Termina el año, paradoja, en lunes, que es día en que empieza la semana, salvo para quienes la inician los domingos, cosa en mi opinión menos apropiada porque no parece razonable que la semana empiece descansando y parece más lógico que el descanso del domingo corone los siete día previos de trabajo, que así empezarían los lunes. Cualquiera que sea la decisión, lo cierto de este año dos mil siete es que termina en lunes y empieza, empezará, Dios mediante, en martes el dos mil ocho, bisiesto por más señas. Con lo que estamos, ha llegado como quien no quiere la cosa, según suele ocurrir, en el día de san Silvestre del año de gracia número dos mil siete después de Cristo, hechas por el camino no sé cuántas correcciones hasta la reforma gregoriana, que hacen que resulte muy difícil saber en realidad en qué año vivimos y si la cuenta es exacta o no, que supongo que dependería de la clase de cómputo y de las comprobaciones que hiciésemos. Pero vamos a dejarnos de disquisiciones acerca del tiempo, que todo el que me haya leído sabe que opino que el tiempo no existe, no es más que una paradoja apañada para explicarnos a nosotros mismos esta historia de que no sea la historia de la humanidad, como en realidad es, un abrir y cerrar de ojos contemplado desde diferentes perspectivas, las más amplias de las cuales parece que fueron las de los elefantes, las tortugas y, por lo que a humanos de refiere, la del viejo Matusalén, que vivió no sé cuantos cientos de años, una barbaridad, si se mira desde el punto de vista de que se le habrán muerto por el camino varias generaciones de amigos y desde luego toda la familia. Por san Silvestre, ignoro la razón, se corren en muchos pueblos carreras pedestres largas como la de aquel guerrero que llevó la noticia de la batalla de Maratón a los griegos. No sé si la gente persigue al año que se va o huye del que viene, o viceversa, huye del pasado y se apresura a recibir al que viene. Somos, los humanos, unos curiosos personajes, tanto contemplados desde el punto de vista individual, que mira que somos raros algunos, como desde el colectivo de esa ingente masa de personas que sale corriendo en Nueva York, pongo por caso, el treinta y uno de cada diciembre, para ver quien llega antes a una meta lejana y escasamente retributiva, como no sea en la satisfacción que suele embargar al único ganador cualquiera de cualquier competición.
Hablando de otra cosa, he visto en el supermercado que ahora venden uvas peladas y sin semilla, para cumplir con el ritual de una uva por campanada de fin de año. Cuando niño, las pelaba yo y les sacaba las semillas, astuto de mí, para tratar de agotarlas antes de que el reloj diera odas las campanadas. Nos mirábamos unos a otros y casi siempre había alguien que iniciaba la carcajada general en que fracasaba el intento. Ahora se ha comercializado la trampa que facilita un invento que a mí me parece menos aconsejable que el de procurar estarse bajo un ramo de muérdago, justo a las doce, en los aledaños de moza que bese bien, para entrar en el año en un hermoso sueño de amores imposibles que no debe sin embargo hacernos olvidar el propósito de mejorar de vida, bueno, en realidad de comportamiento, que hacemos todos los años que nos va concediendo el buen padre Dios.
No sé si estoy triste, alegre o simple y sencillamente nostálgico, al recorrer este tramo final del dos mil siete. Acabo de enterarme de que contra todo compromiso previo, la autora tiene la tentación de prolongar la saga de Harry Potter. Me parece mal. Toda historia debe tener un final, que permita a su lector imaginarse el futuro eviterno de los personajes. Un autor no debe, según mi criterio, perseguirlos más allá de un límite, salvo que les invente aventuras cerradas, susceptibles de que les ocurran otras, que deben ser independientes. Lo que pasa es que como no estoy en posesión de la verdad, es posible que esté equivocado. No dominar verdades garantiza la imprevisibilidad del futuro.
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