En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
sábado, 19 de mayo de 2007
El pueblo queda afuera, imaginable. Desde aquí, desde el borde de la autovía, que es como un túnel a cielo abierto, se adivinan, más que ven, las casitas tirando a blanco y los omnipresentes geranios. Párate. Comeremos aquí. La posada, el restaurante, la venta, tienen un patio que está barriendo una moza de ojos luminosos y sonrisa acogedora. ¿Dan de comer aquí? Pues claro –le cascabelea la risa-, y muy bien, además. Ya verá. En un rincón del patio, se oxida una reproducción, hecha con hierros retorcidos, del viejo Hidalgo. Me acerco. Ni tú ni yo –me dice sin mirarme, mirando al cielo azul pálido del mediodía manchego- estamos para muchos trotes. Pues se le ve bien. Ya. La procesión va por dentro. Aquí me tienes, velando esas armas oxidadas. Oxidándome yo e inmóvil. Habrá algo más triste que ser, como yo, maniático del andar y recorrer el mundo en busca de aventuras y hazañas que ofrecer a Dulcinea. Y uno se imagina a Dulcinea, mientras con el singular deleite que ello produce se mete entre pecho y espalda salmoreja y unas migas, duelos y quebrantos, que remata con tarta de queso y sorbos de buen vino poco añejo, pero de excelente familia por lo que se degusta. La venta es ancha y la refresca el grueso de sus antiguas paredes y que en cambio las estrechas ventanas moriscas sean modernas y con varios espacios intermedios que el dueño impide que abra ningún despistado de otras tierras, que piensa aliviar las calores abriendo paso al aire calcinado de la siesta. Ha puesto en cada ventana un candado y aquí el único que abrecierra es él, según convenga y su experiencia mesetaria le indique que debe. No para, aquí, nadie de trabajar a un ritmo lento, pero se ve que inexorable, desde la moza que riega los tiestos apoyados en el alféizar hasta la señora mayor que va cambiando manteles gastados por otros escrupulosamente limpios. Da gusto estarse comiendo con el despacioso placer de que sean platos antiguos, cocinados se advierte que sin prisa. No hay prisa, en esta venta. Y para rematar despachan un pan crujiente y blando que se ajusta a la pasta de perdiz montuna que ponen para que incluso la espera se te haga memorablemente amable.
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