martes, 27 de julio de 2010

Paso en duermevela parte de la mañana. Cierro los ojos y soy un yo antiguo. No viejo, como ahora, sino antiguo, es decir, el que fui. Y me acongoja haber sido yo aquel niño y el adolescente que voy recorriendo a medida que paso por las estancias de la memoria y recobro haber experimentado sensaciones semiolvidadas. Paso una gran parte del tiempo de esta mañana en otro –otro tiempo-, de tal modo que si algo o alguien, un ruido, alguien que me dice, me pide, me pregunta, me hace abrir los ojos, me llevo una sorpresa al descubrir que ya estoy, estamos aquí otras personas, que muchas de ellas no pertenecían, no habían nacido cuando todo aquello.

Me convocan a la hora de comer y todavía me cuesta cierto trabajo, como cuando desembarcas en tierra firme y tardas cierto tiempo en acostumbrarte a que lo sea y desaparezca la sensación de inseguridad del apoyo en cubierta, que no parece tal, sino un vacilante espacio que no pertenece a un mundo concreto.

No se deja nunca de ser uno mismo, y por eso una parte importante del hecho de estar vivo es tener esta posibilidad de recorrer hacia atrás el camino, sin posibilidad de corregir nada, sintiéndose el mismo que ahora, es decir, entonces, no se comporta como te gustaría que hubiera sido para que en este preciso momento en que me relato mi propia historia, pudiera sentirme satisfecho.

Me pregunto si habrá alguien tan afortunado o tan excelente persona, tan bueno en el mejor sentido de la palabra, que pueda llegar a una edad avanzada de su vida, sintiéndose como beneficiario de una propina de tiempo de vivir y que pueda aprobar toda su conducta anterior, desde la brumas primeras hasta lo ocurrido ayer, o esta misma mañana. Tiene que haberlo. En este mundo hay de todo. Afortunado individuo, cualquiera que sea su raza, religión y sexo. Por más que nuestra paradójica religión advierte que un malo, un pecador, arrepentido, el hijo pródigo, pongo por parábola, constituye un motivo, tal vez un manantial de alegría, o sea, de energía, mayor que el que se sigue de la buena conducta sin vaivenes y altibajos.

De pronto, entiendo por qué la misericordia, el perdón, una y otra vez, acreditan la existencia en alguna parte de una inagotable fuente de amor, como un inconmensurable mar, capaz de absorber y devolver la sal a toda el agua viva que regresa después de haber sido nube, lluvia, tal vez hielo, agua podrida y quieta del remanso o incluso porción componente de mi cuerpo o del vuestro, quienes vais conmigo.

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