martes, 31 de julio de 2007

Ha muerto, leo, Ingmar Bergman, que allá en mi juventud hacía un cine absolutamente incomprensible, que nos ayudaba a presumir de lo intelectuales que no éramos. Ahí no era nada, entender el cine de Bergman, Fresas Salvajes y demás, que cada intelectual verdadero interpretaba como buenamente podía o se le ocurría y nos lo contaba para nuestro deleite y sorpresa. Cada gesto de la película, el más insignificante, tenía para nuestra fantástica imaginación un significado trascendental. El mero hecho de que un personaje encendiese una cerilla, nos inducía a la firme convicción de que Bergman había pretendido, y logrado, desde luego, llevar a nuestro conocimiento que el personaje era un pirómano de la peor, o de la mejor clase. Ahora ha muerto, sabe todo lo que vale la pena saber. Publican fotografías de todas sus edades y en todas tiene la mirada perdida en lo más hondo, todavía, de lo pensable. Se me ocurre ahora que era elemental, que contaba las cosas con una extraordinaria sencillez que los demás nos encargábamos de complicar, y que esto de las fotografías es que nos mira extrañado de que hayamos sido tan complicados e incapaces de ver su cine sin más. Porque el cine no es más que eso, una sucesión de imágenes con que, como si fuesen palabras, a todo más frases, se nos cuenta una historia. El cine no sirve para hacer más filosofía que la que cabe en una fábula. Otra cosa no sería más que el vago propósito de intentar fotografiar un pensamiento. Todavía no sabemos. Quién sabe en el futuro, cuando hayamos aprendido a dominar la telepatía, para ruina de esa pléyade de centrales que, como arañas, acechan a nuestras moscas: los “telefoninos”, para tratar de convertir nuestras palabras en euros.

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