lunes, 30 de julio de 2007

La llegado del verano se advierte sobre todo, desde mi atalaya, en el número de coches y de perros. Ya no se trae un coche, sino uno para cada miembro de la familia y no sé si hasta para el perro uno más pequeño, y es frecuente la pareja de perros pequeños, ladradores, inquietos por el cambio de territorios, costumbres y comidas. Para cuando se acostumbres y remarquen otro territorio desconocido, a los perros se los llevan. Queda, como durante un mes, el olor a gasolina quemada, envenenando el aire. Sales a la calle y has de ir sorteándolos: coches, perros y deyecciones de perro. Los de casa, el mío, por ejemplo, se desesperan. Tribus llegadas de sabe Dios dónde, les están marcando un territorio hasta ahora indiscutido, porque mi perro, que no tiene memoria, no sabe que haya habido un verano pasado ni que posiblemente llegue otro para él, dentro de un año. Me voy a lo más profundo de la casa, me encierro con una máquina que finge, si cierro los ojos y me limito a escuchar, que estamos en Nueva Orleáns de antes de todas las inundaciones. La música me encierra en su cápsula y ya ni verano ni invierno. Una niebla dorada.

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