viernes, 12 de enero de 2007

En medio del vocerío, destacó el cristal de una voz más aguda, pura, transparente, como un chorro de aire, una delgadísima columna de cristal sin límite visible, que se cimbreaba con lentitud e irisaba la luz que la alcanzaba. Expresó su anatema por encima de las demás roncas voces airadas, las ahuyentó e hizo enmudecer y en seguida, se cerró sobre sí misma, como una de esas flores que por la noche apagan su corola. Se hizo el silencio. Fue como si la maldición hubiese aterrorizado a la multitud, que se disolvió en un murmullo y se fue dispersando hasta que la oscuridad y el silencio se adueñaron de la plaza, sin más rival que unos exánimes puntos de luz incapaces de oponer resistencia a la noche. De pronto, de una sola dirección, primero, después desde varias, empezaron a llegar frases alarmadas: Ha muerto. Murió el Regidor. Está muerto, como impetró la voz. Como si la voz lo hubiese matado atravesándolo, clavándolo en la pared del despacho desde que regía, señor absoluto, los destinos del pueblo, que se manifestó esta tarde y gritaba hasta que se alzó aquella voz, como una aguja de cristal, de agua, de luz. Ahora está muerto. Clavado sobre su propio retrato, en la pared, encima de su poltrona, igual que si fuera una mariposa pinchada por su coleccionista sobre la blanca superficie del fondo de la caja. Nadie sabe quién lo mató, pero ya no hay Regidor y es necesario otro sobre quien verter el odio implacable del pueblo. Otro que también pretenda gobernar sin más límite que el de las leyes que él mismo proclame a su capricho, según interese a su personal arbitrio, soberano por supuesta decisión del pueblo, que, bien dirigido, elige siempre mal para que continúe siendo posible la revolución, esa alfaguara de héroes muertos que permite triunfar a los más listos, más vivaces, más pícaros, más cobardes, de quienes ¿qué iba a ser, si no? Privados por los mejores de las mieles de unas victorias que así pueden ahora urdir con paciencia, como elaboran sus telas las arañas, segregando el pegajoso hilo contracultural de la ignorancia. Cuentan, como sabéis, de aquel primero de la clase, que, corridos los años, se encontró al último de la clase de su niñez, cuya apostura, elegancia y atuendo contrastaban con la andrajosa catadura de aquél, que no pudo por menos de preguntar, interesarse vivamente cómo había podido ser que un último de la clase aventajara en la vida de modo tan ostensible al fracasado primero de ella. Pues ya ves lo sencillo que fue –le explicó el rico prócer sin rodeos-, desde que dejamos el colegio, me dediqué a lo mismo: compro café a cien, lo vendo a trescientos y con ese modesto tres por ciento hasta conseguí ahorrar …

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