En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
lunes, 3 de diciembre de 2007
Hay muchos métodos y formas de ordenar una biblioteca, pero yo, la mía, aparte algunas colecciones que procuro colocar juntas y que trato de mantener próximos los libros de los mismos autores, he dado en pensar que convendría acercar los libros que contienen aventuras de personajes muy acabados. Tanto que cuando se publica otra obra del mismo autor la lectura nos proporciona el reencuentro con alguien reconocible y amistoso. Algunos parece posible hablarles, cambiar impresiones. Y si es verdad que algunos personajes pueden a algunas horas de la noche salir de sus libros a estirar las piernas y paseare por aceras y arcenes de fantasía, me gustaría asistir al encuentro, por ejemplo, de los inspectores Rebus –Ian Rankin- y Maigret –Simenon-, me daría igual que fuese en un barrio de Edimburgo o de París, sus respectivas residencias habituales. Ambos son mayores, están cansados y de vuelta, pero ambos mantienen su ideal por debajo de los escombros de tantos ideales al uso y desuso de este mundo que por fin han logrado empezar a comprender y por eso les gusta respirar humo tabernario y beber un buen caldo entre el olor a otros y rumor de gente que habla y habla, se comunica sin cesar. Ambos son grandes, pesados, tenaces y comprensivos. Tengo que acercar los libros que hablan de uno y otro, facilitar que se encuentren, dejarlos charlaren una taberna del puerto, que me hechizan encerradas en sí mismas, con colgajos de redes, bolas de cristal, semioscuridad y la pátina que recubre viejas fotografías y espantosos cuadros en que un mar evidentemente de mentira, de azul apagado, pero todavía imposible, rompe con fragor casi escuchable sobre una trainera inundada de espuma cuyos tripulantes han caído en parte dentro, algunos fuera de la embarcación. Hay frascas de vino que huele y sabe a pellejo y el aire, además de humo está lleno de regusto de habaneras que nadie canta mientras agoniza la luz sobre un mazo de naipes amarillentos y abarquillados, que esperan sobre la mesa de madera sobada y brillante, junto a un tapetillo sucio, de fieltro verdoso. Sobre el cinc del mostrador, alineados boca abajo, brillan los vasos.
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