viernes, 13 de julio de 2007

Es una taberna vieja y limpia. La madera parece restregada hasta estar en carne, madera viva. Me apoyo. Tiene un tacto resbaladiza y huellas redondas, indelebles, de vasos bebidos sabe Dios cómo, cuándo. Hay una frascas, en un extremo del mostrador, cuadradas, de cristal grueso y apariencia mentirosa de áspero. Unas frascas llenas, unas más que otras, pocas vacías, de vino blanco y vino tino a granel. El techo es bajo, las paredes están ahumadas y amarronadas. Veladas de esperas y penas, alegrías y encuentros. La voz acredita la sonoridad del local donde, a cualquier hora, tres o cuatro, a veces media docena, que se junten, cantarán una habanera a dos voces. Te mecerán, las voces, como si bajo los pies se te estuviera moviendo el suelo de la embarcación, escorada, que te lleva a la emigración, con equipaje inmenso de emociones y de ilusión cuando vas a conquistar el nuevo mundo y la riqueza allí olvidada. Por ese camino fueron los parientes que ahora echamos en falta, los que volvieron después o los que no. Arriba, en el desván de la tía abuela, que desmantelaron cuando murieron y ya no hay ni desván ni casa, estaban los baúles con esquinas de latón y las fotografías amarillentas, muchas abarquilladas, y los trapos y cintajos, abanicos e impertinentes. Ya no hay nada. Enterramos la memoria de los antepasados cuando la casa, que heredó la hermana más joven de la abuela, la vendió por unas monedas, no sé si muchas o pocas, y se llevaron los papeles, los álbumes y las cartas que ya habían dejado de decir para casi cualquiera que las leyese. Ahora es como si hubiéramos nacido de pronto y de un capricho del aire, que se movió al azar.

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