viernes, 9 de julio de 2010

Opino, con todos los respetos debidos, que suele ser cuando un jurista está menos seguro de sus razones y criterios, en algo siempre tan opinable como cualquiera de las manifestaciones del Derecho, es cuando más escribe para tratar de defenderlos. Algunos de los viejos, y más experimentados, del lugar, nos dejaron escrito que in claris non fit interpretatio, y por eso lo que lo está –claro-, apenas necesita más que su enunciado para evidenciar que es pertinente, procede y debe respetarse como cierto, pertinente y procedente.

No me parece de recibo el juego de palabras que permite frasear siempre que se admita que en determinados casos las palabras de cada frase, parezca que digan, cualquier cosa que digan, en realidad quieren decir … Las palabras, en un idioma tan rico, expresivo y lleno de matices como el castellano, quieren siempre decir lo que dicen, y, sagazmente utilizadas, también y a la vez, lo que no dicen. Y cuando se pretende ser claro, huelga asignar a cada palabra distinto del que entiende y sabe que ad bonum, paucas. Sólo cuando por la razón que sea no se puede, o no se quiere, ser claro, este rico idioma permite ambigüedades de insólitas profundidades e imprevisible consecuencias.

No sé si todo eso es bueno o malo, ¿quién soy yo, para juzgar?, pero la experiencia me dice que es. Y concluyo que me parece peligrosamente aventurado escribir tanto la historia como respecto de algún propósito de futuro, utilizando términos interpretables, que requieran, para ser entendidos por los más cultos, de un diccionario de interpretación, tal vez un manual de uso. ¿Qué va ser de nosotros, los menos avispados, menos eruditos, menos cultos?

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