miércoles, 30 de mayo de 2007

Tres mujeres. Mujeres, he dicho, ni mozas –como las serranillas del señor Marqués de Santillana-, ni mujerucas –que diría Valera-, ni myerinas de de Palacio Valdés. Mujeres. Cansadas, se adivina, entrando en esa edad incierta en que adviertes que en vez de vivir, estás sobreviviendo. Hablan de médicos y enfermedades, al borde mismo del mercadillo de los miércoles. Bah, dice una, si tuvieras, te lo verían, como pasó con Amelia, que ya visteis lo que duró. Están ellos buenos para no verlo en seguida –ellos deben ser los médicos de la seguridad social, que tal y como lo dice esta mujer, es como si estuvieran al acecho, esperando, deseosos de diagnosticar males sin cuento- El perro se me queda cerca y las oigo, distraído, mientras olfatea unos hierbajos, levanta la pata y hace inútilmente por mear una gota despreciativa de algún viejo olor que allí pudiera permanecer de algún otro visitante perruno. Pues yo –sigue tenaz la agorera- ahora tomo esto y aquello y vame bien. Pero no. Se le advierte que renquea, cuando se mueve para dejar pasar rozándola uno coche guiado por alguien que lleva prisa. “Así te estrelles” –grita una de las mujeres-, él –o ella, no he visto bien-ni se entera de tal anatema. Me pregunto si se estrellará, si alguien, desde algún puesto de vigilancia, estará a la escucha de las maldiciones y las bendiciones que suben, o que bajan, del mundo de los vivos, cómo las filtrará y cuáles serán las que puedan, o deban, cumplirse y cuáles deben ser, sin más, desechadas.

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