sábado, 31 de julio de 2010

“Hoy en día apenas pensamos en la muerte, salvo para movernos histéricamente con los ejercicios más de moda y comer cereales ricos en fibras y ponernos parches de nicotina. Me acordé de la severa determinación victoriana de no olvidar la muerte y de esas lápidas implacables: Recuerda esto, peregrino, al pasar: como eres tú ahora fui yo una vez; como soy yo ahora, así serás tú. Ahora la muerte no gusta, es algo anticuado. En mi opinión, la característica que define nuestra época es la fuerza centrífuga: la investigación de mercado, con sus marcas y productos elaborados según unos requisitos minuciosos, lo enfoca todo hacia un punto de fuga; estamos tan acostumbrados a que las cosas se transformen en lo que queremos que sean, que nos produce una honda indignación encontrarnos con la muerte, tercamente anticentrífuga, sólo e inmutablemente ella misma.”
(Tana French; El silencio del bosque; RBA libros, Barcelona; mayo, 2010).

Cierto y de alguna manera fascinante.

Porque no podemos huir de la muerte, y, muy lejos de la visión del santo: “ven, muerte, tan escondida … porque el placer de morir …”, lo que pretendemos muchos de nosotros es que llegue escondida, pero para solventar el trámite por delegación y que sea, si es posible, nuestro otro yo, quien la padezca, e, incluso, si es posible, quien pase sobre ella con esa sorprendente habilidad con que un amigo mío pisa y pasa sin quemarse sobre las brasas de la hoguera del santo patrono de su pueblo allá por los aledaños de Soria, donde hay quien dice que a veces duerme el sueño.

Hago un alto en la lectura y vengo al blog a tomar este apunte de urgencia, no sea cosa que se me olvide la página y se me pierda la cita que desde aquí comparto. Aún me andan por la memoria, tras de haberlos borrado la lluvia o haberlos erosionado el paso de los inviernos, los letreros de la torre del campanario de mi parroquia y del dintel de la puerta de su cementerio: “cada minuto que transcurre es un paso hacia la eternidad”, decía éste, y aquél mucho más tétrico y solemne, en cierto modo aterrador: “ayer fui lo que tú eres hoy, mañana serás lo que soy”. Ahora están en prohibir que se toquen las campanas. ¿Quién avisará a las cornejas de las viejas espadañas y las torres de los pueblos de la meseta de que es la hora de su precipitado vuelo alrededor de las piedras antiguas? Delante de los entierros, cuando se llevaba por última vez, como en un pavés, el cadáver, como despedida, a hombros, iba un distraído monaguillo con un dedo en la nariz y en la otra mano una campanilla de sonar cristalino, que, tilín, tilín –parecía que cantaba y los nenos traducíamos alegremente-: tilín, tilín; pa’l campo santín.

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