viernes, 26 de enero de 2007

Corre, ve y dile a la correveidile lo que no debe decirse, se dice en los villorrios, y la correveidile, desalada, se echa al monte de los mentideros, hunde la voz en un murmullo apenas y te voy a decir muy en secreto lo que no debería haber sido dicho nunca, y la destinataria del secreto corre al teléfono para contárselo a su amiga del alma, que ten en cuenta que no debe repetirse, pero ya a la otra se le va yendo por la comisura de la boca, por donde pierden sus mensajes las palomas mensajeras y la sangre los vampiros, si es que alguna vez los hubo y es verdad que chupaban con ahínco la sangre de sus víctimas, procurando, los muy ladinos, morder en el pescuezo de las modelos de Amedeo Modigliani, largos como cuellodecisnes y blancos como los de las señoritas criollas, que decía mi tía Pepa, que nació en La Habana de cuando Cuba era España, no debían ponerse al sol, para no tintarse de moreno y parecer cuarteronas. Las cuarteronas bailan que es un primor y son tan o más bellas que las señoritas criollas, por eso unas están celosas como tigresas de las otras, pero ahora Cuba ya no es España, por más que permanezca el castillo de El Morro, cansado y viejo, cañoneando cada tarde tropical el ocaso del sol. Corre, ve y no digas a nadie lo que debe decir la correveidile, cansada, exhausta de correr y decir, que ya no hace falta, mujer, que el bulo ya ha crecido y anda solo y hasta ha devorado la fama y la honra de antes de las guerras de la señorita núbil, un poco pasada, que se le fue lo que no debería al acercársele la cuarentena sin novio que llevarse a tomar el té de las cinco, con una vaporosa nube de leche, apenas nada y unas pastas de té, y ahora la miran, a la señorita que ha dejado de estar en flor, los vejestorios de la pecera del casino con lascivia y las viejecitas de misa de alba con desprecio, mientras la chavalería se da con el codo al pasar y ella en su nube, su libro, sus escalas de después de comer, a la hora de la siesta, do, re, mi, mientras su madre, viuda, llora y se desespera sin saber por qué, que al villorrio no han llegado los adelantos de la capital y la honra sigue siendo la honra y dependiendo de lo que depende, piensa, cansada, la correveidile, que, apoyada en el antimacasar de la sala, se está quedando dormida, con el trabajo hecho y por eso tranquila, respirando a poquitos, como un jilguero dormido.

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