miércoles, 30 de mayo de 2007

Deja,
la embarcación que se va,
partida la mar en dos, pero el nordeste
cicatriza
la herida
de espuma
y no queda huella ¿cómo volverán?

Bajo el dosel
de gaviotas
que llevaban
¿dónde estarán ahora mismo,
que se han perdido
más allá del horizonte,
donde tal vez se halle el fin del mundo,
que yo no estuve,
no sé?.
Tres mujeres. Mujeres, he dicho, ni mozas –como las serranillas del señor Marqués de Santillana-, ni mujerucas –que diría Valera-, ni myerinas de de Palacio Valdés. Mujeres. Cansadas, se adivina, entrando en esa edad incierta en que adviertes que en vez de vivir, estás sobreviviendo. Hablan de médicos y enfermedades, al borde mismo del mercadillo de los miércoles. Bah, dice una, si tuvieras, te lo verían, como pasó con Amelia, que ya visteis lo que duró. Están ellos buenos para no verlo en seguida –ellos deben ser los médicos de la seguridad social, que tal y como lo dice esta mujer, es como si estuvieran al acecho, esperando, deseosos de diagnosticar males sin cuento- El perro se me queda cerca y las oigo, distraído, mientras olfatea unos hierbajos, levanta la pata y hace inútilmente por mear una gota despreciativa de algún viejo olor que allí pudiera permanecer de algún otro visitante perruno. Pues yo –sigue tenaz la agorera- ahora tomo esto y aquello y vame bien. Pero no. Se le advierte que renquea, cuando se mueve para dejar pasar rozándola uno coche guiado por alguien que lleva prisa. “Así te estrelles” –grita una de las mujeres-, él –o ella, no he visto bien-ni se entera de tal anatema. Me pregunto si se estrellará, si alguien, desde algún puesto de vigilancia, estará a la escucha de las maldiciones y las bendiciones que suben, o que bajan, del mundo de los vivos, cómo las filtrará y cuáles serán las que puedan, o deban, cumplirse y cuáles deben ser, sin más, desechadas.

martes, 29 de mayo de 2007

Un crucigrama puede ser un mundo,
solo hay en él, como en una obra de arte,
dos personas que dialogan: el autor
y el espectador, en este caso el crucigramista,
que entablan un diálogo,
o,
sencillamente,
han decidido esperar en este atrio
las cosas que afuera están ocurriendo
y les llegarán con ese retraso inevitable
con que te llega la realidad
cuando has estado dormido,
soñando,
en definitiva ausente.
Escribo para un periódico local una colaboración que forma parte de una serie de lo que llamo “añoranzas” y podrían ser como la piel de unas memorias. Para ser memorias les falta lo de dentro. Se quedan en una especie de piel de las cosas ocurridas. Más que memorias son fotografías de escenarios en que pasaron cosas. Escribo también un comentario en que desahogo parte de mi afición política, afortunadamente dejada en el rincón de las aficiones perdidas, pero ese me lo guardo porque ¿para qué? No es más que un comentario para mí, que me sugieren las dos sonrisas de los representantes más caracterizados de los dos partidos más votados en estas elecciones, ambos los cuales se manifiestan satisfechos de lo ocurrido el pasado domingo. Si bien se fija uno, son dos sonrisas, pero en una de ellas se advierten síntomas de que más que sonrisa es un rictus. En mi opinión, la gente, que se ha abstenido en cuantía suficiente para haber proporcionado mayoría a cualquiera de los contendientes, ha enviado, entre eso y lo que votó, un mensaje que me da la impresión de que no ha llegado a destino. Pero insisto en que seguiré sin decir lo que pienso. A lo mejor, también puedo estar radicalmente equivocado. Lo que pasa es que mi equivocación no tiene la menor trascendencia y la de los políticos en activo sí que podría tenerla, si se empeñan en desoír una especie de clamor, cada vez más generalizado, que llama a pensar en lo que desde hace tanto se viene en llamar la “nueva sociedad humana” de los siglos que inexorablemente vienen con sus exigencias, derivadas de la progresiva adquisición de conocimientos sobre las dimensiones y posibles facetas de los seres humanos, de su progresiva aproximación y de la velocidad adquirida por cuanto ocurre en el mismo tiempo y espacio en que antes todo se movía con mucha mayor pausa.

lunes, 28 de mayo de 2007

No tengo palabras
para escribir
hoy
versos de amor,
está el aire
cansado de vientos,
dormido,
como tú, cuando te digo que te quiero
y me miras
sin verme.
Ayer fue dia de votar, votamos, y al parecer hemos logrado dar una gran alegría a los principales, o por lo menos más numerosos, contendientes, los representantes de los cuales así lo ponen de manifiesto con sendas expresivas sonrisas. El espectador que llevo dentro, sin embargo, advierte que unas sonrisas son abiertas y otras se contraen en un rictus que disimula el aceptable actor que es siempre cada político. No diré quiénes creo haber advertido que consideran haber perdido, puesto que lo sufren sin detrimento de la compostura de su gesto. Hay una acertada expresión de nuestra España, según la cual hay procesiones que van por dentro. Mejor así, puesto que satisfacen al cofrade y no molestan a sus adversarios. Para colmo se ha asomado el sol por encima de los todavía frecuentes nubarrones, y un vientecillo suave, que viene del suroeste, no deja que llueva. Se nota a la gente que de algún modo percibe que están ahí los meses en que suelen tomarse las vacaciones y hay una contagiosa ilusión, a la salida del invierno, como la de la salida del último examen del año. Era como estar vacío, pero a la vez ágil y dispuesto a explorar caminos. Ahora cada vez quedan menos caminos. El camino te lleva como de la mano, vericueto va y viene, y encuentras siempre cosas, personas y paisajes inesperados. Ahora hay autopistas. Hasta hace poco estaban trabajando frenéticamente en algunas próximas. Día y noche. Fabricando progreso, decían. Y los que fabricaban era más túnel a cielo abierto, en que te metes y no hay ni pueblos, ni paisajes ni gente. Olor a gasolina, velocidad –cada vez más relativa, porque si bien los coches corren más, son demasiados para el cauce y se entrechocan y matan o hieren con exquisita crueldad-, guardiaciviles para que no se corra, más olor a gasolina. Habrá niños, pienso que asocien las vacaciones al olor de gasolina, como antes las asociábamos al de madreselvas o al sabor del vino de arándanos o de moras, o, el más glorioso de todos, ese olor del mar, que es como una tentación de que salgas mar adentro a ver por dónde se pone el sol, dónde nacen los vientos o se forman las olas …

domingo, 27 de mayo de 2007

Toco una sola tecla del piano,
suena, y ese sonido
tiene un color,
expresa por lo menos una parte
de un sentimiento, que cambia
si mudo de tecla.
Debe ser fantástico
saber mezclar los sonidos,
decir lo inexpresable con palabras,
salir a ese otro mundo sin idiomas.
Pero,
ahora que lo pienso,
tiene que haber allí también dolor
y debe ser
probablemente insoportable.
Votar, correr el riesgo, sumergirse en la vorágine del río de votantes que pasa, cada uno con su motivación particular, por afinidad o su contrario -¿cuál es el antónimo correcto de la afinidad?-, por creer o no en las abundantes promesas hechas en vacío por tantos candidatos, algunos fiados en que como no van a salir ¿qué más les da prometer? Y en cuanto vote habré perdido ese mínimo infinitesimal de poder que supone mi aportación a la integración de la voluntad de la masa. Mi número de identidad habrá pasado a ser un insignificante gránulo en el silo de ganadores o perdedores, uno entre nos sé cuantos mil. Cuando éramos estudiantes y llevábamos con nosotros, como quien lleva un zurrón, las ilusiones intactas de cambiar el mundo, recuerdo aquel compañero que sostenía que valía más, se era mucho más importante integrado en la minoría. En un bosque pequeño es más fácil identificar cada árbol que en uno grande. ¿Es importante que se te pueda identificar? Leo en alguna parte la opinión de que es importante integrarse hasta tal punto en el equipo, en la caravana, entre los peregrinos, que tu voz no pueda separarse de las del grupo cuando la canción se entone. Como en la vieja taberna del puerto, que ya no existe, pero me acuerdo que a última hora de la tarde, a esa hora de las nostalgias y de las confidencias de que siempre acabas arrepentido, se reunía un grupo de marineros si no jubilados a punto, que entonaban a dos voces, sin previo acuerdo ni ensayo, la misma habanera, una pieza sin más voz que las de los dos conjuntos, el alto y el bajo, asociados hasta herir al oyente en ese punto en que alma y cuerpo tienen su provisional costura de unión, es decir, de vida. Hoy se celebran unas elecciones. Hace muchos, muchos años, cuando yo era un niño muy niño, a mi alrededor todo el mundo susurraba que tenían que votar. Me acuerdo que pensé, con la dulce y cómica ignorancia de la inocencia, que votar tenía que ver con dejarse caer de culo al suelo y botar como una pelota.

sábado, 26 de mayo de 2007

Me han clavado dos esquejes, en el jardín,
pletóricos de flores, unas lila,
las otras amarillas.
Todas las demás flores
cuchicheaban:
ahora, éstas serán sus preferidas,
se olvidará de regarnos, si no llueve,
nos dejará de hablar como solía.
He descubierto esta mañana, que las flores
también tienen envidia
y por eso
se encienden de color,
rivalizan
exhalando, con orgullo, cada una,
los suspiros
de su fragante olor.
Se me viene al teclado, sin explicaciones, la palabra “estrafalalario”, que según el libro de las palabras quiere decir, en su primera acepción: desaliñado, y en la segunda: raro, extravagante, o sea, esto de extravagante: que se hace o dice fuera del común modo de proceder. Algo, subconscientemente, me ha parecido o resultado estrafalario desde que me bajé de la cama hasta que se apagó la silueta de reloj de arena con que el ordenador suplica se le de tiempo a recomponerse para afrontar el día, hoy, sábado, que sigue lloviendo y hay porciones de España inundadas, justo en la España seca, por donde comarcas de pan llevar, viñedos y olivos. Llega el agua al cuello de la gente espantada y dice la tele, sin embargo, que no se aprovechará más que un porcentaje de ella y que los embalses, cuando acabe esta locura, estarán, los que más, a un ochenta y tantos por ciento de su capacidad. Algo marcha mal cuando en un país tradicionalmente sediento se pierde el agua ocasional es que falta capacidad imaginativa para retener cualquiera que caiga de más en cualquier inesperado momento. A ver si los vientos son capaces de hacer como la jornada de reflexión, que cese la catarata de lluvia. La jornada de reflexión ha obrado el milagro de acallar a los más desaforados políticos y de hacer cesar la catarata de promesas incumplibles que encandilaban a los más ingenuos de nosotros, la asombrada gente de a pie.

Andarán a la greña, en cuanto escampe, los de las riberas de los ríos mayores, con los más alejados, respecto de si se puede o no trasladar el agua supuestamente sobrante en unas zonas para aliviar la necesidad de otras que en su día agotaron acuíferos subterráneos grandes y pequeños y los dejaron salinizarse tal vez con la equivocada convicción de que no era posible que ocurriera algo así. Nunca se piensa que vayan a llegar las vacas flacas, y si acaso, se espera que si llegan sea dentro de mucho, mucho tiempo. Como el timador aquél de la vieja leyenda, que habiéndose comprometido a enseñara a hablar al asno que era mascota del tirano, so pena de que si en un plazo de veinte años no lo lograse, el tirano le cortaría la cabeza. ¿Y si no aprende? –le insinuó un amigo-, y él, sonriendo, respondió: en veinte años, el tirano, el burro o yo, ¿no moriremos?

viernes, 25 de mayo de 2007

Además de un velero,
para cruzar la mar
hace falta valor. Valor para dejar que el viento
te saque
del puerto
hacia nadie ha sabido nunca dónde
que pueda
llevarte.

Es mentira que el astrolabio y el compás
te sirvan
para mantener el rumbo. Hay cosas mágicas,
en la mar,
que no sabe nadie.

Como el misterio de la Mary Celeste, como el Triángulo
de las Bermudas y como tantas
y tantas cosas sorprendentes
que mira como serán
que nadie
se ha atrevido nunca
a contárnoslas.

Hay quien dice que la mar es el palacio
donde cada tarde, con el morir
de cada atardecida
mueren todos los ríos del mundo,
incluso esos
tan tremendos, que, antes de morir,
apuñalan y envenenan a la mar
con la dulce
tentación
del sabor
de sus aguas de tierra y de sangre,
de sudor.
De un tiempo a esta parte, los detectives de la novela negra se han reconvertido a un humanismo que tiene su prehistoria en Simenon, a través de Maigret, aquel comisario capaz de sufrir las vicisitudes de un catarro o de saborear cualquier bebida compartiéndola con el lector hasta extremos soprendentes. Y hay una notable distancia entre Hercules Poirot, lord Peter Wimsey, Philo Vance, Nero Wolfe y su inseparable y desvergonzado Archie Goodwin y los comisarios Brunetti, en Venecia o Rebus, peregrino por las comisarías de Edimburgo. Te haces amigo de estos personajes cuya debilidad compartes, ya que no la sagacidad profesional, porque los respectivos autores les han permitido adquirir una vida suficiente para ello. Es de agradecer que alguien te proporcione junto con el entretenimiento de la lectura la posibilidad de lograr amigos que hace que ver una novela nueva en la librería , de las que protagonizan, se parezca al feliz reencuentro con un amigo con el que de momento habías suspendido la conversación habitual, en que se entremezclan la anécdota ajena que nos podemos intercambiar y noticias de nuestro deambular por este caprichoso laberinto del sorprendente vivir en que todo cuanto ocurre se parece a veces a algo ya ocurrido, pero miras bien y es otra cosa diferente y también apasionante.

Excusado es decir que estoy enfrascado en la lectura de una novela de Ian Rankin Ya dije, creo, y si no lo hago o lo repito ahora, que siempre leo varios libros a la vez, porque no soporto –cada cual tiene sus manías- ciertas lecturas a determinadas horas o en algunos lugares. Ando por lo tanto por Edimburgo, con John Rebus y Sihoban Clarke, su sargento preferida, interesado en la aventura policíaca que se deshilacha por entre las vidas mártires de los emigrantes con o sin papeles, sus numerosos parásitos y sus hacinamientos, pero tomando contacto, a través de los sentidos del comisario, con la eficaz ayuda de su sargento femenino, con esa ciudad real, en que no estuve nunca, pero cuyas calles, los puentes y los pubs ya conozco y poco a poco incluso me entero de cuales son los desaconsejables, los peligrosos y aquellos en que merece la pena pararse a tomar una jarra de cerveza y saborearla, aunque quizá esté un poco más caliente de lo debido, con el descanso de cerrar los ojos sin pensar en nada más que el trago que se va deslizando y te deja la cabeza un si es no algodonosa y me hace más tolerante.
Alguien me va contando
con la voz apagada,
rota,
del viejo capitán, pata de palo, jubilado,
puede que inexistente, imaginado
de la remota tertulia
de la esquina del puerto donde huele
a lejanía,
a podrido,
a nostalgias
de ballenas azules, rayos verdes
y puestadesoles de color naranja,
alguien me va traduciendo
leyendas
de la mar.
Las leyendas de la mar
las escriben las olas,
con letras entrecruzadas
de olvidadas escrituras
en la arena más tierna de las playas.
Sólo el viejo capitán,
que no busques, no existe, pero está
en la más remota esquina, llena de ternuras
y de habaneras,
del puerto,
comprende aquella letra,
y, si lo encuentras de humor
puede ayudarte a entenderlas. -
No es aconsejable tratar de repetir lo que se recuerda con deleite: aquella lectura, una película, el paisaje que recorrí aquel día. Nada es como lo recordamos, adornado, rehecho, ajustado a las mentiras que contaron en aquella ocasión los sentidos a nuestras neuronas, enardecidas es posible que por el amor, por el vino, por el sol, por la intensidad de cualquiera de los sentidos hipertrofiado por alguna palabra o, más sencillamente, por un escorzo de cualquier serranilla que conociste y como al Marqués de Santillana, “te fizo gana la fructa temprana”.

Da pena reponer una película, ahora que están al alcance de la mano, en los anaqueles, reducidas a mínimos discos o a cintas imantadas, o bajar el libro polvoriento que atesoraba en los plúteos de arriba, del desván, de la biblioteca, como guarda el boticario en su “ojo” los más activos venenos o los más caros extractos de la alquimia semiolvidada de las fórmulas magistrales. Por lo general se descubre que aquello tan maravilloso se ha desgastado como la cumbre roma de algunas montañas que fueron riscos.

¿O será que a mí, como a don Alonso Quijano, el bueno, a ratos don Quijote, loco soñador, haya venido a secárseme la vega del cerebro en que los cinco sentidos cultivaban el azafrán de la sensibilidad?

Con esto del cambio climático, que deja caer granizo del tamaño de bolas de billar, en mayo, sobre la meseta de Castilla, donde no se recordaba cosa igual, nunca se sabe. -
Un grito, lejos, arropado en seguida de silencio,
un grito que llena de inquietud,
sin eco ni respuesta,
una voz
tal vez sin dueño, ¿imaginada?
puede que la voz de un ángel
custodio de no sé quién
que tal vez no haya logrado
nacer.
¿Qué ocurre con los ángeles
que el buen Dios destinó a los no nacidos?
¿Serán sólo una voz
que alguien imagina
en medio de cualquier tarde
de silencio y soledad?
¿Serán sólo un sonido,
ni siquiera voz?
Busco y rebusco por los entresijos de las cosas como un vagabundo que vi un día en la calle de la gran ciudad, desde la ventana del hotel, que iba de cubo en cubo de basura, hurgando en todos sin saber, seguramente, qué buscaba, pero dispuesto, supongo, a aprovechar cualquier cosa. Solo que yo suelo buscar entre las páginas de los libros, donde hay maravillas, pero cabe la posibilidad de que detengamos la lectura justo en la página anterior a donde está lo que podría haberme maravillado. Considerarlo me obliga y acucia a seguir leyendo y de pronto llega la palabra fin y no estaba allí ese día lo que podría haberme servido para disipar alguna duda, que no sé si habréis observado, supongo que sí, que cualquier duda que se nos aclara suscita unas cuantas más, erizadas algunas de mayores dificultades.

Por eso es tan difícil mandar, o decidir, o asegurar algo, que luego, en cuanto lo haces, ya está tu amor propio, con su estupidez habitual, aconsejándote que por probable que sea que te hayas equivocado, sobre todo en vista de lo que te sugiere alguno de tus colegas, de tus contertulios o incluso de tus subordinados te sugiere con tanto sentido común que por lo menos a mí me da vergüenza que no se me hubiese ocurrido, pero justo para eso está quien trabaja en equipo contigo, para indicar la posibilidad de considerar el asunto desde otro punto de vista diferente, no rectifiques.

martes, 22 de mayo de 2007

Cada mañana es
como si hubiese limpiado todos los cristales de la solana y entrara el sol,
desnudo,
desparramándose sobre las cosas, inundándome,
es la hora de despreciar con suficiencia
los terrores nocturnos,
exterminados, como los dinosaurios, de un solo golpe, por la luz.
Cada mañana,
si no tuviésemos memoria,
si en efecto, nada hubiera ocurrido hasta hoy,
el buen padre Dios
estuviese ahora mismo creándome y haciendo
con su poderosa voz, el Universo todo,
tal vez ese todo fuera más bello,
pero no sería
humano.
Y a mí me gusta ser humano, vulnerable, que la vida
sea
mi aventura personal, compartida,
porque tengo un mensaje incomprensible,
que la armonía de la creación me repite,
un mensaje del buen padre Dios,
ese Dios que no entiendo, ni comprendo,
que ni siquiera puedo imaginar, pero sin duda me repite,
que la energía que mueve todo esto
es el amor
y por eso la historia del hombre, que es la mía
tiene que acabar bien, no sé cómo
ni nadie podrá nunca explicarme,
y por eso lo humano
linda por el sur
con la duda
incluso de la propia existencia.
Solía decir mi padre cuando las cosas parecían dejar de tener remedio que “a burro muerto, la cebada al rabo”. Eso pasa cuando se dice lo que se dice, sobre todo cuando se escribe y escrito queda, como suelen decir mis paisanos “para ciento y un días”, es decir, hasta que alguien rompe el papel, como dicen que hizo Alejandro cuando le propusieron el nudo gordiano, que él fue y lo cortó con un tajo de su espada impaciente. No es que seamos impacientes, sino que nos sabemos efímeros y por eso echamos a correr y solemos estar fatigados, cuando llega la ocasión, y no atinamos a coger a la fortuna, cuando pasa, por el único pelo que dicen que tiene. Se hacen las cosas que no nos gustaría haber hecho y ahí están, esculpidas en la memoria, indelebles, o mejor dicho, implacables. Y cuando nos llega cualquier clase de éxito, nos tocan levemente en el hombro y nos recuerdan que también forma parte de nuestra trayectoria vital, en definitiva la estructura real de nuestra personalidad, que es la que se conforma por medio del historial completo de nuestra conducta, sin ocultar nada, visible toda, como únicamente nos vemos nosotros mismos cada vez que nos reencontramos en el silencio de la soledad que es esa intimidad personal que como una playa está siempre al borde del sueño, imagen de la mar, cada noche más frágil, pero más ancho y más hondo.

lunes, 21 de mayo de 2007

Se han llevado el sol,
tal vez haya muerto, y nos queda
esta luz, hacha con residuos
de luz de luna y niebla, humo y esperanza,
a pesar de todo, ilusionada.

Dicen
los que suelen viajar en avión, que los hay,
van, allá arriba,
en la punta de ese trazo hecho de nube
con que marcan un lindero, un camino, una raya,
que el viento se apresura a borrar, sobre el cielo azul,
que muy arriba, arriba
siempre hace sol, no hay nubes, pero yo no lo creo.
Sería insoportable tanto azul y tan pálido.

Tuve una prima, una tía, alguien
que escribía cartas sobre papel azul pálido, papel cieloazul
con olor
¿a lavanda?
entrecruzando las líneas de escritura
tal vez para que no se diese cuenta su amado de que ponía faltas
de ortografía.

Se han llevado el sol.
Se acabó el papel azul. Hay
espuma sucia de nube tormentosa
arriba,
donde han hurtado el cielo.

Por eso estoy llorando
sin lágrimas.
A medida que llueve, al río se le entinta el agua, ahora, después de dos días, cuarenta y ocho horas de incesante sirimiri, orvallo, calabobos, un furioso torrente ocre de que huyen los patos del río, se esconden las truchas y desaparecen las nutrias. Un río, éste, sin reflejos, de algún modo amenazador. Las palomas que veo no llevan escamujos. No hay por lo tanto indicios de que vaya a parar de llover, quizá enojadas las nubes por tanta garrulería como no tienen más remedio que oír, ya que la gente desdeña tanta vana promesa como le están haciendo los sitiadores y los sitiados de cada poder establecido en cada rincón geopolítico de la cansada piel de esta tierra nuestra de nuestros pecados y nuestras virtudes. Suben las palabras, golpean la paciencia de la nube, la ennegrecen y caen bolas de granizo como bolas de billar, según enseñaban ayer en la tele unos desolados vecinos de la meseta. Nunca nadie había visto cosa igual, dijeron. Y sin embargo, en otra página del periódico, un señor asegura que eso del cambio climático es una filfa y que las temperaturas, en un siglo, no han llegado a cambiar en un grado. Habla de setenta centígrados. Debe ser en su casa, protegido por aclimatadotes diversos, porque en mis veranos he advertido y sufrido agobios, nieblas y humedades que antes no había o no eran tan notables, y los inviernos son distintos, y abajo, en el jardín, este año llegaron a insinuar las plantas florecimientos enloquecidos, fuera de época, sentido y razón. Voy a presentar un papel a la administración y con muy buenos modos se me informa de que tiene que ser por cuadruplicado ejemplar, autoliquidado y pagando por delante. Había estudiado yo, hace muchos, ay, por desgracia muchísimos años, que la administración se inventó, construyó y organizó para ayudar a los ciudadanos a realizar la multitud de actos jurídicamente trascendentes que ha de realizar cada día para vivir. Poco a poco se ha ido convirtiendo en un laberinto, cada vez dotado de personal más cortés, todo hay que decirlo, pero que te encierra, como hacía Kafka con sus personajes, en laberínticos despropósitos cada vez más intrincados, que originan resmas de papel continente de una abigarrada descripción de tus vicisitudes, tan sencillas como decirle al señor alcalde que tienes estropeado un canalón, que vierte el agua a la calle y te gustaría repararlo. Hasta te deberían premiar por hacerlo. Pues no. Has de pagar y por adelantado a se inicie el estudio de si debe o no concedérsete el anhelado permiso de obra. Y eso estos días, cuando te cruzas con cualquiera de los candidatos por la calle, te sonríe abiertamente, te invita con la mirada a que lo prefieras y si te descuidas hasta te da la mano y un folleto en que te describe el futuro paradisíaco del entorno habitual para cuando hayan concluido de hacer las maravillas que se le han ocurrido así, sin más, de repente, después de tantos años de sequía intelectual.

domingo, 20 de mayo de 2007

Encuentro un rincón de silencio
entre tanta palabra perdida
como abandonan tantos candidatos a la gloria
por más que sea efímera.

Hay rincones como éste
donde no llegan sus voces, enredadas
en la cacofonía entre que disfrazan
las escaseces de elocuencia,
de ideas.

Rincones para escuchar
como suena todo, aún,
cuando parece que no suena nada:
un grito semiapagado, a lo lejos,
agua que pasa, hojas
que se mueven
como palabras olvidadas, hojas
vivas
y tu suspiro,
quién sabe de se aburrimiento o de esperanza
o de ese mínimo placer,
inconmensurable,
de nuestra soledad en compañía.
Sirimiri, orvallo, calabobos. 48 horas llevamos de aguacero mínimo, aire convertido en gotas insignificantes de agua mansa, que se cuela por el cogote, entra en las orejas, te empapa sin que, bobo, te des cuenta de que te está calando y por eso le llaman calabobos, como tú y como yo, que salimos con el perro y apenas la protección de un chubasquero, cuando esta llovizna se nos cuela hasta por los ojales. La gozan caracoles y salamandras, que hay que subir las escaleras del patio haciendo equilibrios para no pisarlos y cuando estás, estoy, en ello, vas y te metes en un charco y hala en busca de algún bastón con que apartar las hojas de los arces que habían tapado las rendijas del imbornal. Y ya que estamos en ello, pondremos alpiste en los comederos de los pájaros, a la puerta del nido de madera que no sé quién ha colgado de una rama del limonero y desprecian olímpicamente. Domingo, lluvia, la novela apacible, pero cuando te vas a dar cuenta no tuviste, no tuve tiempo ni de abrirla, entre que voy y vengo, me dan los periódicos, persigue el perro a una paloma que se arrastra sin poder volar, en el parque, y me ofrecen en el quiosco toda esa serie de películas, tazas, vasos y demás extravagantes objetos que ahora venden con los periódicos, aprovechando el tirón de las noticias o de la curiosidad o de las elecciones del domingo que viene para encajarte un DVD que llegas a casa y ¿para qué he comprado yo esto? ¿qué más da que sea tan barato si no me sirve ni me gusta? Venía con el periódico, junto con las escalofriantes noticias de que sigue habiendo quien secuestra, mata, hace guerras, tira bombas, mata, desgarra, lacera, como si no fuese mucho mejor para todos convivir en paz y dejarse vivir unos a otros, y relacionarnos, enriquecernos con las palabras que otros van diciendo, enamorarnos, admirar la oquedad sublime del tiempo y el espacio en que flotamos con tanta otra gente igual que nosotros, con la que podríamos confrontar tanta sed de felicidad y de sabiduría y compartir tantos sueños.

sábado, 19 de mayo de 2007

Todas las rosas se habían tratado de adelantar unas a otras
y una sola tarde de niebla
las dejó mirando al suelo. Señor,
¿por qué mueren tan pronto las rosas?
¿por qué
siempre el recordatorio de la vieja
dama
que acecha?
Pasa la banda municipal con sus instrumentos bajo lonas azules.
Las rosas,
las balancea un amago de brisa,
pero ni miran. Ahora mismo
hasta han empezado a renegrirse, enrollarse
por las puntas de los pétalos
donde las ha tocado la tristeza con su mirada de ciego reciente,
sin ver.
Por fin, ya, de vuelta a casa, el amoroso reencuentro con cada sillón preferido, que tengo que confesar que por lo menos son tres y estoy extendiendo mis preferencias a un cuarto, de madera, con balancín, para determinados momentos, que permite aliviar la tensión de la lectura con un leve vaivén. En unas nueve horas podías, ayer, de sur a norte de España, subir o bajar de temperatura entre los 17 grados del norte y los treinta y cuatro del sur, con más de 30 en el centro. Curiosas y cojitrancas artimañas del mes de mayo, cuyo por otra parte mayor problema es que este año se han echado a la calle los propagandistas de todos los partidos y los de todas las formaciones políticas, porque hay elecciones municipales el último domingo de este mes de mayo, que debe caer sobre el 27. Dan pena algunas de las murgas que se inventaron para mandarnos a través de cacofónicos altavoces provectos y a punto de desguace que vienen amarrados a las bacas de cada turismo que acompaña a cada candidato, cada cual con la sonrisa helada en cada cartel, que unos van pegando y otros arrancando y algunos adrnando con disfraces casi siempre de pelo donde no hay, bigotes de diversas texturas y formas y barbas o perillas inesperadas.

Los sillones preferidos, los libros interrumpidos, unos discos y hasta alguna película nueva con que sustituir esas tremendas desnudeces espirituales que últimamente nos sirven en algunos programas de la pantalla pequeña. Si hay cuerpos que ya no aconsejan el desnudo de sus titulares, qué decir de algún alma de cántaro que otra, estrecha, deforme, nimia, sin textura, brillo ni color, que su propietario exhibe sin darse cuenta de su miserable estado ni de su triste condición. Algunas de esas almas, que dan tanta pena, ganas de llorar, cuanto mejor estarían escondidas, por su bien y por el nuestro. Hay que ver las cosas que se echan en cara, las que las entristecen o las alegran, lo que consideran triunfo, fracaso o motivo de hacer o dejar hacer los más diversos tipos de ridículo personal.
Atardeciendo, sobrecoge de pronto
esa concentración de nubes de cobre y miedo sin alivios.
Desde lejos,
contemplo los latigazos de fuego
con que desconocidos gigantescos se pelean
de nube cárdena a otra hecha con sombras amasadas
con pesadilla y levadura de espantos macerados.
Podría ser,
según su aspecto que ha derogado el sol
incluso el fin del mundo, y la carretera
inexorable, va derecha al ombligo
de este misterio atroz, que de pronto
estalla en truenos, granizo, un festival
de rayos y centellas
y acaba en una niebla
como una leyenda acabada en puntos suspensivos,
como un collar de perlas de esperanza
a pesar de todo.
El pueblo queda afuera, imaginable. Desde aquí, desde el borde de la autovía, que es como un túnel a cielo abierto, se adivinan, más que ven, las casitas tirando a blanco y los omnipresentes geranios. Párate. Comeremos aquí. La posada, el restaurante, la venta, tienen un patio que está barriendo una moza de ojos luminosos y sonrisa acogedora. ¿Dan de comer aquí? Pues claro –le cascabelea la risa-, y muy bien, además. Ya verá. En un rincón del patio, se oxida una reproducción, hecha con hierros retorcidos, del viejo Hidalgo. Me acerco. Ni tú ni yo –me dice sin mirarme, mirando al cielo azul pálido del mediodía manchego- estamos para muchos trotes. Pues se le ve bien. Ya. La procesión va por dentro. Aquí me tienes, velando esas armas oxidadas. Oxidándome yo e inmóvil. Habrá algo más triste que ser, como yo, maniático del andar y recorrer el mundo en busca de aventuras y hazañas que ofrecer a Dulcinea. Y uno se imagina a Dulcinea, mientras con el singular deleite que ello produce se mete entre pecho y espalda salmoreja y unas migas, duelos y quebrantos, que remata con tarta de queso y sorbos de buen vino poco añejo, pero de excelente familia por lo que se degusta. La venta es ancha y la refresca el grueso de sus antiguas paredes y que en cambio las estrechas ventanas moriscas sean modernas y con varios espacios intermedios que el dueño impide que abra ningún despistado de otras tierras, que piensa aliviar las calores abriendo paso al aire calcinado de la siesta. Ha puesto en cada ventana un candado y aquí el único que abrecierra es él, según convenga y su experiencia mesetaria le indique que debe. No para, aquí, nadie de trabajar a un ritmo lento, pero se ve que inexorable, desde la moza que riega los tiestos apoyados en el alféizar hasta la señora mayor que va cambiando manteles gastados por otros escrupulosamente limpios. Da gusto estarse comiendo con el despacioso placer de que sean platos antiguos, cocinados se advierte que sin prisa. No hay prisa, en esta venta. Y para rematar despachan un pan crujiente y blando que se ajusta a la pasta de perdiz montuna que ponen para que incluso la espera se te haga memorablemente amable.
En cada lugar
me imagino otro sol, otra vida, otra manera
de andar. Este
sol
lo calcina todo cada día,
y luego lo reinventa más viejo, más sabio, aparentemente lo mismo
cada nuevo día,
que suena a campanillas lejos,
a riego hecho a gotas,
como a escondidas.
No entiendo lo que dice una rapaza,
casi palmera,
temblorosa llama
que le asoma
por el mirar de los ojos.
Me ha echado unas palabras a medio decir
y me dice el resto
de lo que me dice
con un destello hondo y apenas
el escorzo
de un contoneo.
Perdón, pregunto: ¿me decías …?
Nada, señó, no desía,
canto, mu bajito, porque estoy contenta,
porque ha amanesío,
porque es de día,
porque usté y yo estamo vivo.
Estoy muy abajo, según se mira el mapa en la pared del fondo de la escuela que recuerdo, en la provincia andaluza de Jaén, tierra de olivos. Miguel Hernández hizo un canto de los olivareros andaluces de Jaén que está en todas las memorias. Miguel Hernández forma parte de la pleyade, la generación de poetas cuya sensibilidad excepcional como tales resultó herida por todo aquello que pasó cuando en 1936 casi media España se enfrentó a casi la otra media, con las piernas enterradas hasta la rodilla y garrotes en manos de los contendientes. Los olivos siguen ahí. Alguien me dice que hay sesenta millones de olivos y que esta provincia de Jaén produce ella sola tanto aceite como toda Italia. No sé si es verdad o no. Lo creo en cuanto miro, desde el adarve del castillo, la multitud de olivos que hay alrededor. Hay mucho y buen aceite, y, como consecuencia, unas exquisitas fritangas que perjudicarán la curva de mi dilatado estómago, ¡qué churros!, les llaman tejeringos y parece que fuesen de espuma. Los pueblos se ajustan a la forma de la tierra, cubren, como una marea, las laderas de los cerros. Son pueblos blancos. Hay en un despacho un cuadro de Zabaleta, que insiste en pintar hermosos paisajes, animales expresivos, pero gente deteriorada, arrugada, se adivina que sufridora con desafiante resignación. Los pueblos, insisto en que radicalmente blancos, no tienen más adornos que las deslumbrantes flores de las rejas y de los balcones, de las esquinas. Por los bordes de la carretera, estrecha, malhumorada, por que traquetea el autobús, languidecen exhaustas unas pitas rodeadas de amapolas. Es como si las pitas sangrasen amapolas. ¿Os habéis fijado en que la amapola es una flor indómita? Tomas una en la mano, atraído por su insultante rojo y todavía no la has remirado cuando languidece y muere, se convierte en papel ajado como un suspiro. Ahí al lado, me dicen que nace nada menos que el Guadalquivir, que a la chita callando se convierte en río y se va, Andalucía adelante, camino de retratar nada menos que a Sevilla. Mira –me dicen-, ése es. Casi no lo creo. Me están enseñando un arroyuelo cantarín y transparente. Queda un residuo de brisa que trae olor a hierbabuena.

miércoles, 16 de mayo de 2007

Llueve,
repiquetea, la lluvia, sobre la piel del mar, que se estremece.
¿Cómo hará
para secarse, sacudirse,
cómo para que no se le mezcle al aguadulce
de la lluvia,
con la sal de su agua?
¿Cae cada gota de agua,
como una perla,
a través del agua,
hasta el fondo,
se mojan
los inmensos cardúmenes de peces,
que vuelan y migran, como si fuese aire,
por el cielo verde
del agua?
Salgo de casa. Mi casa, que es mi castillo, soy yo mismo. Salgo de casa, en la tartana de mi pensamiento, que duda si imaginarse lo que podría haber sido, tal vez aún puede, o si aventurarse por la añoranza. Casi nunca añoro lo que tuve, sino lo que podría haber tenido o una versión corregida de lo que decididamente no estaba para mí, pero también cabe que recorra caminos de los que no dan trabajo, te limitas, me limito a recordar y ya está. Lo malo de esta fórmula estriba en que resulta fácil meterse por las bifurcaciones, dudar y perderse en las encrucijadas, hasta que descubro que estoy metido en la añoranza de otra añoranza, a su vez perdida dentro de otra. Algo así como dormirse dentro de un sueño. Que luego vas saliendo de un sueño en otro hasta el final del laberinto, donde definitivamente pierdo el sentido y ensayo el vacío sideral, es decir, el sueño profundo, donde no hay sueños que soñar, ni miedo, ni ya nada de nada.

Pero empecé diciendo que salgo hoy de mi casa y leo que un arquitecto ha proyectado sacar la antigua fuente de las leyendas más viejas del lugar y ponerla en alto, al lado del río. Justo en esta esquina del río se desorientó un amigo de mis abuelos, se cayó y se mató en el río. Casi todos, de niños, de mozos, de viejos, vamos cayendo al río, a lo largo de la vida, porque el río tiene algún hechizo, seguro, que atrae hacia su agua viva, cantarina. El río es un mundo. Bajas y se te olvida, a mí por lo menos, que estoy en medio de la Villa. Huele a río, adquiere la trayectoria del agua una perspectiva inesperada. Bulle la vida en el agua, bajo las piedras, entre los cantos rodados, los hierbajos de los llorones, en el agua y fuera de ella, por donde los caballitos posan sus patas en la piel del agua y no tienen peso suficiente para hundirse, de modo que parecen patinadores minúsculos.

Las fuentes cargadas de leyendas no deben sacarse demasiado a la luz. O hay que ponerles hiedras, para que se entremezclen con las palabras y los viejos hechizos. Una fuene que la sacas de su hondura misteriosa, podría disolverse de pronto en el aire, convertida en cenizas de su recuerdo.

martes, 15 de mayo de 2007

Hicimos un castillo
de arena
en una playa del mundo
de los recuerdos,
donde nadie
puede volver
si no es con el pensamiento.
Ahora, cuando vuelvo, cada tarde,
siempre a la misma hora de aquel día,
tú nunca estás, y me consuelo
pensando
que es que vienes a otras.
Porque me niego a creer
aún, después de tantos años,
que sea cierto que te fuiste,
sin mirar atrás,
para no volver nunca y me dejaste
con esta soledad implacable,
del sonido,
contracanto de tristeza,
de la respiración
de la mar,
que nos arropaba
con tanta
ternura.
San Isidro Labrador. Dicen que los ángeles trabajaban de noche la tierra para que san Isidro descansara con santa María de la Cabeza, su mujer. Cae a mitad de mayo y Madrid, que al fin y al cabo también es un pueblo que duda si pertenecer a una Castilla o a la otra, celebra su fiesta el 15 de mayo. Leo en alguna parte que hace cuatro siglos escasos, se celebraban en los pueblos de España unas ciento cincuenta fiestas cada año, además de los domingos. Entre ellas, san Isidro Labrador, que, según el refrán pocas veces cumplido, “quita el frío y pone el sol”. Hay otra refrán, como casi siempre ocurre, disuasorio de que creamos el primero. Este otro dice que “hasta el cuarenta de mayo, no te quites el sayo”. Y es frecuente comprobar que por san Fernando, que es el 30 de mayo, hay una especie de recordatorio del frescacho de la invernada aún reciente. Han salido ya, sin embargo, los osos de las oseras, ellas con sus crías recientes, y andan por los cortines, a la miel. También leo, tal vez leo demasiado, que algo les pasa a las abejas y que escasean. Malo para las flores, malo para la vida, que no polinicen como deberían, las maltrechas abejas del cambio climático, que dicen otros que no es para tanto y a ver a quién podemos creer los menos ilustrados, los de a pie, los que bastante hacemos con no pedir más, como Diógenes, que no nos quiten el sol. Me he pasado, creo, ¿queda alguien como Diógenes?

lunes, 14 de mayo de 2007

Dijiste
un suspiro hecho de tela de sueños,
dormías. ¿Quién sabe
en qué mundo?
Eras toda de espuma, como un ángel,
estabas hecha de hermosas palabras. ¿Por qué
pasaste, como la noche,
te fuiste disolviendo en la memoria
y apenas, hoy,
soy capaz de recordar aquella mirada con que, absorta,
te ibas?
¿A
dónde
ibas?
Jamás pude saberlo, nadie
llega, ni siquiera con el amor,
hasta la soledad del que se empeña en estar solo.
Toca de fútbol, porque es lunes y el Barcelona CF ha decidido regalar el campeonato que podría haber ganado con cierta facilidad, pero el fútbol es humano y veleidoso, tiene caprichos que exacerban su locura habitual, la danza de millones que lo disparata y entre todos cuantos intervienen en el festejo del peloto, que es redondo, como algunos tontos, para que no haya por donde cogerlo.

Se trata de otro juego, que empieza, para los niños del litoral, como yo fui y son casi todos los brasileños, luego magos del balón, pero termina en un baile inaudito de miles de millones de los euros que tanto dicen los economistas que escasean. Se paga todo, en esta patología de lo lúdico, hasta un letrero que anuncie cualquier cosa, puesto en la suela, por entre los tacos de la bota del genio de la patada rasa, la volea melancólica o el penalti infalible, pero es un juego que enciende pasiones, ansiedad y voracidad insaciable de ganar y ganar y si es posible humillar al contrario y que se muerda las uñas o dejarlo exánime en cualquier cuneta de cualquier estadio reconvertido en polígono urbanizable para que genere más miles de millones para contratar más ágiles zanquilargos o más raudos extremos patizambos, que siempre resultan los que más corren y más habilidosamente le sacan la pelota de entre los pies al torpe defensa enemigo, al que de buena gana ametrallarían las peñas más sólidas de los más energúmenos de los empecinados partidarios de ganar aunque sea, suelen poner como colofón de sus sinrazones, aunque sea de penalti injusto y pasado el último minuto de partido, que es cuando más duele al adversario.

Hace muchos años, íbamos al fútbol, los chavales, entre partido y partido de los que jugábamos en la playa entre clase y clase y a veces en vez de la clase, si nos enardecíamos, y hasta nos entusiasmábamos cuando un futbolista especialmente hábil en el equipo de la capital de la respectiva provincia. Ya no.

domingo, 13 de mayo de 2007

Han soltado el viento,
silba,
ruge,
ulula.
¿Qién ha soltado, para qué, el viento?
Pasa yo creo que sin vernos, flagelándonos
sin propósito siquiera de hacerlo.
Porque el viento
es como un súbito ataque de locura
del aire respirado, envenenado
¿por cuál, por quién
de nosotros?
Tal vez yo mismo
sea ese copo oscuro,
de miedo,
que hay en el pecho del viento.
Me ofrecen una película, la copio y cuando la voy a ver resulta pornografía. No sé a quién pude divertir tomadura pelo, falta de consideración, ausencia de respeto por el estilo. Si hubiese querido, ¿por qué no?, pornografía, la habría buscado a propósito, pero si no la buscaba, ¿por qué algún descerebrado me la pone delante, enmascarada con el título de una película que me apetecía ver?

No seremos nunca capaces, no hay tiempo que baste, para profundizar en las posibilidades del ser humano, profundamente insondable. Quizá dentro de muchos, muchísimos años, de muchos siglos, seamos capaces de asombrarnos de haber llegado a un extraordinario conocimiento de la versatilidad del ser humano, pero estoy convencido de que para entonces, el o los sabios que hasta allí hayan llegado, se maravillarán todavía más de lo que les faltará para llegar al supuesto fondo, inimaginable, de este conocimiento y el de sus razones y porqués.

Creo que Dios hizo al ser humano caótico, desmesurado, imprevisible, y paradójicamente, somos nosotros lo que nos disfrazamos de personajes de comportamiento habitual, nos reducimos al uso, la costumbre, el ámbito cultural de cada grupo. Y aún así, hay ocasiones en que la energía que llevamos dentro, alumbrando, siendo la vida, se desborda volcánica, para bien o para mal, si se mide con el sistema métrico correspondiente al momento cultural de cada grupo y de cada época, y nos sorprende y me asusta lo que podríamos ser capaces de hacer, decir o pensar.

sábado, 12 de mayo de 2007

Todas esas figuras, me atormentan,
que advierto en apariencia vivas,
pero que no he de conocer
nunca.
Las ví desde el coche, forman
parte del paisaje, solo que se mueven, van,
hablan entre sí,
algunas, seguro que se aman, o se odian, o se desprecian,
durante cierto tiempo, ellos y yo,
poblamos juntos una parcela mínima de mundo,
tan cerca en el espacio y en el tiempo,
pero tan lejos.
No saben que aprovecharé el viaje
para soñar su historia, recordarla
como si hubiese ocurrido,
como si estuviese ocurriendo en el otro mundo paralelo de ahí fuera
desde que puede que alguno de ellos me sueñe a su vez.
Tengo que andar hoy por el mundo de los cuadros, que me fascina por esa imposibilidad de seguir a los autores para entablar lo que algún autor llamaba el “diálogo visual”, que se inicia, según él, cuando un cuadro, según pasas o paseas por la exposición, por el museo, por la sala de casa de tus amigos en una pared de la cual se halla y atrapa desde allí la atención. En seguida, el primer movimiento, lo hago en busca de lo que el cuadro ha querido representar, si es o no identificable, y cuando no, la segunda, más detenida, o mas profunda, no sé, la mirada siguiente ya busca el juego del color y la forma, en cuanto el cuadro, que en algún caso se ha despojado, o lo ha despojado su autor del marco habitual, como si lo hubiera pervertido hasta desvestirlo y dejarlo en cierto modo indefenso para la crítica que he de hacerle para quedarme tranquilo, y ahí es donde empieza justo el famoso “diálogo visual”, que se entabla sin palabras entre el contenido del ámbito del cuadro y primero mis sentidos, después mis neuronas, sobresaltadas, o maravilladas, o indignadas. Lo malo sería si me preguntasen lo que opino. No cabe opinar para otro o por él. Mi relación con el cuadro es personal, íntima, si el cuadro llega hasta el extremo infrecuente de rozar mi yo íntimo, como me ocurre con fra Angélico, o con el Bosco, el Greco, o Modigliani, algunas pinturas de Goya, el profundo dolor, la tristeza, de Van Gogh o esa crueldad con que Zabaleta se deleita pintando esmerados animales, que contrastan con la descomposición, el deterioro, la fatiga o el escéptico cansancio de las figuras humanas de muchos de sus cuadros.

viernes, 11 de mayo de 2007

Hay, abajo, al final de la escalera
donde el grupo de tiestos,
al lado de la playa preferida de las lagartijas,
plantadas con ternura, se adivina,
flores, de vario color,
que cuando atardece cierran sus pétalos,
dejan caer,
como si se hubiesen quedado dormidas, que tal vez,
la policromía de sus cabezas pensativas,
¿qué piensan
las flores
cuando duermen?
Me gustan los soldaditos de plomo. Verlos todos formados con sus casacas rojas o sus uniformes blancos, azules y sus inútiles fusiles macizos, sin balas, trasmutados en adorno de habitación de batallas incruentas. Me gusta verlos mezclados, definitivamente amigos, entre los cristales de la vitrina, dóciles, como siempre, a la disciplina, sometidos a lo que Kipling llamaría el espíritu del regimiento. Puedo pasarme un largo rato durante que la imaginación recuerda sin sonido las marchas militares de las paradas y los soldaditos de plomo parece que van a echar a correr, para, firmes, a cubrirse, de frente sobre el hombro, iniciar el desfile, la parte gloriosa del uniforme, alrededor de la bandera, cantándole himnos que hablan de la posibilidad de morir heroicamente, pero mejor que no, mejor que continúe el desfile airoso, marcial, “ya vienen los claros clarines”, decía Rubén Darío con entusiasmo, y se les “veía” pasar, con los ojos en parte de la memoria, en parte de la imaginación, con los metales relucientes, bruñidos y los correajes recién embetunados para la ocasión. Me entusiasma el desfile posible, pero hay en un rincón los que figuran volver de una batalla perdida, tal vez una guerra perdida, que es todavía peor, y sabe de pronto la boca a una mezcla de cobre y ceniza, como si las palabras de cada canción se hubieran quemado en una hoguera y no quedase nada que decir. Tentado estoy de ocultar este resto del ejército de Napoleón que vuelve de Rusia o quizá de Waterloo, camino de la paz que como el horizonte, cada vez que la humanidad se le acerca, resulta estar, como el principio del arco iris o su final, siempre un poco más allá.

jueves, 10 de mayo de 2007

De un manotazo,
el primero de este año,
aparta el sol la niebla,
la sustituye,
nos atrapa con su luz, nos baña
del sudor de la sorpresa,
va poniendo en cada flor
su único
color
como un pintor que recorriese el cuadro,
encendiese
ahora, aquí, un punto rojo,
allí uno azul,
la pincelada
violeta
que recupera la esquina del paisaje.
Huyo de los santones literarios. Me niego a aceptarlos como inapelables jueces de cuanto escribe la pobre gente que hacemos lo que podemos y a veces estamos satisfechos de iba a decir nuestro trabajo, pero no es un trabajo, es como el lento fluir de sangre de una herida o como la alegre dispersión de una fuente sin caños, que baja mojando la piedra, imitándole una piel transparente, encendiendo abajo matojos de hierba húmeda y olor a tierra mojada. El santón carraspea, le consta que se le escucha, que hay un grupo atento a su crítica, dispuesto a secundar, aplaudir, rendirse a la ingeniosidad con que va a dejar sin aliento al aprendiz de sueños que tuvo la osadía de dejarle ver uno de sus escritos, tal vez el más cuidado, aquél en que puso, el novel, más ilusión. El santón, que tiene una especie de corte de milagros que le jalea las ocurrencias, ni mira los heridos que deja a su paso. El va a lo suyo. Pone aquí y allá una ocurrencia tan gastada como su alma llena de cansancios. Repite las notas, se deleita poniendo música a una línea y dejando la otra opaca, al revés de cómo correspondería, para colocar a cada aprendiz de autor ante su paradoja. Todo cuanto se dice y se escribe, como los refranes tienen su contrario, tiene su paradoja que ridiculiza el todo de lo dicho, lo desviste de la pureza nueva, ilusionada, con que fue escrito. Los santones son como viejos sarmientos que le tapan el viento al viñedo para que no se renueve y goce en los racimos nuevos, a punto casi para la vendimia.

miércoles, 9 de mayo de 2007

Tiendas de campaña alineadas
sobre fruta, verdura, niños, perros y talabartería,
hay bastones, paraguas,
pañuelos de fantasía, africanos
que venden
bolsos falsificados, de firmas afamadas,
películas,
música variada,
hay queso fresco, jamón entreverado,
zapatos, calcetines, bastones
pintados a rayas multicolores. Es
día de mercado en el lugar,
se venden baratijas y adornos,
hierve la calle de palabrería,
corren niños morenos, desdentados,
mezclados con perros sin raza
y gatos escuálidos.
Todo lo baña un sol indiferente.
El país más poderoso de la tierra en este momento, los Estados Unidos de América, como su propio nombre indica, hay un cierto número de estados unidos, pero con legislación diversa en algunos temas, algunos de singular importancia, por ejemplo, tengo entendido que unos mantienen en sus legislaciones penales la posibilidad de condenas de muerte y ejecuciones y en otros no. Hoy, sin embargo, no es la pena de muerte la que leo en las noticias que se ha aplicado a un joven de 17 años, que, en plena orgía juvenil y con videografiado consentimiento recíproco, mantuvo sexo oral con una moza de 15 años. Le condenaron a diez años de prisión, que al parecer está cumpliendo ya, pese a que también se añada que la legislación del mismo estado ha cambiado y los hechos ahora constituirían supuesto de mera falta con un año de prisión como previsión de castigo máximo.

Casi al mismo tiempo, otra noticia viene del otro extremo del mundo, acompañada de videogramas que acreditan ser cierto que una familia lapidó a lo largo de media hora que tardó en matar a una joven también de pocos años hace unos días en no sé que lugar de unas montañas perdidas en el mapa de otro país del segundo o del tercer mundo, por haberse enamorado e irse con su amado a otro lugar y a otra religión diferente de la de sus padres.

No es cierto que vivamos en un mundo civilizado. No está civilizado el mundo. Hay estrechas franjas de territorios donde se atisba lo que podría ser un mundo civilizado, justo y en paz, pero alrededor, al alcance de la mano, a escasas horas de vuelo del más sofisticado salón de la ciudad más moderna del país más supuestamente civilizado, están los restos y reliquias, los jirones de la niebla medieval, con mechones de barbarie primigenia.

A la vuelta de cualquier esquina, gentes de Neandertal, con las mazas preparadas –tal vez palos de béisbol, mazas de cricket convenientemente homologadas o simples y sencillos garrotes, están al acecho, vivas y coleando, amenazadoras. Y como el mundo somos todos, niego que esté civilizado y lo que me parece es gravemente enfermo.

Contra toda desesperanza, confío en que ha de tener curación.

martes, 8 de mayo de 2007

A formar –dice una voz, cada mañana-
y las truchas, con sus uniformes
verdes –espuma- y plata,
salen a esperar el río,
marcan
los caminos para el agua.
Alguna, a veces,
salta en busca de una mosca
despistada
que volaba a ras del agua
distrayendo, sombra mínima, el murmullo
de las piedras con el agua.
Todas están atentas,
Sólo,
como monjas de clausura,
esconden
el tipo,
cuando pasa el pescador de la ciudad,
disfrazado
de pescador de veras,
chapoteando en el agua.
Las truchas,
sabias,
se enamoran del furtivo,
por él se dejan raptar
y por él mueren de amor,
desarropadas del agua.
Por debajo del amarillo reluciente de la cádava, se atreve a ser él mismo, malva, el brezo, por la ladera inmediata al zumbido de los irritados coches que mueven el polvo seco del nordeste. Se deja caer el sol, con todas sus fuerzas, en el regazo del copiloto, lo abruma, deslumbra. Se anuncia un verano de acentuación en la esdrújula de la mudanza que viene produciéndose hace tanto en el tiempo habitual. Vienen la niebla y el calor, que los anuncia este resplandor del equívoco sol de primavera, despiadado. El perro saca la lengua temblorosa y me mira. Los perros miran con ese aire de estar preguntando porque todavía no saben hablar la lengua de los humanos, sus idiomas, la palabrería con que nos envolvemos los humanos para disfrazar lo que podemos estar pensando a la vez que decimos del tiempo y de las emisiones de diferentes clases de productos que envenenan, según unos, el único aire de que disponemos para sobrevivir. El paisano se reclina en el muro, mueve la boina para refrescar las ideas, chupa apenas de la babosa colilla que le cuelga de la comisura de la boca y opina que si no para el nordés, habrá seca en seguida. El paisano tiene la cara seca y hendida de arrugas profundas, los ojos muy azules y unos mechones canos sobre las orejas, despeinados. Arruga los ojos para escrutar el horizonte anaranjado. Se le ve conforme, de antemano, con lo que venga, porque siempre ha sido así: viene lo que ha de venir y según venga se ha de hacer. Sale su mujer, contrafigura suya en femenino, restregándose las manos húmedas en un mandil descolorido. Cuando quieras cenamos. Se miran, nos miran al perro y a mí. Si quier cenar…
La tierra, allá en el templo del horizonte, ha comulgado el sol. Nos vamos, pasito a paso, porque el perro ha de oler cada mata y marcar un territorio tal vez soñado, infinito, que es posible que recorra esta noche dormido en su rincón, que a veces se mueve y casi ladra bajito, seguro que para no despertarse

lunes, 7 de mayo de 2007

Esta noche me abracé al insomnio,
es de mármol, y ahora mismo,
durante la noche, cuando no le da el sol,
inexpresivo.
No le importa este desasosiego mío, no le importa
si tengo o no miedo
a los crujidos de las tablas viejas,
al ulular del viento, al ladrido
súbito
del perro, que tal vez sueñe.
Esta noche anduve
con el insomnio a cuestas,
como un viajero que llega a cualquier ciudad dormida
y recorre las calles, con la maleta a rastras,
sin encontrara a nadie, sin conocer
personas ni caminos, y, al hombro, además,
la estatua del insomnio.
De pronto, la perdí
y me quedé dormido, repitiendo
el sueño que más temo.
Francia echó mano de la derecha moderada, incipiente socialdemocracia taraceada de democracia cristiana para tratar de regenerar la grandeur del viejo General de Colombey, pero en esta ocasión, con la punta de la espada clavada en un corcho para que no haga daño ni al enemigo. Francia sabe. Casi nunca inventa, pero imagina, sintetiza, traduce y transmite. Ahora me imagino que se propone crear riqueza, prestigio y tranquilidad. Corren malos tiempos para la tranquilidad europea. Hasta que no inventemos el sosiego de L’Europe Unie no habrá sosiego, sino terrorismo en ciernes, desasosiegos de fin de semana juvenil y estremecimientos, escalofríos, crujidos de un anticuado organigrama social que se desbarata, bichado, a punto de venirse abajo para que los esforzados artesanos del siglo XXI se pongan a trabajar en los planos primero, después las estructuras de lo que haya de sustituir a los monumentos que ahora mismo visitan boquiabiertos los turistas.

Cada vez es más frecuente que tras de un proceso electoral, el candidato vencido, con la mueca aún helada de lo que fue su sonrisa mejor, prometa seguir en sus trece. Con lo constructivo que parece imaginarlo diciendo en su primer comparecencia que en vista de que la gente prefiere las alternativas de su adversario, se compromete a colaborar con él, aportando las correcciones de las suyas a los desvíos del otro mediante una oposición a la vez constructiva, eficaz y colaboradora para el bien común.

Arrinconemos, sin embargo, la política. Tal vez no tenga por ahora remedio, arrastrada como va por esta crisis generalizada de cambio de siglo, de milenio, de generación y de esquema social. Hoy, esta mañana de primavera, dejémosla ahí, en ese tronco vacío que hay a la entrada del bosque. El bosque no pasa de bosquecillo, de soto, de alameda. Me gusta salir al campo con una guía de árboles e irlos identificando por sus características. Llega un momento en que por su figura, sin acercarse, ya se puede adivinar, la mayor parte de las veces, de qué árbol se trata. Parecen iguales, pero cada uno tiene el perfil de su copa, en verano, con todas sus hojas, y en invierno también, cuando podría dar la impresión de que los árboles se parecen más, sin hojas, y sin embargo conservan esa forma especial de cada especie, alguna de las cuales se pierde después en una verdadera multitud de variedades que es muchísimo más difícil identificar para un profano, además aficionado tardío a esta búsqueda.

domingo, 6 de mayo de 2007

Tengo esta mañana un bosque,
la casita de mazapán, rodeada de setas
con sombrerillo rojo de pintas blancas,
tengo los árboles, y, en sus ramas,
todo un mundo de criaturas que se despiertan,
tengo la mañana, recién descubierta
por este rayo débil
de sol
que baja del collado como tanteando las cosas
antes de ponerles el color,
que va
recordando,
y de pronto tengo el rumor del agua viva, el canto
de ese pájaro, un chapoteo súbito, en el agua
del remanso,
y,
lejos,
una voz desconocida, de mujer,
que llama,
y ese nombre de ese desconocido a que la mujer llama,
al responder
es ya la humanidad toda,
que se despierta de nuevo sorprendida
de existir.
La política, cuando todavía están dudando sus profesionales de España si ponerse las suyas a remojar, es como una sobrecarga de electricidad estática cuando hoy, domingo, los franceses eligen modelo para pasar su página generacional. Las encuestas más o menos prudentes, dan ganadores y perdedores probables, cosa que hace morderse las uñas, siquiera sea virtualmente, a los homólogos de unos y otros de este país, tan cercano y tan diferente de aquél. Pienso que Francia es un lugar mental más sosegado, más estable. Tenemos, los diferentes europeos, convicciones culturales todavía tan diferenciadas que aún costará a los esforzados alquimistas paneuropeos lograr la sin duda prodigiosa Europa Unida que tantos soñamos con esperanzada ilusión de que resulte en definitiva posible a pesar de todas las innumerables, gigantescas dificultades. Me deslumbra imaginar una Europa inglesa, francesa, alemana, española, italiana, etcétera, y sin embargo Europa, a pesar de todo. De momento, aquí, la característica que personalmente detecto como una de las más notables es que los elegibles hablan de una cosa –dicho sea en términos generales, hasta donde generalizar sea posible- y los electores votan por motivos que nada tienen que ver con aquellas razones o sinrazones. Así se explican muchas de las cosas que luego pasan y para el sentido común serían, si no, incomprensibles. Todavía hay amplios sectores de la población que consideran que la libertad consiste en hacer cada cual lo que le de la gana, y otros, no menores, que piensan que hay políticos capaces de proporcionarles abundancia de bienes materiales y culturales sin el menor esfuerzo por su parte, asaltando la gloria, el poder e incluso la felicidad como por arte de magia o por medio de atajos secretos.

sábado, 5 de mayo de 2007

Escucho con atención la mar,
es mi referencia,
si la mar respira acompasada
es que el buen Dios ha permitido que un nuevo día
permanezca viva
la humanidad,
sigamos
enredándonos en este ir y venir, romperlo todo,
rebuscar
en las entrañas de la tierra hasta arrancarles
ese trozo de alma, que parece
en ocasiones un diamante,
otras una esmeralda,
otras más, carbón para el milagro del fuego,
que es, dicen,
una fotografía, la imagen
del amor mismo, que
pasas la mano y no hay nada,
te detienes
y ardes, al rojo vivo, al rojo blanco,
ardes, ardemos, me voy quemando
hasta ser yo mismo
en la última voluta de humo gris.
Acabo de leer unos libros, empiezo otros, entro y salgo del entorno de decenas de vidas fingidas, como tal vez lo sea ésta mía, que si me remonto muy atrás en la memoria, no sé de cierto si habrá sido vivida o imaginada, porque no sé si existió en realidad el pasilargo espécimen que fingen las fotografías viejas que guardaba mi madre en una caja de hojalata oxidada, en el cajón de arriba o de debajo de la cómoda del pasillo que una mañana se inundó de agua de tuberías rotas y vino aquel operario asmático y las puso al revés y fue peor el remedio que la enfermedad, pero sirvió el incidente para que apareciese la caja y: ¡mira cómo eras de pequeño!, con tu traje de baño que te regaló aquella tía abuela que vivía en el París irrepetible de los años treinta y había aprendido a cocinar la sopa de cebolla y la lasaña de foie, para delicia generalizada de los festejos familiares.

Rizos ¡tenía rizos!, para vergüenza personal que tiene su origen en que las madres nos ven preciosos, de niños, con nuestros bucles de oro o de ébano, pero hay que ser niño y asistir a una clase de otros tropecientos niños con el pelo lacio que en seguida te tachan por ser distinto y ya no sabes qué hacer, ¿o tal vez lo imaginé y forma parte de la otra historia que mantenemos en la memoria, no en la exacta sino en la virtual, que podría haber sido, de las cosas? Que te pusieras lo que te pusieras, el pelo se arremolinaba de nuevo y ¡qué niño encantador!, para las visitas, pero miserable para convivir con su generación de pelolacios o pelhirsutos, normal, apacible, sin problemas.

Empiezo siempre por los menos tres libros y una biografía, cada vez, porque hay horas en que determinadas historias o algunas ficciones me resultan insoportables y me cargan las pilas de las pesadillas. Horas en que debo leer la memoria trucada de otro y recordarme parcialmente en aquella edad imposible, disuelta ya en el vertiginoso remolino del pasado, donde yace entre el polvo de las estrellas muertas que he leído en alguna parte que las seguimos viendo, a veces durante toda nuestra vida, cuando hace años que murieron, estallaron, se dispersaron por entre las demás estrellas, hasta que cualquier agujero negro las pasó al otro lado, al cielo de las estrellas tal vez.

viernes, 4 de mayo de 2007

Cada nombre
tiene un rostro en el recuerdo. Subo
al piso más alto de la casa, al ático
de la memoria
y estáis
en la vieja galería, que hoy apenas me atrevo a recorrer
porque tengo miedo
de que algunos empiecen a desvanecerse.
Hay cada vez más estancias
cerradas,
cada vez más cuadros y más fotografías
de que el tiempo ha borrado los nombres.
Por eso,
temo
subir un día, abrir la puerta, entrar y que no queden más
que las estrellas,
dispersas,
mudas,
desperdigadas por el cielo, como huellas
del paso reciente
de algo muy numeroso
que se fue sin remedio.
La ciudad se ha transformado, estos últimos años. Está profusamente iluminada de noche, plagada de diferentes clases de flores, durante el día. Surcada de calles peatonales en que, todo hay que decirlo, a veces se desliza un avispado conductor que disfruta de los diversos privilegios que autorizan, a pesar de todo, para que el omnipresente automóvil persiga al caminante y lo acose. Aquí y allá, para contraste, un grupito de astrosos músicos atacan con varia fortuna, algunos con singular destreza, piezas barrocas del acervo clásico. Hay individuos empolvados, tiesos, inmóviles, que, si echas una moneda en la bandeja que tienen para ello en el suelo a sus pies, desarrollan una serie de movimientos de muñequería de caja de música. Por las aceras, extendidas sobre mantas, copias de discos y películas que venden unos negros negrísimos, que hablan entre sí en sus idiomas, para mí desconocidos. Otro vende bolsos aparentemente de marcas afamadas. Cada tres pasos, se acerca alguien que pide algo. Una ayuda –suelen decir-, y algunos, si te niegas o te haces el desentendido, te siguen profiriendo amenazas, denuestos y otras lindezas. A una viejecita que me precede, apenas la dejan avanzar, pasito a paso, se advierte que asustada. Se cruza con gente, pero no es asunto nuestro y policía no hay, ni municipal ni de la otra. ¿Para qué? Esta es una ciudad pacífica, pequeña, provinciana. Más músicos, más negros. Acaba por hurgar en su bolso y pagar el rescate que le vienen exigiendo. Aparentemente abandonados, hay en el suelo una manta sucia, sobre ella la funda de un violín, con unas monedas y un perro dentro. Nos cruzamos con más viejecitos, hombres y mujeres, pero la mayoría van cogidos del brazo de otra persona más joven con rasgos que inequívocamente les identifican como inmigrantes sudamericanos. La calle peatonal de la pequeña ciudad provinciana se convierte de pronto en un muestrario de muchas de las diferentes razas de aquella América del Sur a donde fueron un día los españoles sin destino en busca de gloria y de fortuna. Ahora sus nietos criollos, vuelven y nos devuelven el río de sangre y de sudor que un día se fue. Hasta un idioma renovado, nos traen, una literatura, otra cultura multiplicada por sus diversos orígenes mezclados con el afán de aquellos nuestros que se fueron hace tantos años, que al volver parecen otros.

jueves, 3 de mayo de 2007

Hay un sonido,
como el perfume de una mandolina, en el aire, repiqueteando,
las aristas del viento.
Es otro tiempo, otro lugar, y sin embargo
las cosas que te digo
siguen siendo las mismas. No pasa más que es otro idioma,
pero las palabras nos siguen uniendo
como una frágil
telaraña de luz.
Tú eres igual, por más distinto que lo haga todo
que nos hayamos disuelto en el esfuerzo
de ser más expresivos, de reducir
a nosotros uno de los latidos
del Universo
y ahora seamos parte de esa nube,
de la mar y del viento,
de la espuma,
de este hermoso sueño.
Hubo una vez un soñador sin sueños, vagabundo de palabras, a que sólo la perspectiva de una buena comida, comilona, desproporcionado banquete, sacaba del marasmo de su cubil, en que malvivía entre recuerdos, humo de tabaco barato y taberna de puerto. Pesaba sus buenos ciento cincuenta kilos y se desplazaba, en las pocas ocasiones en que lo hacía, con la poderosa lentitud con que los caracoles desprecian el tiempo. Dicen que voló una vez en sueños y decidió no despertar. Su vuelo cambió ambos mundos, el onírico, en que sólo habían contado con él hasta entonces de modo intermitente, y el suyo propio, de donde desde aquella noche se le echó en irremediable falta. Una persona que falte o que sobre en alguno de los mundos que, paralelos, coexisten, determina mudanza en las respectivas historias.

Nadie, ni los más sabios de los sabios de oriente, occidente, norte, sur o demás lugares que señalan o a que apuntan las puntas de flecha y pétalo de la rosa de los vientos, los reales y los imaginarios en que se multiplican, supieron lo que debía hacerse cuando acontecimiento como éste se produjera, ni siquiera los monjes de clausura y mudez deliberada ni los inmóviles estagiritas de las piedras tibetanas.

Es la razón que obliga a los dos mundos, uno el nuestro, a estar, como evidentemente está, loco sin remedio, disparatado, errático, y hay tanto pelafustán encumbrado y tanto sabio desdeñado, la locura de haber olvidado el sentido y los conceptos que un día contuvieron las palabras, su condena al viejo suplicio de Sísifo y esta sensación de estar y no, vivir y no vivir, de que nuestra sociedad se halle partida en dos, ella misma y su reflejo, incapaces de refundirse, que se miran con desconfianza, desde ambos lados del espejo.

miércoles, 2 de mayo de 2007

Música retorcida
como un dolor latente, la esencia misma
de la nostalgia menos soportable,
música humana,
hecha de sangre que se sale de la herida,
gotea
y el segundo saxo responde con un inesperado jadeo
mientras se aleja el piano
como un explorador
hasta faltarle el aliento en esa nota,
que el batería desmenuza en su almirez
de cristal de roca.
Música sin acabar de hacer,
que mueve los jirones de recuerdos
y la esperanza de un día
difícil,
casi imposible de imaginar. Música
hecha de volutas de humo y troncos
ásperos
de los árboles.
Rompe a cantarla una voz de mujer y te estremece
la parte más íntima, que habías olvidado
que tenías expuesta a vivir,
del alma.
Música como un latigazo de trompeta
brillante.
No sé si me importa menos que alguien rellene sus tetas de silicona o que hayan interrumpido abruptamente sus turbias relaciones don no sé quién y su barragana o que cuatro, dos a dos, entre maricas y lesbianas, se amen apasionadamente o hayan roto de idilio monotemático, pero ahí están la tele y varias revistas todas las semanas, colgadas, como el maíz del balcón del hórreo, de las paredes de los quioscos, por lo que supongo que tiene que haber una multitud interesada en semejantes banalidades. Son cosas suyas, de seguro importantes para todos los interesados, la señora del sostén mayor, los que van y vienen y tienen que recoger sus cosas de casa del otro, irse a comprar yodo para las heridas de los respectivos corazones y devolver las llaves para evitar la tentación del crimen pasional que van a perpetrar porque o eres mío o mía o de naide, así escrito, con énfasis apasionado: “¡de naide!”. Por fortuna, en casa, basta accionar un interruptor o el botoncito de hacer zapping del telemando del invento para que esos más afamados que famosos, sus turiferarios y epígonos, comentaristas y demás equipo, desaparezcan. Lo malo es que a cambio, salvo espectáculos que como el fútbol o tenis no lo permitan más que dentro de ciertos límites, aproximadamente una cuarta parte por desgracia creciente del tiempo la ocupan extensos, insoportables anuncios cada vez más rebuscados, tanto que ya va siendo en su mayoría donde en beneficio de la brillantez y la supuesta originalidad de la forma, se pierde la identidad de la sustancia, es decir, de lo que pretendía anunciarse. La gente, entre que me considero, seguimos la trama del anuncio, sin enterarnos de lo que pretende anunciar. Y cada vez es más difícil soportar una película, casi siempre repetida, que te entrecortan con una emisión alternativa de tandas de anuncios de un cuarto de hora, tiempo en que por fortuna, viene el sueño a aliviarme de males y me quedo dormido con tanta placidez en la butaca, que me cuesta trasladar mis viejos huesos a la cama, cuando entredespierto y permanezco entredormido a la semiluz de otra tanda de anuncios o de los improperios que fingen entrecruzarse un par de energúmenos en otro programa de los que decía por cualquier quítame allá esas pajas de su desgraciada falta de educación cotidiana, que casi seguro que divierte, por lo inusitado de su publicación, al respetable.

martes, 1 de mayo de 2007

Tengo toda la mar
para perderme buscándote,
para ir
en busca de otra y otra y otra mar,
que les muda el color los pensamientos
más hondos,
y ahora es azul, casi
transparente,
ahora grisnoche,
ahora
verdinegra o verdesmeralda,
como si estuviera,
alternativamente,
como la noche triste,
esperanzada
con el alba, dormida
o pensando los mas atroces pensamientos de muerte
desesperanzada.

Tengo toda la mar, y no me atrevo,
que no sé
si habrá del otro lado de la mar un puerto
donde puedas
estar
esperando.

Y qué haría yo,
puesto en el vivir sin ti,
sin más voluntad que el viento,
sin más amor.
Es fácil, es noticia, vende. Los malos son los buenos y viceversa. Un malvado señor, ancianito desdentado, artrítico cheperudo, algo bisojo y rengo, es sospechoso de haber mordido esta mañana en el parque a mi inmenso perro mastín. Tal parece que este país se haya reconvertido, que dicen ahora para convertir más, convertir y reconvertir, es decir, arar dos veces la misma tierra, hasta desmenuzarla bien, que no queden ni nada ni nadie, al fin y al cabo somos polvo, por más que digan los más optimistas y benévolos que polvo de estrellas. Dios coja confesado al guardia, mosso o ertzaina a que se le vaya la mano tratando de evitar que huya el que hasta ahora era malo, el caco, el del tirón, el del timo, pobrecitos todos, -odia el delito y compadece al delincuente-; Dios ayude al guardia, mosso o ertazaina a quien se le ocurra retorcer, malvado, el brazo tatuado del hasta ayer mismo malo que escala, rompe, rasga y si se tercia se lleva por delante a un par de viejecitos que se oponen a que se lleve lo que haya en casa y descampado, mejor haberlo dejado escapar para que vuelva mañana o regrese al futuro de otra alquería u otra residencia de algún despiadado capitalista prejubilado que había pensado disfrutar de la tranquila calma de la ancianidad en cualquier rincón boscoso, más allá de la carretera vieja; pero a quién se le ocurre lastimar al pobre chico que armado hasta los dientes penetra en la intimidad ajena en busca de aventuras y posibles riquezas ocultas, el tesoro de Alí Babá, el del pirata Barbarroja, el del pobre currante retirado que no tiene más arma que su bastón caído a los pies de la cama a la primera embestida de la bestia. Es fácil la noticia, desprestigia a unos esforzados guardianes de la tranquilidad, el orden y la paz por sueldos de que se reirían los políticos, según se va desvelando, demasiado ocupados en el esfuerzo de tratar de lograr que los inocentes no sean demasiado brutos al procurar defenderse de los bárbaros que nos nacen del ombligo mismo de la sociedad que hemos dado en articular entre todos y que vaya si han aprendido a utilizar los que hasta hace poco eran considerados malos para irse llevando por delante las barbacanas de las horrendas fortalezas de los que se tenían por buenos. Lo traen todo pensado, preparada la coartada, prevista la defensa, arma al brazo, con bala de plata en la recámara, para meterle mano a los pobres diablos que malviven los finales de sus vidas en un rincón de la ciudad alegre y confiada, inermes y sin más propósito que ir esperando a trancas y barrancas la muerte que viene. Ojo con interponer agentes de la autoridad en medio. Y menos de los duros, de los coactivos, violentos, que se atreven nada menos que a detener a la fuerza, poner las esposas y correr el riesgo de dañar las muñecas del pobre chico que ni se te ocurra sospechar que viene de mala fe, con su pasamontañas calado, las ganzúas en la mano y la pipa o el estilete punto, él también tiene derecho a la presunción de inocencia, al fin y al cabo puede que vaya o venga a un baile de disfraces organizado por su club. Ni se os ocurra pararlo.