Este mes, se adelantó mi periplo, que no el de Hannon, una semana, las dos capitales, como siempre, la del estado y la de la autonomía, un estado cada vez más precario, instable, una autonomía en mi modesta opinión desorientada, sin planes, mapa, propósitos concretos. Dios irá diciendo –parece que opinan los que deberían pastorear este grupo que integramos-, y por curiosa paradoja. Los hay que dicen no creer ni en Dios ni en el futuro, cosa que debe ser, supongo, horrible. Debe ser algo así como el andar dormido del sonámbulo.
En ambas capitales, el mismo nuevo evento de este año: hombres y mujeres han decidido, como puestos de acuerdo, sacar las piernas al sol. Nervudas, peludas, torcidas piernas masculinas y piernas femeninas de todas clases, calibres y aspectos, desde las que suponen caprichos estéticos o lúbricas tentaciones hasta las que ¡cuánto mejor parecerían, amparadas bajo los pliegues de una airosa falda o de un estrecho pantalón!.
Cansa la superabundancia de la carne sobre el asfalto: piernas, barrigas, hombros, ombligos, pelos, sacos de huesos o proyectos de modelo para modernos Fidias, la humanidad necesita ropa para preservar el rigor estético. La carne, por repetición, va adquiriendo calidad aparente de gutapercha. Leo en alguna parte que hay ciudades en que contra la progresiva tendencia al desnudo se están dictando normas que imponen un grado aceptable de vestimenta. Considero que es asunto de pura estética y sentido común. Desvestirse tiene por otra parte un aspecto ritual que le confiere especial importancia, por encima incluso de la moral, siempre relativa, y el pudor, que no puede inventarse donde no lo haya. Como el alma se viste de cuerpo y gestos, necesita, creo, el cuerpo vestirse de los diversos tejidos, pliegues y misteriosos juegos de la ropa. Desnudarse es comunicar la intimidad, cosa de pocos, de preferidos, de integrables. Forma parte del rito de convertirse en humanidad complementaria de sí misma. Es cosa como hablar, utilizando cada palabra en su último y más real sentido.
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