sábado, 1 de diciembre de 2007

La conversación no va conmigo. Es en el vestíbulo del hotel. ¿De verdad cree que no puede hacerse nada para mejorar el mundo? –se lo pregunta un individuo relativamente joven, de esa edad indefinida entre los cuarenta y los sesenta años, a otro mayor, de ¿tal vez entre setenta y ochenta?-, que le responde pensativo, lento: pienso que hay que intentarlo. Hay quien dice (añade) que deberíamos intentarlo con prisa, de modo revolucionario, y quien opina que debe impulsarse una evolución sin prisa ni dilación, constante, y casi todos, con el tiempo, van averiguando que el mundo, es decir, nuestra sociedad, compuesta de personas imprevisibles y polifacéticas, cualquiera de las cuales es capaz de la mayor virtud y del más horrible vicio, no es susceptible de llegar ni al bien, ni al mal, ni a la verdad ni a la mentira, razón por la cual, a lo que debe tenderse sobre todo es un equilibrio que fracasará en innumerables ocasiones, pero debe acudirse a restablecerlo en cada una de ellas como si se tratara, que no se trata, de una patología curable. La sociedad ideal no puede ser la perfecta, inalcanzable, sino la que mantiene a todo trance la tendencia a ser y la voluntad colectiva de tratar de ser perfecta. Mediante logros relativos en el triple ámbito ideal de la justicia, la libertad y la paz, que no consisten más que en la constante búsqueda, hecha de buena fe, de los linderos indispensables para una ordenada convivencia de cada uno de sus conceptos.

Aparecen sus respectivas mujeres y las dos parejas se van. Me dejan pensando y recordando que hace muchos años, en un lugar de Castilla, asistí a una misa dominical en que el celebrante, tras de una homilía que he olvidado por completo, concluyó: y ahí os queda eso, para que durante la semana lo vayáis rumiando. Dos desconocidos me dejan rumiando. Llueve sobre mojado, porque el mayor de ellos dijo más o menos lo que yo mismo opino sobre la cuestión de que hablaba.

Ese juez no fue justo, me día alguien en alguna ocasión. Dando por supuesta su buena fe y su honestidad profesional, un juez es siempre alguien diferente de los justiciables, que estudia su problema, dibujado y es posible que de algún modo distorsionado por la prueba procesal, y, desde luego, mirado desde punto de vista diferente de los de los contendientes, de modo que sólo puede ser, cuando más, relativamente justo.

Y todos hemos oído alguna vez a uno de esos energúmenos que si el hombre es libre, él puede sin duda hacer lo que le de la gana, ya que si no, ¿qué clase de libertad sería? Cuando lo cierto es que justo es el mayor y desde luego relativo grado de libertad que puede alcanzar una persona, aquel que se limita y configura con arreglo al respeto de la libertad de los demás que garantiza, hasta donde ello es posible, la convivencia en que consiste la vida.

Ocurre con la paz algo parecido. ¡Pero si hay una guerra en cada esquina, no sólo del mundo, sino en cada calle de la ciudad! Pues claro. Es lo que nos mantiene en el máximo de paz posible, atentos, vigilantes para que ninguna clase de tiranía la quebrante. Ni la oligocracia, en que según Polibio corria riesgo de degenerar la aristocracia que en su día corrigió históricamente la tiranía, ni la oclocracia o gobierno del populacho, en que suele degenerar el gobierno del pueblo.

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