martes, 23 de enero de 2007

Sonó, al abrirse, lejos, de golpe, una ventana y una voz colosal informó: ¡aquí estoy!, y añadió: ¡soy el invierno! La tierra, evidentemente asustada, se arrebujó en su edredón blanco de plumaje más suave y concibió el sueño erótico que llenó su vientre de osos pardos de las montañas de Europa, oso blancos del polo y enormes grizzlis de los parques americanos, llenos de tenderetes con starlettes de marmol y cremas alimenticias, que subastan la ropa interior de Betty Boop y una rémige del Pato Donald. Había florecido la mimosa, en la ladera del monte, autoproclámándose heralda de la primavera y ahora sus granos de oro señalan camino para los últimos súbditos del mundo feérico, que vagan desnudos, desconcertados por lo súbito del temporal. Hay como un silencio en que vertiginosos giran los corpúsculos de la luz del primer rayo de sol que ha puesto un dedo y marca su huella digital en mi ventana.

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