martes, 13 de julio de 2010

Nadie sabe con exactitud lo que nos mueve a entusiasmos como éste de hoy, con todo un país desaforadamente alegre, desmadrado, horas y horas de espera, griterío sin orden, concierto ni nada que sepamos hacer en común, improvisando himnos de dos o tres incoherencias, pero que nos permiten desahogar la adrenalina, el frenesí, los nervios pasados mientras se decidía o no que aprovecharíamos la ocasión de poner nuestro nombre colectivo en lo más alto de una pirámide, donde sólo cabe uno y los demás se mueren de envidia.

Unos cuantos partidos de fútbol, un juego de habilidad y estrategia colectivas, con su incontrolable componente de aleatoriedad, que le proporciona inquietudes y sobresaltos aparentemente inexplicables, que dependen de que se le aseste el golpe definitivo a una bola cada vez más flexible, menos controlable, en ocasiones caprichosa de movimientos y de que un movimiento instintivo, espasmódico, prácticamente involuntario, del defensor, la desvíe o la reconduzca a la gloria o a la miseria.

Desde los años treinta, cada cuatro, todo el mundo pendiente de si habría llegado o no la hora de apuntarnos a la lista de ganadores, hasta que por fin, anteayer, la apoteosis y ayer su celebración y hoy la vida sigue y casi hasta parece que no era para tanto, que no pasa nada, que somos los mismos de anteayer, si acaso con resaca y la voz más ronca, o rota y dentro de días ya estaremos, Dios mediante, tirándonos los trastos a la cabeza contra los del Madrid, menos esos del Madrid que lo harán contra los del Barcelona, nuestras dos mayores ciudades, nuestros dos mejores equipos, siempre a la greña, salvo en ocasiones como ésta, cuando los más brillantes jugadores de ambos se conjugan contra el enemigo común de afuera.

Ayer tarde, para bien o para mal, para admiración de unos y crítica de otros, la ventanilla de la tele, preferentemente, pasaras por el canal que fuese, estuvo ciega para la añagaza política, para el vericueto económico y para la crónica de las miserias de color de rosa.

Ohé, ohé, ohé, aullaba el incontable gentío aparentemente entusiasta y al parecer unánime.

No hay comentarios: