martes, 30 de enero de 2007

Miré en la fuente,
no estabas. Era invierno,
tocaba el sol
con sus dedos largos
en el lecho del agua,
pero el agua
no estaba.
Cristales, flores de hielo,
memoria helada,
mi novia murió de sed,
era una xana.
Shakespeare atribuye a Hamlet haber dicho que algo olía mal en Dinamarca. No puedo testificar ni a favor ni en contra porque jamás he estado en la tierra de al lado de la mar de la Sirenita. Lo que sí es mentira, en cambio, y ahí sí que opino, es en Venecia, mi hermosa admirada, hecha de agua, niebla, espuma y recuerdos. Y puede que sea verdad en cierto país, cuyo nombre no quiero citar, donde últimamente, cada decisión de cada uno de los tres poderes, suscita la salida a la calle de vociferantes grupos de disconformes. Es un peligro, eso de las masas, porque al parecer son inconmensurables y cada cual las mide, a la mañana siguiente, a su antojo, y de la imponderabilidad resulta que se ponen desmesuradamente fingidas en la balanza para acreditar que una supuesta mayoría manifiesta su desacuerdo con quienes teóricamente la representan y en quienes ha delegado temporal y más o menos provisionalmente su soberanía. Lo que ocurre es, en mi opinión, que una masa no es nunca una mayoría, sino un altavoz por el que se desmesura el tamaño de gritos y consignas dichos por unos pocos a que la masa sigue, enceguecida por las consignas y los gritos de la convocatoria, hábilmente confeccionada con muy pocas palabras. Ya vendrán mañana, o días después de que la pequeña o gran multitud haya recorrido su trayecto, quienes aclaren, cada cual según su conveniencia, las muchas cosas que, al parecer, además de lo que en realidad dijo, quería decir toda aquella gente que lo cierto era que quería decir tan poco y tan claro como ponía en su cartel inicial. Algo huele mal cuando un pueblo no tiene quien exprese sin necesidad de echar multitudes grandes o pequeñas a la calle, todo aquello en que la mayoría coincide y todo aquello en que sólo coinciden unos pocos, que sin embargo fingen tanta voz para parecer tantos.

lunes, 29 de enero de 2007

Nada podéis, por fortuna, los políticos
para mudar los colores,
la forma,
la hermosura
de una puesta de sol.

Podéis desgañitaros, destruiros,
convertir las palabras,
por otra parte tan hermosas,
en salivazos malolientes, expresión de la único
que al parecer
lleváis dentro:
miseria y amargura,
envidia,
miedo a que venga el otro y os suplante,
mientras tanto, cada mañana –la alborada-,
la atardecida de cada muerte del día
seguirán cantando, os seguirán
ignorando.

Y los demás podremos,
un día más
olvidarnos
de que estáis ahí,
empeñados en acabar con la especie,
empeñados
en que nos enzarcemos de una vez,
todos los humanos,
en la última guerra más cruel que ninguna otra recordada,
que destruya la vida.

Ignoráis que la muerte
se agota en sí misma, y nada más ocurrir
ya está siendo
de nuevo
vida.
A mí, esos individuo que se obstinan en una idea, la suya, a veces compartida por una pequeña multitud, que, justo es decirlo, parece irse disolviendo como un azucarillo, primero me preocupan, luego me dan pena y llega un momento en que me irritan con su terquedad absurda, con el empecinamiento con que insisten en navegar a sotavento del acantilado más próximo, con todas las velas desplegadas y por categórico que sea el viento inexorable. ¿Si por lo menos estuviéramos todos en la costa mirando! Pero no. Vamos en el barco que desgobierna, el tío, con la mayor despreocupación, empeñado en que el viento no es más que una brisa y nos separan aún muchos metros, tal vez kilómetros, en este caso millas marinas, de la rompiente que convierte a la mar en sartas de cristalinos de Szwarowsky -¿se escribe así?- o tal vez brillantes tallados en la espuma y el agua por el rigor del viento. ¿Qué más da un diamante cuidadosamente tallado, duro, implacable, que otro hecho de espuma y agua? Son lo mismo, sin más diferencia que la estabilidad de los materiales. Tal vez más hermoso el de agua. Que encima se ríe de las sofisticadas damiselas que no pueden lucirlo en sus diademas ni en las sartas de sus collares. ¡Quiero un collar de espuma! –dice la dama- y el caballero provenzal ha salido en su busca y un esquimal tal vez consiga venderle, en el mercado del norte, un collar de espuma helada, como quien vende un gesto, y vendrá, satisfecho, el doncel, con el collar bien oculto en su alforja, pero no habrá que contar el final de la leyenda para que no lloren los niños a estas horas ni se apenen las estrellas, ni las gaviotas blancas, aparentemente impolutas, hipócritas, que llevan en el borde del pico una manchita roja, su insignia, el logotipo de su condición de carroñeras.

domingo, 28 de enero de 2007

¿Por qué no soy capaz
de recordarte exactamente como eras?
Como si la memoria mía
tratase de difuminar las arrugas de tu personalidad,
dejarte de nuevo tersa y niña
como en aquel retrato, que conservo
de cuando no te conocía.
Es posible –pienso-, que al morir,
el buen padre Dios,
hará lo mismo con nuestras miserias más miserables,
y cogerá, de nosotros,
lo buena, piadosamente aprovechable.
¿Quedará algo
cuando haya cernido
el puñado de polvo en que sin duda consistíamos
antes de que El,
mirándonos,
nos concediera este privilegio de vivir?
Los indios de América escribían poco. La cultura se pasaba de boca en boca, en su mayor parte –no excluyo los trozos de hilacha con diferentes colores y nudos a diferente altura, la comunicación por medio de signos, jeroglíficos, señales-, la cultura, sin embargo, y los mitos, se trasladan oralmente. El que habla no establece –dicen los que han estudiado el asunto- ningún aserto indiscutible. Cuando más trasladan que hay quien dice, que los antiguos decían, que parece que. Tal vez por eso no han mantenido, que se sepa, guerras de religión, por más que hayan defendido sus lugares sagrados. Los mitos y leyendas se cuentan sin adornos, como quien refiere a otro algo que parece haber ocurrido según le contaron, pero tal vez no o quizá de otra manera, cuando más, parecida a como el que narra ha llegado a la conclusión meramente interpretativa de que fue. Sin alzar la voz, rimar ni cantar. Cosa coloquial. Lo que sí aseguran es que en materia de mitos, un defecto formal puede echar a perder toda la preparación de cualquier acto de caza, pesca, curación, nacimiento o encomienda del espíritu de un difunto. Los indios de América pensaban vivir en un medio orgánico que les abarcaba y compartían con cuanto demás vivo se integraba en él. Y todo estaba vivo: las gentes, las plantas, la tierra, el mar y el aire, la luna, el sol y las estrellas. Cuanto se mueve está de algún modo vivo, por más que esa vida aparente o no sensibilidad y permanezca de modo más o menos aparentemente duradero ocupando la misma fracción de espacio o manteniendo la misma forma. No sé si estaban en lo cierto, pero a la vez me gusta y resulta amedrentador, ya que lo vivo y por ello en movimiento, utiliza, de modo consciente o no, su dinamismo para mudar la trayectoria de lo demás o condicionarla. Y así, una montaña me puede devorar y la mar asimilarme en la varia e incontrolable vida de su inmenso vientre lleno de criaturas también vivas y otra persona puede destruir mi frágil arquitectura porque ha mudado su humor. Y sin duda he de explicar a los irracionales y los demás seres vivos, por si me entienden, aunque no me respondan, por qué necesito molestarles. ¿No he hablado de un relato de Hillerman en que un indio navajo se disculpa con un árbol frutal porque ha necesitado tomar alguno de sus frutos para saciar su hambre? Sembramos de basura el entorno, colocamos en él cemento, ladrillos, metales, roturamos los montes para transformarlos en pradería y jardines y no se nos ocurre pedir disculpas a nadie por tanta tropelía que ha llegado a descomponer el cielo del Artico, quebrantar la tersura de la capa azul que las nubes bruñen incansables. Y luego nos sorprende que se desenrosque la cola turbulenta de cada huracán, o que los ríos se salgan de madre y las temperaturas se disparaten y nieve en cambio donde no debería. Me pregunto si en algún lugar, una vieja sibila, de seguro, no se hallará el cuaderno de bitácora de alguna de las civilizaciones perdidas, las especies extinguidas, por ejemplo un dinosaurio cualquiera, que en los ratos perdidos hubiese aprendido a leer y escribir y hubiese enterrado sus memorias. Habrán hecho, supongo, los antiguos, cuanto estuvo en su mano para hacernos llegar la advertencia, que con casi toda seguridad desecharíamos si encontrásemos, de que vivir es convivir, pero no sólo con los demás hombres, sino con todo lo demás. O tal vez la historia real sea mucho más antigua de lo que conocemos y consista en que todo lo vivo vaya mutando a especies nuevas, inimaginables. No tendría nada de extraño y sería a la vez hermoso y aterrador. Como todo cuanto ocurre

sábado, 27 de enero de 2007

Hay un gato atigrado, dormido
sobre la vieja tapia
coronada de cristales rotos, que el gato no siente
bajo el colchón de su misterio.

Hay un gato inmenso
que abre los ojos, a veces,
pero no mira nunca,
no le interesa lo que hay fuera
de su piel,
más allá de los ojos verticales
con que seguramente sueña cuadros
del Greco.

Hay un gato
con la cabeza orientada hacia el norte,
pero se levanta, perezoso,
arquea el lomo y cambia de postura,
ahora mira,
sin mirar nunca, ya digo,
hacia el sur.

Le tiro una piedra dura, oblonga, sin esquinas.
Ni me mira.
Sabe de mi puntería atroz
de viejo cascarrabias.
Le grito,
ni se inmuta,
no le inquieta lo más mínimo mi voz,
desesperada,
descompuesta.
Allá cada cual con sus preferencias. Las hay para todos los gustos. Incluso quien ama a los gatos con incomprensible fervor, que ignora el egoísmo evidente de esos felinos asilvestrados que nadie ha sido capaz de domesticar del todo nunca. Cuando más, los más aparentemente dóciles, te conceden el supuesto honor del darles albergue y proporcionarles comida, siempre que dejes puertas abiertas o gateras expeditas para que puedan salir cada noche a convertirse en sabe Dios qué, recuperar su entidad secreta, y, si acaso, correr aventuras con las crueles gatas de los vecinos más secretos, insolidarios, a su vez misteriosos y cultivadores de los más esotéricos secretos de la alquimia. Ahora leo que pueden ser punto de apoyo para que el virus de la gripe aviar salte a los demás mamíferos, homo sapiens incluido, es posible que retransmitido por sus ojos de nictálope y mirada inescrutable. Parece ser que muchos gatos indonesios se han aprovisionado ya, a costa de morirse a puñados del contagio, de multitud de invisibles gérmenes mutantes, capaces de echarse al monte repleto de humanos entre que los científicos temen que los repartan sin orden ni concierto. ¡Pobres gatos! Habrá quien esta tarde conciba un principio del terror posible si el que no es de momento más que suposición de un peligro se concreta en evidencia más o menos cierta. Es peligroso el miedo de los hombres. Se desborda y desparrama como una inundación, una riada, una avenida susceptible de acarrear la hecatombe, pero no de cien, sino de cientos de miles de gatos atigrados, siameses, persas, blancos, negros y pardos. Tal vez hubiese que llegar al peligro de exterminio de otra especie animal, como ya le ocurrió por otras razones a su salvaje pariente: el lince, que ahora tratan de recriar en cautividad, para vergüenza de los heroicos ejemplares selváticos, sustituidos ya, cuando más, por estos ejemplares reducidos a los límites, trazados con pastor eléctricos, de los parques protegidos. Supongo que de probarse su complicidad en la fechoría que se avecina, también los dejarán cazar sin más trámite.

viernes, 26 de enero de 2007

Entrecerrados
los ojos de llorar y de reír
me voy quedando dormido sin risa ni llanto,
solo
con mi cansancio.
Corre, ve y dile a la correveidile lo que no debe decirse, se dice en los villorrios, y la correveidile, desalada, se echa al monte de los mentideros, hunde la voz en un murmullo apenas y te voy a decir muy en secreto lo que no debería haber sido dicho nunca, y la destinataria del secreto corre al teléfono para contárselo a su amiga del alma, que ten en cuenta que no debe repetirse, pero ya a la otra se le va yendo por la comisura de la boca, por donde pierden sus mensajes las palomas mensajeras y la sangre los vampiros, si es que alguna vez los hubo y es verdad que chupaban con ahínco la sangre de sus víctimas, procurando, los muy ladinos, morder en el pescuezo de las modelos de Amedeo Modigliani, largos como cuellodecisnes y blancos como los de las señoritas criollas, que decía mi tía Pepa, que nació en La Habana de cuando Cuba era España, no debían ponerse al sol, para no tintarse de moreno y parecer cuarteronas. Las cuarteronas bailan que es un primor y son tan o más bellas que las señoritas criollas, por eso unas están celosas como tigresas de las otras, pero ahora Cuba ya no es España, por más que permanezca el castillo de El Morro, cansado y viejo, cañoneando cada tarde tropical el ocaso del sol. Corre, ve y no digas a nadie lo que debe decir la correveidile, cansada, exhausta de correr y decir, que ya no hace falta, mujer, que el bulo ya ha crecido y anda solo y hasta ha devorado la fama y la honra de antes de las guerras de la señorita núbil, un poco pasada, que se le fue lo que no debería al acercársele la cuarentena sin novio que llevarse a tomar el té de las cinco, con una vaporosa nube de leche, apenas nada y unas pastas de té, y ahora la miran, a la señorita que ha dejado de estar en flor, los vejestorios de la pecera del casino con lascivia y las viejecitas de misa de alba con desprecio, mientras la chavalería se da con el codo al pasar y ella en su nube, su libro, sus escalas de después de comer, a la hora de la siesta, do, re, mi, mientras su madre, viuda, llora y se desespera sin saber por qué, que al villorrio no han llegado los adelantos de la capital y la honra sigue siendo la honra y dependiendo de lo que depende, piensa, cansada, la correveidile, que, apoyada en el antimacasar de la sala, se está quedando dormida, con el trabajo hecho y por eso tranquila, respirando a poquitos, como un jilguero dormido.

jueves, 25 de enero de 2007

Hazme una bajada para allegarme al agua viva,
dime
lo que he de decirle al agua
para que se detenga,
la coja
con mis dos manos, el cuenco
hecho con mis dos manos, y la beba,
el agua viva,
hasta que recuerde
lo que pasó aquel día
que no hubo nunca en el tiempo,
el que soñamos, yo lo soñé,
juntos,
pero al despertar no estabas,
no habías existido,
era todo imposible, y sin embargo,
tal vez para siempre,
lo habíamos perdido.
Te diré, escucha, mi retahíla, mis desencantos de anteayer o tal vez de nadie sabe cuándo, e incluso puede que no se hayan producido sino en mi imaginación, porque ¿quién garantiza a mi memoria? ¿cómo sé que no me trata de engañar con sus tretas de anciana sin edad? Hay quien dice que la memoria está hecha con retazos de otras acabadas por muertes ocurridas a lo largo del tiempo, que es verdad lo de que nada de lo que hay de este lado del espejo –más acá de la muerte- se crea ni se destruye, sólo se transforma, con el cuerpo muerto se genera la vida de una multitud de bacterias, seres nuevos, células madre, y con las almas, y así las memorias, almas y memorias nuevas, aparentemente limpias de recuerdos, con detalles, si acaso, para cada ya visto de cada vida nueva, en flor. Por eso la memoria no tiene edad, se hizo cuando el universo, por imperio de la misma voz, el mismo acontecimiento, ya ocurrido y sin embargo ocurriendo, te contaré: e inicio mi retahíla, pero no escuchas y las palabras se van desenroscando como uno alta columna de humo de un día sin viento y un rescoldo viejo al pie, cimentándola hasta que, si dura de noche, el frío la convierta en árbol y habría que ponerle nombre de su especie: abedul, fresno, alcornoque, sauce. Las palabras suben y cuenta y cuenta que se era una vez ya no recuerdo qué dijo pero tengo por seguro que algo de singular belleza porque ahora estaba ya recitando un romance en versos octosílabos, que, pruebo, y le puedo ajustar la música de una cancioncilla que supe una vez y estaba llena de nostalgia y de hermosos sentimientos mediante que diferentes personas iban tejiendo con trabajoso arte y gran empeño la pieza de tela del telar de su vida.

miércoles, 24 de enero de 2007

¿Por qué hace frío, de pronto
y yo, a punto de ser flor, he de volver
a la apretada espera helada del capullo oculto
sin color?

¿Por qué has dejado que me hiele el invierno,
a punto de color,
retornado sin sexo ni corola
a la condición triste de brote
desencantado,
que no sabe de olor
siquiera?

¿Naceré cuando llegue
la primavera?
Ha dejado de ser noticia y se desecha sin comentario, que alguien muera en una explosión provocada por otro que también ha muerto, junto con veinte personas más, que casualmente pasaban por allí. Es terrible. Va leyendo, un señor, el periódico, se encuentra un amigo, le pregunta si hay novedades y contesta que nada nuevo que merezca comentario. Cuando el periódico habla de más de un centenar de muertos, entre accidentes, enfermedades, asesinatos, terrorismo. Los muertos, en la página del periódico, son cifras para una estadística. Este año, durante la alerta de máxima circulación, murieron cuarenta y no sé cuántos menos que el años pasado. Y sin embargo murieron decenas de personas, agonizaron, personal, dolorosamente, sobre el asfalto, en las camillas, traspasados por el zumbido bicorde de la sirena, que gime en dos tonos y horada el silencio, anuncia, para quien quiera y para quien no quisiera oír que está a punto de acabarse el mundo para otra persona con nombre, apellidos, ilusión e identidad. Lo que parece importar es si se han entrevistado algunos importantes, medido e intercambiado su cupo de palabras que deben decir, pero no y llegar en principio al acuerdo de no llegar a ningún acuerdo porque cada uno de los reunidos, montado en su tigre de papel, se siente Supermán y ni se entera de que bajo la mesa hay un montón de kriptonita, reflejando en verde burlón la superchería de unos, la vana soberbia de otros, la ignorancia de muchos y el desprecio de algunos, que todos están intentando infructuosamente escribir su nombre en una de las páginas duraderas de la historia, pero son demasiados y demasiado insignificantes, de modo que no caben, ni los hallarán por lo tanto los analistas de la historia de después de la glaciación que viene, que repetirán la leyenda de la Atlántida y todos iremos en la estadística como una civilización que vagamente se supone que existió, dado que aparecen cada día, al excavar, más tornillos de la torre Eiffel y alguien ha visto no recuerda si tal vez soñado ni dónde una fotografía, que tal vez sea un recuerdo, de la estatua, je, je, de la Libertad, de la Gran Muralla y del Taj Mahal. Me asomo a la ventana y está pasando, titila, bufa, repiquetea, el camión de la basura, con sus palafreneros a ambos lados, bien asidos a sendos barrotes. ¡No te vayas, Manuela! –le gritan a una moza que acaba de echar su bolsa, retrasada, al bidón de un poco más arriba de la calle. ¡No te vayas!, ¡que vino el invierno!, ¡que tengo frío! ¡que estás maciza! Ella se ríe, les da un corte de manga y cierra de un portazo, a la vez, el chorro de luz, la escena y el silencio, que, en seguida, vuelve a extenderse con cuidado alrededor de las farolas que dan un semitono de luz, apenas suspiro de luz, bajo el impreciso cono de la cual, se refugia la realidad, apenas textura indecisa, miedo, desencanto.

martes, 23 de enero de 2007

Sonó, al abrirse, lejos, de golpe, una ventana y una voz colosal informó: ¡aquí estoy!, y añadió: ¡soy el invierno! La tierra, evidentemente asustada, se arrebujó en su edredón blanco de plumaje más suave y concibió el sueño erótico que llenó su vientre de osos pardos de las montañas de Europa, oso blancos del polo y enormes grizzlis de los parques americanos, llenos de tenderetes con starlettes de marmol y cremas alimenticias, que subastan la ropa interior de Betty Boop y una rémige del Pato Donald. Había florecido la mimosa, en la ladera del monte, autoproclámándose heralda de la primavera y ahora sus granos de oro señalan camino para los últimos súbditos del mundo feérico, que vagan desnudos, desconcertados por lo súbito del temporal. Hay como un silencio en que vertiginosos giran los corpúsculos de la luz del primer rayo de sol que ha puesto un dedo y marca su huella digital en mi ventana.

lunes, 22 de enero de 2007

Hay quien se muere en un periquete, cuando menos lo espera, y otros en cambio parece que se enredan con la vida que se quitan, como los niños cuando se desvisten por primeras veces solos y se les quedan atrapados brazos y piernas en los entresijos de las mangas. Es sobre todo angustioso asistir más o menos de cerca de la muerte de uno de esos ancianos, hombre o mujer, que para esto sí que da definitivamente igual, y se sorprende y angustia de la fuerza con que se agarran a lo que les queda, apenas una hilacha, de vida, respirando apenas, con un leve quejido como testimonio de que no abandonaron todavía el umbral, les queda un grano de arena en el reloj y está como pegado al cristal por el vaho de la más desesperada esperanza, que es esa que en realidad ya no se tiene, pero el instinto mantiene y los inexistentes dedos de cuerpo y alma se entrecruzan crispados. ¡Si esta misma mañana lo ví pasar! Iba cantando, lleno de vida. Son los jóvenes los que de súbito se quedan yertos, sorprendidos. ¡Pero cómo puede ser hoy! No les ha dado tiempo a enterarse de la elección de la Dama del Alba, que es como le llamaba un ilustre paisano mío a la pálida, la inesperada, la caprichosa, que pasa como una fragata de vela, tajando, partiendo en dos la mar tersa y por ahí, a barlovento, podéis por hoy seguir con vuestras cosas, pero éste de sotavento lo he apartado ya y debe cancelar todas sus citas, que tiene una prioritaria con lo que hay del otro lado del espejo, y llegarán en tropel, de todos los sexos, razas y edades, de todas las religiones, ateos, agnósticos, de la derecha y de la izquierda, del Barcelona y del Madrid, pero ya de nadie más que del otro lado, donde la parte de la comunión de los santos que ya pasó por este hermoso valle de la vida y ahora está en el único futuro implacable que cabe suponer, pero ni siquiera imaginar

domingo, 21 de enero de 2007

Se funde una bombilla y ya no las fabrican iguales porque ahora en cada ocasión en que las necesito son más grandes, pequeñas, anchas o estrechas, de acuerdo con las progresos de la técnica y los adelantos de la tecnología, y como la lámpara suele llevar media docena de ejemplares, en cuanto transcurre cierto tiempo parece el desfile en tiovivo de los cofrades de la hermandad, que en Semana Santa se echan a la calle y unos son altos, otros bajos, alguno chepo y muchos erguidos como tragasables u oficiales de húsares. Además como ayer era sábado, cierran muchas de las tiendas del pueblín de las que se dedican a manipular la electricidad y las grandes superficies son exclusivistas y si cambias de marca, muda el formato de la bombilla, todo referido a estas nuevas de bajo consumo y divertido diseño. Bueno, déjate de bombillas. Enciendo la tele de la habitación que mi mujer llama “de estar” y es como el cajón de los sastres, es decir, sirve para todo y después de comer suele haber un concierto de ronquidos de más jóvenes y ancianitos y de nietos variados. Enciendo la tele y dale a los anuncios, que te dan ganas de hacer solemne, firme promesa de no comprar jamás nada que anuncien en la televisión, y, si sales de los anuncios, impúdicos seres que airean sus vivencias como quien se quita las sayas o se baja los pantalones, orgulloso de lo que en mi opinión debería mantener en el arcano de su intimidad y asimismo sin embargo acaba por exhibir también, me dicen, en esos programas de que huyo por vergüenza ajena, ya que me consta que nada de lo humano me es ajeno y por lo tanto yo mismo podría incurrir en el mismo doloroso error de quienes seguramente son personas que hecha ponderación de vicios y de virtudes resultan mejores que yo. Me escapo con celeridad y tras de pasar por un partido de fútbol –griterío apasionado, canciones e insultos furiosos en las gradas y en el campo ese tedio de las técnicas y las tácticas modernas, que aherrojan la gracia alegre del antiguo fútbol lleno de goles y picardía y lo encierran en una especie de jaula en que se trata de jugar sobre el dibujo lineal del señor entrenador-, y, un poco más tarde, disfruto de una entrevista en que un señor hace juegos malabares con palabras, frases y conceptos con que construye y deconstruye hasta provocar la sonrisa al comprobar que ha impregnado la seriedad de lo que estaba diciendo con una leve ironía, matizada de un escepticismo desencantado que evita a base de seguir creyendo que es posible enamorarse hasta, como dicen que le ocurrió a Darío, de un árbol.

sábado, 20 de enero de 2007

El todoterreno hasta tiene la vaga apariencia de una carroza, cargado como va de personas importantes apoltronadas, arrellanadas, absortas en sus grandiosos proyectos. No distraigan ustedes la atención de los prohombres que van en las carrozas, ni de las promujeres que paritan con ellos, o al revés, consumándose así eso tan presumiblemente aburrido como es la igualdad de los sexos, por un lado, y por el otro la paritariedad eso de que haya el mismo número de un género y de otro en las listas de candidatos, en los empleos públicos, en el ejercito, en las fuerzas de seguridad del estado, en lo más profundo de las minas de carbón y entre los monosabios de las corridas de toros en que ahora no se matará ni al toro ni a una posible vaca sucedánea, que oiga usted,a lo mejor y por lo de la paridad, suprimida la muerte del macho en la corrida y supuesta la igualdad de sexos en el mundo bovino, podrían correrse ya no vaquillas, como antaño en los festejos populares, sino vacas de veras, sin diminutivo. Yo era partidario de la diferencia de los sexos, de la guerra de los sexos, incruenta, sin violencias, desarrollada en clima de caricias, piropos y no sigamos más allá de los apasionados besos que eran como orquídeas hallados en la ladera de la atardecida, enamorados con ese amor que es eterno mientras dura. Me han arrollado, sin embargo,por desgracia, los y las feministas de cartón piedra –lo digo por lo inflexibles-, que ni se te ocurra cederle el paso a una chica núbil, acto evidentemente machista, ni se te pase por la imaginación decirle un piropo de esos que mueve en el aire, nada más pasar, con su garbo más que de Greta. Son actos de irreverente diferenciación. Debes permanecer indiferente como un centinela, paso como pase, mueva lo que mueva, retrechera ella. Y si tienes la mala tentación de hacer un comentario indebido, decirle aquello de que deje las flores que lleva, no se le marchiten en las manos de pura envidia de su belleza, debes reprimir ese improcedente y comportarte como esos gatos que desde lo alto del paredón ven pasar al foxterrier enemigo y parece –están alerta, los muy gatos, más bien tirando a zorros-, parece, digo, que ni se diesen cuenta ni los inmutara el paso del peligro a pie de muro ni aunque levante la pata y parezca que deja, sin dejar, una gota de advertencia. No sé qué será peor, si el cambio climático ese, de que no puedo dejar de hablar, cogido entre los tirios, que dicen que es mentira, y los troyanos, que avisan del fin de estos tiempos y la llegada de otros inimaginables, o esto de que los niños estén a punto de hacerse nada más que en probetas, eso sí, en laboratorios paritarios, donde trabajen, laboren e investiguen un número igual de machos y de hembras de la especie, sin mirarse siquiera, y mucho menos tocarse, hasta que un día, cambiados ya los tiempos, consumada la glaciación, rotas las probetas … No sigo. ¡Esta imaginación mía!

viernes, 19 de enero de 2007

Dice la mitología tupí-guaraní que el Kurupí protege a los animales y castiga al cazador que, asegurada ya su subsistencia, todavía mata por simple maldad; protege igualmente a los árboles, no permitiendo que se los corte si no es por necesidad ... Es un espíritu lleno de misterio, a veces tiránico y brutal, a veces humilde, dulce, servicial y hasta ingenuo, que se deja engañar con facilidad; por lo demás, se vuelve propicio al cazador que le hace ofrendas. Debe ser realmente preocupante creer en una deidad cuyo carácter pueda fluctuar inmotivada e inesperadamente como el de cualquiera de nuestros amigos o como el nuestro mismo. Imaginemos al cazador que viene de vuelta a casa. Imaginemos que ya trae lo necesario para su propia subsistencia y la de los miembros del clan que le están encomendados, pero de pronto, cruza ante él telendo, hermoso, un pintado, rapidísimo leopardo -el felino más rápido de la creación. Realmente es un desafío para nuesto cazador, el paso de ese leopardo. Casi de modo maquinal, carga, encara la escopeta y dispara. No fue maldad, señor -se apresurará a decirle al Kurupí-, sino desafío. ¿Lo perdonará?
Presento un libro de poesías que he escrito a lo largo de estos últimos años. Explico que escribir poesía duele. Aclaro: el poeta -bueno o malo, esa es otra cuestión que no atañe al caso- es una persona que tiene el don, o que sufre la patología neuronal, de que cuando los sentiodos transmiten mensajes al centro de mando del cerebro, las neuronas tienen la posibilidad, o sufren la limitación, de distorsionar, exagerar, excitar hasta la tensión la cuerda del sentimiento. El poeta siente la necesidad de comunicar -vivir es convivir, lo que se siente no es casi nada si no se comparte- y cuando trata de escribir lo que ha percibido, sufre el doloroso desencanto de que lo que aparece en el papel no es más que un reflejo apagado de aquella luz, un vago eco de la policromía de lo escuchado. También explico que el poeta ha de seguir, porque le impulsa la ilusionada esperanza de saber escribir un día un poema, un verso, siquiera sea una palabra, que permita transmitir alguna de las facetas, parte de un paisaje de esos que percibe, que siente, que lo conmueven. me dicen que les lea algún poema. Y les digo lo que pienso: la poesía no puede leerse cualquiera, en cualquier momento. Un lbro de versos es ocasional. Se tiene ahí, en la biblioteca, pero sólo se abre cuando llega la oportunidad de hacerlo. Y sin embargo, nada más peligroso que pedirle a un poeta que lea o que recite. Casi siempre hay que acabar agarrándolo por la chaqueta. ¡Cállate ya! ¡Basta, por favor! El poeta, extasiado por su obra -aunque sea mala el se extasia igual-, sigue y sigue. Impertérrito. Agotador.
Viaje. Atravieso la mitad de España. No hay nadie en los paisajes. Como si no viviese gente en esos pueblos apretujados en torno a iglesias grandes. Unos, alrededor de una sola iglesia, otros erizados de torres. Se cruzan infinidad de velocísimos automóviles en la carretera, pero a uno y otro lado, el paisaje está vacío. Por encima, durante la tarde, trazas blancas, rectilíneas, de muchos aviones. Por la noche, más aviones cuyas luces titilan buscándose camino por entre el laberinto de las estrellas. Pero en los paisajes, mientras duró la luz, nadie. ¿Dónde ha estado esta tarde la gente que trabaja estas tierras, ahora pardoclaras de la meseta? Calor insuitado, cerca de veinte grados centígrados, y estamos a mediados de enero. ¿Cambio climático?. Oigo en la radio que en Alemania y en el Reino Unido, una borrasca ha derribado árboles y matado a varias personas. Los niños interrumpieron sus clases. De nuevo la sensación de que le meseta se halla bajo una campana de cristal. A la derecha, una puesta de sol anaranjada; a la izquierda, las sombras, todavía grisplomo, pero ya ominosas, agazapadas, esperando que acabe la agonía del sol.

martes, 16 de enero de 2007

Tengo que escribir acerca de un libro escrito por otra persona. Eso me azara siempre. Casi nunca sé qué decir. No sé si un libro es bueno o malo. Carezco de esa capacidad crítica. Lo único que puedo hacer y hago en estos casos es decir lo que aprecio desde mi punto de vista, la perspectiva con que veo ese libro de marras, que acabo de leer. Sé que me falta la objetividad propia de un crítico, que ha de apoyarse, claro, en conocimientos y ha de abarcar campos hasta que yo no llego. Pienso que equivocaré al autor, que pensará que la mía es una opinión objetiva y por ello, con peso específico, pero no es más que la expresión de mi sentimiento, es decir, mi interpretación personal. Me acuerdo de aquel singular amigo que un día me dijo que estaba escribiendo un libro sobre vinos. Yo, admirado, comenté ¡un tratado de enología!. ¡Qué va! –me dijo-, lo que yo escribo es un ensayo acerca de los vinos que sé que me gustan a mí. Más o menos, lo que quiero decir es que un libro puede ser bueno y no gustarme a mí o ser malo y gustarme a rabiar. Y así lo diré, con entusiasmo, si en realidad me gustó, y si no, con prudencia, disimulando, ahondando en esas ambigüedades gratas a los oráculos y a los adivinos, mediante que indico al autor que no tiene por qué desanimarse, entre otras razones porque, por malo que a mí me pueda parecer un libro, su autor es seguramente capaz de escribir otro deslumbrante. Y de hecho he advertido que no hay libro, por malo que sea, que no contenga en alguna de sus páginas una palabra hermosa, o muchas, y alguna frase impresionante por su oportunidad, rotundidad o belleza o expresividad.

lunes, 15 de enero de 2007

Gente en la calle. Ahora no se entrecruzan, cada cual camino de sus asuntos, sino que van en la misma dirección. A veces gritan al unísono la misma consigna que poco antes dijo a través del altavoz el coordinador. El coordinador indica a la multitud lo que procede decir a coro y la multitud se convierte en manifestación que mañana dirán los periódicos que, además de lo que dijo, quiso decir esto y aquello, y como consecuencia …
Las consecuencias no las saca la multitud, ni siquiera cuando se convierte en coro y manifestación, sino sus intérpretes, a través de complicadas labores de hermenéutica, por medio de intrincados razonamientos que no hace falta que la multitud se moleste en tratar de analizar, ni siquiera ahora que, dispersada, se ha convertido en parte del pueblo soberano, también definible como conjunto inorgánico de la gente de a pie, o como plebe urbana, la que en Roma, el emperador, bicalificó en una ocasión de ociosa y corrompida y de la que en Roma se dijo que lo único que quería eran juegos y circo.
La multitud, ahora cada cual para su capote, descubre atónita la de cosas que se pueden pretender y se pueden decir y se pueden autorizar sin más que repetir unas pocas, a veces enigmáticas, a veces mágicas palabras, que, oídas a través del altavoz, rimadas en pareados, primero arraigaron y se convirtieron en axioma, luego en consigna y ahora se abren y multiplican y convierten en hermoso discurso lleno de bellísimas promesas de paz y felicidad, mañana o pasado –“hoy no se fía”, dice el letrero de mi taberna habitual, “mañana sí”-, para este baqueteado mundo mundial a que con razón Mafalda suele poner un pañuelo atado alrededor, con un lazo arriba, como en nuestra, ay, lejana niñez se hacía para aliviar el dolor de muelas y las paperas.

domingo, 14 de enero de 2007

Me pasa algo curioso con mi sombra. No puedo dejarla, cuando entro o salgo en casa, colgada del perchero. No puedo siquiera quitármela cuando me quito el abrigo, la chaqueta, o incluso, para dormir, el jersey. Tengo entendido que hay una de esas tribus primigenias, no sé si de Africa o de la cuenca del Amazonas, que sabe hacerlo. Llega cada individuo a su choza, cierto que sin más vestidura que su sombra, y se la quita, es de suponer que para no mancharla. O tal vez lo he leído respecto de los maoríes australianos o neozelandeses. Y hasta puede que no lo haya leído, sino sólo imaginado, y ninguno de ellos pueda quitarse la sombra y dejarla bien doblada en el arcón del vestíbulo de su respectiva choza.

Pone nervioso esto de no saber quitarse la sombra –ni la buena ni la mala- como esos individuos que cuando les apetece o les da el ramalazo, se dejan el alma en casa y se convierten en desalmados capaces de matar sin orden ni concierto. Yo lo del alma, la verdad, prefiero no ensayarlo. No sólo por eso de que luego puedes enloquecer y ponerte a matar gente, que de modo indefectible, vienen los “especialistas” se remiran, sin saber qué hacer y lo mismo te pegan un tiro que se te llevan a las mazmorras del poder.

Que el poder, cuanto más poder, más mazmorras. Como si tener al personal cautivo arreglase nada más que irlo ablandando, entre la humedad y el silencio, casi siempre acompañados por el vago eco de una corriente de agua, que nadie sabe por don pasa, pero está casi siempre en el fondo de todos los silencios, puede que se la soledad misma, que suena así cuando la frota el tiempo.

Yo con la sombra ya probé casi todo. Movimientos súbitos como de quitarme la camiseta, taimados como para sacarme los calcetines sin doblar la cintura por la cosa del lumbago, dejarla caer como un gabán. Nada. Está unida a los pies, cosa inconsútil. No tiene ni esas marcas del plástico transparente con que ahora lo envuelven todo y es mentira que exista la posibilidad de despojar suavemente ni alimentos, ni deuvedés, ni nada de cuanto viene higiénicamente cerrado, libre de miasmas, pero irritante e inexorablemente aislado de la realidad cotidiana de hombres vulgares como yo, incapaces de abrir brecha en esa envoltura que parece tan frágil.

He desistido. Recientemente, un personaje de John Le Carré le cuenta a otro que parte de su desesperación reside en que donde quiera que va ha de ir acompañado de sí mismo. Y me acordé de lo de la sombra mía y aquella obsesión que tuve por conseguir un divorcio que ahora ya considero disparatado. ¿Qué iba a ser de mí, ahora, ya mayor, cuando la gente te rehuye para que no le cuentes tus batallitas de abuelo, si no estuviera mi paciente sombra, de la que a fuerza de tratarnos, pienso que de algún curioso modo estoy enamorado y cada día más, porque le cuento y le cuento y no agota su paciencia para escucharme, ni me discute mis razones y me acompaña y duerme conmigo en silencio, sin roncar ni protestar porque le ocupo su parcela de cama y por las mañanas se levanta tan lozana y se alarga y estira en cuanto sale el sol, jugando a mi lado con el perro y su sombra? Y para colmo no me habla de lo gordo que estoy, si, comiendo, repito las exquisitas patatas o mojo en la salsa el migajón del pan.

sábado, 13 de enero de 2007

El tiempo ha desgastado cada curva de la talla del granito sobre la puerta de la vieja iglesia donde alguien muere rodeado de muchas y parece que evidentemente solícitas personas, ataviadas con ropajes holgados. Ninguna tiene expresión porque la arena, manejada por el viento, ha ido borrando los rictus de cada gesto y ahora son todos como fantasmas, y otro el moribundo, pero en una esquina del arco, abajo, a la izquierda, está la figura de un señor mayor, con gafas y aire doctoral, que lleva una especie de gorro puntiagudo, como de marinero bretón, y hopalanda. Está consultando un volumen grande, aparentemente lleno de sabiduría, tal vez con toda la de la época atrapada entre sus hojas de piedra, inmóviles, objeto de la atenta, rigurosa mirada del docto varón de la esquina, protegido por la del arco en que está encerrada la escena, nunca mejor dicho que petrificada. La guía, regordeta, aburrida, con ese tono metálico, displicente, que los guías de ambos sexos reserven para la clientela de tercera, normalmente ignara, cuenta no sé qué leyenda inspiradora de los canteros que en su día pusieron la escena a la vista del público, atrapada en su escenario, para que cada cual, ahora que las figuras, salvo esa que dije, ya son fantasmas, cada cual imagine la leyenda que más le pluga, y así se irá haciendo la historia, que, cuando reciente, se manipula, y, de lejos, se reestudio a través de textos manipulados en pro o en contra de lo que creía, defendía, enseñaba, el sin duda ilustre agonizante del cuenco del arco de la vieja iglesia y al final nosotros estudiaremos una historia deforme, como los relojes surrealistas de Dalí y todo se irá haciendo nebuloso, pero estará escrito e impondrá ese respeto de la letra impresa, que da la impresión de ser verdad lo que dice, cuando alguien se ha atrevido a dejar constancia de lo que pensaba.

viernes, 12 de enero de 2007

En medio del vocerío, destacó el cristal de una voz más aguda, pura, transparente, como un chorro de aire, una delgadísima columna de cristal sin límite visible, que se cimbreaba con lentitud e irisaba la luz que la alcanzaba. Expresó su anatema por encima de las demás roncas voces airadas, las ahuyentó e hizo enmudecer y en seguida, se cerró sobre sí misma, como una de esas flores que por la noche apagan su corola. Se hizo el silencio. Fue como si la maldición hubiese aterrorizado a la multitud, que se disolvió en un murmullo y se fue dispersando hasta que la oscuridad y el silencio se adueñaron de la plaza, sin más rival que unos exánimes puntos de luz incapaces de oponer resistencia a la noche. De pronto, de una sola dirección, primero, después desde varias, empezaron a llegar frases alarmadas: Ha muerto. Murió el Regidor. Está muerto, como impetró la voz. Como si la voz lo hubiese matado atravesándolo, clavándolo en la pared del despacho desde que regía, señor absoluto, los destinos del pueblo, que se manifestó esta tarde y gritaba hasta que se alzó aquella voz, como una aguja de cristal, de agua, de luz. Ahora está muerto. Clavado sobre su propio retrato, en la pared, encima de su poltrona, igual que si fuera una mariposa pinchada por su coleccionista sobre la blanca superficie del fondo de la caja. Nadie sabe quién lo mató, pero ya no hay Regidor y es necesario otro sobre quien verter el odio implacable del pueblo. Otro que también pretenda gobernar sin más límite que el de las leyes que él mismo proclame a su capricho, según interese a su personal arbitrio, soberano por supuesta decisión del pueblo, que, bien dirigido, elige siempre mal para que continúe siendo posible la revolución, esa alfaguara de héroes muertos que permite triunfar a los más listos, más vivaces, más pícaros, más cobardes, de quienes ¿qué iba a ser, si no? Privados por los mejores de las mieles de unas victorias que así pueden ahora urdir con paciencia, como elaboran sus telas las arañas, segregando el pegajoso hilo contracultural de la ignorancia. Cuentan, como sabéis, de aquel primero de la clase, que, corridos los años, se encontró al último de la clase de su niñez, cuya apostura, elegancia y atuendo contrastaban con la andrajosa catadura de aquél, que no pudo por menos de preguntar, interesarse vivamente cómo había podido ser que un último de la clase aventajara en la vida de modo tan ostensible al fracasado primero de ella. Pues ya ves lo sencillo que fue –le explicó el rico prócer sin rodeos-, desde que dejamos el colegio, me dediqué a lo mismo: compro café a cien, lo vendo a trescientos y con ese modesto tres por ciento hasta conseguí ahorrar …

jueves, 11 de enero de 2007

Aguila Roja, el Gran Sakem de los arrapahoes, se arrebuja en su polícromo centón, mira al cielo y asegura al Gran Consejo, reunido, acabado de fumar el calumet del Gran Consejo, chupadas al norte, sur, este y oeste, sucesivas, de los ancianos de la tribu, sus únicos consejeros, si no se cuenta el Gran Hechicero, de momento dormido a pierna suelta en su wigwam, en brazos de la squaw más amada de las tres de que dispone, asegura y le reitera al Gran Consejo que hay algo en el aire que no funciona, que no han llegado los vientos debidos, que algo hemos hecho mal, los injuns, para que el Gran Manitú permita esta rebelión de la naturaleza, de la Madre Tierra, tan evidentemente encolerizada. Aguila Roja propone amarrar al Gran Hechicero al palo de la tortura, que la tribu baile en su torno el baile del desagravio, que ejercite la maña de los guerreros en el tiro con arco y la lanza –todavía no jabalina olímpica, pura azagaya, aún, destinada a romper y rasgar, procurando no matar, el epitelio del torturado, en busca de sus entrañas- y en definitiva rogar al Gran Manitú que restablezca el orden del universo y haga retornar a los búfalos para que los arrapahoes sobrevivan otro y otro invierno. El Gran Hechicero, en tanto, se abraza con desesperación de amante a su sqaw, ambos enajenados de entusiasmo, ajenos a lo que se les viene encima, cuando, habiendo aceptado el Gran Consejo por esta vez el del Gran Sakem, media docena de malencarados esbirros, seis jayanes de rostros pintarrajeados con los colores de la guerra, rasgan la valiosa piel de búfalo, entran en el wigwam, apartan a la ya no doncella, que grita, se retuerce e intenta huir, se abalanzan sobre el Gran Hechicero, que recita ensalmos, hechizos, condenas y maldiciones espantosas contra sus captores, pero es atado, amordazado, conducido al poste y desde su picota mira y sigue denostando y anatematizando de tal modo al mundo en general, a la tribu en particular y muy especialmente al Gran Sakem y al Gran Consejo, a quienes con acierto atribuye su reciente e inesperada desgracia, que el Gran Manitú parece haberle escuchado y las columnas súbitas de tres tornados arrasan, primero sucesiva y luego conjuntamente el campamento y allá van, embudo arriba del Gran Viento, todos mezclados, los injuns de la tribu, los más eminentes y los inútiles, los bravos y los cobardes, los que ya tienen nombre y los que aún no lo tienen, camino de las Eternas Praderas, plagadas de lustrosos bisontes, donde jamás llegará hombre blanco alguno, ni Cabello Largo, ni sus Casacas Azules del Séptimo de Caballería, ni las añagazas del Gran Padre Blanco de Washington, ni, como consecuencia, el cambio climático, ni las erráticas políticas de esos como el que ya sabéis, que , por semejarse a la parte oscura del mundo de Harry Potter, su nombre no debe ser pronunciado

miércoles, 10 de enero de 2007

Me encanta esa fuente, dice mi nieta mayor, que tiene los ojos grandes y parece que el mundo, ay, va a entrarle por ellos de un momento a otro y dan ganas de pedirle que los cierre: no mires, por favor, no dejes que entren las partículas de este azacaneado mundo, que son como metralla de desdichas. Tú no lo sabes. A ti te encanta la fuente, apenas un susurro del agua, el semitono con que los árabes ponían contrapuntos en la Alambra para que los ojos no se embebieran demasiado, tuviésemos que escuchar y en esto nos sorprendiera un olor de jazmines. Esparce los sentidos para que ninguno te engañe con los embelesos del mundo mundial, capaz de todas las zorrerías para llevarte a un miserable recodo, un umbría de tristezas en que el agua viva del río, atraída por el sosiego aparente de la soledad silenciosa del remanso, se queda y muere y pudre de desencantos. No mires nada demasiado con esos ojos inmensos, que son como la mar. Pero ¿qué digo? No me hagas el menor caso. Los ojos son para ver y ejercitar este terrible oficio de vivir, que es un constante riesgo, un hartazgo de posibilidades diarias, que has de seleccionar con el exquisito tacto del alma, que si se descompone y disparata, es algo que ocurriría sin duda aunque me hicieras caso cuando temo y desvarío, porque antes era yo solo, mi superficie vulnerable, cuerpo y alma limitados, pero ahora sois tantos como quiero más y más especialmente porque advino el código genético de mi propio sufrimiento y de mi gozo de vivir en vuestro delicado tejido orgánico, en los misteriosos entresijos que usan los sentidos para engañar a las neuronas e irnos llevando, de oca en oca y tiro porque me toca, a lo largo del camino iniciático que hemos de recorrer, por más que yo me empeñe en sacarte de él y conducirte bajo mi capa de invisibilidad, para que no te toquen, al pasar, ni las ramas de los árboles, que se agachan a reconocernos, a los humanos, para preguntarnos por qué ellos, los vegetales, no pueden caminar en busca de una estrella de mar dejada por la mar en la playa para que nos sirva de única brújula útil para no saber a dónde ir. -

martes, 9 de enero de 2007

¿Para qué vas a quejarte? Nada se arregla quejándose. Aprieta los dientes y cállate. ¡Mira que es difícil callar Yo reconozco que no acierto casi nunca, que prefiero escupir ese torrente de palabras ácidas que en seguida se te ocurren. Reconozco que he de aprender, a mis años, pero he de aprender, a callar y olvidar si más lo que dicen o la situación o esa mirada con que te hablan a veces los de más cerca y es como si te hicieran una sesión de acupuntura telecomunicativa. Es igual. La consigna: no quejarse. Mira por dónde se me había olvidado este año lo de “año nuevo, vida nueva” y se me aparece esta preciosa y precisa consigna de los tres monos del llavero: ver, oír y callar. Supongo que todo el mundo ha leído o escuchado en alguna ocasión el milenario adagio chino que te recuerda que se es dueño de lo que se calla y esclavo de los que se dice. Y sin embargo hasta el mudo de la acera de la capital, que me acecha desde su esquina cotidiana y me cobra peaje cuando paso, se ve que intenta expresarse y evidentemente me habla del tiempo, de que ha ganado o perdido su equipo de fútbol preferido, de que es tal o cual época del año, y, mucho más expresivo aún, cuando el peaje le parece escaso. Hay el recurso de hablar solo. Debe ser estupendo, uno de estos días probaré, callar durante todo un día completo, y, al siguiente, irse muy de mañana a la playa, a la orilla, donde deja cada ola el adarce y ponerse a vociferarle a la mar todo cuanto se te ocurrió en cada caso, cada vez que te hicieron un comentario irónico, hiriente, malintencionado. Decirle a la mar todo, con excepcional elocuencia. La mar, mansamente la mayoría de las veces, te devolverá la concha vacía, nacarada, de uno de sus incontables muertos. Puede que una concha, todo a lo largo de la playa, por cada palabra. Hasta hay quien dice que se dan casos en que contesta con un mensaje enrollado en el interior de una botella. Realmente emocionante.

lunes, 8 de enero de 2007

He estado como diez minutos extasiado contemplando, bien de mañana, con las calles aún vacías, el aire nuevo y limpio y el perro tironeando: ¿qué pasa, humano? ¿te has vuelto a dormir?, pero no, lo que estaba era contemplando, ya digo, las evoluciones de un bando de palomas perseguido por un pájaro de rapiña que por aquí llaman “ferre” y no sabe cazarlas al vuelo. Por eso evolucionaba intentando hacerlas posarse en la plaza o en algún tejado, le daba igual. A quienes no daba lo mismo era a las palomas que, en bando organizado, evolucionaban, subían, bajaban, hacían quiebros en su vuelo. En un momento dado, el pajarón se cansó y fue hacia el mar –ya sabéis: la mar- y las palomas, tras girar dos o tres veces precavidas, se posaron en la vertiente de un tejado. Seguro que jadeaban. ¡De buenas hemos escapado esta mañana! ¡Uf! ¿Lo viste cuando se acercó a mi flanco y me rozó con el pico? ¿Y cuando nos esperaba y se dejaba caer para obligarnos a tomar tejado? En el río, que lo reflejó todo en silencio sin hacer comentarios, se cruzaron la señora garza, desgarbada, sin prisas y el apresurado cormorán, que iba, como siempre acelerado y urgente, a sus cosas y asuntos. Me parece que ni se saludaron. La garza despreciativa, el cormorán absorto. Admira observar que el río, de pronto, en un determinado lugar, al hacer una curva, tiene poca hondura y finge unos rápidos de juguete, en que canta sin demasiado ruido, como si tararease una canción. Un poco más abajo, refleja, boca abajo, sin estridencias, los edificios de la otra orilla. Salvo cuando son artificiales, pintados por los humanos, los colores son suaves, armonizan con facilidad y las fotos que hace el río, que ya dijo Heráclito que es un viajero impenitente y mudable, para llevarse a la mar en lo más hondo de su memoria de agua y truchas inmóviles, como tentaciones o tal vez malos pensamientos recurrentes, son a la vez claras, sencillas, elementales. Sin el más mínimo retoque. Los humanos, supuesta, equivocadamente perfeccionistas, al intentar mejorarlo, destruimos la armonía inicial, hecha de semitonos. Por eso la naturaleza, enfadada, produce terremotos, volcanes y cambios climáticos. He ido a mirar al diccionario, el “ferre”, en realidad, se llama gavilán y comparado con el halcón es grande, pesado, inhábil para cazar al vuelo. De ahí todo aquel ir y venir entre griterío histérico de palomas asustadas. El gavilán, como portador del miedo que era, volaba concentrado, en silencio como pasa, planeando, inexorable, oscuro y grandón, el insomnio. -

domingo, 7 de enero de 2007

Sal afuera –me digo- y barre las cenizas de la ilusión que desbarataron los Reyes Magos. Es como si compras un décimo de lotería, que, como todo el mundo sabe, no va a tocar más que a una gente desconocida que abrirá botellas de champán y de cava ante la ventanita de la tele, pero a ti y a mí nos ayudará a soñar despiertos cómo distribuiremos el importe del “gordo”. ¿por qué no se sueña nunca con ser actor secundario? ¿Por qué siempre el protagonista? ¿Por qué siempre el “gordo” y no un modesto tercer o cuarto premio que nos aliviaría de hipotecas? No nos va a tocar. Al día siguiente del sorteo, con un plumero, esparciremos desde el alféizar de la ventana las cenizas de ilusión que nos hayan quedado de aquella hoguera tan sorprendentemente luminosa ante que calentábamos la esquina más tierna –de ternura- del alma. Los Reyes Magos descargan juguetes, más o menos, según, y apagan las barbacoas de ilusión porque resulta que ahora ya tengo el juguete y no brilla como cuando lo anhelaba, y queda en un rincón para que mañana quien barra no sepa qué hacer con él. Y en cambio, alguien me ha comprado un libro usado en un mercado, que tiene hasta anotaciones de un antiguo lector de que puede haber sido cualquier cosa, incluso que haya muerto, dejándome como legado un dibujo de un avión, el perfil de una cara, el esbozo de otra. Nada de un mapa de ningún tesoro, pero sí una fecha: 1944. Echo cuentas. Por eso el avión lleva una cruz gammada en el fuselaje, producto tal vez de una germanofilia de aquel lector desconocido, o de su germanofobia y que lo estuviese pintando para luego clavarlo en la pared y lanzarle dardos. En 1944, el mundo estaba convulso y yo era estudiante de bachillerato, pero ya no me gustaba a mí mismo. ¿Alguien se gusta a sí mismo? Me refiero, claro, a la conducta en general, a lo que Priestley llamaba el hilo sutil en que consiste nuestra trayectoria vital y deja dibujado para la historia, para nuestro biógrafo, si algún día lo merecemos o para la malévola memoria propia, los desgraciados meandros de cuantas situaciones se produjeron en que no supimos conducirnos como exigía la imagen que hasta entonces habíamos considerado ideal de nosotros mismos. Los Reyes, con todo lo demás, que tanto he agradecido esta mañana, me han dejado, como a los niños tristes, un dedal de ese veneno desesperanzador que tienta de escepticismo. Tendrá algo que ver, digo yo, el singular dolor que produce enterarse de que dos personas se durmieron en dos coches en un aparcamiento y un soplido del terror reavivado los convirtió en implacable explosión, en súbito fin de su mundo. Me pregunto si en sueños, o en ese vago entresueño del insomnio, oyeron la tremenda vaciedad del estallido con que una parte de humanidad pasaba al lado oscuro de lo infrahumano.

sábado, 6 de enero de 2007

El juguete más brillante: ese robot que un padre más gastizo, tal ve vez no más rico, sino atrabiliario, pródigo –en la terminología legal-, derrochador, le ha comprado a su hijo que apenas se tiene de pie, con la primera borrachera, del aprendizaje a andar, reciente. Pero el padre, tenaz, está aprendiendo las mañas electrónicas del feo robot, anuncio de los que un día, según deduce Asimos, se rebelarán contra las tres leyes de la robótica, o las derogarán, desde su propio parlamento de acero inoxidable, y proclamarán la inteligencia artificial, ciega, sin moral, arbitrio disparatado de la razón, tan disparatada con frecuencia en sus últimas deducciones y consecuencias, que no puede mitigar la ternura. Estamos olvidando incluir la ternura en los entresijos y cableados de los perritos acerados, que ladran, mueven el rabo y hace pis coloreado de azul al pie de las farolas, según apriete, o sencilla y simplemente toque el entusiasmado papá uno u otro de los botones, que algunos vienen coloreados y lleva un grueso libro de instrucciones, el bigardo, bajo el brazo, que podría indicarle para que sirven el verde, el azul, el rojo o el amarillo, pero él se obstina en chocar contra los bordillos, para y remira el artilugio y en un momento dado saca el pañuelo y le da brillo. Niños horrorizados, se apartan del artefacto, que, impertérrito, incluso pasa sin hacer caso por delante de un supuesto semejante suyo de pelo erizado, respiración entrecortado e indignación evidente, que entre agresivo y temerón, acaba por recular, medio vuelto, enseñando los dientes, gruñendo. Las niñas, más tranquilas, formadas en batería, cada una empujando su instinto maternal incipiente, disfrazado de sillita con arropado bebé de imitación, pasean hablando de sus cosas, vaga imitación de su propia versión cuando adultas y tal vez adúlteras porque tantas cosas que deberían ser de una manera, resultan de otra y una mujer despechada, desilusionada, desnortada, es mucho más peligrosa que un hombre, que ahoga las penas en otro fracaso o en un charco de vino peleón que le encharca los ojos y se los llena de esa humedad que los ablanda. Es mañanita de Reyes Magos. Todos somos los niños perdidos, en busca inacabable, de antemano fracasada, de Peter Pan, que lo mató el Capitán Garfio del escepticismo, citados a las nueve en la esquina del Convento, como don Juan Tenorio y el otro Capitan, su verdugo justiciero de que nadie aún, ni siquiera Pérez Reverte, se ha atrevido a contar la historia. Pues a mí –dice un niño a otro más triste- me pusieron un escalextric, pero no me dejó mi padre traerlo al Parque y jugamos en el desván.

viernes, 5 de enero de 2007

Hay una multitud de niños expectantes. Apenas pueden soportar la tensión de ignorar si los reyes Magos se habrán enterado de aquel desliz que no tienen muy seguro de si estará o no castigado con la prohibición de regalos que en casa se ha convertido en arma secreta y frecuente contra cualquier exceso, cualquier omisión. Si se enteran los Reyes … No añade más, el verdugo de turno, pero el niño ya sabe que los Reyes no traen más que carbón a un niño convicto de desobediencia, pongo por ejemplo de infantil maldad. Recuerdo una niñez no sé con exactitud si de guerra o de inmediata posguerra, en que nos pusimos secretamente de acuerdo todos los niños de la panda para ser malos y provocar de modo deliberado que los Reyes Magos nos trajesen carbón, sacos de carbón, aquel año. Nadie entendía por qué aquel súbito y generalizado mal comportamiento justo en época en que la amenaza de que los Reyes se enterasen había sido habitualmente suficiente para tranquilizar y dominar el cotarro infantil. El secreto estaba en que los niños de todas las épocas hemos escuchado siempre mucho más de lo que los adultos de cada una de ellas supusieron. Y que los de entonces sabíamos de las angustias que estaban pasando nuestras madres respectivas, sin leña, sin piñas –que se utilizaban para iniciar el proceso de encender el fuego de aquellas cocinas- y sin carbón. Los Reyes, dedujimos en secreto cónclave, podrían solucionar por lo menos aquel año el acuciante problema de la carencia de combustible. Ya vendrían años mejores, de pedir mucho y comportarnos adecuadamente. Pero aquel año no. Aquel año, no sé cuál de nosotros había visto a su madre llorar. Nos lo contó, y el que más y el que menos habíamos oído también lo suficiente como para estar seguros de que el mal se había generalizado, la carencia era grave y se estaba padeciendo con gran preocupación por todas nuestras familias, salvo la del odioso estraperlista de siempre, el de la casa grande, que hasta calefacción tenía y se veía echar humo a aquellas chimeneas de su castillo, pero bueno, qué se le iba a hacer, ya vendrían los Reyes y harían justicia. Juguetes no iba a haber, aquel año, salvo que alguno –y al llegar a este punto nos mirábamos con indisimulada desconfianza-, fallase en la buena obra colectiva que habíamos emprendido. Nos costó no sé cuántas palizas y diversos castigos, pero nos convenció de que o el servicio de información de los Reyes Magos era más que deficiente o que los Reyes, vista la profusa aplicación de severas penas padecidos por nosotros, habían decidido aplicar el principio de derecho penal de que nadie debe ser juzgado y mucho menos condenado dos veces por los mismos hechos. Lo cierto fue que aquel año, el seis de enero, el parque estaba lleno de minúsculos guerreros que con fusiles y ametralladoras de madera, cascos de cartón y carros de combate de arrastre –que tardó mucho años en inventarse aquello de la teledirección y que los que jugásemos de nuevo en el parque de otros seises de enero fuéramos los padres, con los coches teledirigidos de nuestros hijos- En el fondo, fue una decepción, pero se nos curó en seguida, sin dejar cicatriz. Luego alguien se fue de la lengua y nuestros padres, vete a saber por qué, encima, se reían a mandíbula batiente.

jueves, 4 de enero de 2007

Visito mi cuaderno y estoy ahí solo como la luna, entre tierra de un lado y, muy lejos, estrellas. Como la luna, mudo, limitándome a exhalas esa luz verdosa, de ojo artificial que mira a través de una mira para visión nocturna. Insistente, abajo, una voz metálica, como de máquina que recoge las llamadas telefónicas, me informa de que puedo llamar a otro número para informarme de cuál es el número definitivo de algo. Todo está numerado y me pregunto cuál será el número de mi alma y si coincidirá con el del pasaporte o el del DNI. Por cierto, una niña me ha preguntado si el alma, tenga la forma que yo quiera –me dice-, si el alma es o no redonda, maciza y dura como una canica. Voy, corre que te correrás a mi nuevo Diccionario de Teología, a tratar de enterarme, antes de entrar en honduras, pero pasa de “agnosticismo” a “amor”, sin hacer noche oscura del alma. Alma, dice Ferrater Mora en el suyo filosófico, tiene una multiplicidad de sentidos: religioso, teológico, filosófico general, epistemológico, psicológico, antropológico, etcétera. Platón no tiene muy claro en qué consiste y la define como “realidad esencialmente inmortal”. Yo no me cuestiono, ni mucho menos, la existencia del alma, pero discrepo de quienes tratan de definirla, de atribuirle funciones, partes o características, esencia determinable o cosa distinta de una energía pura, insustancial y paradójicamente inimaginable. “El alma –dice san Agustín- es un pensamiento en tanto que vive, o, mejor dicho, se siente vivir”; también le llama “la atención vital” y “principio animador del cuerpo” o “esencia inmortal”. Lo bueno que tienen los números es que son gratuitos y prácticamente interminables, de tal modo que podemos repartirlos sin duelo ni quebranto, ni miedo de que se acaben, entre todos los cuerpos, los espíritus y sus respectivas conjunciones, cuando se produzcan, y reducirlos a fórmulas exponenciales, para reducir su tamaño, o mejor, a bits y así serán compuestos expresables a través del juego del uno y el otro o la nada y el uno, como dicen que son capaces algunos japoneses, artistas de la papiroflexia, de reproducir toda la creación a base de doblar y desdoblar pedazos de papel, cortando como último y desaconsejable recurso. -

miércoles, 3 de enero de 2007

Imagínate un villorrio –en mi opinión, hay que distinguir siempre, en términos de expresividad desde luego ni dogmáticos ni impositivos, entre villorrio, que ha de suponerse núcleo de población menguado, que fue mayor y ha venido evidentemente a menos, con huellas de abandono y cultura, modo de vivir de la mayoría de sus habitantes, parecido al de uno de los lugares del sur en que pasan las cosas que pasan y describe Faulkner, pueblecito, que es un núcleo de población aparentemente apacible, bañado por un calcinante sol que permite pocas, pero muy diferenciadas sombras y suele coincidir con las descripciones de Azorín y villa o pueblo, sin más, en que como ocurre en St Mary Mead, nos cuenta la señorita Marple, de doña Agatha Christie, se desarrolla la vida con mansedumbre y humanidad proverbiales, con las habituales consecuencias de yin y yang yuxtapuestos y de algún modo precariamente equilibrados- Imagínate, decía, un villorrio. Sus calles han dejado de ser rectas y bien trazadas, desde que la ausencia de una autoridad competente, incorrupta, esperanzada y esperanzadora, se ha desdejado hasta una mezcolanza de vanidad, libre y caprichoso arbitrio y convicción, más o menos confesada, de que cualquier problema en que no se hayan producido todavía muertos y heridos es tolerable y probable que se arregle sólo, gracias al paso de ese tiempo que con la misma indiferencia permite que envejezcamos y muramos los miembros del género humano o se acumule el polvo hasta endurecerse en pátina sobre las más genuinas antigüedades. Las casas no parece que en general vayan a poder soportar ni un aguacero ni el soplo de un viento de mediana fuerza, y su alegría, en este momento en que nuestra imaginación colectiva llega hasta allí, se reduce a bombillas de minúscula potencia que a duras penas mantienen lo más duro de la oscuridad de polvorientos cristales, muchos hendidos, de las ventanas afuera. Cualquier ruido de pasos parece haber sido motivado, con sus ecos, por un pelotón de sicarios camino errático en busca de eventuales víctimas. En este lugar, olvidado del mundo, semidormidas, sobreviven las neuronas del que está triste cuando lo está de veras.

martes, 2 de enero de 2007

Una auténtica porquería –en realidad una simple, sencilla y pura mierda- el servicio de esa gran, es un decir, librería, que llevo media hora tratando de encargarle un libro y el proceso se atranca, en pleno año 2007 del siglo XXI, porque las cosas funcionan según se cuidan o no y de seguro a este encargado le importa un pito que yo compre o deje de comprar el libro, cualquiera que sea, que para él pienso que no es más que un numero del catálogo y ya podría este sujeto, es decir, yo, irse a la librería y comprarlo en el mostrador, o mejor aún, tomarlo él mismo del anaquel y pasar, eso sí, por caja, saludar a la sonriente cajera -¿pagará con tarjeta?, ¿me enseña su DNI, por favor?; nuevas sonrisas de disculpa- y no dar la lata, que esto de la librería electrónica no es más que una exhibición de supuesta modernidad todavía mal asimilada, pese a la habilidad de los moticones, los incontables logos, la reiteradamente incumplida promesa de que en cuarenta y ocho horas usted recibirá un ejemplar de la obra adquirida. ¡Váyase usted a su servicio!, señor librero, es decir, a la pura, sencilla y simple mierda, o atiéndalo como aquellos viejos libreros del guardapolvos y gafas de culo de vaso, que siempre tenían oculto ellos sabrían dónde el ejemplar que uno iba a buscar con aquella timidez de lector reciente, fuera cual fuese la pretensión, desde La caída del imperio romano, de Gibbon hasta la Anábasis, de Jenofonte. Alguna vez se sorprendían: pero ¿de verdad pretendes leer El paraíso perdido? Pues sí, de una sentada, a poder ser. Luego no pude, lo confieso, pero poco a poco hasta el Ulises, de Joyce, que es algo de lo que debe presumirse de haber leído, por mucho que cueste hincarle el diente, que en mi modesta opinión, es más un complicado y exigente trabajo que la distracción que muchos buscamos en la lectura nuestra de cada día, o la evasión, o la liberación de esa rutina que en tantas ocasiones sustituye el espíritu aventurero con que nace cada hombre y que cada hombre vende incautamente cuando casi niño todavía, como Esaú, también por el consabido plato de lentejas.

lunes, 1 de enero de 2007

Me he colado en el año nuevo, 2007, como si no hubiera pasado nada. Estaba en 2006, un parpadeo y era 2007. Ni un salto de temperatura, ni ponerse a llover de repente. Fue, ya digo, como deslizarse por un tobogán no demasiado largo y la noche continuó siendo noche, pero ahora estaban sirviendo copas de vino espumoso, se arremolinaban, un rapaz, en el tumulto, se abrazó a su vecina de más cerca y se besaron. No fue que le robara, como era su evidente intención, un beso, sino que ella lo atrapó, se ciñó a él y se quedaron ambos por unos segundos, aparentemente quietos, supongo que arrebatados. Luego, ella le dió una bofetada y salió corriendo de la habitación. El se puso la mano en la cara, y, pensativo, se fue apartando hasta desparecer entre la gente. También fue como si no hubiera pasado nada, pero el año, con este incidente, ya no me pareció tan ingenuo como había esperado que fuese. Si acaso más proclive a lo inesperado susceptible de producir consecuencias inimaginables. ¿A dónde fue la chica a escupir su deleite? ¿A dónde el ladrón a esconder como un tesoro el suyo? ¿Habrá pintado un plano de la escondida caverna de la isla desde hoy del tesoro en que lo ocultó en un cofre de madera de jacarandá?