sábado, 31 de julio de 2010

“Hoy en día apenas pensamos en la muerte, salvo para movernos histéricamente con los ejercicios más de moda y comer cereales ricos en fibras y ponernos parches de nicotina. Me acordé de la severa determinación victoriana de no olvidar la muerte y de esas lápidas implacables: Recuerda esto, peregrino, al pasar: como eres tú ahora fui yo una vez; como soy yo ahora, así serás tú. Ahora la muerte no gusta, es algo anticuado. En mi opinión, la característica que define nuestra época es la fuerza centrífuga: la investigación de mercado, con sus marcas y productos elaborados según unos requisitos minuciosos, lo enfoca todo hacia un punto de fuga; estamos tan acostumbrados a que las cosas se transformen en lo que queremos que sean, que nos produce una honda indignación encontrarnos con la muerte, tercamente anticentrífuga, sólo e inmutablemente ella misma.”
(Tana French; El silencio del bosque; RBA libros, Barcelona; mayo, 2010).

Cierto y de alguna manera fascinante.

Porque no podemos huir de la muerte, y, muy lejos de la visión del santo: “ven, muerte, tan escondida … porque el placer de morir …”, lo que pretendemos muchos de nosotros es que llegue escondida, pero para solventar el trámite por delegación y que sea, si es posible, nuestro otro yo, quien la padezca, e, incluso, si es posible, quien pase sobre ella con esa sorprendente habilidad con que un amigo mío pisa y pasa sin quemarse sobre las brasas de la hoguera del santo patrono de su pueblo allá por los aledaños de Soria, donde hay quien dice que a veces duerme el sueño.

Hago un alto en la lectura y vengo al blog a tomar este apunte de urgencia, no sea cosa que se me olvide la página y se me pierda la cita que desde aquí comparto. Aún me andan por la memoria, tras de haberlos borrado la lluvia o haberlos erosionado el paso de los inviernos, los letreros de la torre del campanario de mi parroquia y del dintel de la puerta de su cementerio: “cada minuto que transcurre es un paso hacia la eternidad”, decía éste, y aquél mucho más tétrico y solemne, en cierto modo aterrador: “ayer fui lo que tú eres hoy, mañana serás lo que soy”. Ahora están en prohibir que se toquen las campanas. ¿Quién avisará a las cornejas de las viejas espadañas y las torres de los pueblos de la meseta de que es la hora de su precipitado vuelo alrededor de las piedras antiguas? Delante de los entierros, cuando se llevaba por última vez, como en un pavés, el cadáver, como despedida, a hombros, iba un distraído monaguillo con un dedo en la nariz y en la otra mano una campanilla de sonar cristalino, que, tilín, tilín –parecía que cantaba y los nenos traducíamos alegremente-: tilín, tilín; pa’l campo santín.
Chopin, interpretado por Jacques Loussier, para la mañana, temprano, del último sábado de julio. Cosa que quiere decir que mañana, Dios mediante, empieza agosto. Lo que empieza trae simiente de acabarse. En cuanto nace el hombre, alborea el día, comienzan el día, la semana, el año, en esta caso, el mes, ya corremos el riesgo de que, a la vez, estén terminando. Por eso soy yo partidario de las vísperas, siempre cargadas de sueños y de posibilidades que es mejor suponer que no pueden incumplirse. Hoy, cuando sean las doce de la noche, las de verdad o esas que marcan los relojes, que, entre horario de verano o de invierno y una hora menos en Canarias, nunca sabes en realidad la hora que es, pero cualquiera que sea, cuando lleguen las doce de la noche, habrá empezado a gastarse, que es terminarse, el tesoro de agosto, vacación para tantos, mes de festejos y romerías. Por eso viene bien Chopín, modernizado por Loussier en ritmo de jazz, que le incrementa de algún modo el tono nostálgico, en este caso de los nocturnos al piano.

Opinar, razonar, creer … todos conceptos diferentes. Opinando, te arriesgas, razonando, te involucras, creyendo, decides. Una opinión no es más que la suposición de un posible sueño. Razonar se juega la capacidad personal, la inteligencia, el ingenio. La fe es un acto de la voluntad, que, como el agua, atraviesa por donde parecía imposible hacerlo, en virtud de lo inexplicable, a pesar de que te parezca hasta improbable.

Loussier insiste en cambiar los tiempos para jugar con las notas, distorsionar cada sonido hasta arrancarle una nueva emoción a su recuerdo. El sábado, pese a estar en medio del verano, es gris.

Leo en alguno de los periódicos a mi alcance que dentro de pocos años, para un anciano ya muchos, ya un territorio fuera del tiempo, un futuro ya inaudible, el centro de España tendrá el clima de hoy de Andalucía y estas tierras del norte, junto al mar, el clima del centro de España, que han vuelto las chinches, venido nuevos los mosquitos “tigre” y crecido las cucarachas, y que los exterminadores de insectos carecen de arsenal para enfrentárseles porque la Comunidad Europea considera peligrosos los componentes más eficaces de muchos insecticidas.

Asimismo leo que en Barcelona y no sé si en Cataluña han llegado a la conclusión de que no les gustan y deberían prohibirse las corridas de toros. Nada nuevo bajo el sol, tengo entendido que en India declararon un día sagradas las vacas y deambulan entre la multitud por calles y mercados. La modernidad es la mayoría de las veces memoria histórica más o menos remota. Por eso, hay quien, avisado, guarda sus trapos y harapos de vestir porque la moda siempre vuelve, y algún día saldrán nuestros sucesores, si logran sobrevivir a tanto azacaneo, con chalecos de flores y leontinas siquiera sea de oropel.

viernes, 30 de julio de 2010

¿Cómo he de hacer para saber si lo que pienso se me ha ocurrido o lo leí algún día en alguna parte y dejo una huella en el subconsciente?

Ese equivalente de un disco duro que destila en el las probetas olvidadas de la memoria gotas de conocimientos que ignorábamos tener almacenados.

Apunto cada idea cuando a mí me parece que se me acaba de ocurrir: por ejemplo, hoy, tras de leer los razonamientos del juez que dictó una sentencia: creo que los mejores jueces son los que todavía recuerdan que pueden equivocarse.

Escribe Waugh, justificando su conversión que: “creo que, en la fase de la historia europea en que nos encontramos ahora, la cuestión ya no se dirime entre el catolicismo, por una parte, y el protestantismo, por otra, sino entre el cristianismo y el caos …
Por todas partes vemos hoy la negación práctica de todo lo establecido por la cultura occidental. La civilización –y no me refiero al cine hablado o a la comida envasada, ni a la cirugía o a la higiene, sino a la total configuración artística y moral de Europa-, carece en sí misma del poder de sobrevivir. Su supervivencia le ha llegado a través del cristianismo y sin él no tiene sentido ni tiene fuerza pedir lealtad. La pérdida de la fe en el cristianismo y la consiguiente falta de confianza en los principios morales y sociales se ha visto encarnada en el ideal de un estado materialista y mecanizado … Ya no es posible … recibir los beneficios de la civilización y al mismo tiempo negar la base sobre la que ésta descansa.” Suscribo de arriba a abajo el entrecomillado. Los tiempos que corren confirman su vigencia.

miércoles, 28 de julio de 2010

Un perspicaz escritor judío se pregunta si será posible mantener el equilibrio social cuando se pierde el adversario –él dice “el enemigo”, habla de “sobrevivir sin enemigos”-

¿Hace falta que existan los enemigos –podría sustituirse por “contradictores”, término sin duda menos agresivo- y estén activos, para mantener la cohesión, mejor dicho aún, la tensión social que nos proyecta hacia el futuro con avidez?

La vieja máquina de escribir –hoy el ordenador, casi siempre, aunque permanezcan los más irreductibles conservadores-, y, al lado, un fusil automático. Hace mucho, en la mayor parte de la vieja Europa, se nos prohíbe tener armas. Demasiados países, comarcas, tribus, ideas. No resultamos de fiar porque nos contradecimos demasiado. Vale más desarmarnos. En los EEUU se mantiene una tensa discusión, un apasionado debate, respecto de si armas en casa sí o no, o con mayor o menor facilidad de licencia, permiso, autorización para tener por lo menos un viejo revólver, que desaparece misteriosamente en los primeros capítulos de las novelas policíacas.

Nos cohesiona, sin duda, un enemigo común. La historia reitera aventuras de países que inventaron o que emprendieron guerras sin sentido ni posible futuro para crear o para mantener un enemigo común. Un enemigo común, sea o no cierto que lo hay, podría ser el “cambio climático”.

Pero me pongo a pensar y todo son dudas: ¿dónde, por ejemplo, puedes atizarle a un cambio climático?.

Tal vez algún tipo de alienígena que no fuese demasiado fuerte ni demasiado inteligente, porque lo bueno de un enfrentamiento, diga lo que diga el barón de Coubertín, es ganarlo, dar para el pelo al adversario, ver cómo huye “rabo interpernorum”, que dicen los estudiantes del latín macarrónio.

Tampoco parece mala solución la de plantear si corridas de toros sí o no. ¿Qué sería una discusión bizantina? Pues, oye, está dando juego. La gente se apasiona, aficionada o no, y hay quien paradójicamente más que cuando el debate versa sobre la supervivencia de humanos. La gente, vista así, sin ir uno por uno, que es cuando se aprecia la condición de ser pensante de que suele disfrutar cualquier humano, vista en masa, sobre todo si vociferante detrás del que manda gracias a su altavoz, puede ofrecer sorprendentes espectáculos. Se me ocurre que hay quien se pasa la vida urdiendo sofismas para proponer a ver si la multitud los acoge con ese entusiasmo de la masa en movimiento, fermentando, creciendo arremolinada como un agujero negro que se traga, devora la razón de cada individuo y devuelve un grito unánime

martes, 27 de julio de 2010

Paso en duermevela parte de la mañana. Cierro los ojos y soy un yo antiguo. No viejo, como ahora, sino antiguo, es decir, el que fui. Y me acongoja haber sido yo aquel niño y el adolescente que voy recorriendo a medida que paso por las estancias de la memoria y recobro haber experimentado sensaciones semiolvidadas. Paso una gran parte del tiempo de esta mañana en otro –otro tiempo-, de tal modo que si algo o alguien, un ruido, alguien que me dice, me pide, me pregunta, me hace abrir los ojos, me llevo una sorpresa al descubrir que ya estoy, estamos aquí otras personas, que muchas de ellas no pertenecían, no habían nacido cuando todo aquello.

Me convocan a la hora de comer y todavía me cuesta cierto trabajo, como cuando desembarcas en tierra firme y tardas cierto tiempo en acostumbrarte a que lo sea y desaparezca la sensación de inseguridad del apoyo en cubierta, que no parece tal, sino un vacilante espacio que no pertenece a un mundo concreto.

No se deja nunca de ser uno mismo, y por eso una parte importante del hecho de estar vivo es tener esta posibilidad de recorrer hacia atrás el camino, sin posibilidad de corregir nada, sintiéndose el mismo que ahora, es decir, entonces, no se comporta como te gustaría que hubiera sido para que en este preciso momento en que me relato mi propia historia, pudiera sentirme satisfecho.

Me pregunto si habrá alguien tan afortunado o tan excelente persona, tan bueno en el mejor sentido de la palabra, que pueda llegar a una edad avanzada de su vida, sintiéndose como beneficiario de una propina de tiempo de vivir y que pueda aprobar toda su conducta anterior, desde la brumas primeras hasta lo ocurrido ayer, o esta misma mañana. Tiene que haberlo. En este mundo hay de todo. Afortunado individuo, cualquiera que sea su raza, religión y sexo. Por más que nuestra paradójica religión advierte que un malo, un pecador, arrepentido, el hijo pródigo, pongo por parábola, constituye un motivo, tal vez un manantial de alegría, o sea, de energía, mayor que el que se sigue de la buena conducta sin vaivenes y altibajos.

De pronto, entiendo por qué la misericordia, el perdón, una y otra vez, acreditan la existencia en alguna parte de una inagotable fuente de amor, como un inconmensurable mar, capaz de absorber y devolver la sal a toda el agua viva que regresa después de haber sido nube, lluvia, tal vez hielo, agua podrida y quieta del remanso o incluso porción componente de mi cuerpo o del vuestro, quienes vais conmigo.

lunes, 26 de julio de 2010

Cuando llegas a viejo, se recupera la dignidad perdida de los lunes, que ya no son atribulados principios de semana, sino otro de sus días, el de la Luna Lunera, como ella versátil y algo mentiroso, con esa dudosa luz, característica de la Luna y del lunes, que si amanezco que no, parece decirse el sol, y la luna indecisa, pintándote en el cielo la inicial contraria a lo que está haciendo, cuando creciente o menguante. Cuando se decido, el sol, por fin, a asomarse, radiante, con su camisa de verano, y restalla el látigo de luz contra las fachadas de enfrente, arriba, en la ladera del monte, aún permanece la luna, ahora desdibujada, apenas fantasma de sí misma, apenas recuerdo de esa luz suya, que no es luz, sino recuerdo de la luz, y no parece estar hecha de energía, sino de niebla y espuma, batidos con aromas de nostalgia. La Luna, me dijeron una tarde especialmente lluviosa, habla un antiguo idioma que se escribía con runas y cuyo sonido se ha olvidado, salvo por lo que respecta a esa luz que ha quedado a cambio como el vago sonido de un eco muy lejano, aparentemente desesperanzador. Hay, todavía ahora mismo, manos que parecen estar hechas con luz de luna, y cuando tocan apenas se advierte la caricia, pero, si eres tan afortunado que la sientes, adviertes que es especialmente expresiva y produce escalofríos de un extraño placer, o tal vez el recuerdo de un placer olvidado, que estas cosas misteriosas no las sabe nadie con mucho detalle y suelen estar por las rendijas que quedan entre el subconsciente y la conciencia de gente dotada de una sensibilidad que podría ser residuo de la que permitía gozar de las delicias del Edén. Debió de ser inefable, cuando dejó semejantes jirones donde la memoria no llega más que durante los insomnios más laberínticos, cuando no se sabe si se está dormido o despierto y puede que estemos en un tercer nivel, ni vivos ni muertos ni dormidos, sino en ese terrible lugar donde los recuerdos se convierten en inimaginable futuro.

-¿De qué hablábamos?
-Pero hombre, … de que hoy es lunes. El lunes, además, ahora en verano, se diferencia de los de otoño/invierno en que no se habla de fútbol en las cafeterías, las tascas, los chiscones, los chiringuitos y las barberías.
-Pues mira, hoy te equivocas porque toca hablar de fichajes y desfichajes.
-No hay remedio.

domingo, 25 de julio de 2010

Quisiera, cada vez,
tener algo que darte,
llevarte
a comprar un juguete al bazar.

Quisiera, cada vez,
encender tu sonrisa ante algo inesperado,
plantar en tu jardín un inmenso arriate
de inesperadas flores, fuera de estación.

Quisiera, cada vez,
borrarte para siempre,
del desván, del abismo
de tu memoria, cualquier posible tristeza.

Quisiera, cada vez,
saber decirte cuál es el camino
donde no hay desalientos,
ni obstáculos.

Pero me quedo pensando, de pronto,
recuerdo
que no hay más vida que la vida
de cada uno
y que la vida es sombra y luz, dolor
que debe cada uno ir sorbiendo,
sorbo a sorbo, paso
a paso,
hasta nadie sabe dónde,
hasta nadie sabe cuándo,
con la vida,
el amor,
doliéndote en el pecho, de esperanza.

Quisiera, cada vez,
contártelo, compartirlo,
pero,
en silencio,
me limito a estar contigo.
Imagina en silencio tu sueño, viejo imbécil,
que no quieres
entender aún que la realidad es un sueño frustrado,
un pájaro
detenido en su vuelo,
caído,
tal vez muerto.

Imagina tu sueño y será tuyo,
cada personaje,
al menos de momento,
dirá y hará
lo que digas,
lo que tú quieras
que haga.

Vive esta tarde la fiesta como si su víspera,
cuando todo es posible,
aún, se hubiera hecho,
por una vez,
realidad.

Imagina la vida, viejo imbécil,
fracasado soñador,
proyecto,
hecho pedazos de papel, polícromos,
que se lleva el viento,
fingiendo,
con ellos,
durante un glorioso instante,
la alegría.

sábado, 24 de julio de 2010

Rafael García Serrano me ha devuelto a la niñez frugal, casi espartana, de nuestro regreso a la nostalgia de la España imperial, el orgullo de los tercios, heroicos y miserables, a los largos inviernos del bachillerato de siete años y reválida, el caserón, por fin, de San Bernardo, estación de metro de Noviciado y pensión de viajeros y estables del seis de la calle de Carretas, donde mandaba doña Manolita, con mano firme, de posadera, pero corazón de espuma, de madrileña castiza, llena de ternuras para con sus estudiantes de la mesa de la esquina del comedor cuyo mueble principal era una nevera vacía, en tiempos de cartilla de racionamiento, de las que se enfriaban con barras de hielo.

Había habido una guerra, de que ahora cuentan las mil y un mentiras apasionadas, los descendientes y los deudos de uno y otro bando, que ninguno estuvo allí, pero se imaginan lo que a cada cual parece y hasta tratan de juzgarnos, a los que lo padecimos y sufrimos por añadidura las consecuencias de la erudita ignorancia de unos pocos y la vesánica locura, contagiosa, de muchos.

Leo ahora otros libros y se me figura que sus autores son gente venida de otros planetas donde pasaron desde luego cosas diferentes de las aventuras, venturas y desventuras que nos tocó correr a los que estuvimos y ahora callamos, pienso que por miedo a que rebroten las brasas, se enciendan las pavesas y tantísima gente vuelva a sufrir lo que ahora imaginan de tantas y tan grotescas maneras diferentes de aquello que evidencian no haber vivido.

Este año de ganarlo casi todo en los diferentes deportes y seudodeportes a que juegan con destreza inaudita nuestros representantes, paradójicamente, regresa nuestra parte oscura al escepticismo y el desaliento de cada plaza mayor. Pienso que nuestra turbulenta conducta habitual, a lo largo de los siglos, está entre las raíces del modo de ser de nuestro conjunto. Como un virus o una planta parásita que nos impide ser nosotros mismos, conscientes de un tamaño, que en cambio solemos o desmesurar o minimizar como si nos mirásemos cada mañana para afeitarnos, en vez de en un espejo normal, en uno de feria, de los que distorsionan y caricaturizan de modo grotesco, inevitablemente engañoso.

Me ha devuelto, el diccionario del macuto de un desolado Rafael García Serrano, alférez provisional, periodista, escribidor de nostálgicas ternuras de amor y guerra, al final hermano de la tristeza y del escepticismo, a una niñez que compartí en cierta medida con su generación, anterior, pero también, con muchos otros niños, muchos adolescentes después, muchos exploradores, pioneros, conquistadores del nuevo territorio sociopolíticos por fin. Y entre todos, entre los que estuvieron y recuerdan y los que no, pero también pretenden contar y al imaginar van distorsionando, desdibujando, confundiendo, han logrado que por un momento, me doliese el alma, como duelen a veces las articulaciones, sobre todo a los viejos, del cuerpo cansado de avatares, de la vejez.
Cuando salgamos de este nudo en que nos ha enredado la mudanza de siglo, sumada a la de milenio y coincidentes ambas con un crecimiento inusitado y excesivo de la técnica, serán, las que lo consigan, otras gentes, que mirarán con incredulidad los documentos que hayan quedado de nuestro tiempo y les costará tratar de entendernos y comprender cómo fuimos y por qué.

Por si éste fuera uno de los papeles que queden, he de añadirles en seguida que a nuestro modo hasta fuimos felices a veces, como ellos, porque en uno u otro plano, vivir es siempre un enredo laberíntico plagado de trampas, ardides y complicaciones que incluso pueden haber sido puestas sin querer, o para otros, y alcanzarnos sin que sea nada personal, como dicen los sicarios cuando para ganarse el salario tirotean, apuñalan o machacan a sus víctimas. Y hay que arreglárselas, y lo hacíamos, para compaginar con el dolor y la tristeza, las alegrías y los días radiantes.

También éramos capaces de enamorarnos y compartir sentimientos, ofrecernos para felicidad, siquiera fuese momentánea, de nuestras complementarias, incluso cuando la cultura de nuestro tiempo las había manipulado o desorientado.

Y había, es decir, hay ahora mismo, gente que piensa exactamente lo contrario, contradictorio y contrapuesto de lo que nosotros pensamos, y hasta, por lo menos algunos, han aprendido a tolerarlo con una sonrisa, o a soportarlo por lo menos sin aparentar el desconcierto o la aversión que puede producir alguien que está en las antípodas de nuestras más preciadas convicciones, las más respetadas, las que nos sirven de báculo para el camino que inexorablemente ha de continuarse, cualquiera que sea nuestro estado de ánimo.

La inmovilidad, de este lado del espejo, es algo inconcebible. Ni siquiera los muertos permanecen inmóviles, puesto que en seguida algo nace, se pone en movimiento, recupera la materia y la pone de nuevo a ir hacia alguna parte, como esa gran estrella que leo hoy en el periódico que han descubierto los astrónomos, producto de que, de tres, una haya sido absorbida por un agujero negro y las otras dos, fundidas, hayan emprendido una loca carrera hacia fuera de la galaxia, nadie sabe, supongo, hacia dónde, ni por qué.

viernes, 23 de julio de 2010

Este mes, se adelantó mi periplo, que no el de Hannon, una semana, las dos capitales, como siempre, la del estado y la de la autonomía, un estado cada vez más precario, instable, una autonomía en mi modesta opinión desorientada, sin planes, mapa, propósitos concretos. Dios irá diciendo –parece que opinan los que deberían pastorear este grupo que integramos-, y por curiosa paradoja. Los hay que dicen no creer ni en Dios ni en el futuro, cosa que debe ser, supongo, horrible. Debe ser algo así como el andar dormido del sonámbulo.

En ambas capitales, el mismo nuevo evento de este año: hombres y mujeres han decidido, como puestos de acuerdo, sacar las piernas al sol. Nervudas, peludas, torcidas piernas masculinas y piernas femeninas de todas clases, calibres y aspectos, desde las que suponen caprichos estéticos o lúbricas tentaciones hasta las que ¡cuánto mejor parecerían, amparadas bajo los pliegues de una airosa falda o de un estrecho pantalón!.

Cansa la superabundancia de la carne sobre el asfalto: piernas, barrigas, hombros, ombligos, pelos, sacos de huesos o proyectos de modelo para modernos Fidias, la humanidad necesita ropa para preservar el rigor estético. La carne, por repetición, va adquiriendo calidad aparente de gutapercha. Leo en alguna parte que hay ciudades en que contra la progresiva tendencia al desnudo se están dictando normas que imponen un grado aceptable de vestimenta. Considero que es asunto de pura estética y sentido común. Desvestirse tiene por otra parte un aspecto ritual que le confiere especial importancia, por encima incluso de la moral, siempre relativa, y el pudor, que no puede inventarse donde no lo haya. Como el alma se viste de cuerpo y gestos, necesita, creo, el cuerpo vestirse de los diversos tejidos, pliegues y misteriosos juegos de la ropa. Desnudarse es comunicar la intimidad, cosa de pocos, de preferidos, de integrables. Forma parte del rito de convertirse en humanidad complementaria de sí misma. Es cosa como hablar, utilizando cada palabra en su último y más real sentido.

martes, 20 de julio de 2010

Hay una boda en la capilla más antigua
de la vieja
catedral.

La catedral no es gótica del todo,
no es completamente
románica.

Es una catedral que tardó tanto en acabarse
que les salió indecisa a unos canteros
sorprendidos.

Ahora, siglo ya XXi, está vacía,
digo mal, en sus estancias,
capillas, girola,

el aire está impregnado
de incienso, de tristeza, miedo antiguo
y una luz mortecina,

temblorosa,
del color del fuego débil, la fe
semiescondida

bajo los asientos de madera
bruñida.
La catedral,

sin querer,
a fuerza de nostalgia
que vaga sola por sus naves,

entristece, implacable, la boda.
La novia
siente posarse un escalofrío en su espalda,

el novio se ha quedado
ausente,
pensativo.
Cascabeles de plata,
niebla, olor de nube,
agua
pulverizada en el aire
de la mañana.

Juega la hiedra a trepar
sin ir a ninguna parte,
pone,
aquí y allá una flor,
para ti.

Pasas
sin mirarlas siquiera
aunque las mueva la brisa
y se esfuercen
por acariciarte con su olor.

Tú no quieres a nadie,
¿para qué?
si te queremos todos
el agua, el aire, cada nube que pasa,
yo.

lunes, 19 de julio de 2010

No es un verano como aquéllos –decimos siempre los ancianos del lugar-, pero nunca sabe nadie a ciencia cierta cómo eran aquéllos y puede que no se trate más que de otra versión de la falacia de que cualquier tiempo pasado haya sido mejor, que ya no se creen ni los que la repiten con nostalgia de lo que de verdad añoran, que es su juventud y de ella lo que añoramos todos ahora, cuando llega la vejez y te das cuenta de lo imbécil que fuiste cuando podías haber hecho la multitud de cosas que ibas dejando para otro día, hasta que se te acabaron los días.

Que tampoco es para tanto, si vamos al caso. Y puede que se repita el sempiterno esquema del inquieto descontento que nos caracteriza a los humanos, tantas veces empecinados en la ilusión de que podríamos hacer, cuando podemos, pero no lo hacemos o en que podríamos haber hecho, cuando ya pasó la ocasión.

Creo que son síntomas que evidencian que esta vida nuestra es un destierro, un camino hacia otra cosa, moverse hacia algo que no sabremos tal vez nunca en qué consiste, lo que es o dónde está hasta que hayamos salido del trance, acabado la etapa, pasado al otro lado.

Y todo esto no se debe más que a que haya amanecido otro día grisperla, neblina, aire que es agua pulverizada. Vacaciones, muertos y heridos en la carretera. No para, ese Frankenstein que es el automóvil, de cobrarse víctimas humanas. Sus taimados administradores, que los dueños de un coche no somos más que eso, cuando más, los siguen subiendo a las aceras, a pesar de las señales disuasorias y prohibitivas. “Es un momentín”, dice el avispado usuario, dejando el coche con luces intermitentes en sus cuatro esquinas, “sea usted comprensivo” –implora-. No debe hacérseles caso. Millones de coches son millones de “momentos” de comprensión de los peatones, cuando esa comprensión deberían tenerla ellos, y la debida compasión, del peatón acosado, apartado, envenenado por el olor a gasolina que puede hasta con el de la piel de la mar.

viernes, 16 de julio de 2010

Arrebata protagonismo el nublado al sol, se pulveriza la lluvia, casi hasta convertir el aire en polvo impalpable de humedad, se irisan los hilos de la telaraña de todas las mañanas, pura, terca insistencia de la araña en poner trampas a las moscas que salgan de casa, escaleras abajo del patio donde los lirios colaren de amarillo, desde el interior de sus refugios las cápsulas que aún a duras penas los contienen. Tengo que explicarles a las niñas que algún hada se olvidó el collar esta noche pasada, cuando estuvo meciéndose en la telaraña, tomándole el pelo a la araña peluda, frenética, hambrienta tal vez, que ahora pasamos el tropel de las niñas, la perra nueva y yo, y, para su desesperación, nos llevamos enredados en el pelo los jirones de su red y vuelta ella a tejer, como Penélope, pero sin Ulises que pueda regresar a la Itaca de las escaleras del patio, donde permanece el refugio, detrás de los tiestos, en algún recóndito, misterioso lugar, de una numerosa familia de lagartijas, que hoy, como no hace sol, estarán, digo yo, jugando al parchís en su madriguera secreta.

miércoles, 14 de julio de 2010

Hay una familia de gorriones en el patio de casa,
le llamamos jardín porque es un amasijo de flores,
hay un limonero, que da sombra,
calas y lirios, chorros de geranios, enredadera,
La única que se resiste
la buganvilla,
que toma el pelo a la jardinera.

La jardinera, gorro de paja, delantal blanco,
manga de regar,
hormigas,
el saco del abono, se acerca, le habla,
le dice piropos, ella
finge cada verano dos docenas de flores,
pálidas como muchachas anémicas,
que se mecen,
con la brisa.

Hoy anidaron los gorriones,
se zampan el alpiste, me miran
con esos perdigones negrobrillantes que tienen
por ojos.
Desconfían.
Y tal vez hagan bien porque la perra nueva
los mantiene bajo vigilancia,
gruñe bajito, se agacha a veces
para saltar, luego desiste, pero yo
no me fiaría, si fuese gorrión, demasiado.
Me ocultaría, como ellos, entre las hortensias,
enormes, sorprendentemente azules
o inmaculadamente blancas.

Pasa, de vez en cuando el mirlo,
pero el mirlo, ese gran señor encopetado,
no se trata
con humildes gorriones,
ni con poetas trasnochados como yo.
“En resumen –dice este autor que estoy leyendo-, nadie lo sabe todo acerca de sí mismo”. Ni todo ni casi nada. Pero el mismo personaje insiste sobre el asunto, añade que aquel de que estaba hablando “no tiene inhibiciones educativas, que son las grandes destructoras modernas tanto de la verdad como de la originalidad”. Plantea así, en crudo, el debate respecto de si la educación es buena o mala para el educando, que cuando sale, producto terminado, del educatorio, ya no es el aprendiz ávido que entró, sino que puede haber degenerado hasta un arquetipo de rutinas y convicciones adecuado para insertarse en la máquina social.

Lo difícil es tener educadores, o tener suficientes educadores, y, lo más difícil todavía –redoble de tambores, como en el circo-, educadores vocacionales.

Un educador vocacional despierta la curiosidad del educando, para que se aficiones a indagar en busca de las verdades sucesivas que han de irlo definiendo; le descubre sus capacidades, lo incita a hacerse una persona, primero, y, después, una persona más o menos informada, según la capacidad de cada cual.

Lo otro, que empezaba por lo de que la letra con sangre entraba, se realiza todavía hoy a través de una doma violenta y de doblegar la personalidad y ahormarla, como hacían los chinos con los pies de sus hijas para ajustarlos al canon estético de su moda o de las estrecheces de su cultura, hasta echar a la arena social, por vía de graduación, título o licencia para sobrevivir, a otra acémila cultural, uno de esos estériles ejemplares que son capaces de trasladar la enciclopedia a través de cualquier ruta, por ardua, difícil, escarpada que sea, pero sin dejar nada en el camino, ni transmitir a otros noticia alguna, ni curiosidad por las respuestas acuciantes, al tener que fingir una vida ajena, en lugar de la propia.

martes, 13 de julio de 2010

Nadie sabe con exactitud lo que nos mueve a entusiasmos como éste de hoy, con todo un país desaforadamente alegre, desmadrado, horas y horas de espera, griterío sin orden, concierto ni nada que sepamos hacer en común, improvisando himnos de dos o tres incoherencias, pero que nos permiten desahogar la adrenalina, el frenesí, los nervios pasados mientras se decidía o no que aprovecharíamos la ocasión de poner nuestro nombre colectivo en lo más alto de una pirámide, donde sólo cabe uno y los demás se mueren de envidia.

Unos cuantos partidos de fútbol, un juego de habilidad y estrategia colectivas, con su incontrolable componente de aleatoriedad, que le proporciona inquietudes y sobresaltos aparentemente inexplicables, que dependen de que se le aseste el golpe definitivo a una bola cada vez más flexible, menos controlable, en ocasiones caprichosa de movimientos y de que un movimiento instintivo, espasmódico, prácticamente involuntario, del defensor, la desvíe o la reconduzca a la gloria o a la miseria.

Desde los años treinta, cada cuatro, todo el mundo pendiente de si habría llegado o no la hora de apuntarnos a la lista de ganadores, hasta que por fin, anteayer, la apoteosis y ayer su celebración y hoy la vida sigue y casi hasta parece que no era para tanto, que no pasa nada, que somos los mismos de anteayer, si acaso con resaca y la voz más ronca, o rota y dentro de días ya estaremos, Dios mediante, tirándonos los trastos a la cabeza contra los del Madrid, menos esos del Madrid que lo harán contra los del Barcelona, nuestras dos mayores ciudades, nuestros dos mejores equipos, siempre a la greña, salvo en ocasiones como ésta, cuando los más brillantes jugadores de ambos se conjugan contra el enemigo común de afuera.

Ayer tarde, para bien o para mal, para admiración de unos y crítica de otros, la ventanilla de la tele, preferentemente, pasaras por el canal que fuese, estuvo ciega para la añagaza política, para el vericueto económico y para la crónica de las miserias de color de rosa.

Ohé, ohé, ohé, aullaba el incontable gentío aparentemente entusiasta y al parecer unánime.

lunes, 12 de julio de 2010

Suele ocurrir que los problemas grandes, graves, aparentemente insolubles, tengan fácil solución, con la mudanza de un mínimo detalle.

Detalle que suele ser crucial, importante, único que se discute en realidad, pero casi siempre enmascarado en un mar de palabras por alguno o algunos de los interesados en mantener la tensión de la duda sobre un conjunto de cosas respecto de que cabe transigir sin mayores dificultades.

Recuerdo un pacto que resultó imposible por una sola línea de escritura, aparentemente perdida entre cerca de mil páginas de apretada escritura. Una línea que contenía ocho palabras.

Unos y otros, los que eran partidarios de incluir aquella aseveración crucial o de que no se incluyese de ningún modo, respecto de las funciones de un órgano empresarial, se convocaron a numerosas reuniones en que cada grupo tenía la en seguida evidente esperanza de llevar al otro a su convicción.

Un diálogo no sirve de nada si algunos de quienes participan mantienen como innegociable una parte de su objeto. Y menos si alguna de las partes está convencida de hallarse en posesión de una verdad incontrovertible.

Sin perjuicio de que sea así, pero cuando lo sea, es preferible desistir del intento de transacción, imposible cuando se advierte que hay quien no está dispuesto a ceder ni un ápice de su postura.

Lo peor y más perjudicial, me parece en estos casos buscar formas, expresiones, palabras de interpretación dudosa en que convenir como expresión transaccional de un supuesto acuerdo en realidad inexistente y cuya fórmula permite que cada grupo regrese a su reducto diciendo, aunque sepa que no es así, que se ha admitido su tesis, su postura, su verdad.

domingo, 11 de julio de 2010

Claros clarines, decía Rubén Darío,
el entusiasta.
Buena falta nos hacen entusiastas,
signos de admiración, endecasílabos
radiantes.
El mundo está –asimismo lo podría decir Rubén
Darío-, evidentemente triste.
¿Qué tiene el mundo?, es probable
que nada, que esto que nos pasa
sea exclusivamente cosa de la horda de gañanes
que somos
y estamos tristes.
Nosotros,
no el mundo. Ahora
no suenan los claros clarines,
sino las vuvucelas,
trompetas de juguete, elementales,
para celebrar la gloria
-sic transit gloria-
del fútbol.
Nosotros, uno por uno,
y todos
a la vez,
que la tristeza es cosa de hombres,
como el entusiasmo, pero, sobre todo,
como el amor.
Leo, simultáneamente Un puente sobre el Drina, de Ivo Andric, y Un año en el altiplano, de Emilio Lussu, ambas dignas de ser recomendadas para quien tenga gustos parecido a los míos. Como no se pueden definir los gustos propios, sino sólo experimentar por medio de ellos las sensaciones correspondientes, no sé nunca si puedo y debo recomendar un libro o si el otro, el destinatario de la recomendación, se quedará, defraudado en sus gustos personales, asombrado en parte y en parte ofendido porque yo le haya recomendado lo que no le parezca tal vez que sea para tanto. Lo que sí es cierto es que estos dos libros son muy diferentes, el uno misterioso e impenetrable como suele ser lo oriental, el otro un sarcástico examen de la guerra, a través de uno de sus siempre dolorosos episodios. En ambos casos, sin embargo, estoy empezando y no puedo hablar más que del contenido de unas pocas páginas. Más tarde, veremos. Ayer y hoy, pasan dos cosas, ahí afuera, trascendentales, a mi parecer, ambas, cada una en su orden: los futbolistas de la selección nacional española juegan esta tarde, por primera vez en su historia, una final en que se debate nada menos que ser campeones del mundo, los otros son los holandeses, que tantas canas sacaron a Felipe II y aún hablan de ello en su himno nacional, después de siglos, y, la otra efeméride, ocurrida ayer tarde, fue una manifestación muy numerosa de catalanes, que quieren separarse cada vez más de lo que ellos llaman España, como si pudieran hacerlo. Cosa en mi opinión metafísicamente imposible porque Cataluña forma parte de la mismísima esencia de España, y, si se escindiera del conjunto, creo que España ya no sería España, sino otra u otras cosas, otro u otros grupos sociales, otro u otros estados, como cuando aquello de las tribus y de las taifas. ¿Bueno? ¿Malo? No creo que nadie se atreva a predecir en este momento de crisis múltiple, económica, social, religiosa, personal y colectiva si será bueno o malo lo que serán los hombres capaces de imaginar, alrededor de la razón, por encima y por debajo, para que la humanidad, como sin duda ocurrirá, sobreviva unos peldaños más arriba, del otro lado del collado, más allá del turbio horizonte, tan amenazador, que nos aguarda. Con la vertiginosa rapidez con que ahora el futuro se precipita sobre la humanidad, igual nos da tiempo a verlo y vivirlo, por lo menos en parte.

sábado, 10 de julio de 2010

Trazar fronteras. Curiosa ocupación del hombre de cualquier tiempo, para delimitar su territorio de supervivencia y autoridad. Lo tuyo y lo mío, vigilando con frecuencia de reojo para entrar a apoderarse de lo del vecino. La frontera puede entenderse como lugar de encuentro o lugar de enfrentamiento entre parecidos, que suelen parecerse los que habitan de un lado y del otro de la raya, ese artificio. Porque lo normal es que los humanos de cerca se entiendan, relacionen, necesiten y solidaricen, pero allá en la capital disponen que para algo está la raya y siempre hay que inventar caminos secretos por donde circula, como el agua, la inevitable relación humana.

A medida que el hombre descubre las posibilidades, crecen sus relaciones con vecinos de más lejos. Y sin embargo, hay una simiente de hierba mala que nunca se sabe a ciencia cierta quien siembra para envenenar la sangre y la relación de los de más cerca, ambos recíprocamente custodios de la raya imaginaria, la línea artificial.

Hubo un tiempo en la dolorosa historia del hombre en que cada ciudad podía ser un imperio, casi siempre tiranizado por una familia más poderosa y por el jefe de cada poderoso clan. Vivían haciéndose guerras y paces, tratando alianzas y perpetrando traiciones que parecen de juguete cuando se estudian comparan con las crudelísimas guerras más recientes.

Tengo el convencimiento personal de que ni las ciudades deberían ser demasiado grandes ni los estados demasiado pequeños; tengo el convencimiento de que las administraciones deberían formar un organigrama sencillo, muy bien interrelacionado y con la convicción de que están al servicio de los ciudadanos que las pagan, justifican y sostienen; Tengo el convencimiento de que las leyes deberían ser pocas, generales de cada materia jurídica específica, fáciles de entender, susceptibles de ser interpretadas para adaptarse y así ser susceptibles de resolver los casos concretos por unos jueces sabios y honestos.

-¿Y qué?
- …
-¿De qué te sirve? –me preguntas con razón-
-Hombre, pues por lo menos para saber, aquí, en el fondo, donde permanece siempre la brasa de la esperanza, que si yo lo sueño, podría ser acertado, y si lo fuese, cabe que se le ocurra a alguien más, más importante, más sabio, más influyente, que lo propagaría, se abriría un posible debate y al final, dentro de mucho tiempo, o a lo mejor de poco, podrían cambiar algunas cosas, ciudades o personas. Lo malo …
-¿Qué es lo malo?
-Que también cabe que el cambio sea para peor. Es la incógnita implícita en esperar a los tártaros al borde del desierto de Buzzati o de esperar a Godot con Brecht, sin conocer a unos o a otro, como cuando se espera a los posibles alienígenas. No se sabe si serán buenos o malos con arreglo a nuestros cánones, si vendrán a convivir con nosotros o a tratar de exterminarnos. -

viernes, 9 de julio de 2010

Opino, con todos los respetos debidos, que suele ser cuando un jurista está menos seguro de sus razones y criterios, en algo siempre tan opinable como cualquiera de las manifestaciones del Derecho, es cuando más escribe para tratar de defenderlos. Algunos de los viejos, y más experimentados, del lugar, nos dejaron escrito que in claris non fit interpretatio, y por eso lo que lo está –claro-, apenas necesita más que su enunciado para evidenciar que es pertinente, procede y debe respetarse como cierto, pertinente y procedente.

No me parece de recibo el juego de palabras que permite frasear siempre que se admita que en determinados casos las palabras de cada frase, parezca que digan, cualquier cosa que digan, en realidad quieren decir … Las palabras, en un idioma tan rico, expresivo y lleno de matices como el castellano, quieren siempre decir lo que dicen, y, sagazmente utilizadas, también y a la vez, lo que no dicen. Y cuando se pretende ser claro, huelga asignar a cada palabra distinto del que entiende y sabe que ad bonum, paucas. Sólo cuando por la razón que sea no se puede, o no se quiere, ser claro, este rico idioma permite ambigüedades de insólitas profundidades e imprevisible consecuencias.

No sé si todo eso es bueno o malo, ¿quién soy yo, para juzgar?, pero la experiencia me dice que es. Y concluyo que me parece peligrosamente aventurado escribir tanto la historia como respecto de algún propósito de futuro, utilizando términos interpretables, que requieran, para ser entendidos por los más cultos, de un diccionario de interpretación, tal vez un manual de uso. ¿Qué va ser de nosotros, los menos avispados, menos eruditos, menos cultos?
Hay un bosque, supongo que dibujado en el cuaderno infantil, ahora “comic”, antes tebeo, de una lado de uno de los árboles que lo forman, asoma la trenza y parte de la cara de una niña, y todo ello me refresca el diálogo con mi nieta, que pedía el tebeo sin saber leer “porque así yo me imagino lo que cuenta el señor que lo escribió y no tengo que limitarme a lo que él diga”.

Espíritu de libertad, vocación de independencia de criterio.

El problema está en conjugar nuestras diferencias con la síntesis de convivir con nuestros semejantes, integrados con ellos. Leo en el periódico que preocupa a algunos separatistas que el equipo español de fútbol haya sintetizado la idea de la España múltiple como preferible a la desaparición de España que supondría convertirla en teselas de sí misma.

Romper, disgregar, repartir, el dolor mortal de la agonía de una diáspora, que duele en las dos riberas, la que se queda y la que se aparta, ya inexorablemente diferentes del conjunto que fueron.

Sobre todo, me preocupa que estas patologías del vivir: la supuesta enemistad entre pueblos; la supuesta diferencia entre complementarios o suplementarios, pese a no ser, como suelen ser, más que artificios de iluminados, al ocasionar sueños y pesadillas, se conviertan en heridas necrosadas, ulceradas, gangrenadas, incurables sin que nadie acierte a explicarse por culpa de quién, hasta que en el sótano, el anatomopatólogo de la historia dictamine, más allá de los siglos, cuando no estemos ya ni en la memoria, pero nuestros descendientes tendrán en su caso ocasión de asombrarse de nuestra estupidez

jueves, 8 de julio de 2010

Consiste la agorafobia en un patológico terror a los espacios abiertos. Algo como lo que ahora nos pasa cada vez que alguien toca a rebato para que se persiga públicamente a otro y no sabemos por quién tañen las campanas. Tal vez a uno con poder se le haya ocurrido señalarnos, dar a los perros a oler nuestros calcetines de ayer o la camiseta recién sudada. No se puede ni tener mala suerte o poca habilidad, porque cualquiera de esas dos cosas te puede reconvertir por lo menos en imputado. Que es ahora la manera de putearte por inocente que seas y que la cicatriz, el estigma, el sambenito o el tatuaje te marquen de modo inexorable e indeleble, para que la plebe urbana te señale, mueva dubitativa la cabeza y piense que algo harás hecho, truhán, para que se fijasen en ti los ojos perspicaces de los guardianes de la otra cara de la luna, cuyos colmillos, cuando sueltan, puede ser por falta de pruebas, pero nada ni nadie puede garantizar la inocencia, por otra parte tan escasa en los tiempos que corren. Miedo agorafóbico a salir a la plaza, no sea que te hayan colgado la llufa, nada más asomar a la palomera de la calle, y te conviertas en el hazmerreír de la multitud regocijada, puesto que cada bueno que cae, puede servir de justificación para cualquier malo que se tercie y la rasera, cuando pasa igualando, si no arregla las cosas, puede servir para consolarnos con lo de que mal de muchos, etcétera, que no seremos al fin y al cabo tan tontos, cuando somos tantos, los consolados, los cada vez un poco más mediocres, más conformes, más iguales, en definitiva.

miércoles, 7 de julio de 2010

Viene, supongo del mucho leer, con lo que tiene de empacho de comportamientos ajenos, la utilización de las figuras retóricas de nombre más intrincado, sin saberlo y como consecuencia de la subconsciente apreciación de la fuerza o la expresividad que confieren a la frase. Y un día, de pronto, echas una mirada a cualquier diccionario de términos literarios y te maravilla el número de recursos que habías venido utilizando. Mira tú –te dices incrédulo-, que precisamente estos días recién pasados, si no en el blog, según consta y puedo ansiosamente comprobar en mi Moleskine. incurrí yo en una epanadiplosis, por dos veces usé de elipsis y utilicé una anáfora, y todo eso sin contar el frecuente hipérbaton y la abundancia de metáforas. Divertido. Cada digresión, pienso, puede incluir un anacoluto. -
Coleccionar es un vicio que se adivina en los niños, con sus cromos, sellos, animales y demás inesperados huéspedes que se van alineando en la habitación, saltan al desván, se expanden por entre banderines y carteles, fotografías, cordeles anudados, trofeos y cacharros pintados, típicos de todas partes y de ninguna, pero que se venden en las tiendas de recuerdos de cada ciudad bajo letreros que dicen “souvenirs”, nadie me explica si para que lo entiendan los turistas o los connacionales. Un avispado alcalde de mi pueblo mandó poner letreros indicadores que llevaban la triple inscripción: playas, plages, beach. ¡Anda, coño –interpretó un contemporáneo de mi bachillerato-, en la playa hay una plaga de bichos!

Como es miércoles y día de mercado, huele, en mi barrio, a churros. Antes, yo bajaba cada miércoles por una bolsa de ellos, pero las buenas costumbres son las primeras que se pierden.

Huele hoy también a fútbol, porque se juega en Sudáfrica el partido semifinal del campeonato del mundo de este año y lo juegan alemanes contra españoles, para luego, el que gane, jugar la final, tener la posibilidad de jugarse nada menos que el primer puesto del campeonato contra Holanda. Huele a fútbol, a inquietud, a ilusión y a miedo.

Recuerdo, de cuando niños, que a veces se nos escapaba el globo recién comprado y un día nefasto me rompieron por no sé qué travesura, una estupenda novela que apenas había empezado a leer.

martes, 6 de julio de 2010

Por delante de mi, va mi sueño,
tropieza y me detengo
sobresaltado aún por tu presencia,
esa palabra inesperada que me dices
y me turba,
entristece. No tenemos,
te digo, más que al buen padre Dios,
lo demás son ficciones, como el tiempo, que no es nada,
pero acaba abrumándonos de temor.
Un día cualquiera,
para el que hemos estado ensayando desde que nacimos,
sonará,
precisamente para cada uno de nosotros,
para ti,
para mí,
el gran portazo, el verdadero Big Bang
del alba.
Y nuestros sueños y las palabras
quedarán definitivamente atrás,
como si no se hubieran dicho
ni se dejen de decir todas juntas, al mismo tiempo,
que ya no será tiempo,
sino eternidad.
Un mismo instante y todos a la vez.
Tal vez como un grito y a la vez el sonido
inacabable
de la luz que no da sombra.
Copio: “el cine es como la pintura, que también es algo inmutable, en la que cada espectador aporta su sensibilidad personal, su respuesta única e irrepetible al lienzo ya acabado. Como sucede cuando se ve una película.”

Cierto. Cada uno, ante una obra de arte –ya sea una buena o una disparatada obra personal elaborada con sensibilidad, y por ello de arte-, da una respuesta diferente y entabla con el autor otro diálogo. Ahí radica parte del atractivo de la obra que sea, musical, literaria o de otra clase.

Y también hay quien se enfrenta a ella y no experimenta ninguna sensación, o, por lo menos, ninguna sensación agradable. Y se puede ser una persona más o menos sensible, pero que no lo sea en absoluto ante determinada expresión o inexpresión del supuesto artista.

Cada uno de nosotros mira con “sus” ojos, “sus” sentidos, “sus” neuronas. Imposible que sea de otro modo. Por eso la diferencia de cada diálogo visual y que los demás, cuando se nos enfrentan, nos vean con diferente perspectiva de cómo nosotros nos miramos y “vemos” en el espejo del afeitado de cada mañana.

Al copiar el párrafo que entrecomillé al inicio, una vez más me admiro ante la capacidad de observación y comunicación de lo observado que tienen algunos de los que nos van explicando lo que nos parecía rutinario y es sin embargo parte de la explicación de las conductas y las cosas, los conceptos y por qué y cómo se llegó a ellos sin que ninguno sea exacto ni definitivo y siempre cabe un matiz, una concreción o incluso el descubrimiento, que nos puede dejar atónitos, de que justo estábamos defendiendo la antítesis de lo que ahora nos parece más correcto.

Curioso, pero a la vez estremecedóramente maravilloso, que se llegue a la vejez y permanezca en nosotros la imperiosa necesidad de continuar hurgando en el escaso conocimiento de que disponemos, en busca de lo nuevo y lo que corrige lo antiguo.

lunes, 5 de julio de 2010

Subsisten el heroísmo y el honor, en el mundo. Incluso cuando cualquiera de nosotros contempla no sé si sus vestiduras o su propio cuerpo cubierto de ese barro o lacerado por una herida en la dignidad o por su pérdida. En la reserva, el desván, la alacena del género humano, su granero, su hórreo, permanecen las virtudes que equilibran la parte oscura del subsistir, a pesar de todo, asido al hilo de la esperanza.

Es fácil imaginar al hombre que la pierde y se ensimisma en el triste recuerdo de cualquiera de las bajezas en que haya incurrido. Si el amor hubiese desaparecido, no cabría pensar en una remisión de la pena, una posible absolución de la que sin duda corresponde a la fractura del propio honor en que consiste cada infracción de nuestros principios.

La diferencia entre la lógica y la caridad estriba en que aquélla mantiene la necesidad de que se aplique y sufra la pena para que se restablezca la justicia, mientras ésta permite reanudarse, eso sí, con la inevitable cicatriz del recuerdo.

domingo, 4 de julio de 2010

-¿Qué haces?
-Recorro el horizonte.
Un horizonte
debería ser terso,
puro como las líneas geométricas,
carentes, me dicen, de materia.
Pero es,
en cambio,
como la vida misma, imprevisible.
De pronto imagen, sueño, pequeña
fractura de la esencia de su rectitud,
mudada en sombra apenas,
átomo del paisaje, y, sin embargo,
puede que inmenso buque lleno de personas
o de riquezas inimaginables.
-Y eso, a tí ¿qué te importa?
No me importa. Adivino que ocurre, y comprendo
la inconsistente vanidad de mis sueños,
aprendo
a conformarme
con la hermosa aventura de vivir
y mirar
y apreciar
las cosas que pasan.
Los sueños son, como las telarañas, sutiles, quebradizos. Se recubren de mañana de alineadas gotas iridiscentes de rocío, como sartas de imposibles piedras preciosas, pero de un manotazo cualquiera puede reducirlos a recuerdo de lo que fueron, como si no lo hubieran sido nunca. Los sueños son como pequeños tesoros sin valor para nadie, si no es el mismo soñador, pero que cualquiera puede con una palabra sola o si acaso una frase, reducir a basura cenicienta. Los sueños, en fin, como dejó dicho Calderón, por boca, para que no se nos olvidara, de Segismundo, sueños son, es decir fragmento de ilusión tejido en el semisueño de la duermevela, solubles en el agua viva de la razón y dispersables por la más leve brisa, en cuanto se hacen polvo de recuerdo.
No se me ocurre nada que sea más contra natura que este afán de identidad excluyente que está recuperando fórmulas de la España de los reinos de taifas, espejo, si se quiere, de los cristianos del otro lado del Duero.

Preferimos ser diferentes, peculiares, capaces de hablar un idioma propio, que no entiendan los otros, por cerca que habiten. Y estamos, al parecer, para general tristeza, dispuestos a renunciar a la riqueza de la diversidad a cambio de la que considero falsa riqueza de las diferencias.

Hay que hablar distinto, para que ni el vecino de más cerca nos entienda, justo ahora que como el mundo es mucho más pequeño, deberíamos aprovechar el tiempo para aprender las lenguas de cuantos nuevos conocidos y posibles amigos se nos acercan cada día para estrecharnos la mano, comerciar con nosotros o que les comuniquen sus leyendas y conocimientos a cambio de las nuestras.

Una inmensa multitud se agolpa en las aulas donde por todo el mundo se estudia el idioma español, mientras que nosotros instalamos equipos de traducción en nuestros lugares de comunicación y encuentro para tratar de entendernos.

No puedo comprender este afán de renunciar a la brillante realidad de haber construido una Nación con las piezas de muchos pueblos sin duda diversos, pero tan evidentemente complementarios, cuyo encuentro en una soberanía común, a mi juicio consolidada por la historia y confirmada por un destino común debería enorgullecernos, intentando romperla en miles de trozos como si de una inapreciable e irrepetible obra de arte se tratase.

Cuando es tan cierto que nada puede existir sin sus fragmentos, pero asimismo lo es que ninguno de esos fragmentos volverá a ser, ni siquiera a parecerse a aquello de que formaron parte.

viernes, 2 de julio de 2010

Me niego a asumir el papel de viejo atrabiliario y como consecuencia, me niego a protestar por las molestias sufridas estos días pasados en la ciudad de Madrid, Villa, Corte y aún capital de las Españas con motivo de la disparatada huelga de trabajadores o funcionarios, que no sé muy bien lo que son, del Metropolitano. Los usuarios del cual –me han dicho que más de dos millones y medio diarios- se han visto obligados a salir a la superficie, abarrotar los autobuses, acaparar los taxis y al final convertir la aglomeración ciudadana en un caótico ir y venir ribeteado de declaraciones de huelguistas y autoridades, cada grupo indignado con su contrincante y enseñándole los dientes.

Coincido con los criterios de que la huelga es un derecho de cualquier colectivo, pero que ése, como todos los derechos, ha de ejercitarse con arreglo a unas normas previstas por la ley que lo reconoce y regula.

Un pueblo no puede disfrutar de derechos que no sabe usar. Nadie, ni siquiera cuando se trata de un juego, puede jugar, si no conoce las reglas del juego.

Madrid, calor, demasiada gente con miedo a demasiadas cosas, desazonada por demasiados motivos, en un tiempo como éste, de verano, inminencia de rebajas y de vacaciones. Que no se me olvide decir que tampoco son de recibo los piquetes de coacción e imposición a la trágala de la decisión de hacer huelga. Cada cual debe poder ejercitar libremente su derecho de trabajar o no, y mucho más exigible aún es el derecho a trabajar de quien sabe que por añadidura ha de prestar los servicios mínimos legalmente previstos para el caso.

Menos mal que trufado entre tantos presagios de mayor crisis y espirales de creciente violencia huelguística, entre la lluvia de improperios y descalificaciones que deslenguados sedicentes portavoces de no se sabe muy bien quién o cuántos, cuando son tantos los que prefieren la paz social y que se respeten las maneras propias de un colectivo educado, me dan un premio por jugar a la literatura y la imaginación con dos de mis nietas, y lo voy a recoger y hay multitud de vejetes, como yo, ilusionados por el crepitar de las penúltimas muestras de su ingenio, puesto al servicio del cariño, la alegría y la esperanza inquebrantable en un mundo mejor, y de chavalería ilusionada con el rosario de premios con que se estimula su afición a soñar y escribir en el umbral de la posibilidad de ese mundo.

La guerra intergeneracional, tan frecuente entre padres e hijos adolescentes, tiene un espacio reservado para la ternura, en que los abuelos se relacionan, nos relacionamos con nuestros nietos, tan distintos, tan parecidos y tan sorprendentes como lo somos los ancianitos, los abuelos narradores de batallitas, fantasías, mentiras ilusionadas y verdades despojadas de sus aristas. Un verdadero privilegio, tener abuelos, pero otro inmenso, tener nietos- A pesar del estremecedor mundo que dejamos, la vida se renueva hermosa, llena de posibilidades y ternura. Y eso en pleno hervor de huelguistas, inquietud, discusiones acerca de quien tiene la culpa de que colectivamente nos hayamos comportado como necios o hayamos consentido que otros lo hicieran, convirtiéndonos así en cómplices, pero tratando ahora de exigir responsabilidad a los “ellos” indeterminados de cada ocasión.

Y para colmo de locura, en la cafetería del hotel, un portugués llora porque el equipo español eliminó del campeonato del mundo al portugués y en un concurso infantil de poesía le dan el primer premio en categoría de 6 y 7 años a Pablo Neruda, cuyo Canto General copió a la letra, con la mayor ingenuidad y supongo que íntima e infantil admiración, una de las concursantes.