos, me adormece el ruido, duermo, entresueño hasta que un frenazo súbito me despierta y recobro la sensación de viajar, ahora noche cerrada deslizándome, sólo medio despierto, entre la memoria y el sueño.

martes, 27 de noviembre de 2007

Bajas, pasito a paso, sin prisa,
ya no sabes de prisas, se perdieron
cuando, con la tarde del domingo a cuestas,
pobres y alegres, íbamos,
a gastar energía y juventud por las calles
de la parte más vieja de la ciudad. Te gustaban
las plazuelas
recoletas
donde jugaban las niñas al corro,
que nos sentásemos en los bancos abandonados
bajo aquellas acacias de hojas pálidas,
cansadas,
inmóviles.
Ahora vas, lentamente, casi
sin ir.
Ya no hay niñas que jueguen al corro ni canten
los viejos romances,
que musitabas con ellas,
mientras yo embelesado te miraba
que me mirases.
La ciudad ya no tiene domingos y nosotros
lo hemos gastado casi todo,
pero tal vez tu tengas, como yo, atesorado
un hermoso recuerdo
de aquel eterno amor,
que va pasito a paso, acompañándote,
como conmigo viene,
camino de cualquier parte
Me di cuenta ayer, cuando vi salir humo de la chimenea de la casa de la ladera de enfrente. Antes, cada día, salía humo por todas las chimeneas del pueblo. Ahora no hay apenas chimeneas humeantes, y las usan como peana, las gaviotas cansadas o las que tal vez vigilan lejanías que no alcanzamos los humanos. Esta echaba ayer humo, a mediodía, como cualquiera de las de antaño, pro me temo que no era humo de la cocina, sino de algún sistema de calefacción, que hasta podría ser una de esas que todavía se encienden en algunos salones y sólo suelen calentar a medias, y lo que mejor hacen es entretener a quien se deje hipnotizar por la danza de fuego que contienen. Tuve un amigo que en la sierra, cerca de Madrid, tenía una casita con un salón enorme y una acogedora chimenea en que el fuego bailaba danzas increíbles, apenas apoyando la punta de una llama en el tronco de roble viejo, atormentado, que fingía, agonizante, estar barnizado de oro y sangre. Echábamos unas ramas de pino, de eucalipto o un manojo de menta y toda la habitación se impregnaba de su respectivo olor, que por lo menos a mí me sugerían distintas sensaciones, como suele ocurrirme con cada sonido, cada olor y cada color si los separo del paisaje o del ámbito en que están entremezclados para componer la realidad próxima. Ráfagas de un flojo viento del norte, jugaban ayer con el humo, perezosamente. Han caído, secas, la mayoría de las hojas de los árboles, sin embargo, en las puntas de algunas ramas del humero de al lado del río, hay algunas hojas recién nacidas, pálidamente verdes, que seguro no saben que estamos en pleno otoño.

lunes, 26 de noviembre de 2007

Tenías la boca cansada, y por eso
no quisiste
darme un beso,
siquiera,
de despedida.

Tenías
la boca
cansada
como una juventud triste.

Sentí,
porque algo me dijo que nos íbamos para siempre,
cada uno con su recuerdo,
la decepción del árbol
cuyas ramas atardecen sin pájaros,
sin muérdago.

Sentí tu pena como un dolor mío
y que tú padecías mi dolor,
pero habíamos gastado, aquella tarde,
todas
las palabras
y tenías la boca cansada
y por eso,
poco a poco,
se hizo en la mía amargura aquel beso
Durante mucho tiempo, hasta que nos acostumbramos y parece que será para siempre, no advertimos el paulatino cambio que poco a poco nos modifica. Es como cuando duran mucho la paz o la guerra y se convierten en algo habitual, aparentemente inmutable. Y, de pronto, un día, descubrimos que todo, por dentro y por fuera, ha cambiado y es como si fuésemos otros, conocidos, pero diferentes de lo que éramos hace, diríamos que poco, pero en realidad bastante tiempo. Tal vez mucho, o, por lo menos, demasiado.

Es un tiempo, de ir madurando, o puede que traduciéndonos, desde aquella imagen poco menos que virtual de que disponíamos, hasta convertirnos en lo más parecido a personas que cada uno logra ser. Un tiempo en que nos es posible incluso mantener la sensación de que estamos a punto de dominar nuestro ámbito y de autogobernarnos con acierto, decisión prodigiosa efectividad.

Apenas recordamos, durante ese tiempo, los niños que fuimos, tan empeñados en crecer, tan desesperados por la lentitud con que el viejo zorro del tiempo nos mueve de pequeños ingenuos a turbios adolescentes, con aquel implacable, persistente acné de la tímida impresentabilidad con que nos escondíamos ante cualquier desconocido, sobre todo si era del sexo opuesto, que nos abordaba aunque no fuese más que para preguntarnos el nombre de una calle.

domingo, 25 de noviembre de 2007

Antes, bajaba el aire dando tumbos
cada mañana,
bien temprano,
por el camino real,
venía empujando el sol,
acercándolo
a la soledad íntima de cada antojana vacía,
al agua transparente del arroyo,
a la corteza del árbol,
que ahora, en otoño, recién sepultada el alma bajo su raíz,
ni se esponja, parece
de piedra y luz,
de muerte, frío y silencio.

Ahora, el aire baja
como un reflejo de la luz primera
de cada rayo de sol recién nacido
en el filo
de un cuchillo recién afilado
de frío.

Ahora mismo,
con los pájaros todos dormidos y la calle
llena del tropel de niños
que llegan tarde a la escuela.
Un mes para Navidad. Prácticamente regalan hoy con uno de los periódicos dominicales, que vienen al uso anglosajón ahora, gruesos como libros separables que se permiten opinar sobre economía, historia y arte, además de traer un suplemento en papel brillante lleno de anuncios de los regalos que pretenden sustituir al espíritu de la Navidad, además de todo eso, un tomo en que se recoge y comenta, junto con una pequeña antología de su obra, la de Sócrates y Platón. Una auténtica delicia releer traducidos un par de diálogos y recrearse en los juegos de palabras de aquellos viejos zorros de los atisbos de la sabiduría, cuando todo era seminuevo y se destilaba de la orfebrería caprichosa, brillante, laberíntica, del pensamiento oriental, decantando y reconstruyendo la síntesis de algo que sí que podría ser memoria histórica de un cuando los humanos no disponían de intercomunicación generacional a base de la proliferación de una escritura que era cosa de pocos. Menudo contraste con este despilfarro de papel de ahora, que se edita, publica y distribuye un caudaloso, inagotable volumen de libros, papeles, periódicos, revistas, información que primero te desconcierta y luego nos asfixia, incapaces como evidentemente somos de asimilarla toda y sin los imprescindibles criterios de selección que por añadidura nos engaña la manipuladora técnica de los mercados que es la publicidad. Hay mucha publicidad basura, es cierto, que provoca un efecto justo contrario del que pretenden sus malhadados programadores, pero también hay mucha extraordinaria, elaborada por ténicos profesionales muy habilidosos y capaces, capaz de convencernos siempre de la imperiosa necesidad de adquirir lo que para nada necesitamos. Por eso es tan delicioso regresar a Platón, que no tarta de venderme un electrodoméstico de último modelo, la futura novedad de artilugio electrónico, ni de encajarme otro disparatado y supuesto éxito editorial en que los protagonistas, a partir de conspiraciones arcaicas, llegan a papiros ocultos que los reconducen a tesoros de fábula, ocultos en pasadizos subterráneos de fantasmales castillos. Platón me lleva consigo en busca del cuasiconcepto espiritual o de las sucias artimañas de unos sofismas aparentemente ingenuos, pero que todavía hoy sirven de patrón para los manejos de algunos de estos políticos y estos sociólogos de vía estrecha que yerran tanto tratando según ellos de hacernos tan felices homologándonos a su peregrina estupidez.

sábado, 24 de noviembre de 2007

Cada vez que leo otro nombre, hoy el tuyo,
que antes era el recuerdo de tu figura, el anticipo
de otra conversación llena de silencios,
tan expresivos,
a veces, como las más hermosas palabras,
que se callan para no estropearles los pétalos,
y que duren como el callado afecto;
cada vez que leo otro nombre, hoy el tuyo,
en la lista de los muertos del periódico,
me sangra la herida que en el alma se abre
cando muere el primero
de los viejos amigos de siempre,
y pienso que diste el paso,
que ya estás esperando en el cruce
de caminos
en que un día volveremos a estar juntos, como tropel de niños
vociferantes, corriendo
alrededor de la pelota de trapo;
has metido tu último gol
y los demás corremos a abrazarte.
Está ahí, respirando. O por lo menos suena, en calma, como si respirase y le oliera el aliento a lejanía. Desde pequeños, se advierte en los niños afición a la mar o que ni se dan cuenta de que está, ni la miran. No sé si guarda rencor a quienes no sueñan con las posibles salidas camino del horizonte, pero a los otros, a los que no solemos renunciar a su compañía, siento que de algún modo, al suyo peculiar, nos quiere, y en la playa nos arropa y muestra complacida los juegos caleidoscópicos de sus transparencias imprevisibles o nos deja, a poco que aprendamos a bucear, atisbar por lo menos algunos de los más domésticos de sus misterios. Lo que pasa es que es tan desmesurada en su tamaño y en sus cosas, que puede ocurrir que al tomarnos con la mejor voluntad, de su mano, nos arrastre, agobie y hasta destruya, eso sí, creo que será con un último beso de su boca húmeda, de pálidos labios de espuma, en pleno arranque de un evidente fervor enamorado.

Su aliento suele estar mechado de graznidos de excitadas gaviotas, las basureras de la mar, que esconden con lo airoso de su esbelta belleza, sin dejar más indicio que el ominoso pico atrozmente curvo, la condición de carroñeras implacables.

Unos graznidos que ahora, bajo el grisoscuro que viene del norte, forman parte del paisaje y del viento.

viernes, 23 de noviembre de 2007

Tiene razón,
el viejo oso,
que ya hiberna alejado de los hombres.

Ya no bajará al valle
ni cuando sea de nuevo primavera y haya luz, ni al valle
ni a buscar miel
junto a la casa de los hombres.

Tiene razón, un oso viejo,
como un viejo elefante, como un anciano león,
como un hombre
viejo,
necesitan buscar, en soledad, la compañía
de los amigos viejos, compañeros
del tiempo eterno, que no iba a acabar nunca,
necesitan
engancharse a la vieja amistad,
a cada amor, supuestamente eterno, que tuvieron,
para sentirse vivos todavía, y capaces
de reengancharse a la esperanza
de seguir vivos, mañana
y hacer amigos nuevos.
Me he aficionado últimamente a dos clases de libros que antes no m interesaban como ahora: las biografías, mejor si son autobiografías y prescindiendo de la mayoría de los primeros capítulos, donde con frecuencia los autores se describen como probablemente no fueron y esos otros libros que mantienen a una serie de personajes que corren diferentes aventuras.

Los autobiógrafos se describen de niños como es probable que no hayan sido hasta bien avanzada su madurez. Suelen, así, ser unos niños extravagantes e improbables que hacen sospechar del resto del libro. Sólo cuando llega la madurez del confesante -la autobiografía tiene siempre algo de confesión-, empieza a ser digno de crédito gran parte de lo que dice. Con inevitable mezcla de lo que le gustaría haber sido, hecho y dicho en determinados momentos de su vida.

Los otros, los que crean una serie de personajes que se repiten en cada diferente aventura, tienen la ventaja de que ahorran esa parte de la escritura de la novela que es tal vez la más trabajosa y la más interesante. Se ahorran nada menos que la dolorosa creación, que tiene algo de parto, de personajes nuevos, distintos, con apariencia de vida que se ha de contrastar y equilibrar con las del resto de los que van apareciendo y definiéndose, más por su comportamiento peculiar que por lo que dicen o por cómo los describe el autor.

Para el lector tienen de atractivo, si están bien completos a fuerza de reaparecer en cada nueva novela, en realidad nueva entrega de una sola y a veces larguísima novela, que ya son conocidos, se han hecho conocidos, puede que hasta amigos. Resulta agradable reencontrarse y reanudar ese diálogo del lector, que en ocasiones deja de ser diálogo con el autor para dar paso al diálogo con los personajes.
JUEVES, 22 DE NOVIEMBRE

Imagino que cada uno
lleva una palabra escrita, o un silencio
y al cruzarnos en la calle peatonal y sonreírnos,
intercambio contigo
cada palabra, y las apilamos todos
en el rincón donde duerme el vagabundo pordiosero,
en realidad un cuentacuentos,
poeta,
que no puede contárnoslo,
por más que se lo hayamos pedido,
por más que insistamos,
porque es mudo.
Corre el reloj, girando sobre sí mismo. Marcando desde un momento a otro un caprichoso espacio donde no hay nada más que lo que cada uno de nosotros advierte. El tiempo no es sino la peregrinación de la muerte, su camino iniciático, que concurre con el de cada uno de nosotros, para cada cual en su particular encrucijada. Se me ocurre pensar que el fondo del pasado, es decir, el principio del tiempo, ya olvidado, está en su final, y por eso el tiempo, enganchado en la punta de la aguja del reloj, da vueltas, como los caballitos y los tigres y demás fauna de cada tiovivo, da vueltas y se persigue a sí misma. Un día, se acabará el tiempo. ¿O no? Me cuesta imaginar a la última criatura en que haya desembocado en su día la evolución humana, enfrentándose con lo que sea que hay más allá del lindero del tiempo. O imaginar a esa última criatura en el momento de alcanzarse reconvertida en el primer ser humano consciente, irreconocible para ella, ¿aterrador?

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Puedo
imaginar el horror de ser árbol
y no poder subir a la montaña, ni bajar
a lo más profundo del valle,
donde corre el agua clara,
ni cuando más aprieta
en verano
la sed.

Puedo ser árbol,
si pongo mi manos sobre la aspereza
del tronco,
si escucho la plegaria del follaje,
si acepto el viento.

Incluso valdría, a pesar de todo, la pena, vivir
siendo árbol.
Voy conociendo, un mercadillo tras otro, unos cincuenta al año, ya va para más de diez años, a los dueños de algunos de los puestos de venta. No sé cómo se llaman, pero sí que esa es la dueña del puesto de fruta, que trae dos hijos y un dependiente. El dependiente reparte los sacos de patatas y las cajas de fruta por las casas de los compradores, la madre vigila los ingresos en caja, cuenta minuciosamente billetes y calderilla, y uno de los hijos desayuna todos los miércoles cuando yo paso, o tal vez se pase la mañana comiendo rezumantes bocadillos de chorizo y manzanas coloradas. Mastica lento, aparentemente distraído, implacable. “Buenos días” –dice con la boca llena, “está gordo, ese perro”. El perro ni le hace caso. “Buenos días” –le digo-, y a lo del perro no le digo porque no está gordo, y si lo estuviera, mejor. Dicen que los gordos, con todo y con eso de que hacen cada día oposiciones a multitud de males, suelen ser más propicios a la sonrisa que esos flacos con apariencia de dispépticos, que sobreviven hasta los cien años. No sé cómo pueden. Por ahora, la longevidad es cosa de pocos, que la pagan teniendo que ver que sus amigos, conocidos y afectos, van cayendo a su alrededor. Una prueba más de que la vida es convivencia es la cara de tristeza que se va quedando a los residentes que se refugian solos a atravesar sus últimos paisajes en esas residencias, esos depósitos asépticos donde últimamente advierto que pandillas de supuestos expertos los animan a disfrazarse de jóvenes y comportarse como ellos, en dolorosa, ridícula caricatura de lo que fueron.

martes, 20 de noviembre de 2007

Hay un rosal,
un loco rosal, en mi jardín,
que tampoco es jardín, sino un patio
con macetas de flores, rosales,
hortensias y prímulas, espadañas,
geranios y paciencia.

Hay un loco rosal, en mi patio,
que a veces, en pleno otoño, hasta en invierno,
exhala el suspiro de una rosa.

Todo está quieto, hiberna
la tierra, como una vieja osa preñada, y el rosal
musita la palabra
flor
con una rosa oscura,
ensangrentada.

La locura es siempre algo así,
como un grito
en el infinito del silencio,
como un vacío en el clamor
que nos ensordecía.