martes, 10 de julio de 2007

El viento y la luz, el tiempo, la lluvia, han ido encogiendo la puerta que no lleva a ninguna parte, cierra nada ni protege, en medio del estero, formando parte de una tapia que ni cierra ni limita, resto de algún paredón que Dios sabe lo que velaba o defendía cuando la puerta se abría y cerraba para ofrece y prohibir, alternativamente, el paso. No se atreva nadie a acabar de derrumbarla, ni a pasar por si acaso, ahora que están de moda las puertas secretas, que se abren sin abrir ni cerrar en cualquier lugar inesperado y pasas al otro lado donde un mundo que nadie sabía que estaba allí, y si mientras tanto que estás viene un gracioso y la quita, permanecerías para siempre jamás del otro lado invisible desde ambos de este resto de puerta de hoy, verde por el lado que se consideró en su tiempo de fuera, amarronada por el de dentro. Permanece cerrada a cal y canto, para nada, ya digo, porque cualquier puede dar la vuelta al resto de pared y contemplarla por su frente y su envés, sin perjuicio de que el portón siga empestillado, que por cierto debió de ser la suya, que Dios sabe dónde habrá ido a parar, una llave grande y gruesa, como de hórreo, por más que se la haya comido el orín, que las gentes de este lugar llamarían ferrullo. Taría ferrullenta, la llave, si la encontraseis, y total, ¿pa qué?, nos dice la paisanina, si se puede dar la vuelta y ver lo que hay detrás. Detrás sí, pero lo intrigante insisto en que estará “dentro”, es decir, adonde se llegue atravesando la puerta, que es cosa distinta de burlarla y mirarle el traste como si los misterios se pudieran resolver así, mirando por detrás sin haber hecho el debido tránsito y corrido el peligro o de que sea realmente maravilloso o de hacer el ridículo porque no pase nada.

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