miércoles, 28 de febrero de 2007

El urogallo tiene
un proyecto de cola de pavo real
en el modesto abanico de la suya..
Chesterton,
que los citaba casi siempre como ejemplos de vana soberbia,
no habla, que yo sepa, de la cola desplegada
del urogallo,
que, así, tiene que limitarse,
a que le admiremos porque sigue cantando
de amor
aunque ahora le hayan dicho los más conspicuos,
los más solícitos
ecologistas,
que es justo cuando dice, cuando canta
cuando esmeradamente recita su reclamo amoroso,
cuando es más fácil que lo asesine el cazador
y mande disecarlo,
definitivamente presuntuoso,
pero en silencio para siempre,
fracasado,
estéril.
Hay una famosa fotografía de Doisneau, supongo que reiteradamente premiada porque a todas luces lo merece, que reproduce, inmoviliza, inmortaliza un beso en una calle de París un día de niebla. Los que se besan, ella dejándose, él acuciante, están en primer plano, un poco a la izquierda de la fotografía, pero no son ellos los que hoy me interesan, sino ese señor, perfectamente enfocado, un poco más a la izquierda, un poco más atrás, con el rostro semiiluminado, adusto, amparado por unas gafas redondas, bajo una boina ajustada, que se ve que va a lo suyo y que es algo que requiere su atención inmediata de tal manera que ni ha advertido que los dos jóvenes se besan a su lado, un poco más adelante. Un beso que parece no ser cosa tampoco de ninguno de los demás transeúntes presentes. Ese hombre de la boina, sin embargo, es el que me preocupa al estar ahí sin razón ni justificación aparente, y, sin embargo, contribuyendo a dar sentido a la fotografía como obra de arte y al hecho fundamental que historifica como algo importante que sin embargo de ocurrir a nuestro lado nos puede ser tan totalmente ajeno. Se ve que es un día que apunta lluvia. París es fácilmente concebible, recordable, con lluvia, porque asimismo es fácil que si se ha estado allí, alguno de los días haya amenazado lluvia, o incluso que haya sido un día lluvioso, durante que sin embargo, París continúa siendo una ciudad soñada desde muchos puntos de vista, con muchas perspectivas. Leo con frecuencia que París fue la Meca de multitud de artistas, el refugio de gran cantidad de exiliados de todo el mundo. En alguna parte, asimismo me enteré de que París fue una obsesión de Hitler, que por cierto logró ocuparlo con su ejército durante una guerra, y dicen que al tener que abandonarlo de nuevo pretendió destruirlo: “¿arde París?” es el título de un libro en que se asegura que lo preguntó con cierto aire de urgencia, cierto frenesí, cuando los generales abandonaron París, pero a Dios gracias lo respetaron y así podemos rebuscar entre su débil neblina de los días que amenazan lluvia la voz pastosa, un poco ronca de aquella Juliette Greco que nos enamoró con ella, sólo con su voz, y las fotografías en blanco y negro de cuando todos éramos jóvenes y cantaba, decían, ella, en las caves de la orilla izquierda con que soñábamos desde la derecha de nuestra juventud a la fuerza sedentaria.

martes, 27 de febrero de 2007

Escribid, escribid, sin descanso posible,
hasta que os duela la mano,
escribid,
hasta no poder más y será entonces
cuando sangraréis el mejor verso
de cualquier poema que hayáis estado escribiendo,
y será
precisamente entonces cuando el dolor estallará en vosotros
como ese himno de alegrías en mitad
de la novena tristeza sorda de Beethoven.
Escribid hasta no poder más y será entonces
cuando escribáis de veras
las tremendas palabras,
que ni siquiera os habíais atrevido a soñar.
Corren como enloquecidos abejorros los coches por las calles de mi pequeña Villa, heridas por la piqueta municipal enferma de elecciones próximas. No se les ocurre a los propietarios de coche dejárselo en casa durante el caos circulatorio derivado de las múltiples obras públicas en marcha, y, como consecuencia, enloquecen. Hay que cerrar puertas y ventanas, blindarse, esperar a la noche, cuando las obras paran, hincan las grúas sus picos de acero y se detiene el rugido de los motores. Es entonces cuando hay que salir a la calma provisional del ocaso o del alba, si acaso al silente discurrir de los dedos de la luna que hurgan en las partes pudendas de la noche oscura del alma durante el insomnio. Hasta los patos del río están dormidos en los llerones con sus cabezas bajo las alas, idos a ensayar la muerte. ¿Soñarán también los patos? Los perros sueñan. El mío, tumbado en el suelo, de pronto, finge correr y gime o gruñe, a veces, inquieto. Es que sueña, seguro. Si se excita demasiado, lo despierto, y, agradecido, me lame la mano. Si alguna vez fuese alcalde, ahora transformaría las calles de mi Villa en canales, copia minúscula de Venecia. El proyecto me sirve para regresar a Venecia y sentarme al borde del canal, con los pies colgando, como si fuese un estudiante joven, en su primer viaje de estudios, con Venecia recién descubierta y ya definitivamente enamorado. Ni me hace falta una guía ni un cicerone ni saber cómo se llaman las calles, los canales, los palacios o los paisajes. Me basta estarme quieto y callado, sentir, empaparme, emborracharme de Venecia, el ruido del agua, la canción que cantan, seguro que por precio, pero que suena como si fuese espontánea a lo lejos, los colores de la cristalería de Murano o del mármol reflejado en el agua, la amplitud de la plaza o su condición recoleta, sin salidas, empapada de sol y de humedad que humea una especie de niebla sutil. No quiero que nadie me cuente las ciudades. Prefiero irlas palpando sin saber lo que he de ver necesariamente y viendo en cambio lo que me sorprende a mí y atesoro para las tardes calladas o el duermevela del alba, que comparto con los desconocidos que pasaban sin mirarme, con su sonrisa o su seriedad a cuestas. Tal vez alguno incluso increíblemente cansado de pertenecer a la ciudad y que la ciudad le perteneciera.

lunes, 26 de febrero de 2007

Tomo, reverente, en mis manos,
el mismo objeto que tuviste en las tuyas
hace sesenta años.
¿Qué es este escalofrío
que me recorre?
¿Hay huella, todavía, en él,
de la delicadeza de tus dedos ágiles?
¿Permanece en algún lugar
de este recuerdo tangible de que existías
un copo de tu aliento?
Borrachera de cuadros del museo. Recorrer a uña de caballo un museo constituye una estupidez tan grande como la de recorrer una ciudad en la cápsula de los sentimientos de otro señor que estuvo allí. Una manera como cualquier otra de perder el tiempo y la ocasión de rozarse con la piel de la ciudad –si acaso y hay suerte y se tiene un cierto grado de sensibilidad y una dosis adecuada de imaginación, con la piel de su alma-, que no hay nada como rozarse con otra piel, y más si es la del alma en carne viva de la persona amada, de la ciudad recién descubierta. Y sin embargo quedan quienes, pudiendo ver, cierran los ojos y pudiendo oír, los oídos, siendo capaces de oler, dejan incluso de respirar y no tocan para no mancharse, se limitan a recordar –lectura rápida, inmediata, olvidadiza-, que aquel otro ilustre visitante recorrió tal camino, dobló tal esquina y se extasió ante … Van recorriendo, comprueban, plano y letreros de las esquinas de las calles, procuran pisar las huellas semiborradas de su predecesor, en realidad su cicerone, más bien lazarillo. Luego siguen viaje sin haber estado y mañana o pasado contarán a su embelesado auditorio como interpretó la emoción estética de aquella nueva ciudad –incluso la hermosura incomparable de Venecia he visto desperdiciar así- en la opinión, la emoción, la capacidad de ejercitar sus cinco sentidos, por tal autor que estuvo allí no sé qué año de no sé qué siglo.

Pasa, ya dije, con los museos. Y al final, mareado, exhausto, me he sentado a recobrar el aliento visual en un banco de piedra del paseo, descansando –es un decir- en la multiplicidad vertiginosa del paso de los automóviles que roncan, tosen, bufan, atropellan todo con esa insensata prisa de turista que pretender ver todo lo que ha de ver, que ya decían los indios que no se debía permitir a estos bárbaros que te retraten, porque pretenden llevarse y quién seabe si se llevan una pizca del alma de lo retratado que la tenga.

domingo, 25 de febrero de 2007

En cada esquina
del lugar en que estés en cada momento
hay una sonrisa y una lágrima y ambas
son tuyas.
Debes escoger,
o alguien,
llámale como quieras: Dios, el destino, la suerte,
una casualidad que por allí pasaba,
decidirá por ti, si permaneces
fingiéndote quieto o dormido.
Porque la vida sigue, aunque te empeñes
en detener el tiempo inexorable,
el futuro ha de llegar
y si no eres capaz de prepararte o no quieres
aceptarlo
pasará, aún así, sobre mi asombro
como una súbita estampida animal
sobre la tierra poco antes en calma.
Es muy temprano, apenas me ha dado tiempo de despegar los ojos cuando oigo, jugarretas del viento, ventana mal cerrada, gaviotas madrugadoras, un concierto de graznidos lejanos. Se me ocurre en el entreduermevela, que las gaviotas se asustan, ese mirar agudo que tienen, les permite ver lo que hay debajo de la piel de la mar, que hay tiburones que le muerden a la mar la parte baja de su vientre blanco, color de abismo y profundidades, y por eso graznan de terror. El graznido lejano de las gavitas es música en off de película terrorífica. Me levanto, me hago el distraído, me resisto a reconocer que el perro tiene derecho a su salida matinal y por eso o ruge o llora suavemente, ronda la puerta de la calle, vaiviene desde la puerta hasta mí y viceversa, pone la pata sobre el arcón en que sabe que se guardan su correa y su arnés. ¿Qué más espero que me digo? Ahora mismo acaba de poner las dos patas sobre el arca, levanta mucho la cabezota de cocker americano, la vuelve hacia mí, me mira y emite un ladrido seco, autoritario, exigente. Voy corriendo. Salta a mi alrededor. Allá vamos, graznen o no las gaviotas.

sábado, 24 de febrero de 2007

Quiero un puñado de este sol
para quitarle miedo
a la noche que viene.
Ayer, me acuerdo, me alcanzó la noche
-yo pataleaba tratando de huír-,
me puso en su regazo,
me contó qué sé yo qué locuras,
tantas,
tan espantosas
que me quedé inmóvil, no me atreví
a respirar,
hasta que sentí el aliento de la mañana.
Por eso necesito un puñado de sol,
precisamente de éste
del alba.
Por los caminos del viento he venido a dar al cansancio de la vejez. Ya hago a suerte y ventura la travesía de la calle cuando retorna a la ventanilla de la farola el hombrecito verde, y el rojo me acosa con su posible regreso demasiado apresurado. Porque los verdaderamente importantes son los automóviles, sobre todo ese que pasa ahora mismo, sobre mis huellas recientes, ululando las sirenas de las dos motocicletas que le preceden, tripuladas por sendos czibores ominosos.
-Un pez gordo –supone un transeúnte a mi lado-
-Seguro –corrobora otro-
Los enormes relojes de las fachadas, de que siempre espero infructuosamente ver colgando a Harold Lloyd, nos miran sin ver porque no tienen ojos. No tienen más que tiempo y espacio, y si acaso un mecanismo atrás, que les repica de modo audible en las neuronas de sus muelles, ruedecillas y demás impredecibles artefactos.
-Ahora suena. Verás –le diece a la niña emperifollada su papá.
-Oirás –le corrige, repipi, la niña-
Ni oir ni ver, porque hoy está el reloj parado en las ocho menos dos minutos y en realidad son las doce del mediodía. Hora de tomarse una caña de cerveza con una tapa de calamares fritos en tasca de Madrid, capital del Reino, que es donde mejos fríen los encargados de la chapa del bar las gambas y las rodajas de jibia que te venden como calamares fritos, deliciosos, blandos; hora de ir a la Cruz Blanca, que ya no se llama Cruz Blanca, a ir amontonando fieltros de cerveza y hartarse, si te llega la camisa al cuerpo, tienes valor y euros, de camarones; hora de despertar ese vagabundo, bajo el cartón y la manta roja de cuadros azules, que entredormido, casidespierto, le llama hijo de puta a uno que pasa y le niega la primera limosna que pide.
-¡Hoy –grita filosófico- el mundo se ha levantado hijo de puta!

viernes, 23 de febrero de 2007

¿Cual es
la más bella flor?
Una -dijo el viento-
que nacerá mañana
por primera vez en la histria de la belleza
y de la flor.
No sé qué hacer, si volverme a poner o no los calcetines agujereados por las puntas de ambos dedos gordos. Por una parte, me avergonzaría quitarme los zapatos y exhibir semejantes –de niños les llamábamos “tomates”- buracos. Hace pocos días, exhibió unos parecidos el presidente del Banco Mundial y pudo o bien ser un descuido o exhibición de la moda otoñal que corresponde a quienes peinamos canas y supongo debemos vestirnos con arreglo a nuestra edad y condición. Pero también podría haber sido un descuido, y, después de todo, salvo accidente, ¿para qué voy a quitarme yo hoy los calcetines? Decididamente, me mudaré los calcetines. Soy un timorato.
Ha muertro el Carnaval,
pero se resiste, en brazos del señor Alcalde:
al fin al cabo, un día más … -le dicen-,
transijo, cede el Alcalde, celebraremos
un día más de Carnaval, pero todos
vosotros
iréis con la cabeza cubierta de ceniza.
Multitud de personas se remedan unas a otras con el más rotundo fracaso porque no se trata de imitar, sino de limitarse a ser uno mismo, cada cuál su vida y hala, a vivirla. Pero nos tientan las vidas de los demás: ¡si yo fuera usted! (es el título de una desasosegante novela de Julien Greene) –nos decimos- y remedamos, de algún modo pintamos caricaturas de nuestros héroes más admirados en cualquier campo del arte o de la artesanía. Pienso que multitud de vidas se viven sin vivir en sí y otra equivalente, se queda sin vivir. Lo digo al hilo de ese turista que recorre la ciudad buscando la imagen, por cierto inexistente, que tenía de ella, y de ese viajero –odio las aglomeraciones de turistas, dice con presuntuosa petulancia de insignificante,- que va pasando por los lugares que otro describe constatando que en efecto, están allí, pero no cabe que el viajero sea vivido por su predecesor. Sin embargo, el viajero escribirá otro libro de memorias, describirá de nuevo la ciudad, fingirá haber sentido y la bola del mundo seguirá girando.
-¿Y tú quién eres –preguntó el árbol al viento-?
-El viento
-¿Y para qué sirves?
-Ahora que lo dices …
-¿Para qué? Dilo de una vez.
-Lo cierto es que no lo sé. Las viejecitas
amables
dicen que para que juegue con ellas a los bolos,
los niños que para sentirse piratas
doblando los cabos del sur.
Un poeta, un día
dijo que para bruñir el cielo,
el molino
añadió
que para ensayar hermosos gestos
de desafío a Don Quijote.
-Quiero –le dije- comprarme un chaquetón.
-Verá, no es época. Ahora disponemos de moda de primavera.
-Sí, pero yo quiero ir a un país donde me dicen que hace frío.
-Pues no podemos servirle.

Creo que en cualquier gran almacén que se precie, en cualquier época del año, debería ser posible comprar ropa de invierno en pleno verano y viceversa, pero al parecer estoy equivocado y no hay un quien corresponda que esté capacitado para obligar al consejo de administración de cualquier gran almacén a disponer de ropa fuera de moda y de estación para clientes raros, escasos, independientes, anarquistas respecto de la moda o que quieran viajar a países de climas distintos.

Ya no hay ni tallas suficientes. No se puede –o no se debe, o allá usted con su extravagancia- ser más alto que muchos, o más gordo, o más pequeñito o enteco. No es rentable y perjudica la cuenta de resultados y en definitiva la cotización en bolsa y la cifra de intereses, ofrecer lo que se vende a pocos o en pequeñas cantidades. Cada día nos metemos más en esa nube de números y esa niebla estadística en que progresivamente se hace menos importante el individuo y más la uniformidad digitalizable. -

martes, 20 de febrero de 2007

Ayer, por la mañana, en el despacho
de una bella notaria,
me he comprado un piso que estaré ahora pagando
hasta morir.

Me han dicho hermosas palabras
para mi
desconocidas: usted
se subrogará,
usted
padecerá, hasta que muera,
una bellísima hipoteca,
mayor o más pequeña según el mibor.

Esto del mibor tendrá que ver,
digo yo,
con algo de la mar,
de navegar a vela
en busca de los pasos del norte y del nordeste
de donde vienen los vientos
limpiando el pálido azul
del cielo y limpiando las cabezas todas
de malas
tentaciones.
Le llaman urbanismo, y consiste en transformar el paisaje en ciudad. Ya hay, como en casi todo, lo que llaman “expertos”. Peligrosísimos seres que disponen de la verdad absoluta respecto de cierto asunto, en este caso de los principios que deben regir la materia urbanística, es decir, la transformación de lo que era puro paisaje en selva ciudadana apta para que la gente habite en ella con un mínimo de comodidad.

También llaman urbanismo a esa misma transformación hecha como por los colonos y pioneros de los nuevos mundos y territorios: esto es mío, que llegué primero y ahora os vais a enterar los demás de lo que cuesta un peine en mi gran almacén.

Acerca del urbanismo, una cosa es hablar y otra poner ladrillos. Suelen decir lo entendidos que consiste en abrirle al paisaje grandes claros para implantar avenidas anchas, plazas inmensas, grandes edificios destinados al uso público para universidades, escuelas, juzgados, teatros, auditorios, ágoras, paseos, inmensas zonas verdes en que corra el agua para gozo de los sentidos, viviendas amplias, dotadas de espacios alrededor para que sus habitantes puedan disponer de plantas, mascotas y rincones umbríos donde fingir refugios feéricos, pero si se trata de poner ladrillos, deben acercarse unos a otros, adelgazarse los tabiques, poner en estrecha relación infrahumana las intimidades de las gentes para que se rocen y produzcan excoriaciones, erupciones y contagios y para que cada cual se pueda enterar de la vida y milagros del vecino sin esfuerzo. Asimismo debe procurar gastos mínimos en el coste de materiales miserables y ganancias máximas, que hipotequen la conducta de cualquier adquirente hasta su última gota de sangre y de energía.

Conocí, de niño, un hermoso paisaje, ancho y sosegado, silencioso y apacible. Cualquier experto podría haberlo transformado, siguiendo los principios de un adecuado urbanismo, en una sucursal del Edén. Pero dice el Libro que fuimos expulsados del Paraíso y un ángel custodia su puerta incluso siendo secreta, armado de una espada flamígera. Tal vez por eso se haya convertido aquel paisaje en un lodazal urbano donde la gente se advierte triste, acongojada, diría que hasta sucia de escepticismos, cansancios y agobios. Como las calles de vieja morería -¿o judería?-, estrechas, serpenteantes. Sin más plazas que unos espacios que cierra un ominoso monumento deforme, inidentificable, sin más verde que el de una mustia acacia en el mínimo alcorque del pie de una esquina.

Confieso no saber ya con certeza qué es eso del urbanismo.

lunes, 19 de febrero de 2007

Ayer estaba, hoy
ni siquiera es un recuerdo,
era un vagabudo,
que venía en busca de la Dama,
que lo esperó
justo en la esquina donde lo citara,
un vagabundo solo, sin amores
ya,
se veía
que era su última etapa y él lo supo
cuando sabe Dios dónde la emprendió
y vino, a pesar de todo.
Ahora todo es igual,
las voces de las niñas
que juegan
al corro,
las palabras que mueve el viento,
las caricias del sol
sobre cada
color.
Nadie lo echa de menos
más que el buen Dios.
A cualquier hora que salgas no hay más que cochecitos, ese miserable objeto de deseo, hojalata y olor a gasolina, insuficiente receptáculo que con la promesa de independizar al hombre lo convierte en su esclavo, rueda que te rodarás hasta que topa con otro mayor en cualquier carretera del mundo, cicatriz de la tierra, y hay un cataclismo de ruido, humo, explosiones y queda el silencio, con una rueda tal vez girando, para dar más aire de tragedia al plano cinematográfico. Todo son planos cinematográficos. Nos hemos convertido en directores de películas improbables, que se ruedan a nuestro alrededor y nos comprenden, con su música en segundo plano y la cámara acercándose o fingiendo lejanías con lo que nos ocurre y lo que soñamos que podría ocurrir.

Cochecitos apenas capaces de mantenerse estructurados a la velocidad que puede desarrollar el motor, siquiera sea una vez, cuando borracho de energía y alcoholes variados, el hombrecito se siente superman y deja caer todo su peso sobre el pedal del acelerador porque nadie puede detener su energía … más que una tapia, el paredón sobre el río o la farola del alumbrado público, que se parte con un chasquido y hay una explosión como de fuegos artificiales mientras el hombrecito agoniza entre sus heces.

Cochecitos que lo invaden todo, “es un momento –dice su conductor macho o hembra-, sólo voy al supermercado un momento” y lo deja sobre la acera, metido en el macizo de flores, encaramado en la escalera breve de la salida de casa. Ya no hay paseos para los viejecitos, los soñadores, los niños o los poetas, sólo para los cochecitos de colores, que casi nunca van a ninguna parte y como si estuvieran atados a las cadenas, los ejes y la música del tiovivo giran y giran en busca de un aparcamiento imposible. Pasan y pasan y vuelven a pasar, como las monótonas canciones de corro de las niñas en el parque: “¿dónde vas, Alfonso XII?, ¿dónde vas triste de ti? …”

domingo, 18 de febrero de 2007

El día es una burbuja gris
conmigo en medio, solo, entre el nácar del vientre
de la niebla.

Pompas de niebla en cuya textura
repiquetea la lluvia
como una tentación:
ahora
que no nos ve nadie, haremos
lo que jamás nadie haría si lo viesen.

Miro a mi alrededor,
es cierto,
no nos ve nadie …
Comprendo que son muchas las horas del día y que no da el ingenio para llenarlas de emisiones interesantes, divertidas, instructivas o por lo menos amenas, pero todo ello no justifica la emisión de tanto y tan miserable desecho, que por añadidura hay siempre quien colabora en remover y ya advertía don Quijote a Sancho que huele aún peor.

Ha crecido el río, con la últimas, sorprendentes, precipitadas y abundantes lluvias. Como es un río torrencial, cada vez que llueve se hincha y apresura. Viene cargado de tierra en suspensión, del color, el agua, de barro. Ni refleja ni fotografía, como otros días, el paisaje urbano de en torno. Se precipita en la mar, “que es el morir”, que le pregunta lo que trae. El le responde que tierra para el fondo, donde viven criaturas todavía desconocidas.

Y además es domingo.

Los domingos, cuando niño, me llevaban a la misa mayor, que concelebraban tres sacerdotes entre nubes de incienso y música de Bach. La misa mayor era a las diez de la mañana. Había otra a las doce del mediodía, es decir, el mediodomingo, a que asistían las familias, con sus madres encuadernadas de abrigos de piel, según la prosperidad de cada cual, y yo, niño, dije una vez, con cierto éxito, que parecía la misa de los osos, vista desde atrás. Ahora va menos gente a las misas, que se reparten entre sábados por la tarde y domingos. Y en su mayoría, en mi pueblo, gente mayor. Hay muchos menos abrigos de piel y muchos más sintéticos o de esos otros aparentemente blandos, sin peso, como si saliéramos ahora a la lluvia envueltos en un edredón. Y ahora el celebrante se ha vuelto y lo dice todo en el idioma de la gente, alguna de la cual, sin embargo, se sale preguntando lo que quiso decir cuando dijo.

Y es que cuando se dicen las cosas, queriendo decir esto o aquello, quien escucha entiende estotro o aquellotro, que ya decían los chinos lo de que se es esclavo de lo que se dice y dueño de lo que se calla. Pero ¿de qué sirve ser dueño de algo que jamás sabrá nadie si no lo dices nunca?.

Un lío.

sábado, 17 de febrero de 2007

Castilla,
yo lo vi, está poblada
de soledades.
Nadie está con nadie
en la calle vacía,
se desploman lentamente los adobes,
se funden
los colores sobre este color barro,
este siena caliente,
en cuyo lindero, de pronto
retiñe, más que suena,
se insinúa
la campanula mínima del covento lejano,
invisible
como un vago recuerdo.
Es una vieja manía de niñez que me guste pensar en la posibilidad de un reloj exacto. Me conmueve la idea de algo, un instrumento maravilloso, capaz de medir la nada con exactitud. Me han dicho que ahora los hay silenciosos, que se recargan con energía solar, son resistentes al agua y a los golpes, y, por añadidura, están en contacto con un misterioso lugar que rectifica cada poco las pequeñas variaciones que puedan sufrir con cualquier motivo. Increíble. Sin duda serán demasiado caros, o escasos, o sabe Dios quién los depara a algunos elegidos. El mero hecho de imaginarlos ya me asombraba, de modo que el día que pueda contemplar uno, tal vez tocarlo, tener en la mano un instrumento que le siga el paso a lo que no puede percibirse por los sentidos, de modo que es una mera especulación inexorable, importantísima, dado que su transcurso, que el único que lo percibe es el reloj –incluso, por poco puntuales que sean, los de agua o de arena- aproxima a los momentos de nacer y de morir, que son los más importantes, y a todas las demás menudencias que sucesivamente van ocurriendo. El hombre sueña con viajar por el tiempo en sentido contrario a las agujas del reloj. Volver al día no sé cuántos de hace tantos años, pero con posibilidad de regresar a hoy o a pasado mañana. Recuerdo haber soñado que había vuelto a un año muy atrás y andaba por un pueblo, el mío, preguntando a una gente desconocida por mí y por los míos, que vivían en lugares donde no habíamos vivido nunca. Podría ocurrir, sé desde entonces, que si viajásemos en el tiempo nos equivocásemos de mundo y allí nuestra gente habitual de entonces serían contrafiguras de los reales, ya muchos muertos. Un verdadero lío. En aquel sueño, yo, por fin, llegaba al lugar habitual de reunión de la gente de mi familia, pero todos habían salido, incluso yo. ¿Y usted quién es? –me preguntaba una desconocida-, pues yo. No puede ser, dijo ella, tú, que es otro, salió con unos amigos, no te pareces siquiera.

viernes, 16 de febrero de 2007

¿Sabe alguien
decirme
por qué tiene la mar, cuando llega a la playa,
cuando toca la arena
con sus manos húmedas de enormidad ciega,
como es
la de la mar,
ese ribete de ternura en que consiste
la espuma,
ese rumor de palabra intentada
que hace la espuma al deshacerse,
volver a ser agua e insistir
en ser
a la vez
nostalgia de otra playa abandonada?
Lo primero, cada mañana, comprobar que hay luz afuera y está el paisaje habitual. En seguida, corriendo, al espejo del cuarto de baño, a ver si se ha reproducido la metamorfosis kafkiana con nuestra contextura como víctima. Desde el otro lado del espejo, un torvo yo, ojodeslumbrado, que me mira sin ver, pero, de momento, inequívocamente el mismo de ayer por la mañana, que también me asomé a comprobarme, ante de pasar sobre la piel ese ruido insistente del artilugio de afeitar. Hay que ir, ahora, por el periódico, con el perro, saltarín, parándose en cada huella líquida, indescifrable, del suelo, a que pega el hocico en busca afanosa de algún rastro. ¿Qué sería la mañana sin esa bola peluda que corre, va y viene, de vez en cuando se para, me mira y exclama un ladrido súbito, se advierte que de alegría porque hay luz, día y estamos juntos, empeñados en este asunto de vivir, cada uno a su manera, pero amigos?

Huele a pan caliente y un poco como a humo de hoguera, tal vez monte ardiendo en alguna lejanía, con gamos huyendo, jabalíes, el lobo y las sabandijas del bosque, todos huyendo de la voz del fuego y de sus múltiples cabezas y lenguas, que vienen danzando por entre el pinar, quemando las cádavas y la retama, alzándose en cada copa de pino como un grito desaforado.

En su curva de siempre, canta el río ¿os he dicho que estoy convencido de que los ruidos todos de la naturaleza, el del fuego, el del viento, los del agua viva, la respiración del mar, son todos ecos de la tremenda voz de Dios cuando creó el universo?

jueves, 15 de febrero de 2007

Toda la carretera es un hormiguero
de hombres uniformemente amarillos,
que se mueven sin parar,
traen y llevan, colocan,
agitan los brazos para que corra el automovilista
o se pare angustiado de desesperación,
mientras el sol, sin el menor reparo
sigue a lo suyo,
toca y enciende cada rincón del paisaje
con su propio color, unas veces,
otras
con sorprendentes colores inéditos,
que asoman apenas por entre el follaje,
parecen imposibles
y sin embargo huelen
también a humedad y leyendas tan viejas
como la tierra misma.
Recobrar la marcha de la realidad cotidiana es mucho más difícil si, nada más volver, has de emprender, como yo, de nuevo un viaje, ahora a la capital de la provincia. Allí, que es aquí, un periodista amigo me pregunta qué opino de los premios de la Fundación Príncipe de Asturias. Y como estoy directamente implicado, le digo que muy bien, que me parecen muy bien, pero eso no le basta, tengo que ser un poco más explícito. Necesita por lo menos una frase. ¿No comprendes –le digo- que nunca se puede ser juez y parte, ni siquiera crítico y parte? No se puede opinar con garantía de un mínimo de imparcialidad respecto de algo en cuya imaginación colaboraste y en cuya ejecución intervienes durante años. Lo intento, sin embargo. Trato de mirar la cosa desde fuera. Mira, acabo por decirle, es algo así como una acreditación de que el hecho diferencial en que consiste la cultura asturiana tiene en su núcleo una fuerza centrífuga. Y por eso el asturiano medio tiende, hasta donde aseveraciones como ésta pueden generalizarse, a la universalidad. Para un asturiano medio, acabo por decirle con sinceridad porque así se me ha ocurrido de improviso que lo pienso, es necesario abrirse al mundo, ser lo más universal posible y abrirse a convivir con cuanta más gente mejor. Espero estar en lo cierto.

miércoles, 14 de febrero de 2007

Alguien me ha dicho que vio un mirlo blanco,
lo habrá sorprendido,
digo yo,
en calzoncillos
y camiseta, porque un mirlo que se precie
tiene que andar por el mundo
vestido de etiqueta, como todos los mirlos
con su corbata de pajarita amarilla.
Eso, y saber los caminos
más intrincados
del matorral de las moras,
de las espinas
y de las madreselvas, son sus características esenciales,
su nombre y apellidos
como buen mirlo
De vuelta a casa, “gracias, Señor –dice el más inspirado Luis Rosales-, la casa está encendida”, sobre la mesa está esperando el papel todavía mudo, con aspecto de nevada reciente, supongo que expectante. Lo que espera tiembla, oscila entre el temor y la ilusión. Un papel, si fuese capaz, que tal vez lo sea, de experimentar algo semejante a un sentimiento, esperará, digo yo que cargado de curiosidad, las palabras que lleguen. O puede que incluso se le haya ocurrido que puede caerle un dibujo expresivo, como los que hace Marcelo, o un emborronado dinosaurio de las que alguno de los niños de casa cree haber prácticamente retratado con violentos trazos polícromos de sus lapiceros de colores.

Ya no es blanco el papel. Ya están ahí mis palabras abriendo algo así como un camino o fingiendo una humareda sin demasiada prisa por disolverse en el aire. Ya estoy contando del viaje a través de Castilla, de mi parada en León, la tierra del abuelo Emilio y del tío abuelo Pedro, que tocaba y escribía mensajes musicales. El tío abuelo Pedro fue compositor, pese a haber muerto muy joven en tierras de Portugal, y justo hace poco escuché por primera vez el mensaje de su música. ¿Habría pensado él que tantos años después de su muerte un sobrino nieto suyo iba a poder entablar con él un diálogo musical?

Sostengo que con una obra de creación de otro, y hasta tal vez con la propia, se puede llegar a entablar un diálogo. El mero hecho de haber escuchado lo que parece un mensaje escrito por otro o, a veces sin darse cuenta, por uno mismo, crea una tensión dialéctica, abre un diálogo que casi nunca se agota y suele acabar en puntos suspensivos porque queda la duda de si se tendrá o no razón, que la verdad es siempre huidiza, hay quienes decimos que imposible de alcanzar por completo hasta el otro lado del espejo.
Viajar es cruzarse con el tiempo, me pregunto
a dónde iremos en realidad,
kilómetros y kilómetros adelante,
sin espacio real, ni tiempo que nos sitúe,
tal vez olvidados, en este preciso momento
de cuantos tienen relación con nosotros, capturados
en el estrecho margen del automóvil
que nos es más que un rugido y un color
pasando entre casas sin luz,
carreteras vacías,
nieve helada, allá arriba, a lo lejos,
y, de vez en cuando,
un soto o un árbol
que tal vez lleven la cuenta de los que pasamos
y lo sepan todo de nosotros.
He vuelto a Madrid, con parada en Arévalo. Ahora en realidad no vuelvo, cuando vuelvo a Madrid, sino que paso. Llego, trabajo y me voy, sin tener tiempo apenas de ver por la ventanilla los monumentos de la gente y mis hitos de cuando iba a la capital. Lo que pasa es que mientras los monumentos de la gente: La Cibeles, la Puerta de Alcalá, las estatuas en general, permanecen, mis hitos van desapareciendo o se van transformando y donde había esto o aquello ahora hay otro Madrid que ya no conozco. Estuve las horas indispensables para presentar un libro de versos que llamo Adarce, cenar con unos amigos muy amigos, dormir en el silencio sosegado del hotel, asomarme a un gran almacén a ver cómo se entremezclaba la humanidad, de nuevo a la carretera y volver.

Salgo de casa, me muevo, entro en contacto con otras personas, hablamos, redescubro paisajes, entreoigo memorias. Hay un mundo nuevo, diferente, cada vez. Ignoro si mejor o peor, pero que tiene otras preocupaciones, costumbres y principios. Permanecen algunos olores y sabores, determinadas zonas de los paisajes, pero cuando alguien te habla y cuenta o te pregunta o se interesa, es cuando descubres, descubro todo lo que está sufriendo constante mudanza.

Ya no existe la primera pensión donde me alojé en Madrid cuando llegué a estudiar la carrera y prepararme para de algún modo, cambiar o tal vez conquistar, no estoy muy seguro de cuál era el proyecto, respecto del mundo. Ya no existe ni el edificio. Hay otro que no tiene nade que ver. Aquél, entrañable, ya no existe más que en la memoria mía, y, ahora que me doy cuenta, en las de cuantos compartieron conmigo su disfrute o el sufrimiento que puede haber comportado permanecer entre sus paredes, ya disueltas en la vorágine del tiempo. Aprovecho para estar un momento con cada uno de ellos, con su conjunto, como eran entonces, que luego vete a ver qué habrá sido de cada cual, en el duermevela del primer sueño del silencio soledoso del hotel. Por fin me quedo dormido.

lunes, 12 de febrero de 2007

No hay noche más larga que la primera de insomnio
cuando aún no conoces
los ruidos de la vieja casona familiar,
despiertas
y el mundo, de pronto, parece haber desaparecido
¿dónde estáis todos? –piensas-
y no hay
nadie a quien preguntárselo
¡Si por lo menos estuvieras seguro
de que estás solo!
¡Si por lo menos supieras
que todos esos ruidos
que de algún modo te acompañan
no son
sino los que hace el silencio
al posarse, como un manto,
sobre el recuerdo inerte de las cosas!
Compro, leo, medito. Cada poco salen unos cuantos libros que hablan de las falsedades históricas y dejan pensando cuántas permanecerán sin aclarar, convirtiéndose así poco a poco en hitos históricos, verdades incontrovertibles. Cuando leo la historia reciente, en parte de la cual anduve vivaqueando, descubro que cada cual la relata como le parece y aprovechan algunos para fingir autobiografías en que, de modo tan sorprendente, cuentan de sus precoces experiencias personales, sociopolíticas y socioeconómicas, que alguno, según él, hasta era capaz de analizar la situación mundial de su tiempo y tomar seriamente partido cuando apenas había cumplido los diez u once años, no se si reír o llorar. Nosotros, los hombres, la gente, como diría Chesterton, utilizamos a diario la estrategia del pavo real para parecer, si no personajes, por lo menos unos seres enormes y deslumbrante, en realidad poco más que aves de corral como las otras, a veces desplumados como nos sentimos cuando la desgracia o el miedo nos acoquinan. No se si es que la verdad pura y simple parece aburrida o que necesitamos fingirnos a nosotros mismos las aventuras que otrora se veía obligado a correr cualquiera que pretendiese sobrevivir en el clima de inseguridad característico de nuestros antepasados nómadas. Lo que sí es evidente es que cada uno pretende ser protagonista de su historia, por escasa y mediocre que sea, y que nadie opta por soñar que pudo haber sido soldado de filas de Escisión el Africano, perdido en medio de la horda y puede que destinado a morir heroicamente en la batalla, pero como soldado desconocido.

domingo, 11 de febrero de 2007

A medida que crece
el mínimo saber de que dispongo,
aumenta la sombra
que oculta la ignorancia
de lo que no sabré nunca.

¿Nunca?

¿No será demasiado ancha la palabra?
¿no llegará un momento,
sin tiempo ya,
sin espacio
en que todos sepamos
todo?

Pienso que sólo ese
es el motivo de vivir, de tomar posiciones
para llegar a ver
¿desde diferentes perspectivas
según la humildad
del amor
de cada cual?

Me empeño en imaginar
lo inimaginable, un diluvio
de luz
ya sin sombras, sin tiempo, sin espacio,
sin nada más que luz.
Que el 11 de febrero, a las ocho y media de la mañana, el termómetro marque dieciocho grados centígrados es una novedad que al parecer justifica un cambio climático que los expertos sin embargo remiten a dentro de no sé cuántos años, O se equivocan o el futuro nos está remitiendo avances de lo que podrán ser entonces unas estaciones desquiciadas. Personalmente considero este invierno –hasta hoy- remedo de los veranos de mi niñez, y el verano pasado una agobiante novedad. Con algo a la vez tan complicado y desmesurado como es el universo, siquiera sea en el espacio mínimo que nos rodea y algunos conocen, no es ni aconsejable ni fácil andarse con bromas ni probaturas. Y más cuando ignoramos tanto y no sabemos si las cosas van a ir despacio o se van a precipitar como ocurre a veces con progresiones aritméticas, que hacen tránsito sin saber por qué a otras geométricas. Deberíamos mirarnos en la desaparición de los dinosaurios, tan súbita que dejaron en sus nidos huevos sin empollar, según al parecer descubren ahora en no sé qué remoto lugar, donde acaban de hallarlos y desenterrarlos. Le hemos perdido el respeto al entorno, y el entorno, evidentemente vivo, mueve instintivamente sus defensas corporales, probablemente tan eficaces como las de cualquiera de nosotros, solo que disparatadas en sus dimensiones proporcionales. No parece que la cosa importe a demasiada gente. Cada vez me parece a mí que hay más o escépticos o intrascendentes y es que da la impresión de que una mayoría opina que está fuera del conjunto, como protegido por una envoltura que exime de culpas, de responsabilidades, de complicación con lo que ocurre fuera, a la intemperie de la peligrosa calle donde una raza afín, pero distinta y cada vez más numerosa, vaga amenazadora. Todos nos damos cuenta –creo- de que está empezando algo, pero se nos antoja remoto y nos parece que no nos atañe, o, por lo menos, que no nos es posible hacer nada que altere el curso de lo que puede ocurrir. Creo que es un error, que todo ha empezado a concernir a todos y cada uno. Lo que pasa es que también puede ocurrir que muramos o que sobrevivamos sin enterarnos de ello.

sábado, 10 de febrero de 2007

“Polvo,
ceniza,
nada”,
sobre mármol, cristal,
frente a la mar
oceana.

Gente dormida,
con el sueño de la espera como almohada.

Ponemos flores, lloramos
amargas lágrimas,
tenemos miedo de las sombras
que finge
la luna
riéndose a carcajadas
lúgubres, de luz helada,
que apenas hace sombra de la sombra.

Del otro lado
no habrá, digo yo, caminos,
solo
una gran extensión, como una plaza,
sin límites, a la vez
el todo
y la nada.
Un sábado también puede, como cualquier otro día de menor prosapia, carecer de caminos, ser como aquel puerto de montaña por que pasamos un día de nevada y tuve que bajarme y buscar una rama larga que ir hincando en la tierra para localizar la carretera. Sólo que la falta de caminos del sábado no es porque haya nevado, ni se inundaran los campos con la crecida del río, sino que el sábado, en la duermevela vigilante de la inminencia del sonido del despertador, cuando ignoras si más allá de la ventana está de nuevo el mundo que dejamos ayer enzarzado en la crueldad chismográfica de cualquier ejemplo de la telebasura al parecer no biodegradable de que resulta tan imposible deshacerse como de los residuos nucleares o de las bolsas de plástico que se enganchan y adornan las ramas bajas de cada arbusto de la ribera del río, cuando todavía no has recuperado más que un porcentaje mínimo de la escasa razón que habitualmente en mi caso apenas me asiste, te asalta el súbito temor de que algo haya cambiado y el efecto mariposa nos hará desembarcar en una playa de algún nuevo mundo recién descubierto donde no hay caminos y las plantas, los pájaros y los indígenas todavía nos son desconocidos, carecen de nombres y no tienen caminos, ya que circulan a media altura por entre los árboles, tal vez volando, quizá asidos de las lianas, como Bourroughs cuenta que lo hacía lord Greystoke caundo Tarzán de los Monos, de la tribu de Kerchak, hijo apócrifo –este Tarzán- de Kala, la mona.

Y ¿qué hacer, si no hay caminos? Cuentan de Aníbal que, perdido con sus elefantes por los vericuetos y collados de los Alpes, prometió a sus hombres, casi tan deseperados como los marineros de don Cristóbal en su día, que si había caminos los encontraría y de no haberlos, los abriría. No sé como hizo al final, pero la historia dice que pasó y amedrentó a los romanos durante cierto tiempo. Luego, los romanos que hay siempre del otro lado de queda aventura revolucionaria, restablecieron la ley y el orden. El derecho ya lo habían reinventado tras de vendarle los ojos a la imagen de la justicia, pero hay quien dice que dejándole una hendija para que de algún modo puede entrever. Lo decía mi abuela, que se lo había oído a la suya: ¡no apuestes nunca sin mirar antes! Tal vez lo mejor sea, sin embargo, no apostar.

viernes, 9 de febrero de 2007

Un lucero quieto, el vespertino,
llamaban a mi tierra la del Véspero
por tener
este lucero engastado en su paisaje,
su horizonte de final
de la tierra.
A su lado, hoy, velocísimo
pasa el avión que va Dios sabe a dónde,
me pregunto si será
un avión que va al lucero
vespertino.
Epístola moral de Séneca a Lucilio: “no tengo por pobre a quien le sobra algo, por poco que sea. Dame un hombre de fortuna moderada, y basta ya con ello … según creyeron nuestros mayores, es economía a destiempo la que queda en el fondo del vaso, pues las heces no solamente constituyen la parte más pequeña, sino la peor. Consérvate bueno.”

Conforme, a quien le sobre no es pobre, pero ¿quién es rico? “Dame un hombre con fortuna moderada y basta ya con ello.”

Y añade: “me acontece como a la mayoría de los hombres caídos en la pobreza y sin culpa: todo el mundo me perdona, pero nadie me socorre.”

A mí, con permiso de Séneca, me parece que hay tres castas: el rico, que es aquel que, teniendo poco o mucho, considera que le basta; el pobre, a quien todos perdonan y hasta compadecen, pero es difícil hallar quien le ayude –sobre todo si cuesta tiempo o trabajo, tenemos demasiado que hacer y un exceso de prisa-, porque lo que tiene no le llega para mantener su dignidad y disfrutar de libertad real, y el rico, que es el más necesitado porque nunca tendrá bastante.
Frío, caperuza con borlas,
embozo,
hay un hombre envuelto en amarillo
que hace desesperados gestos,
¿por qué hemos de hacer caso a ese imbécil?
debe estar loco, no sabe
con quién está tratando, acelero,
me recorre
la adrenalina el cuerpo,
de pronto estoy volando, libre,
por fín mezcla de superman y cóndor,
hasta que, de pronto,
ya no soy
más que recuerdo,
hoguera crepitando
a la orilla de la mar,
donde me apaga y reviste
la espuma
para pasar al otro lado del espejo
donde nunca más
volveré a tener prisa.
Lo que necesitamos aquí -dicen los más jóvenes- son industrias. Ellos lo que quieren es trabajo al lado de casa, con el legítimo deseo de no tener que emigrar a ganarse la vida. Los más viejos, en cambio, opinan que si hubiese cerca industrias aumentaría el número de coches, camiones, maquinaria, ruido, prisa. Ambos grupos tienen razón, pero sus razones son incompatibles. Hay un reto pendiente, que es el de acomodar el medio a la rapidez con que se mueven el ingenio y el genio. Avanzan de tal modo las técnicas, se inventan tantas cosas sólo relativamente útiles que se queda atrás la conformación de la sociedad y la de los pueblos y las ciudades, que, de repente, se advierten estrechas, incómodas. Y sin embargo sales de viaje, atraviesas las desoladas llanuras vacías, sin más que una hilera de coches que va y otra que viene, ambas desaladas, y a ambos lados descubres la inmensa soledad del territorio vacío. Sólo se trabaja, denodadamente cada vez que, como ahora mismo, hay próximos procesos de confrontación electoral, en los cauces, acada vez más anchos y siempre insuficientes, de las carreteras. Un energúmeno me contó este mediodía que había recorrido quinientos kilómetros de la geografía nacional sin bajar de ciento noventa kilómetros por hora. -

miércoles, 7 de febrero de 2007

La primavera no llega
cuando los malos poetas,
chirles,
güeros
y hebenes,
les llamaba Quevedo, descubren y cantan,
alborozados,
la llegada de las margaritas.
La primavera es concebida
cuando se despierta el primer oso
en el fondo
de su osera,
da un lametón al hijo próximo,
hunde la nariz en el suelo húmedo de la sibila
y aspira el olor
del propósito de nacer de las margaritas,
que todavía
no saben si está linda o no la mar,
triste la princesa
y puebla o no el jardín la presunción
de los fantasmas
de los pavoreales de Rubén Darío, casi arcángel.
Viene con tanta fuerza, la primavera, que además de las cigüeñas que vimos hace unos días acampadas en lo alto de las torres de los tendidos de alta tensión que atraviesan despectivos Castilla-León, ahora, tras de florecer despiadadamente las mimosas, de pronto, esta mañana, han roto a cantar los primeros pájaros de mi ladera del monte, por donde los arces que escoltan la vía del tren de juguete cuyo paso confunde la gente que visita mi casa con un trueno lejano. Demasiado calor para la primera decena de febrerillo a que llaman el loco por sus veleidades. El sol, todavía bajo, además de deslumbrar, ahora calienta el meollo del invierno y no deja que la nieve se endurezca. Me consuela sin embargo que algún que otro personaje de escasa credibilidad haya dado en hablar, ellos también, del cambio climático. Que estos digan que lo hay podría ser el primer síntoma consolador de que podría ser una mentira de la meteorología , una especie de finta, un amago, una mera advertencia. Pero desconfío. Se ha vuelto tan disparatadamente loca tanta gente que recuerdo al chiflado que escuchaba por la radio de su coche que había un loco circulando por la autopista de mayor tráfico del reino por carril equivocado de dirección contraria. ¡Qué loco ni qué puñetas –se dijo- los locos son ellos, que vienen todos circulando en contra!

martes, 6 de febrero de 2007

Es la mano del sol la que cada mañana
va poniendo las cosas en su lugar debido,
cada una con su forma y su color,
incluida el agua del arroyo que no tiene
color ni forma
porque es agua viva, que en seguida, canta;
son las manos del viento
las que me alivian el calor del verano,
me acarician con la ternura fresca
que me permite
sobrevivir a pesar de todo:
y allá lejos,
como una sempiterna llamada
es la línea del horizonte la que me devuelve la vista,
el afán de aventura, la esperanza,
que me permite
reanudar
el camino.
Si a la historia de cada día se le pudiera quitar lo que no es más que rutina, nos quedarían, como huellas de pasos en la arena, los acontecimientos que dan sentido al quehacer cotidiano, las decisiones que hilvanan la conducta en que va a consistir nuestra figura real. ¿O supone cada paso una decisión por lo menos implícita y la tomamos hasta para inhalar o expeler cada bocanada de aire que respiramos? Cabe pensar que todo lo humano es trascendente, todo se incluye en la conducta, de tal modo que se es persona de la mañana a la noche, e incluso, subconscientemente, durante la noche, en cada sueño donde te encuentras con tanta gente imposible o realizas actos tan improbables como volar sobre un tupido bosque, sobre un lago de agua oscura, sobre la playa rubia, con cuidado de no irte mar adentro. Y habrá, digo yo, quien viva cada instante consciente de que vive y quien se deje ir por las horas de manera tan despreocupada que se le pase en un vuelo, haciendo así realidad lo de matar un tiempo que se convierte en irrecuperable, algo así como cuando estás leyendo un libro apasionante y al hilo de la narración se te suscitan consideraciones paralelas que te hacen perder el del relato. Solo que en este caso es posible volver atrás y recuperar el sentido de la narración. En ocasiones, nos enfrasca de tal modo lo que estuvimos haciendo que al salir de ello nos sorprende seguir siendo nosotros como antes y permanecer aquí, en el paisaje habitual. ¿Es eso tiempo ganado o es tiempo perdido? Proust se pasó miles de páginas persiguiendo el tiempo perdido. Al leerlo, nos arrastra a su laberinto en que se complace en extraviarnos una y otra vez, hasta que de pronto la narración acaba, cierras el último tomo y estás de nuevo en la tienda de campaña de tu soledad, bajo el cono de luz que hace la lámpara, apoyado en tu mesa de siempre, cuya madera tiene las mismas marcas de pequeños accidentes tan domésticos como el vertido de uno de aquellos viejos tinteros o la caída de una lámpara, que dejó su melladura. Ahora mismo notas que hace frío, es de noche y tienes, tengo, los ojos ya semiperdidos, semientrados en el primer sueño.

lunes, 5 de febrero de 2007

¿Por qué son las cosas como son?
Seguramente
porque no hay manera de que fuesen mejor. Si te fijas
el universo es un modelo
de economía práctica
de esencias y de formas.
Todo se recicla sobre sí mismo: la vida,
la energía que aprovecha cada residuo de movimiento,
las tormentas,
la lluvia.
Sólo nosotros,
los hombres,
hemos sido creados capaces de concebir
el adelanto del fin de todo,
la caprichosa destrucción de la belleza
la estúpida convicción
de que cada uno de nosotros
es el centro de todo cuanto existe.
-¿Por qué hablas tanto de la muerte?
-Porque le tengo miedo
-Todos hemos de morir. Es un logar común, lleno de precedentes.
-Pero la muerte de cada uno es exclusivamente suya. Nacemos con ella como nacemos con una sombra propia, con un código genético, con un mapa predeterminado como máximo, que por cierto muy pocos logran rellenar con ese esfuerzo complementario que la vida nos pide para realizarse. Yo no tengo miedo a la muerte de ese ni de aquél, sino a la mía, que es como de la familia y por eso me conoce tan bien y sabe dónde, cómo y cuándo debe esperarme. ¿no te has dado cuenta de que quien más y mejor, con mayor acierto te puede herir es un hermano tuyo, que convive estrechamente contigo, te conoce y te quiere tanto que sabe dónde y cuándo puede herir mejor para que te duela más?. Mi pregunta es si esa muerte que es mía y me conoce y es probable que de algún modo me ame será o no, además, cruel o bondadosa.

domingo, 4 de febrero de 2007

Niños bienabrigados, con sus bufandas azules, niñas bienabrigadas, con sus bufandas rosa,
frío,
que ha dicho la OMS que no salga nadie,
que no anden con bromas,
como el alcalde de la vieja copla tabernaria
que dicen los expertos que la gripe
también es muy mal ganado,
como el de la copla,
pero los niños azules, las niñas rosa y unos extravagantes niños
con bufanda amarilla,
que vete a ver si son machos o hembras
o mutantes del cambio climático,
han invadido el parque
igual que una bandada de estorninos.
Encima,
planeando,
va la alegría unánime
de su griterío.
Es domingo.
Hoy quiero hablar, siquiera sea un poco, de dos de las pesadillas del siglo que comienza: los automóviles y los anuncios. Los automóviles, que lo invaden todo. Destruyeron hace tiempo la placentera sensación de descanso de los veranos y los veraneos. Invadieron los lugares íntimos de la gente. Nos agobian, empujan, atropellan, matan –o te dejan, que casi es peor, tullido o parapléjico-, te tapan las entradas de tu caso, han destruido las aceras –anterior refugio de niños y de ancianos, de enamorados y de mascotas-, taponado los paisajes, envenenado el aire, desatado tus más escalofriantes palabrotas, agriado el carácter de, alternativamente, conductores respecto de los peatones y peatones respecto de los conductores, según cuál sea tu condición. Angustia, si bien lo miras, contemplarlos agarrados al volante, con su copiloto al lado, en general su mujer, indicándole maniobras alternativas, casi siempre disparatadas, hasta que, histéricos, realizan una de ellas, desesperados por falta de aparcamientos, desvergonzados arbitrándolos en cualquier lugar, por molesto que sea para el resto de los humanos, con un despectivo: ¡que se jodan!, al alejarse con un malévolo rictus de malsano instinto de venganza contra la sociedad, inventora del coche, esa maldición. Y qué diré de los anuncios, con sus tandas de más de un cuarto de hora, que se dice pronto, interrumpiendo el hilo de las películas, durmiéndote de modo inexorable con sus banalidades, absurdos, estupideces, y, por que no confesarlo, a veces ocasionales destellos de ingenio o hasta genialidades, pero que te importan tres cominos cuando estabas en lo más interesante de la película o de la serie y para cuando vuelve se te olvidó si eran buenos o malos los que estaban manteniendo la olvidada conversación, el estupendo diálogo. Y eso si no te quedas dormido, con la boca de par en par, invitando a los mosquitos y roncando como una vieja locomotora. Propondría, si de algo valiese, un plante, de alcance mundial, contra los anuncios de la tele. Que decidiésemos todos no volver a comprar nada de lo que la tele anunciase. Una especie de revolución incruenta.

sábado, 3 de febrero de 2007

¡Día de humanos!,
dice mi pobre perro, humillado
por la tecnología en marcha de los coches
y la prisa loca
de algún oficinista despistado
que hoy se durmió y corría por el alba,
perdiéndose el fulgor
de la primera luz de la mañana.
Yo no tengo
Ni siquiera el consuelo de poder decir
que era un día de perros
este hermoso día.
No le pueden pasar a un pobre perro más cosas que al mío en diez minutos escasos: la primera, nada más salir de casa, que atravesó al otro lado de la calle y tuve que soltar el mando para que un desaforado automovilista pasara por encima. No nos habíamos recobrado del susto, cuando otro automovilista de esos que van con prisa a sabe Dios apagar qué fuego, le pegó de lado un tantarantán que me lo dejó cojo hasta llegar a la orilla del río, donde para alzar la pata se acercó tanto al borde que, sin darme tiempo a reaccionar, se cayó al río. Me miraba, desde abajo, con aire de susto, desconcierto y reproche: pero tú, pedazo de inútil, ¿qué clase de amo eres, que permites que me pasen estas cosas? Allá lo fui conduciendo por el borde del agua, con gran indignación de los patos, hasta una rampa que hay a cierta distancia del lugar de los hechos. Se sacudió, me miró con la escasa dignidad que parecer una gallina mojada le permitía, por encima del hombro, y, ya sin cojear, se me alejó, calle adelante, en busca del kiosco de los periódicos. Al llegar allí, se enfrascó en una charla, salpicada de olores recíprocos de los respectivos traseros, con el can de la periodiquera. Seguro estoy de que hablaban de mí, porque a cada rato, me miraba el mío y ambos se callaron y apartaron en silencio cuando me acerqué. Al llegar de vuelta a casa, no me ha pedido una galleta. Se ha ido, con dignidad herida y seguro que dolorido, a su rincón. Tiene razón. ¡Desastre de amo! Espero que de aquí a un rato venga a hacer las paces.

viernes, 2 de febrero de 2007

Ayer tarde,
Castilla adelante, sobre la parte alta de los alfileres
que son torres altas de alta tensión,
donde el burujo de mimbre y cañizo,
pese a no ser todavía san Blas,
asomaban los picos de las cigüeñas, señalaban,
engañosos,
erráticos,
puntos cardinales sin ton ni son.
Las primeras cigüeñas,
que antes se acuartelaban en las espadañas
de las viejas iglesias,
de milagro en pie, alabeadas,
a veces mudas, sin campanero ni campanas,
con los ojos vacíos,
tal vez sus lazarillos ellas.
Ahora prefieren el peligro
de vivir sobre la altísima tensión que zumba
bajo la apresurada formalidad del coito anual de cada pareja,
y luego son tres, los picos,
dos que alimentan y otro que se abre
insaciable
sobre la rubia eternidad del trigal.
Antes, ¿mucho? ¿poco? No sé, dejémoslo en antes, cuando me daba una paliza de más de mil kilómetros en cuarenta y ocho horas, al volver a casa, me ponía a trabajar, recuperaba el tiempo perdido en ir, venir, soñar y demás cosas que supone un viaje –por ejemplo, comprobar que tal o cual ciudad, o que determinado paisaje, siguen ahí y se parecen a los de la última vez-. Lo que pasa es que últimamente tampoco soy capaz de recorrerlos como hay que recorrer, a pie y despacio, las ciudades y los paisajes, para haber estado en realidad allí. De lo contrario no haces más que verlos pasar –de invernadero en invernadero, artificialmente refrigerados en verano o calentados en invierno- a través de la ventanilla del taxi, que es algo así como verlos por televisión, y para eso …

De cualquier modo, impresionan los cambios. Esto de que las cosas y los conceptos muden ahora con esta rapidez que contrasta con el hecho evidente de que antes, para cambiar algo, hacían falta varias generaciones, y ahora la mía por ejemplo ha visto cambiar tantas cosas que algunos de mis viejos conocidos me comentan que andan desorientados, que los superan los ordenadores y los telefoninos y los desconciertan los “vu cumprá” del “top manta”. A mí, del top manta, lo que más me impresiona es la rapidez con que recogen y empaquetan la mercancía, sin perder la sonrisa ni aparentemente el humor, como si fuesen gajes del oficio, parte de de su nouvel art de vender, en cuanto adivinan, más que ven, aparecer un guardia municipal por la esquina más alejada del paisaje urbano. Y allá van, negros como la noche, con su sonrisa llena de dientes blanquísimos, deslizándose por el oscuro de las aceras hasta que, desparecido el peligro, extienden de nuevo sus mostradores a ras de suelo y te gritan que compres, que está “tirada” de precio y es una versión completa. Compras y te dan el cambio con escrupulosa lentitud, te vuelven a hacer una exhibición de dientes que ya te gustaría haber conservado a ti y ya le están gritando al siguiente que compre, que compre, que la versión es completa, en castellano. Y te vas a casa y el castellano es un dulce spaninglish ininteligible, pero divertido, que te revienta la película que acabas por haber visto sin ver.

Pero habrás ayudado a sobrevivir, digo yo, a un miembro de esta multitudinaria pléyade nómada con que el siglo inicia la recitación de sus doloras.

jueves, 1 de febrero de 2007

Creo que Dios tiene voz,
pero me es imposible imaginarla,
y pienso
que cuando lo empezó todo, dio la ensordecedora orden primera
de la creación, algunos ecos
permanecieron, y ahora son
esos murmullos aparentemente involuntarios de las cosas creadas,
por ejemplo
el que canta el río, adelgazando
sus carnes de agua viva para rozarlas con las piedras del cauce,
el crujido de una vieja madera gastada
en medio de la noche, el ulular
del viento
del Norte.
Hasta donde es posible estarlo, yo,
estoy seguro de que cuando el buen padre Dios
quiere decirme algo,
lo hace por medio de estos ruidos
que impiden que jamás haya un silencio completo,
devastador,
en torno de ningún hombre solo
que no podría soportarlo.
No se puede
imaginar a Dios
ni se puede soportar el silencio.
Escuchas
y oyes el chapoteo delicadísimo
de la mar que besa
la piedra del puerto con recuerdos de lejanos países,
o la brisa mueve la cortina que roza
casi imperceptible
con la gastada madera del alféizar
o, al pasar, un pájaro produce una frase en voz baja
con el follaje intrincado de las madreselvas.
De pronto, esta tarde, Señor, te he entendido,
me dices, repites, insistes,
que nos amas.
Anoche, en sueños, alguien me explicaba qué es la eternidad, en qué consiste, y creo que lo entendí, pero ahora no sé explicarlo, de modo que estoy como estaba. Mientras no se sabe explicar lo que uno piensa, es lo mismo que si no supiera pensarlo. Hace tiempo que no pasaba dos días en la capital, de modo que ayer me acosté cansado de andar. La capital es ya una ciudad demasiado grande, demasiado atestada de gente y de automóviles, llena de palabras. Casi todo el mundo, sobre todo en el vestíbulo del hotel, lleva bolsas del Corte Inglés. Yo también, porque me he comprado un libro. Curioso cómo venden los libros en los grandes almacenes, como si fuesen tubos de pasta dentífrica o paquetes de café. Los echas sobre tableros que ponen: “novedades”, o “éxitos”, o ”los más vendidos” y allí están los libros, me da la impresión de que un poco avergonzados. Cuando eliges uno y te lo llevas, en cuanto, en caja, le quitan el seguro antirrobo, el libro me parece que se sacude como un perro cuando sale del agua o cuando se le suelta de la correa de paseo, antes de echar a corre moviendo alegremente el rabo. Observo, en la calle de la ciudad, que la gente en general es mucho más alta que antes y las mujeres más desenvueltas, desenfadadas. Ya adornan su lenguaje coloquial con los tacos antes peculiares de las conversaciones de los hombres. Me hace gracia cuando, en jarras, se espetan una a otra un “tócame los cojones” tan escaso de probabilidades de que la otra, por mucha que sea su buena voluntad, pueda obedecer. Muchos de los viejos cines de mi época estudiantil, han desparecido. Otros, que entonces eran lujosos locales de estreno, se han hecho descuidadamente viejos y parecen a punto de desmoronarse. Al pasar, reconozco alguno de los antiguos lugares en que tengo anclado algún recuerdo y ya he decidido no mirar. Hasta derribaron, sabe Dios cuándo, sin avisarme para que pudiera asistir al hecho y tal vel echar una lágrimina, la casa donde se hallaba mi vieja pensión, con la galería solana sobre aquel ancho patio de manzana, de los que ahora no se hacen porque hay que aprovechar hasta el último decímetro de ese nuevo precioso material que es el suelo urbano. Me deja helado pensar que diez metros cuadrados del solar de mi vieja pensión “valen”, es un decir, porque lo cierto es que lo cuestan, el importe de lo que en mis tiempos de huespez sería una cuantiosa fortuna de ricachón. Alguien me informa de que ahora lo propio de no sé si muchos o sólo de algunos ricachones es atesorar ellos dinero “en blanco y negro” –como las viejas películas de gangsters- y deberlo a través de sus empresas en cantidad tan exorbitante que cabe sospechar que no piensan que se pague nunca como se hacía antes, poniendo billete o moneda uno sobre otro. Cosas, me tratan de explicar, de la macroeconomía. Yo cumplo con mi dener funcional de paleto y me quedo con la boca abierta, en plena plaza de la Cibeles, que mira sin ver a sus dos leones enamorados, que a su vez tratan de mirarse, pero la diosa, implacable, los mantiene hechizados.
Hay un reguero de sombra en que se mezcla
tu sombra con la mía
y con
toda la multitud de las sombras
de esa gente que pasa sin vernos.
Puede que se intercambien, que la sombra
que yo me lleve a casa, o que la tuya
sean de algún vagabundo
sin nombre.
Me fui a la capital del reino de los españoles. Un barullo de gente y de palabras, que corren, sin mirarse, tal vez perseguidos por este frío que en la habitación del hotel, como por ensalmo, se convierte en calor agobiante. Por la calle hay gente de multitud de razas. Es como si nos hubiera asaltado un recuerdo imborrable de cuando capital del imperio. Solo que ahora, por añadidura, están los automóviles atronadores, que huelen a gasolina y a prisa. No se mira, la gente, al cruzarse con otra gente. Si acaso, si él o ella son guapos, al otro se le escapa una mirada de avidez, que olvida al paso siguiente, absorto como se ve que va en sus cosas. Gime descolorido el sol, hecho jirones entre tantas personas y cosas, se desespera colgado de las ramas de las acacias que no son acacias pero así se llaman. Mi mujer suele decir que a ella le produce desazón este continuo ulular de sirenas de ambulancias, policías y bomberos que recorren la ciudad sin cesar. Yo, la primera noche de hotel, duermo como dicen que duermen las liebres, con un ojo abierto. La cama está dura. Pasan abajo, en la calle, siempre con prisa, las sirenas y las estridencias con que la ciudad se queja de sus desgarraduras. Por la mañana sin embargo, la calle está recién regada y si no fuera por la boina de la polución, parecería que calle y aire se estrenan nuevecitos. Luego miras bien y descubres la cosmética que tapa las miserias que se mueven apenas, salen de los rincones, se materializan en las esquinas. En el salón del desayuno, grupos de turistas comen a dos carrillos, comen para todo el día del sírvase usted mismo de los bollos, los huevos fritos, los churros y las tostadas. Jarras y jarras de zumos de naranjas y de pomelos se trasiegan en un momento. Una señora gorda, a que se salen las carnes por todos los agujeros del vestido, duda un momento y se echa media docena de salchichas sobre tres huevos fritos. Luego mira a su alrededor como si temiera que apareciese algún carroñero dispuesto a arrebatarle su presa. Se va a un rincón y come de cara a la pared. Cuando yo salgo, observo que ha vuelto al mostrador y hace inventario de nuevas ofertas. Huyo.