martes, 31 de julio de 2007

Míralos.
Ninguno de ellos, por separado, sería capaz de matar una mosca.
Míralos.
Se enardecen, recíprocos. ¡matadlos! –gritan.
No ha pasado el tiempo, el Evangelio dice que gritaban a Pilatos.
¡crucifícalo!
Las multitudes se reúnen para pedir, para exigir que alguien
mate a otro,
para linchar
a quienes, uno por uno, hasta me consuela pensar,
que cada otro de los reunidos, cada porción
de la masa conjugada, consolidada en la petición, la orden
de matar
sería capaz
incluso de amar apasionadamente.
Ha muerto, leo, Ingmar Bergman, que allá en mi juventud hacía un cine absolutamente incomprensible, que nos ayudaba a presumir de lo intelectuales que no éramos. Ahí no era nada, entender el cine de Bergman, Fresas Salvajes y demás, que cada intelectual verdadero interpretaba como buenamente podía o se le ocurría y nos lo contaba para nuestro deleite y sorpresa. Cada gesto de la película, el más insignificante, tenía para nuestra fantástica imaginación un significado trascendental. El mero hecho de que un personaje encendiese una cerilla, nos inducía a la firme convicción de que Bergman había pretendido, y logrado, desde luego, llevar a nuestro conocimiento que el personaje era un pirómano de la peor, o de la mejor clase. Ahora ha muerto, sabe todo lo que vale la pena saber. Publican fotografías de todas sus edades y en todas tiene la mirada perdida en lo más hondo, todavía, de lo pensable. Se me ocurre ahora que era elemental, que contaba las cosas con una extraordinaria sencillez que los demás nos encargábamos de complicar, y que esto de las fotografías es que nos mira extrañado de que hayamos sido tan complicados e incapaces de ver su cine sin más. Porque el cine no es más que eso, una sucesión de imágenes con que, como si fuesen palabras, a todo más frases, se nos cuenta una historia. El cine no sirve para hacer más filosofía que la que cabe en una fábula. Otra cosa no sería más que el vago propósito de intentar fotografiar un pensamiento. Todavía no sabemos. Quién sabe en el futuro, cuando hayamos aprendido a dominar la telepatía, para ruina de esa pléyade de centrales que, como arañas, acechan a nuestras moscas: los “telefoninos”, para tratar de convertir nuestras palabras en euros.

lunes, 30 de julio de 2007

Tengo tu nombre apenas pronunciado
por un suspiro de la mar, que hoy juega a ser espejo,
verdemar,
lo tengo, urgente, en la boca,
como un beso
-pájaro que bebe y apenas
toca el agua
del remanso-,
lo tengo, esperanzado, y no me atrevo
a decirlo y que así, sin más,
se convierta en recuerdo.
Hay, entre las noticias de hoy, una fotografía de una playa china. Impresionante aglomeración de personas, pero lo que me interesa y más me llama la atención es lo abigarrado del color. Han pasado para China, al parecer, los tiempos en que todos los chinos se vestían con el mismo uniforme para parecer más iguales, agitaban pañuelos del mismo color. Trataban de asimilarse hasta parecer clones de sí mismos, de un solo chino. Lo hicieron bastante después de que la idea fracasara en la vieja Europa, donde incluso hubo quien se empeñó en tratar de acabar con los diferentes. Nuestra gloriosa, sorprendente paradoja de ser todos iguales, pero todos diferentes, no cabe en algunas cabezas cuyos titulares desconocen las palabras que abren o han perdidos las llaves de muchas de las estancias de su cerebro. Todos esos miles de chinos, esa estampa polícroma, evidencian que se puede ser diferente, pese a ser igual, aún cuando formes con el resto de los semejantes la unidad de un paisaje humano que a la vez deslumbra y agobia. Sobre el conjunto, apretándolo hasta la extenuación, el sol, la única. Al lado, aparentando, el muy hipócrita, una paciencia infinita, el mar, tentador, sugestivo, aparentemente tan ilimitado como una eternidad.
DOMINGO 29 DE JULIO

Podríamos haber sido cualquier cosa,
pero no fuimos
más que tú y yo,
atravesando aquella tarde,
recién nacida, la ciudad.
¿Nos habrá visto?
-La ciudad, me dirías, no tiene ojos-
Podríamos habernos incluso enamorado,
Pero no hicimos más
que atravesar, a la hora de la siesta, cuando todos dormían,
hasta las acacias y la brisa,
un costado de la ciudad,
que ni se habrá dado cuenta.
-La ciudad, me mirarías asombrada,
no siente ni padece-
No tuvimos pasado –que no nos conocíamos-,
ni futuro. ¿Por qué, dime, no abrimos todos los sentidos
para recibir
un posible futuro que había sido sabe Dios cómo, pero habría sido
nuestro?
Ahora, ya casi anochecidas
tu vida,
desconocida,
y la mía gastada en tantas otras cosas,
me encuentro,
a esta hora, que es aquella, nuestra única hora,
con tu recuerdo.
Recorro contigo, acariciamos juntos
el flanco
de
la
ciudad.
Llegamos, todavía hace poco
existía la puerta en que tú me dijiste, yo te dije ..
¿qué
dijimos?
Tal vez haya un lugar, a esta hora en que estés viva, decidas
al mismo tiempo que yo, volver
al escaparate, que hacía espejo y un día –dijiste- iremos
a la verbena a vernos en otro juego de espejos como éste.
No me atrevo a abrir los ojos.
Podríamos estar allí, pero faltará sin duda, a la cita imposible,
nuestro futuro, que murió aquella tarde
justo al nacer, sin dar explicaciones.
La llegado del verano se advierte sobre todo, desde mi atalaya, en el número de coches y de perros. Ya no se trae un coche, sino uno para cada miembro de la familia y no sé si hasta para el perro uno más pequeño, y es frecuente la pareja de perros pequeños, ladradores, inquietos por el cambio de territorios, costumbres y comidas. Para cuando se acostumbres y remarquen otro territorio desconocido, a los perros se los llevan. Queda, como durante un mes, el olor a gasolina quemada, envenenando el aire. Sales a la calle y has de ir sorteándolos: coches, perros y deyecciones de perro. Los de casa, el mío, por ejemplo, se desesperan. Tribus llegadas de sabe Dios dónde, les están marcando un territorio hasta ahora indiscutido, porque mi perro, que no tiene memoria, no sabe que haya habido un verano pasado ni que posiblemente llegue otro para él, dentro de un año. Me voy a lo más profundo de la casa, me encierro con una máquina que finge, si cierro los ojos y me limito a escuchar, que estamos en Nueva Orleáns de antes de todas las inundaciones. La música me encierra en su cápsula y ya ni verano ni invierno. Una niebla dorada.

sábado, 28 de julio de 2007

Hay una parte de mi adolescencia última,
cuando, de un momento a otro
iba a emprender la solitaria labor
de mejorar el mundo
sin cobrar nada a nadie por ello,
que se mezcla
en los daguerrotipos del desván de la abuela
soñada, que no tuve,
con tu escorzo al pasar, sonriente,
repartiendo entre el tropel de brutos que todavía éramos
los mozos de mi curso de bachillerato,
como quien echa flores al barro, fogonazos
de aquella imagen tuya, icono
de la belleza misma, del amor
intacto.
Aprovechar este resol de la mañana, este niño que es el día, aún dormido, sin sonrisas, que no se sabe si será, cuando mayor, criminal o santero, tal vez premio Nobel o mediocre individuo rutinario de los que pasan por la calle peatonal sorteando a los negroscuros de dientes blanquísimos que venden versiones sudamericanas de películas recién estrenadas, relojes apócrifos de las mejores marcas o bolsos falsos con nombres famosos sobreimpresos en la humildad de su origen.

Aprovechar el día cuando es tan niño que su respiración, la brisa, todavía no mueve las ramas pensativas del árbol que se estira para tocar el río con las puntas de las últimas hojas sedientas -¡qué martirio el de la hoja, que no puede beber ni a pleno sol!-, bajar a oler la humedad del río, tocar la piel del agua, que resbala, bajo el temblor de los dedos indecisos, que por fin se hunden, hurgan en el vientre del agua.

Voy en busca del periódico y dice que la gente sigue empecinada en matar, en crear meandros, afluentes del río de sangre que pasa por medio de la humanidad como un río de lava, quemándolo, acabándolo todo. Somos nuestro propio volcán. El mayor peligro de cada humano es su mayor esperanza, el objeto tantas veces rechazado de su caridad: otro humano.

viernes, 27 de julio de 2007

Siendo, que fui, estudiante de francés,
había en mi libro de texto un poema,
que hablaba de una nube
que le decía cosas a un niño que le preguntaba.
Lo único que importa –le decía la nube-
es que regaré con mis palabras –mi lluvia-
el campo que me espera.

Por eso van las nubes presurosas,
por eso es hermoso ser nube,
por eso me gusta imaginar
que me siento en la veranda
de mi vejez y las miro pasar, adivino
el sueño de la persona, animal o cosa, fracasados,
que lleva cada nube en la engañosa forma
de su figura,
y las cuento y me quedo dormido
con la cabeza y el sueño apoyados
en sus brazos de niebla y de suspiros.
Leo los versos en el aire y los escribo según vienen, que a veces parecen traducciones apresuradas o me salto el ritmo y lo pierdo, atolondrado como me deja la belleza de las palabras que cada verso esgrime como una lanza de caballero medieval, con su pendón arriba, en la punta, multicolor y alegre. Por eso cuando después de mucho tiempo vuelvo sobre ellos, todos me parecen nuevos, al recobrarlos sosegadamente en el cuaderno, la memoria del ordenador o un libro. El viento no se cansa de mover las palabras, intercalarlas, desordenarlas, fingir con ellas arquitecturas imposibles, juegos de luz y sombra. El viento es como un arquitecto de palabras, un viejo arquitecto sabio, como lo era mi amigo Luis, que dejaba entre las palabras y los versos, como debe ser, silencios, espacios para que circulen el aire, la vida, las glosas, los comentarios, benevolentes o inicuos, de quienes lean mis versos un día, cuando alguien encuentre un libro viejo, de páginas amarillentas y retorcidas. Puede que algún poema se interrumpa y será sugestivo para el lector, espero, que lo completará y seremos colaboradores, cuando yo esté en la otra dimensión que nos espera. -
JUEVES 26 DE JULIO

Y dime
¿por qué todo?
Pues verás: podría ser un juego,
el sueño de otro universo, mayor, que abarque el nuestro,
un reflejo en el agua.

¿Y si no hubiera nada …?
A ti qué más te da. Para ti
como te duele el corazón a veces,
o los huesos –posiblemente inexistentes- o el alma,
aunque no hubiera nada, podrían recibirte
con las distintas consecuencias imaginables,
el cielo
o el infierno,
aunque no existieran tampoco.
De pronto, algo de lo que habitualmente funciona bien, se atranca, interrumpe, enferma o sufre una agresión inesperada, como este ojo mío, esta mañana, que, de súbito, fue como si le entrase una arenilla, polución, alergia, qué sé yo, y se puso a llorar por su cuenta, acabó contagiando al otro a ratos y me tapó su lado de la nariz con mucosidad fluida y abundante. Es como si el mundo alterase el curso de manera inesperada y sorprendente. Me sentí indefenso, vulnerable incapaz de pensar en otra cosa que aquel lagrimeo acompañado de la sensación de que alguien arrastraba la arenilla bajo el párpado. Acontecimientos como éste o como que no llegue la energía eléctrica como ha ocurrido en Barcelona esta vez y hace relativamente poco en Nueva York, nos advierten de lo poco que somos y lo frágil que es el apoyo de nuestro modo de vida al parecer tan logrado, tan de nuestro tiempo de solidez de civilización consolidada y tecnología invulnerable. Nada, una miserable arenilla, un cristal roto abandonado, nos dejan desnudos, inermes, indefensos bajo el sol, que encima estos días anda, donde pega de algunas ciudades andaluzas, por encima de los terroríficos cuarenta grados de temperatura. Vamos como en un barquichuelo velero con las velas desgarradas con la escollera cerca y a sotavento. Merece la pena recordarlo para que incidentes como este mío de la mañana de hoy se reduzcan a su tamaño cuando nos evidencien la punta de los muchos icebergs con que podemos topar cada día. -

miércoles, 25 de julio de 2007

Libro es una palabra
cuyo concepto está lleno de palabras,
de gente que las dice, de cosas que pasan. El autor
es el dios de todas las cosas, las personas y todas las palabras
que hay en la palabra libro
cualquiera que sea su credo, su ateísmo,
su falta o derroche de sentido común. Si el autor quisiera,
ahora mismo se acabaría el mundo para toda esa gente,
todas esas personas,
todas esas palabras.
Es posible que un dedo, hasta un dedo del pie, te eche a perder el día. Pasaba descalzo por una galería y tropecé con el penúltimo dedo, de derecha a izquierda, del pie izquierdo, según voy, con la pata de una tabla de planchar.

Duele.

Y todavía duele más cuando me calzo, empiezo a andar y cada paso es un dolor, no demasiado grande, pero un dolor repetido, tartamudo, al que son aplicables los ritmos de las canciones que cantan los cojos cuando llevan el paso. Un dolor te deja con algo así como la mitad del cerebro lamentándose, incapaz de pensar o de razonar. La mitad del porcentaje de cerebro que sabemos usar, que dicen que es tan pequeña en relación con el todo. Al perro, cuando salimos, le urge llegar al río, a perseguir, si se tercia, alegremente a los patos rezagados. Me mira: ¿pero bueno –parece decir con esos ojos incrédulos- por qué no corres más, como todos los días? Uno puede aguantarse, incluso apartar un pequeño dolor y sentirlo un poco menos, si se concentra en ello. Lo hago, corremos casi. Así, hombre, así –se regocija el perro- Al volver, ambos traemos paso de romeros que vienen de regreso. Hace un radiante sol, que todavía no ha llegado al río ni toca el agua. Se limita, de momento, a enseñar el pelo radiante que viste el cielo de un azul pálido con visos de rubio ceniza.

martes, 24 de julio de 2007

Hay noches y noches,
algunas tan oscuras, que vuelvo a la niñez,
se destacan
de las sombras
otras más oscuras, que tal vez no existan,
que imagino me siguen mientras cruzo la estancia,
subo las escaleras, me acerco
a la cama vacía, fría, húmeda
donde oculto que he vuelto a ser un niño
disfrazado de la vejez sin límites del miedo
a las sombra, lo oscuro, lo que bulle
más allá del pensamiento verdepálido que disfrazado de luz
pone la luna
sobre el miedo y a su alrededor
para domesticarlo en la medida de lo posible.
Contemplar a esta gente tan joven y tan convencida de que sus maneras, tan pasadas de moda, tan poco auténticas, pueden ser útiles para el tiempo que viene, cada vez más nuevo, más fresco, más limpio. Se me ocurre que está agotada la energía producto de aquella erupción de mayo del sesenta y ocho, cuando toda la juventud enloqueció a la vez, unos en la calle, otros atónitos, desde lejos, pero de algún modo partícipes del inédito anhelo de llevar la imaginación al poder a ver qué podría pasar.

Todo se apaga, incluso cesó el diluvio, en su día y los más voraces incendios acaban en unas ridículas pavesas que mueve sin gana el viento, como si fuesen palabras semivacías, hojas secas, proyectos olvidados, sonrisas que no advirtió el destinatario.

Parece mentira que sean jóvenes, algunos, o relativamente jóvenes, empecinados como siguen en que se podrían seguir usando los viejos palitroques para edificar el inimaginable reducto del tiempo nuevo, cuya silueta se puede ir al menos en parte imaginando si pones buena voluntad y duda juvenil, que tiene algo de imaginación y mucho de fantasía.

lunes, 23 de julio de 2007

Torbellinos de luz se abren camino
por los de mi laberinto. Cada uno, tenemos
por lo menos
un laberinto secreto a que huir
cuando no cabe más locura en nuestra circunstancia vital,
cuando tenemos ganas de llorar y no podemos
porque, naturalmente,
los hombres
no
lloran..

Más que cuando lloran –añado yo-,
cuando están perdido llorando
en medio
de un sueño atroz.

Hay una edad, me dicen,
en que el sueño y la realidad se entremezclan de tal modo
que de nuevo dudas,
como cuando eras niño, como fuimos,
si se puede o no escapar, por el collado del sueño,
de lo que la razón te dice que es la vida.
No me contéis más cosas, que aún no tuve ese rato de sosegada calma indispensable para clasificar las que me acumulan las lecturas sucesivas, algunas apresuradas, pero ninguna como la de esa campeona que según el periódico lee no sé cuantas mil palabras por minuto, un prodigio. La de libros que puede adelantarme en una carrera de lectores. Me pregunto si cuando se pasa sobre un escrito con esa rapidez, que desborda incluso mi comprensión, pese a que en su día me consideré un lector rápido, capaz de captar un mensaje de una mirada a la hoja tamaño folio a dos espacios que se ha convertido en soporte habitual de los escritores aunque no sean más que aficionados, cuando se es capaz de semejante alarde, se conserva algo de lo apenas entrevisto a la carrera, como los paisajes desde un rapidísimo automóvil, antes de que lo pare la guardia civil caminera y le aplique la ley de puntos y privaciones.

No me contéis más cosas, esperad, dadme una tregua de diez minutos, aunque no sea más, para recuperarme de la lectura de mis dos periódicos habituales, donde hoy la noticia que se sale es la de que en cierto país se han cargado por las bravas a no sé cuántos individuos por adúlteros y homosexuales. Ahí queda eso. Gente expeditiva. Su ley es su ley, como la nuestra, diría Pero Grullo, es la nuestra. Tal vez, digo yo, podrían haber tratado de curarlos, recuperarlos, cambiarles el paso o intentar convencerlos de que volviesen al redil de los cumplidores de su ley, pero no. Aplicaron aquello de que muerto el perro, se acabó la rabia, que es tanta mentira como la de casi todos los refranes y axiomas, tan por otra parte simplificadores. Con los bonito y hasta puede que útil que sería que todos o algunos muchos de los refranes y de los axiomas vigentes fuesen por lo menos partes indivisas de verdades incuestionables. Lo dicho. Necesito tiempo para descansar de un mundo donde el señor presidente acaba de decir que la ley humanamente confeccionada está por encima de la fe de la gente. Debe ser el verano, que ablanda las neuronas y les cierra los agujerinos por donde podría entrarles a empellones la humildad de la duda, antes de decir cosas así. El ha dicho que eso es algo que ocurre en una democracia.

domingo, 22 de julio de 2007

Pasamos
gran parte de la vida, esperando
a que aparezca alguien
que nos diga la palabra,
pasamos la vida esperando
y la palabra, a veces, no es más
que ese silencio de la espera
que nos construye o destruye, según
hayamos sido capaces de entender en qué consiste
esto de vivir,
esta espera
que parece que se cumple tantas veces,
pero que sólo acaba, volvemos a esperar,
fuera
de su ámbito, más lejos
de donde es imaginable llegar.
Han inventado el crucigrama nuevo, de finales del siglo pasado, siglo XX, que juega a ser diccionario de ingeniosidades en lugar de serlo de palabras. Es divertido. Juega con los truncamientos, las porciones de palabras y los juegos de ellas, las frases hechas y las más diversas figuras retóricas. Lo tomo y lo dejo, durante el día. Lo suelo tomar y dejar cansado, hasta que de pronto, en un momento más lúcido, lo veo completo y lo acabo en un santiamén. El autor, en su casa, seguro que se entera, levanta la cabeza de la labor de preparar otro, me guiña el ojo y sonríe cómplice. Hay ocasiones, sin embargo, en que se llenan unas cuadrículas de rebote, pero se ignora la relación que sin duda hay.

Sigue lloviendo.

Dicen ahí fuera, en la calle, que no hay verano, pero yo creo que lo que pasa es que hay un verano de otra manera. Parecido a los que recuerdo de la niñez de la costa del norte. Esta misma de ahora. Muchos, agobiados por el calor de lo que ya considerábamos tendencia del “cambio climático”, llegamos por lo visto a creer que no volverían los veranos de chubascos y paraguas y novela en mano, junto a la ventana desde que tampoco se ve ni pasar ni venir, como sin duda pasa y viene, el tiempo.
SABADO 21 DE JULIO

Quien no ha soñado
con encontrar al borde del camino, una tarde cualquiera
de su niñez la mágica varita
de la Reina
de las Hadas,
que todo el mundo sabe que es tan descuidada
que se susurra que Oberón
está pensando quitársela
o ponerle
guardaespaldas que la vayan recogiendo
cada vez que la pierde.

Quien
no ha sido niño
(algunos jamás
han dejado de serlo, como Peter Pan,
como Pinocho)
y no ha frotado con desesperación y esperanza
la vieja lámpara
hallada en el desván.

Quien
no ha soñado alguna vez.

Y una voz –tal vez no sea más que una idea,
un recuerdo,
el súbito aldabonazo de la realidad-, me grita
mira, imbécil, más lejos. Y miro
y me echo a llorar.:
Hoy es día de Harry Potter. Hoy, le guste a usted o no, os guste o no, es su día. El séptimo. Y no el séptimo día, sino el día que se publicó el séptimo y último tomo de la aventura en que consistió el bachillerato de un niño mago. Hoy, en todo el ámbito que habla inglés, publican el séptimo tomo y dejan a los del ámbito de la lengua castellana para la Navidad que viene, para que se despachen la aventura y se enteren, alguno lo hará antes a través de traducciones mejores o peores, de noticias, de resúmenes, de avances, de escapes, se eso que llaman los admiradores pottermaníacos los “spoiler”, de si Enriquito ha sobrevivido a no a su inevitable encuentro con el malvado innombrable del mundo mágico de la señora Rowling, que alivió con él sus penas y penurias, para que luego digan que nos hay fenómenos en el mundo de las letras, capaces, como un buen delantero centro goleador del fútbol, de hacerse ricos con el sabio manejo armónico, no en este caso de un balón, sino de las letras y de la imaginación, conjugadas por la fantasía.

Todo un mundo, con su pasado, su presente, su futuro, sus aciertos y sus desventuras, ha salido de la pluma, el bolígrafo, los lapiceros y probablemente el ordenador de doña Juana, que ha hecho felices a los miembros dispersos de la multitud de seguidores de su capacidad para contar una historia de lo inexistente. La hicimos incluso premio Príncipe de Asturias, aunque no haya sido de Literatura. A estas horas ya ha liquidado a quienes debía morir para culminar la aventura y a quienes sobrevivir para liquidarla. Unos y otros, permanecerán ahora en los siete tomos herméticos que probablemente no releamos más que si acaso parcialmente, pero ya son historia de la literatura. Personajes hermanos de los clásicos, que recorrerán con don Quijote, con Tintín, con Pinocho, Macbeth, Harpagón, Snope, el capitan Nemo y tantos otros constante, diariamente el camino, cada vez que alguien abra el libro y lo recorra con ellos, hasta el final de los tiempos.

viernes, 20 de julio de 2007

Me acompaña esta tarde, mientras escribo,
el desconcierto de la música sincopada,
un saxofón, que persigue la luz,
apoyándose en las copas de los árboles para saltar,
en la aguzada flecha del cono
de las peñas de algún acantilado,
en las puntas de lanza del perfil de mis sueños.

Tal vez cuando se detenga, lleguemos juntos
al final de su trayecto de sonido,
el silencio esté cansado de agitarse, hervir
y me haya
quedado
dormido,
sin más luz, de nuevo,
que el recuerdo de tus ojos
o ese silencio
que aprovecha Dios para repetirnos lo que no entiendo.
Qué difícil acertar. Los hombres vamos, venimos, nos atamos a la cotidiana manera de hacer y de pronto, un día, abandonamos lo que hacíamos además, como a hurtadillas de la rutina, como compensación. Hay quien opina: no sé hacerlo. Y lo deja. Y era, sin embargo, lo que mejor, a juicio de los demás, hacía. No hacemos bien lo que suponemos, sino lo que sirve o puede que lo que no sirva para nada útil, pero de algún modo mejora el entorno, lo hace más habitable, permite que las viejecitas salgan, a la hora del rosario, por la calle peatonal, pasito a paso, escuchando con visible deleite la música, maltratada por un grupo de vagabundos, inmigrantes, pordioseros orgullosos, que aseguran la cena a base de la generosidad de quienes pasan, como la viejecita camino de su cita con el rosario de la parroquia, para ella, y tal vez para nosotros, tan importante. Escucha esa música porque es la de su juventud, que piensa haber malgastado, pero no. Nada se malgasta. Todo se enhebra de alguna manera en el plan de la creación y cuando pensábamos haber muerto en el vacío, nos recuerda alguien por una palabra que dijimos de paso, sin fijarnos, y alguien halló como si encontrase una flor de luz, un copo de energía o la violeta frágil del consuelo. Vale la pena, sin duda, haber vivido, y seguir …

jueves, 19 de julio de 2007

Esta mañana, cada flor,
tuvo su gota mínima de agua
para reflejar la totalidad del paisaje, el mismo
paisaje
estuvo dentro de cada flor del jardín y muchas veces
porque cada pétalo sostenía muchas gotas,
resúmenes, compendios,
del paisaje
¿cómo habremos podido vivir tantas vidas,
a la vez,
una en cada paisaje,
cómo habríamos podido
sin amor?
Hoy estaba cansado, gloriosamente cansado, tras de venir desde el centro de la meseta a través de la noche hasta la diana de las altas horas de la madrugada, cuando los silencios anchos y esas súbitas ráfagas, quiebros de espadachín, que fingen ahora los coches al entrecruzarse sin cesar. Ya no hay horas de descanso. Hay horas de más o menos automóviles, que corren desalados, como fantasmas tratando de alcanzar, de día, su sombra, de noche los destellos de luz que los preceden.

Ceno en medio de la noche, entre cigarras y unos desperdigados puntos de luz anémica que fingen consolarnos con la escasa fuerza de su desánimo. La cena es sabrosa y escasa, el vino frutal, luego otra vez la noche, correr en pos de los dos haces que hurgan entre las sombras buscando la piel gris, con algo de piel de serpiente, de la carretera.

Muy tarde, o muy temprano, me recojo sobre la bola del sueño y al despertar estaba relajado en el recuerdo del cansancio, semiabandonado en el sopor del entresueño, no demasiado seguro de qi estaba allí, aquí o recorriendo de nuevo el viejo, trillado camino, siempre igual, siempre diferente, que siempre me deja una vaga añoranza de cuando atravesaba los pueblos, siguiendo una calle, la travesía, y permitiendo imaginar la vida de los desconocidos entrañables con que nos cruzábamos.

Parece que el paisaje se hubiera convertido en una antesala o una estancia de la soledad.
MIERCOLES 18 DE JULIO

De un lado del largo túnel estaba el sol,
del otro la lluvia.
¿Es el túnel la vida o es la muerte,
consiste
la vida
en lo que hay ante y lo que hay después
y es esto que vivimos
la oscuridad intacta del túnel,
o,
si acaso,
esta imitación de la luz
que intentamos los hombres con candelas?
La carretera va siempre bordeando el mismo rosario de pueblos, lugares y paisajes. Antes los atravesaba, a medida que la modernidad nos inunda, los bordea y llega un momento en que llega a ignorar la mayoría, que ahora quedan más allá de un altozano o disimulados por una ladera o un soto. De este tramo que acabo de recorrer, destaco dos paisajes: el del pueblo que trepa por la ladera de un altozano. Abajo, cerca de la carretera, la iglesia de la parroquia mayor, que, como suele ocurrir en Castilla, da la impresión al observador de que caben allí media docena de pueblos como el que se acurruca en torno a la iglesia, bajo su protección. Un caminito arranca de la parte baja, pasa ante el edificio del templo, sube vacilante, errático, por entre las casas que pululan sin más orden, concierto ni urbanismo que el capricho de cada cual y la alineación de la calle. Del otro lado del pueblo, de pronto se alza otra iglesia menor, pero ésta desgarbada, alta de espadaña tuerta de campanas. Luego el camino hace dos o tres quiebros más y se allega a la torre del telégrafo, casi totalmente desmoronada. Insisto en que tiene que haber alguna leyenda que siga el hilo de ese camino, y si no la hay, debería escribirse la novela. No sé si hacerlo.

Un poco más allá o acá, según se mire, junto a una de las escasas y abiertas curvas de la carretera, fuera de contexto, con el pueblo alejado, hay lo que debió ser una ermita y ahora son ruinas al pie de su erguido campanario. A los lados de la puerta de la fachada principal, hay una solana y en ella un banco de piedra en que hasta hace poco se sentaban unos cuantos viejos a tomar el sol, cada vez menos viejos, a lo largo de los años que llevo haciendo este camino, yendo y viniendo más de quince veces, idea y venida, es decir, más de treinta pasadas, ahora no queda ninguno y debían meterse en las ruinas vagabundos porque las han cerrado sobre sí y alzado las paredes laterales, por cierto que sin ensanchar ni establecer arbotantes. Se caerán. Todo el paisaje se va reasumiendo así, poco a poco, tratando de reconvertirse en llanura, absorber los adobes, disolverlos en su polvo, que, cuando llega esta época, adquiere la totalidad carnal del trigo recién segado. Más despacio, se alisan las redondeadas cúpulas de los cerros. Paras el coche, lo sacas del túnel a cielo abierto de la autovía, te subes a una de esas mínimas alturas y todo, alrededor, se convierte en una campana de cristal que te encierra.

martes, 17 de julio de 2007

Dime, si comprase,
si fuese capaz de comprar, para una inmensa biblioteca, mayor
que la de Alejandría,
todos los libros del mundo,
¿serían mías todas
las
palabras?

Quedarían,
a pesar de todo
las palabras libres, montaraces,
las que se susurran con amor,
las que se intercambian apenas,
con horror intacto,
incrustado en su vientre de palabras
preñadas de malas intenciones.

Acabo de comprender
que las palabras no están presas en los libros,
duermen,
a todo más, en ellos, que son
como sus posadas,
refugios escondidos
en que las palabras, como los ángeles cuando se disfrazan
de pájaros,
lloran
silencios y fracasos.
Es una institución popular. Abunda en el pueblo, si es pequeño, y, si no, en el barrio. En el fondo, los barrios son pueblos incrustados en el deformado, distorsionado modo de vida de la gran ciudad, que de no existir los barrios, resultaría insoportable para el ser humano. De hecho, el humano que habita en la gran ciudad, pero no se incrusta en la vida de un barrio, no es un ciudadano, un habitante de esa gran ciudad, sino un paria, un peregrino, alguien que va de paso, como Ashaverus, sin caminos ni descansos.

Es, iba a decir, una institución popular, el o la correveidile. Esa persona que está sin estar, no te das nunca cuenta de que estuvo, pero así fue, se fijó en todo, mantuvo con gran esfuerzo el silencio y ahora se advierte que ha pasado, siempre sin que parezca haber estado, pero dejando en cada esquina el relato completo, sustancioso, de todo lo ocurrido en el lugar, el pueblecito, la aldea, el barrio.

Le molesta que le llamen cotilla, porque su versión es la de que se limita a transportar y verter la noticia una y otra vez, la nueva, el hecho recién ocurrido y que aún no sabía nadie, con la satisfacción puesta en advertir como abre la boca, cómo se asombra el hasta ahora desinformado interlocutor.

Esa persona, el o la cotilla, es incansable. Pasa, va, viene. Se ampara en ese anonimato que le proporciona no ser en realidad más que la noticia misma, el relato del hecho, del acto, de la marranada o el prodigio. Se diría que una de las características, la esencial de la persona cotilla es disponer, por medio de su desapariencia, de la facultad de que no se advierta que está hasta que ya es demasiado tarde y se advierte, con horror el revuelo de su capa cando sale corriendo con su botín en la punta ya de la lengua, presto para ser regurgitado para cualquier víctima que halle a su paso, cualquier corrillo, cualquier apacible tertulia, que en seguida se sobresalta, conmueve, sonríe o se compadece. El o la cotilla dispone de la capa de invisibilidad de Harry Potter.

Pero está. ¡Vaya si está! Es tal vez una de las pilastras que sustentan la cimentación del barrio, de la aldehuela, de la ciudad al fin, que ata y asegura con la telaraña de sus pequeñas y grandes botillerías, los bulos y las noticias, la debilidad y la grandeza del resto de la humanidad, que él o ella lleva en el pico camino de todas y de ninguna parte.

lunes, 16 de julio de 2007

Entre una lágrima y la mar
la diferencia
sólo está en el tamaño y es posible que en el grado
de
salinidad.

¿Quién puede haber llorado tanto
y con tanta amargura?
Coinciden varios de los libros que pretendo leer a la vez en el comienzo de este destemplado verano en que la fantasía es uno de los componentes que con frecuencia se suman a la verdadera historia de casi todos nosotros.

Debería ser fácil contar que fuimos niños felices, nos educaron, domesticaron y recortaron, nos convertimos en mediocre gente de a pie y desde allí, on varia fortuna, elaboramos una personalidad con que acercarnos y en seguida, sin conciencia de haber atravesado su frontera, entramos en la vejez –espacio mayor o menos que nos concede el buen Dios para reconsiderarnos.

Pero no, pretendemos, muchos, diría que una mayoría, fingirnos una niñez en que nos describimos como monstruosos infantes, caricaturas ya de nuestra madurez, nos pintamos una adolescencia cruel, cuando la realidad es que pasamos por ella a trompicones, equivocados, desorientados y ávidos de no sabemos con certeza qué y utilizamos en la madurez toda clase de mañas para buscar atajos hacia lo que sólo un duro camino iniciático puede proporcionar acceso trascendente.

Leo con voracidad estos lúcidos comentarios de agudos observadores que después escribieron unos en términos filosóficos, otros novelas cuyos personajes trascienden el sorprendido dolor de su creador, el autor, de que se escapan en cuanto tienen la entidad propia que caracteriza a un buen personaje de novela, en el que su creador pone parte de lo que le sobre y otra de lo que a él le falta y así se le escapa del control y la novela, de pronto, se ha convertido en un mundo real y apasiona a multitud de lectores. Me encuentro y desencuentro con frecuencia, como es lógico, porque los humanos nos parecemos tanto, pero somos tan diferentes también que ambas cosas ocurren sin cesar hasta que cierro el libro, me quedo pensando un rato y sigo con otro. Vuelta a empezar. Y cada vez, a aprender algo. Y cada vez que aprendo algo y se acumula a lo que sabía, advierto cómo sigue creciendo la sombra de lo que soy consciente de ignorar.

domingo, 15 de julio de 2007

Es, como recorrer el bosque
sabiendo nada más el nombre de parte de los árboles,
angustioso.
El bosque, este mundo pletórico
parece una sucesión gris
de días
en que no hace más que llover o caer implacable el sol
y no se te ocurre la manera
de romper el hechizo,
salir entre la gente a intercambiar palabras de amor.
Solo falta, esos días, que te digan
que has desaparecido
en lo más profundo del bosque.
Hay una parte mítica de nuestra niñez. Yo no sé cuándo empieza o termina, pero me consta que existe y la viví a trozos, como viví a trozos la parte mítica de mi juventud, a la vez que la soñaba de otro modo. Nos confunde esta capacidad que tenemos de estar en determinado lugar y poder huir, con un mínimo esfuerzo y perdernos por los vericuetos de otro. Hay un estrecho camino para nosotros, pero es posible que nadie lo recorra con mansedumbre y conformidad. Lo que ocurre es que desde donde quiera que lleguemos soñando, inexorablemente hemos de volver al mismo lugar donde estábamos, sin más consuelo que el de que las heridas se curan como por ensalmo y no queda más que la cicatriz en el alma de que sea mentira de que nos atrevimos a medias a vivir otra de nuestras vidas posible, de que son retazos las imaginadas.

Son cosas distintas, sin embargo: los fragmentos de vida mitificados y los imaginados. Los mitificados los vivimos en la realidad, si bien, a veces, dándoles valor distinto del que tuvieron, y dándoselo en el momento mismo de vivirlos o después, en el territorio de los recuerdos; los imaginarios, en cambio, no fueron vividos jamás en la realidad. Unos y otros se mezclan en las estancias de la memoria y cuando llega el momento de contar nuestra autobiografía, es probable que contemos los que recordamos, con la mayor desfachatez, a pesar de que en gran parte no sea más que fantasía.

Pues claro que es una serie de mentiras, pero es lo que nos queda cuando por una u otra razón, no hicimos todo lo que nos creímos capaces de hacer, y eso es un fracaso, que alivia en cierto modo lo que contamos o lo exacerba.

sábado, 14 de julio de 2007

Estoy quieto, sufriendo,
mientras todo ocurre,
porque, entre otras cosas,
no puedo leer todos los libros que se publican,
escuchar todas las melodías de las bandas de Nueva Orleáns,
acompañarlas, e ir
a ver los cuadros que todavía huelen a aceite,
desmesurados, desbordantes
de vida.

Al final sólo he podido advertir,
como al paso de un cometa,
más que el destello,
o ese fulgor, cuando cae el rayo
en mirad de la tormenta,
que desproporciona la luz, porque sin duda
está naciendo algo en cada ocasión
en que vibra
la luz.

Todo es amanecer, pienso a veces,
aparición,
creación
de la primera luz, indecisa
del alba.
No podemos salir del todo de transcurrir como somos y es una lástima porque resultaría interesante podernos mirar a las personas en general y a nosotros mismo en particular, cuando hacemos los desesperados esfuerzos con que intentamos salirnos afuera –ese imposible- y lograr en ejercicio activo de un “ismo”, es decir, de una exageración del intento de comprensión de alguna de nuestras facetas, singularmente excitada por cualquier circunstancia imaginable, cuando proyecta el reflejo de la luz que recibe sobre cualquier cuestión. Lo digo al hilo de cierta pintura manierista, que coincide en mi contemplación con una pieza musical. El manierismo, tal y como yo lo entiendo, es la reiteración de un motivo alterando su forma, que, culturalmente superada, en opinión artística del manierista, le produce inquietud en su diálogo visual y necesita romperla, desbordarse atravesándola, quebrantándola, pero de modo que el motivo aún se reconozca. Algo así como la esquina artística de la angustia, o la inquietud, para que la expresión resulte menos inquietante, del agente, cuando se enfrenta con el hecho de que su verdad no es completa, tal como la conservaba, y un nuevo estudio o un cambio de posición o la nueva interpretación de un concepto obliga a reconsiderarlo y mudar su aspecto en el acervo personal.

Todo un proceso que al experimentarlo produce la inquietud de no poder estimar toda su dimensión porque se está dentro de él y no cabe verlo como podría un espectador.

viernes, 13 de julio de 2007

Cada vez que te vas
yo te espero, cuanto más lejos, mejor
siento que ya estás volviendo,
te presiento en el temor
de que no quieras, no puedas
volver.

Cada vez que te vas,
dejas en la arena
de mi corazón,
la huella de tu pisada,
y yo le pido a la mar
que la borre,
que no puedo soportar
este temor, que desecho,
vuelve como un moscardón,
duele
en la huella,
la arena
del corazón.

Cada vez que miro,
te busco alrededor
y no estás,
muero.
Es una taberna vieja y limpia. La madera parece restregada hasta estar en carne, madera viva. Me apoyo. Tiene un tacto resbaladiza y huellas redondas, indelebles, de vasos bebidos sabe Dios cómo, cuándo. Hay una frascas, en un extremo del mostrador, cuadradas, de cristal grueso y apariencia mentirosa de áspero. Unas frascas llenas, unas más que otras, pocas vacías, de vino blanco y vino tino a granel. El techo es bajo, las paredes están ahumadas y amarronadas. Veladas de esperas y penas, alegrías y encuentros. La voz acredita la sonoridad del local donde, a cualquier hora, tres o cuatro, a veces media docena, que se junten, cantarán una habanera a dos voces. Te mecerán, las voces, como si bajo los pies se te estuviera moviendo el suelo de la embarcación, escorada, que te lleva a la emigración, con equipaje inmenso de emociones y de ilusión cuando vas a conquistar el nuevo mundo y la riqueza allí olvidada. Por ese camino fueron los parientes que ahora echamos en falta, los que volvieron después o los que no. Arriba, en el desván de la tía abuela, que desmantelaron cuando murieron y ya no hay ni desván ni casa, estaban los baúles con esquinas de latón y las fotografías amarillentas, muchas abarquilladas, y los trapos y cintajos, abanicos e impertinentes. Ya no hay nada. Enterramos la memoria de los antepasados cuando la casa, que heredó la hermana más joven de la abuela, la vendió por unas monedas, no sé si muchas o pocas, y se llevaron los papeles, los álbumes y las cartas que ya habían dejado de decir para casi cualquiera que las leyese. Ahora es como si hubiéramos nacido de pronto y de un capricho del aire, que se movió al azar.
JUEVES 12 DE JULIO

Verano, huele el aire a todo lo imaginable y al mezclarse
los olores
denuncian la vida alrededor, afanada
en rozarnos a los humanos, unos con otros
para contagiarnos las tristezas y las alegrías.

Verano.
Corre la gente hacia la playa a sosegarse mirando,
escuchando
sumergiéndose en la mar,
engañosa,
que nos acaricia con el murmullo y la espuma,
atrae.

Déjate venir, ahora en verano a la mar,
déjate
morir.

Y nos sentimos tan llenos de vida, exultantes
que tal vez
no nos importaría.
Hay ciudades vivas y ciudades muertas. En medio, sobreviven las ciudades dormidas. Las ciudades dormidas suelen estar limpias, cuidadas, brillar por la noche “como un ascua de luz”, según las crónicas cursis de sus periódicos más trasnochados. Las ciudades vivas transcurren por sus calles en la policromía variada del aspecto de sus habitantes, que no cesan de echar sonrisas, risas y palabras al cielo raso de la ciudad viva. Las ciudades muertas dan miedo. Sueles estar, como las noches de las casas antiguas, llenas de ruidos con que acomodan sus puertas, sus paredes, las techumbres y las estancias a posturas ensayadas por la ciudad para librarse del agobio de sus holguras, la fatiga de sus materiales, las goteras, que cuando llueve, tocan la melodía de la marcha fúnebre de la ciudad muerta. En las películas del Far West, por las calles de las ciudades dormidas y de las muertas, ruedan líos de ramas de arbusto seco. Esta tarde, casi noche que el verano disimula con ese estirón último de luz con que remolonea el sol antes de dejarse caer más allá del horizonte, estuve en una ciudad viva, ayudando a presentar un libro que habla de muertos que sobreviven. El juego y la paradoja de la vida y de la muerte, enroscándose una tras la otra alrededor de la esperanza de eternidad que anclamos en la fe, siempre acosada, siempre al límite, pero único que nos queda para ser algo o alguien distinto de la efimeridad característica de las piezas del inmenso rompecabezas del universo, en que todo es tan exacto que ha permitido a los hombres más listos de entre los hombres nada menos que las matemáticas, tan caóticas, han descubierto al fin, como el resto. Nos lo cuentan a los más ignorantes y nos quedamos con la boca abierta, reafirmados en nuestra decisión epicúrea de aprovechar la emoción estética y poner el resto de lo que pueda ocurrir en las manos de Dios. -

miércoles, 11 de julio de 2007

Llueve y hace sol. En mi niñez,
cuando tal ocurría, cantaban las niñas que había brujas
alrededor.
Ahora no hay brujas,
las quemó,
junto con las hadas, los elfos y los gnomos
la Santa
Inquisición.
Llueve y hace sol, suben y bajan
mis pensamientos
la fantasía y la mirada, por el arco iris,
que deshace el viento y convierte
sólo en luz.
Cuando llueve y hace sol, siguen cantando las niñas en el Parque
andan, pero ya no andan,
las brujas, que no hay,
alrededor.
Dime la verdad,
¿llueve?
¿hace sol?
¿andan
las brujas
alrededor?
Los hombres hemos traído la selva incontrolada de nuestra complejidad a este mundo de la red, por donde circulan ya toda esta pléyade de timadores que impiden fingir un mundo de economía paralela fiable. No se te ocurra comprar ni vender en este mundo porque, indefectiblemente, acabarás trasquilado por un habilidoso falsificador o por un timador de tres al cuarto, que un día u otro se aprovecharán de la certeza de aquella aseveración clásica según la cual aliquando dormitat Homerus. Y si a Homero, que era un genio, le pasaba, qué nos pasará a nosotros, cuando más aprendices de la utilización del cerebro propio y el del ordenador, abierto a todos los vientos de esa caterva de ingeniosos ratones que nos observan y están al acecho de cualquier descuido para quedarse con el santo y la limosna de nuestra ingenuidad.

Cada día me convenzo más de que somos como somos, es decir, impresentables en sociedad, incapaces de respeto al vecino, al contertulio, al contemporáneo, al que viene marcando nuestro mismo paso. Así nos luce el pelo y más tarde o más temprano, aparecen el insulto y sólo un poco más tarde el mamporro como supuestos argumentos válidos para enfrentarse a la sinrazón.

Por un lado, están los que desconfían del comprador y le piden poco menos que la historia de tres o cuatro generaciones, además de todos los números, trampas e identificaciones que otros desconfiados habían acumulado antes en torno al miserable montoncillo de nuestra nómina, por otro, nosotros, indefensos entre tanta ley y tantos como saben tanto acerca de la manera de burlarla para intentar quitarnos el pan, la sal y el asiento a la lumbre.

Entre esto, la pornografía y el cotilleo, caerá, auguro, si Dios no lo remedia y la autoridad competente no se decide a utilizar el mazo cooperador, como se ha ido por la sibila la televisión, enredada entre tetas, culos y las insignificantes, pero magnificadas vicisitudes de una cada vez mayor masa de libertinos insaciablemente hambrientos de primeros planos y bolsas repletas con que seguir despilfarrando hasta el agotamiento humanidad, prestigio y hasta a veces belleza y elegancia.

martes, 10 de julio de 2007

Tu perfil, el escorzo
para volverte a medias, preguntar
o decir,
la tersura de tu piel que era caricia, sin haberla
tocado aún,
aquel cascabeleo
de los besos posible, que tú hurtabas y jamás
existieron
como palabras calladas
o los huevos de pájaro que seca el sol
en el nido vacío
cuando jugábamos a cazar los jilgueros con liga de muérdago,
tus ojos, expresivos
del afán de volar, la carne
lastrada y prieta
y en cualquier parte, oculto,
el reloj
del tiempo,
ese oscuro fantasma, riéndose
de nosotros.
El viento y la luz, el tiempo, la lluvia, han ido encogiendo la puerta que no lleva a ninguna parte, cierra nada ni protege, en medio del estero, formando parte de una tapia que ni cierra ni limita, resto de algún paredón que Dios sabe lo que velaba o defendía cuando la puerta se abría y cerraba para ofrece y prohibir, alternativamente, el paso. No se atreva nadie a acabar de derrumbarla, ni a pasar por si acaso, ahora que están de moda las puertas secretas, que se abren sin abrir ni cerrar en cualquier lugar inesperado y pasas al otro lado donde un mundo que nadie sabía que estaba allí, y si mientras tanto que estás viene un gracioso y la quita, permanecerías para siempre jamás del otro lado invisible desde ambos de este resto de puerta de hoy, verde por el lado que se consideró en su tiempo de fuera, amarronada por el de dentro. Permanece cerrada a cal y canto, para nada, ya digo, porque cualquier puede dar la vuelta al resto de pared y contemplarla por su frente y su envés, sin perjuicio de que el portón siga empestillado, que por cierto debió de ser la suya, que Dios sabe dónde habrá ido a parar, una llave grande y gruesa, como de hórreo, por más que se la haya comido el orín, que las gentes de este lugar llamarían ferrullo. Taría ferrullenta, la llave, si la encontraseis, y total, ¿pa qué?, nos dice la paisanina, si se puede dar la vuelta y ver lo que hay detrás. Detrás sí, pero lo intrigante insisto en que estará “dentro”, es decir, adonde se llegue atravesando la puerta, que es cosa distinta de burlarla y mirarle el traste como si los misterios se pudieran resolver así, mirando por detrás sin haber hecho el debido tránsito y corrido el peligro o de que sea realmente maravilloso o de hacer el ridículo porque no pase nada.

lunes, 9 de julio de 2007

Para marinera,
sólo mi barca,
que tiene la madera lisa y gastada en la amura,
donde rompe la ola.

Mi barca es una purasangre de las barcas, tasca el freno
del cabo, quisiera
arrancar el noray, tiene prisa,
mi barca,
por salir a correr riesgo
de naufragar en brazos de la ola
que pasa,
algo así, en lo humano,
como morir de amor.
He cometido el grave error de salir sin mi cámara fotográfica. Antes no las sacábamos por el bulto y aquel peso que iba incrementando la inclusión de aparatos medidores, filtros, parasoles, baterías, trípode y carretes de repuesto, amén de objetivos alternativos para ensanchar el campo de visión o incrementar la capacidad de detalle, Y ahora, cuando las cámaras son poco más que tarjetas de visita y pueden almacenar cientos de fotografías, las dejamos por olvido sobre la mesa en días de sol como éste, con las barcas de pesca y de recreo brillando al sol del verano inédito bajo la vigilancia atenta de las gaviotas veleras, algunas de las cuales, para mejor y más disimuladamente espiar la incruenta flota al pairo, se han posado y fingen ser chalanos blancos con un punto rojosangre en la punta del mínimo bauprés del pico. Apenas mueve el agua, el sol, indeciso, tras de dos días de orvallo inexorable. Un abuelo, una nieta y un pescado muerto, un abadejo, se apoyan contra la barandilla y deliberan acerca de si el abuelo o la nieta freirían mejor el pez, brillante, se ve que recién sacado del agua. Habría sido como media docena de bonitas fotografías que ya no haré nunca. No necesito, supongo, explicarles que cuando se es aficionado a la fotografía, con frecuencia se componen por instinto, nada más asomarse a un hecho, un detalle o un paisaje. Me consuelo diciéndome que probablemente me habrían salido mal, decepcionantes.

De entre la gente que nos rodea, de súbito, se destaca a veces un personaje, hombre o mujer, que nos cuenta, dice, pregunta acerca de su entorno. Es como salirte de un mundo y asomarse a otro desde donde las cosas y los conceptos tienen diferentes colores y medidas, sobre todo cuando vienen y te cuentan agravios que tú piensas, como yo en este caso, que habría que escuchar la versión de los demás implicados en la situación que me describe esta señora a punto de lágrimas. Me pone nervioso que alguien, a mi alrededor, con razón o sin ella, esté lleno de ira o a punto de deshacerse en lágrimas. Se me estropea el radiante sol del mediodía, que no recupero hasta regresar a mi butaca y apoyarme en el teclado.

domingo, 8 de julio de 2007

Hay el sonido de una gota,
obsesivo,
de agua que cae cerca, de momento oculta,
hace tres sonidos consecutivos diferentes
y ya es por ello música,
ya canta,
parece
que está diciendo. Tal vez sea yo el incapaz
de entender algo
que ahora mismo parece tan claro,
puede que en otro idioma,
puede que sean sólo
briznas de polvo arrancadas
del resplandor
del silencio,
o una oración sencilla, repetida,
insistente,
apasionada.
Lo que lleva dos días pasando es que nos empapa el agua. Como si el aire mismo se hubiese convertido en agua fina, casi impalpable, que hay donde con acierto llaman calabobos, porque sales confiado a la calle, sin una mínima protección y el agua te va empapando como yo estoy ahora, el bobo de turno. El perro es más listo. Asomó la cabeza, la sacudió y se metió de nuevo en casa, mirándome de lado con la irónica expresión que pone a veces, cuando entiendo que me pregunta si pienso que él, por ser un perro, tendría que ser, además, imbécil.

A mediodía, sin embargo, el sol consigue irse abriendo paso, y, primero mezcla sus resplandores con el agua, en seguida, la aparta, aprieta, se convierte, al apoyárseme en la frente, en sudor. Las manos del sol, delicadas, ardientes a la vez, se disuelven al acariciarme la frente. El sol se asombra, las retira y deja un vacío sobre la piel, que enfría el aire inmóvil.

Por un momento, me imagino, desde el valle donde está encerrada esta tarde de verano alrededor del río, cómo podría haber sido el valle si no existiéramos los humanos, con la vida recorriendo su ciclo sin emociones estéticas, razonamientos ni artificialidad y capacidad de imaginar, discurrir, mentir, intentar razonar y en seguida, procurar distorsionar las razones en beneficio de algo o de alguien. La vida como una cascada sin motivo ni finalidad, girando sobre sí misma.

Tal vez lo que nos distinga, además de la capacidad de sonreír, sea la de preguntarnos el por qué de la muerte y qué se pierde o se gana, de la vida, cuando ocurre.
SÁBADO 7 DE JULIO

Entre recordar y soñar,
así es como vivimos,
aferrados a la idea de que hay un hoy,
ayer,
mañana,
pero
¿qué es todo eso? ¿dónde está?

Voy como un funámbulo
por el delgado hilo de la consciencia,
sin red abajo. Y lo peor de todo
es que ignoro si más allá, del otro lado,
me espera tierra firme.
Manzanas, todas iguales, alineadas como marciales soldados elegidos con destino a la parada, el desfile ostentoso de armonía, disciplina, fuerza. Manzanas en su caja, clónicas, sin una mancha ni el agujero de un gusano, aparentemente cultivadas en un invernadero, bien protegidas de las inclemencias del tiempo, de las plagas, incluso de los malos pensamientos. Es probable que no tengan el sabor de aquellas que la abuela almacenaba en los armarios de guardar ropa blanca en la habitación de atrás, la que daba a la calle empedrada, una habitación con puerta que nadie supo jamás por qué, se cerraba sola y nos daba un miedo de muerte a los ladrones de manzanas de Pero Mingán, que olían en invierno a tiempo de cosecha aún. Ahora, en cualquier época del año, te venden estas cajas de manzanas perfectamente calibradas, lacadas, apetitosas, sin más pero que ponerles que esa apariencia de perfección colectiva en que desaparece el individuo y no cuenta más que la formación disciplinada y uniforme. He comprado una caja de estas manzanas y ahora no me atrevo a romper la formación, pelar una y comérmela sin aquel atractivo de hincarle el diente sin más, recién cogida del ´ñarbol o robada del armario de la abuela que todos los veranos decía que había que comprar más manzanas porque no había cantidad que bastara, pese a que ella misma se cuidaba de que el abuelo las tuviera siempre para la hora de la merienda, a ser posible con un pedazo de queso, pan de trigo, y, en la época, un racimo de uvas.

viernes, 6 de julio de 2007

No me canso nunca de mirar el mar, la mar
o es ella, él
quien no se cansa de mirarme cuando me ve absorto,
mirando perpendicularmente al horizonte,
más allá del que está, a la vez, todo y puede que no haya
nada.

Compartimos, humanidad, el mismo sueño,
alguien hay,
en alguna parte,
un cuentacuentos que nos lee incansable
para que continúe el libro de la historia
diciéndonos a todos las mismas cosas, por ejemplo
la voz de Julieta Greco, que por eso
nos enamoraba, cuando estudiantes,
a todos a la vez, y soñábamos
todos con la misma orilla izquierda,
que mucho más tarde, cuando fuimos a verla
no era más que la otra orilla del río unas veces,
otras la nuestra
pero ella no cantaba ya en ninguna.

Es posible que del otro lado
de la mar
estén la certidumbre
y la luz,
ambas en una canción que cante alguien con su voz.
La Anunciación de el Greco, es económica en figuras de primer plano, más bajo: un ángel que parece hecho de o encarnado, por así decirlo, en luz de luna y la Virgen Nuestra Señora, alzándose en escorzo de lo que parece un reclinatorio, con túnica rojiza y manto azulenco, evidentemente sorprendida. Arriba hay una luz deslumbrante y apoyados en ella están Dios Espíritu Santo, la paloma, bajo una turbamulta de ángeles que rodean y acompañan a la que parece ser la Virgen Nuestra Señora, sentada con su hijo, niño, en brazos. El ángel que anuncia, es decir, el arcángel, tiene alas, extiende la mano y razona con ella hacia la mano alzada a la defensiva por Nuestra Señora. Lleva una vestidura amarillo de oro. No una vestidura de oro ni dorada, sino amarillo destinado, se ve, a convertirse en cualquier momento en oro. Todavía no lo es, sin embargo, quizá porque no se ha desprendido del todo de su esencia de luz escasa, débil, de luna. La del resto del cuadro, la luz, digo, es indecisa.

Forma parte el Greco de la cadena de pintores que mejor comprendo, no en lo que pintan o por qué, que es otra historia, sino en el modo de expresarse. De algún modo, mi cultura forma parte de esa cadena y la cadena de mi cultura, entendida como manera de comportarme ante el hecho de vivir. Los diré casi de corrido: fra Angélico, el Bosco (cómo no), el Greco, Goya, van Gog, Modigliani, Zabaleta. Seguramente no están todos, pero sí la digamos columna vertebral de mi preferencia pictórica, alrededor de la cual hay en cada epoca admiraciones de segunda clase, por más que riña mi maestro Luis, que pudo haber sido pintor o poeta, fue ambas cosas y no fue ninguna, pero yo, además de haberme honrado en que fuese mi amigo, le seguiré admirando y más como todavía como persona, hombre bueno, con sentido del humor y paciencia inagotables, además de su fervor por todo aquello que prefería. Mi maestro Luis me diría que Velázquez sobre todos, pero Velázquez, como en la música Beethoven, me parecen tan perfectamente geniales que escapan a lo que puedo comprender para empezar a admirar. Velásquez, cuando se apea de las Meninas y se queda en el Aguador o en un plato de huevos fritos, o Beethoven en sus cuartetos y quintetos son otra cosa. Me puedo quedar absorto con ellos, hacer tertulia, mirar y escuchar.
JUEVES 5 DE JULIO

Los ángeles no tienen,
no necesitan, luego no deben tener,
no tendrían sentido que tuvieran,
por lo molestas, en cierto modo antiestéticas,
inconcebibles,
alas.

Los ángeles,
sin cuerpo opaco, sentidos equívocos, capaces
de atravesar el aire y la materia,
de ubicuidad, tal vez,
sólo han de tener alas,
cuando están castigados
o son aún seminaristas de ángeles
y se convierten, durante cierto tiempo
en pájaros.

Mi custodio me toca en el hombro, lo siento:
¿y tú qué sabes?
Y, si no sabes
¿por qué aventuras estas cosas?
Yo le digo:
a ver, enséñame esas alas.
Pasa un soplo de viento, huele a ángel.
Llegar con la mochila del cansancio a cuestas a una noche cualquiera de verano es señal de que aún hoy he trabajado, sido útil -¿de veras?- en algo. Te paras a pensar y a ver si resulta
–se te ocurre, o se me ocurre, por lo menos a mí- que eso que llamo trabajar, en vez de ser útil, ha resultado un estorbo para algo útil que de no ser por mi actividad se habría producido o se habría producido antes. Y queda la duda, siempre la duda, flotando como un nenúfar en el agua quieta. La filosofía oriental, que dicen que es la más antigua, puede que sea por eso más partidaria de la quietud. Lo que contrasta con la evidencia de que lo quieto es que lo abandonó la vida, que es de por sí dinámica. Puesto que no debe poder darse un modo de vivir hacia dentro que acabaría en un agujero negro de destinos inconcebibles. Me doy un paseo por el mundo blog y compruebo, asombrado, la inmensa variedad de modos de pensar por que discurren los pensamientos de la gente que escribe lo que se le ocurre. Y la diversidad inmensa de modos de expresión, que va desde lo ininteligible hasta la más escueta, envidiable, sencillez con que algunas personas dicen lo indispensable. Juan Ramón Jiménez me da la impresión de que vivivió toda una veda en camino y búsqueda de un modo de decir un poema sin necesidad de palabras, a fuerza de adelgazar las indispensables. ¿Será posible que cualquier cosa que diga sea ya más de lo que debería haber dicho?

miércoles, 4 de julio de 2007

Solías decirme
que te gustaría saber volar,
pero tú sola y sólo
-añadiste en seguida-
si fuera un privilegio,
porque, si todos supiéramos
¿de qué nos serviría? Para entrechocarnos,
para reñir en otro espacio, hacer la guerra
un poco más variada, activa,
cruel.

Estoy triste, prefieres
volar
sola
¿qué va a ser de mí?
Día tras día, casi todos, a lo largo de julio y de agosto, con remate si acaso en setiembre, cada día se anuncia en los carteles pegados profusamente por vallas, paredes y paredones como el día grande del festejo del santo que corresponda. Y todos los días grandes llevan aparejada cuchipanda, voladores y ruido, más que música, de sudorosos currantes del melisma, empeñados cada cual en que sea la suya la hórrida canción del tórrido verano.

Cartelones con sugestivas, sugerentes cantatrices, que, salvo razón del calor más arriba referido, uno no comprende por qué para cantar han de despojarse de sus vestiduras hasta límites que o por lo exiguo o por lo prieto, preocupan al espectador.

Es el corto y a veces frígido verano de la costa norte, que nunca se sabe si lo va a ser con todas las consecuencias, y es entonces el mejor posible, o si se lo llevarán los vientos del norte o las brumas del sur y del ocaso. Nuestro verano. El único que tenemos y compartimos con la ringla de peregrinos que van a Santiago por el vial de la costa y los acantilados y con quienes prefieren refrescar, mejor que cocerse al sol donde las agencias lo garantizan con acierto.

Tengo contertulios que me confiesan haber venido arrastrados por el clan, que ellos ya sabían que no hay por estos pagos sillón como el de casa, que ya tiene la forma de uno, de soportarlo todo el año, dormido bajo el manto de la telebasura o despierto y horrorizado por las últimas noticias de las perspectivas del mundo. Desde casa, dice mi contertulio habitual de cada veraneo, puedes cerrar los ojos e imaginarte cualquier paisaje, pero los hijos, la parienta y el resto del clan, prefieren esto y aquí estamos de nuevo.

martes, 3 de julio de 2007

¿Qué mueve más aire,
un jadeo
o un suspiro?

Puedo morirme de risa o de dolor,
de una hartura o de hambre. Podría
no haber nacido
y ser el mundo, sin embargo, igual.

Habría otro ser, en mi lugar,
¿necesariamente humano?
Puede que un paisaje, un árbol …
¿le habrías dicho a otro
las palabras de amor que me dijiste, habrías
podido
tener tus manos juntas en sus manos?

Se me ocurre, esta tarde de verano,
tener celos
de lo que pudo haber sido. Sufro.
Debe ser este calor que trae el viento en su vientre,
Debe ser éste un viento femenino
-no te rías, los hay-
preñado por algún
inhóspito, cruel,
solitario desierto,
que existe
porque tú, mi amor,
no has nacido.
Un nuevo, inútil, cruel y disparatado derramamiento de sangre que generará dolor y ningún beneficio para nadie. Ningún asesinato es tan execrable como los que perpetran los terroristas que se llevan por delante a cualquiera que casualmente pase por allí cuando la bomba estalla. Matar sin saber a quién, con la exclusiva finalidad de generar miedo, es el colmo de la inhumanidad con que puede el hombre manifestarse. Extraña clase de gente, rara especie, somos, que sin abandonar la apariencia humana podemos ser en realidad inhumanos, ya que hemos acreditado ser capaces de actuar como si lo fuésemos. Y algo habrá que inventar, físico o químico, susceptible de desmontar del esquema de la persona esta capacidad perturbadora de cualquier posibilidad de convivencia. Algo que detenga la mano de cualquiera a quien se le ocurra quitar la vida a alguien, que le suspenda la idea de matar, en agraz, nada más pasársele por la imaginación, ya que al parecer siglos de progreso en la civilización han sido insuficientes para erradicar la violencia, la tortura y la muerte como sinrazones nuestras de cada día. Y te paras a pensar, sin embargo y se te ocurre que podría ser la mano asesina herramienta mediante que Dios ayuda a alguien a morir de esa manera súbita, inesperada, temible, para evitarle percances mayores, que tal vez no habría sido la víctima capaz de superar. Que escribe, decían los clásicos, Dios, derecho, con los renglones torcidos. Y si tal consideración en nada empece la condenación de la barbarie, proporciona al menos un atisbo de consuelo.

lunes, 2 de julio de 2007

¿No has visto nunca una palabra sola,
volando,
perdida en el aire, ya sin destinatario?

Es como un pájaro
que vuelve al nido y alguien lo ha robado.

Como la mar,
que desde el principio del mundo le lleva diciendo
a la playa nadie sabe qué
y que se sepa nadie le contesta.

Tal vez por eso, es a veces,
por lo que la mar,
tan dulce y apacible,
tranquila en apariencia,
no puede remediar esas locuras que le dan
cuando lo arrasa todo y nos arrastra
y hay quien dice que lleva
a hermosos palacios construidos
con los restos de todos los naufragios olvidados
en lo más profundo
del fondo de la mar.
Estás solo. Es inexorable que al final se sienta uno solo. Tal vez sea cosa de que no supimos convivir y la caravana de la humanidad, de algún modo, hace justicia abandonándonos en la soledad en compañía, que si no es de las peores, puede describirse como aquel lugar en que acompañado de las personas que quieres, notas que les estorba tu presencia. Tu seguirías entregando, pero cada vez tienes las mismas, o tal vez más, aunque a veces menos quisicosas materiales y te va quedando ofrecerles únicamente lo que a raudales te mantiene vivo, que es el afán de aprender a darte.

Lo que ocurre, sin embargo es que hay una lección que jamás se aprende por completo: la de dar y no esperar a cambio. Te entrenas a solas. Haces exámenes de conciencia, propósitos de conducta … Es muy difícil. Y por eso, lograrlo, cuando se logra y consigues responder al desplante con la misma sonrisa que a la caricia, o cuando logras pasar desapercibido mientras no haces falta para algo, siquiera sea recibir una palabra perdida, adviertes la satisfacción que te embarga por encima de los achaques que se van teniendo y te limitan cada día un poco más el paisaje que antes era tierra de conquista posible, como un continente o un mundo recién descubiertos.

No es tristeza, sino lunes.

Los lunes son así incluso en verano.
DOMINGO, 1 DE JULIO

El agua del río,
bien de mañana, que yo lo he vista a través
del silencio
de la mañana del domingo,
baja aplanada, tersa, silenciosa,
como si recordara
los temores todos de la noche recién despierta
y no se atreviese aún
a poner música de susurros a su paso.

El agua del río, en la mañana
del domingo,
permanece también en duermevela, como la niña,
que sueña que la cogen
por la cintura y se la llevan,
ella no sabe quién,
ella no sabe dónde,
pero se deja ir,
con la dulzura con que se deja el agua.
El domingo, los domingos, la casa está llena de niños y de perros, que, alternativamente, se persiguen gozosos entre gritos y ladridos excitados. Luego, los niños asisten boquiabiertos a la sesión de dibujos animados y los mayores comemos entre un constante entrecruzarse de los floretes verbales, que, con las puntas achatadas, se manejan sin el menor ánimo de herir. Sólo tratando de provocar cada sonrisa con que las familias se cohesionan y apoyan para emprender cada lunes la convivencia con el resto del mundo. El domingo es un día especial. Se advierte desde la mañana, cuando no hay nadie en la calle porque no sé si el sueño se aferra a la gente o viceversa, y casi todos no quedamos en el jirón de niebla de la duermevela, que es domingo y todo puede esperar. Lo que pasa es que nadie ni nada espera y el tiempo nos recorre sin descanso, que ya podía, digo yo, descansar de algún modo los domingos, quedarse en agua quieta, suspender todos los plazos que han de cumplirse, según el refrán, de modo inexorable, pero que supiésemos que ningún domingo podría quedarse sin sol y sonrisas, sin envejecer a nadie ni que la muerte se llevara su porción de caravana, sin concederse el más mínimo descanso, ni tregua a nosotros. Los niños juegan, se intercambian sus quisicosas, hablan con ellas con voz aflautada, que finge ser la de cada muñeco inerte, sumido en su expresión siempre la misma. ¿Son los muñecos habitantes de un mundo donde es domingo y el domingo se detienen todas las cosas como en el agua dormida de un remanso olvidado?