En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
lunes, 17 de diciembre de 2007
No quedan, apenas, de la vieja ciudad, más que las esquinas que barre el viento. ¿Dónde se fueron los niños que jugaban? ¿Dónde la turba y turbada adolescencia que paseaba por el paseo de arriba y abajo, ale que te pego, reojos y sonrisas de complicidad inocente? Dicen que la televisión es la culpable, que es la que reduce a la gente a su butaca, la vida sedentaria, esa hipnosis que ahora atrapa cada vez más, y más a los más ingenuos y que mejor estarían aprendiendo y ensayando las artimañas de la mala gente, para tratar de cortarle los caminos, pero no, lo que hacen es dejarse embelesar por las series disparatadas que continuarán en el próximo número, la próxima semana, como las narraciones de las viñetas del Aventurero de aquella niñez, que, a estas alturas, vete a ver si no habrá sido más que un sueño, y el niño que recuerdo no habría sido yo, sino una película pasada sobre el vacío de la memoria, cuando la memoria estaba aún intacta. Baja el frío, además, este año, de la mano del viento del nordeste, mantiene el mercurio por debajo de los cero grados centígrados, con quienes te cruzas, por la mañana, camino del pan y del periódico, te gruñen loa buenos días por debajo de sus bufandas, casi ininteligibles. La panadería huele a pan caliente y echa vaharadas de calor, el horno invisible, el periódico huele todavía a tinta fresca y la periodiquera abre una rendija de su mechinal para dispensármelo sin que se le escape nada del escaso calor de la estufa. Un barrendero sin imaginación acaba de regar la calle, se ha formado una delgadísima, pero eficaz, capa de hielo en que patina una señora mayor que se queda sentada en la acera con la compra desparramada y los ojos muy abiertos. Lo que la preocupa, se ve, es tirar de la falda para taparse las frágiles piernas, que el perro, solícito, se trata de acercar no sé si a oler, lamer o morder. Por si acaso, me lo llevo, visto que la señora no tiene más que un proyecto de dolor de la parte menos noble de la espalda y se queda, semiconsolada, con un café caliente y unos bizcochos del bar de la esquina. El nordeste descansa, reclinado en la esquina del quiosco de los periódicos, cuya cristalera se empaña asustada.
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