Rafael García Serrano me ha devuelto a la niñez frugal, casi espartana, de nuestro regreso a la nostalgia de la España imperial, el orgullo de los tercios, heroicos y miserables, a los largos inviernos del bachillerato de siete años y reválida, el caserón, por fin, de San Bernardo, estación de metro de Noviciado y pensión de viajeros y estables del seis de la calle de Carretas, donde mandaba doña Manolita, con mano firme, de posadera, pero corazón de espuma, de madrileña castiza, llena de ternuras para con sus estudiantes de la mesa de la esquina del comedor cuyo mueble principal era una nevera vacía, en tiempos de cartilla de racionamiento, de las que se enfriaban con barras de hielo.
Había habido una guerra, de que ahora cuentan las mil y un mentiras apasionadas, los descendientes y los deudos de uno y otro bando, que ninguno estuvo allí, pero se imaginan lo que a cada cual parece y hasta tratan de juzgarnos, a los que lo padecimos y sufrimos por añadidura las consecuencias de la erudita ignorancia de unos pocos y la vesánica locura, contagiosa, de muchos.
Leo ahora otros libros y se me figura que sus autores son gente venida de otros planetas donde pasaron desde luego cosas diferentes de las aventuras, venturas y desventuras que nos tocó correr a los que estuvimos y ahora callamos, pienso que por miedo a que rebroten las brasas, se enciendan las pavesas y tantísima gente vuelva a sufrir lo que ahora imaginan de tantas y tan grotescas maneras diferentes de aquello que evidencian no haber vivido.
Este año de ganarlo casi todo en los diferentes deportes y seudodeportes a que juegan con destreza inaudita nuestros representantes, paradójicamente, regresa nuestra parte oscura al escepticismo y el desaliento de cada plaza mayor. Pienso que nuestra turbulenta conducta habitual, a lo largo de los siglos, está entre las raíces del modo de ser de nuestro conjunto. Como un virus o una planta parásita que nos impide ser nosotros mismos, conscientes de un tamaño, que en cambio solemos o desmesurar o minimizar como si nos mirásemos cada mañana para afeitarnos, en vez de en un espejo normal, en uno de feria, de los que distorsionan y caricaturizan de modo grotesco, inevitablemente engañoso.
Me ha devuelto, el diccionario del macuto de un desolado Rafael García Serrano, alférez provisional, periodista, escribidor de nostálgicas ternuras de amor y guerra, al final hermano de la tristeza y del escepticismo, a una niñez que compartí en cierta medida con su generación, anterior, pero también, con muchos otros niños, muchos adolescentes después, muchos exploradores, pioneros, conquistadores del nuevo territorio sociopolíticos por fin. Y entre todos, entre los que estuvieron y recuerdan y los que no, pero también pretenden contar y al imaginar van distorsionando, desdibujando, confundiendo, han logrado que por un momento, me doliese el alma, como duelen a veces las articulaciones, sobre todo a los viejos, del cuerpo cansado de avatares, de la vejez.
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