Un perspicaz escritor judío se pregunta si será posible mantener el equilibrio social cuando se pierde el adversario –él dice “el enemigo”, habla de “sobrevivir sin enemigos”-
¿Hace falta que existan los enemigos –podría sustituirse por “contradictores”, término sin duda menos agresivo- y estén activos, para mantener la cohesión, mejor dicho aún, la tensión social que nos proyecta hacia el futuro con avidez?
La vieja máquina de escribir –hoy el ordenador, casi siempre, aunque permanezcan los más irreductibles conservadores-, y, al lado, un fusil automático. Hace mucho, en la mayor parte de la vieja Europa, se nos prohíbe tener armas. Demasiados países, comarcas, tribus, ideas. No resultamos de fiar porque nos contradecimos demasiado. Vale más desarmarnos. En los EEUU se mantiene una tensa discusión, un apasionado debate, respecto de si armas en casa sí o no, o con mayor o menor facilidad de licencia, permiso, autorización para tener por lo menos un viejo revólver, que desaparece misteriosamente en los primeros capítulos de las novelas policíacas.
Nos cohesiona, sin duda, un enemigo común. La historia reitera aventuras de países que inventaron o que emprendieron guerras sin sentido ni posible futuro para crear o para mantener un enemigo común. Un enemigo común, sea o no cierto que lo hay, podría ser el “cambio climático”.
Pero me pongo a pensar y todo son dudas: ¿dónde, por ejemplo, puedes atizarle a un cambio climático?.
Tal vez algún tipo de alienígena que no fuese demasiado fuerte ni demasiado inteligente, porque lo bueno de un enfrentamiento, diga lo que diga el barón de Coubertín, es ganarlo, dar para el pelo al adversario, ver cómo huye “rabo interpernorum”, que dicen los estudiantes del latín macarrónio.
Tampoco parece mala solución la de plantear si corridas de toros sí o no. ¿Qué sería una discusión bizantina? Pues, oye, está dando juego. La gente se apasiona, aficionada o no, y hay quien paradójicamente más que cuando el debate versa sobre la supervivencia de humanos. La gente, vista así, sin ir uno por uno, que es cuando se aprecia la condición de ser pensante de que suele disfrutar cualquier humano, vista en masa, sobre todo si vociferante detrás del que manda gracias a su altavoz, puede ofrecer sorprendentes espectáculos. Se me ocurre que hay quien se pasa la vida urdiendo sofismas para proponer a ver si la multitud los acoge con ese entusiasmo de la masa en movimiento, fermentando, creciendo arremolinada como un agujero negro que se traga, devora la razón de cada individuo y devuelve un grito unánime
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