Me pasa algo curioso con mi sombra. No puedo dejarla, cuando entro o salgo en casa, colgada del perchero. No puedo siquiera quitármela cuando me quito el abrigo, la chaqueta, o incluso, para dormir, el jersey. Tengo entendido que hay una de esas tribus primigenias, no sé si de Africa o de la cuenca del Amazonas, que sabe hacerlo. Llega cada individuo a su choza, cierto que sin más vestidura que su sombra, y se la quita, es de suponer que para no mancharla. O tal vez lo he leído respecto de los maoríes australianos o neozelandeses. Y hasta puede que no lo haya leído, sino sólo imaginado, y ninguno de ellos pueda quitarse la sombra y dejarla bien doblada en el arcón del vestíbulo de su respectiva choza.
Pone nervioso esto de no saber quitarse la sombra –ni la buena ni la mala- como esos individuos que cuando les apetece o les da el ramalazo, se dejan el alma en casa y se convierten en desalmados capaces de matar sin orden ni concierto. Yo lo del alma, la verdad, prefiero no ensayarlo. No sólo por eso de que luego puedes enloquecer y ponerte a matar gente, que de modo indefectible, vienen los “especialistas” se remiran, sin saber qué hacer y lo mismo te pegan un tiro que se te llevan a las mazmorras del poder.
Que el poder, cuanto más poder, más mazmorras. Como si tener al personal cautivo arreglase nada más que irlo ablandando, entre la humedad y el silencio, casi siempre acompañados por el vago eco de una corriente de agua, que nadie sabe por don pasa, pero está casi siempre en el fondo de todos los silencios, puede que se la soledad misma, que suena así cuando la frota el tiempo.
Yo con la sombra ya probé casi todo. Movimientos súbitos como de quitarme la camiseta, taimados como para sacarme los calcetines sin doblar la cintura por la cosa del lumbago, dejarla caer como un gabán. Nada. Está unida a los pies, cosa inconsútil. No tiene ni esas marcas del plástico transparente con que ahora lo envuelven todo y es mentira que exista la posibilidad de despojar suavemente ni alimentos, ni deuvedés, ni nada de cuanto viene higiénicamente cerrado, libre de miasmas, pero irritante e inexorablemente aislado de la realidad cotidiana de hombres vulgares como yo, incapaces de abrir brecha en esa envoltura que parece tan frágil.
He desistido. Recientemente, un personaje de John Le Carré le cuenta a otro que parte de su desesperación reside en que donde quiera que va ha de ir acompañado de sí mismo. Y me acordé de lo de la sombra mía y aquella obsesión que tuve por conseguir un divorcio que ahora ya considero disparatado. ¿Qué iba a ser de mí, ahora, ya mayor, cuando la gente te rehuye para que no le cuentes tus batallitas de abuelo, si no estuviera mi paciente sombra, de la que a fuerza de tratarnos, pienso que de algún curioso modo estoy enamorado y cada día más, porque le cuento y le cuento y no agota su paciencia para escucharme, ni me discute mis razones y me acompaña y duerme conmigo en silencio, sin roncar ni protestar porque le ocupo su parcela de cama y por las mañanas se levanta tan lozana y se alarga y estira en cuanto sale el sol, jugando a mi lado con el perro y su sombra? Y para colmo no me habla de lo gordo que estoy, si, comiendo, repito las exquisitas patatas o mojo en la salsa el migajón del pan.
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