miércoles, 14 de julio de 2010

“En resumen –dice este autor que estoy leyendo-, nadie lo sabe todo acerca de sí mismo”. Ni todo ni casi nada. Pero el mismo personaje insiste sobre el asunto, añade que aquel de que estaba hablando “no tiene inhibiciones educativas, que son las grandes destructoras modernas tanto de la verdad como de la originalidad”. Plantea así, en crudo, el debate respecto de si la educación es buena o mala para el educando, que cuando sale, producto terminado, del educatorio, ya no es el aprendiz ávido que entró, sino que puede haber degenerado hasta un arquetipo de rutinas y convicciones adecuado para insertarse en la máquina social.

Lo difícil es tener educadores, o tener suficientes educadores, y, lo más difícil todavía –redoble de tambores, como en el circo-, educadores vocacionales.

Un educador vocacional despierta la curiosidad del educando, para que se aficiones a indagar en busca de las verdades sucesivas que han de irlo definiendo; le descubre sus capacidades, lo incita a hacerse una persona, primero, y, después, una persona más o menos informada, según la capacidad de cada cual.

Lo otro, que empezaba por lo de que la letra con sangre entraba, se realiza todavía hoy a través de una doma violenta y de doblegar la personalidad y ahormarla, como hacían los chinos con los pies de sus hijas para ajustarlos al canon estético de su moda o de las estrecheces de su cultura, hasta echar a la arena social, por vía de graduación, título o licencia para sobrevivir, a otra acémila cultural, uno de esos estériles ejemplares que son capaces de trasladar la enciclopedia a través de cualquier ruta, por ardua, difícil, escarpada que sea, pero sin dejar nada en el camino, ni transmitir a otros noticia alguna, ni curiosidad por las respuestas acuciantes, al tener que fingir una vida ajena, en lugar de la propia.

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