No se me ocurre nada que sea más contra natura que este afán de identidad excluyente que está recuperando fórmulas de la España de los reinos de taifas, espejo, si se quiere, de los cristianos del otro lado del Duero.
Preferimos ser diferentes, peculiares, capaces de hablar un idioma propio, que no entiendan los otros, por cerca que habiten. Y estamos, al parecer, para general tristeza, dispuestos a renunciar a la riqueza de la diversidad a cambio de la que considero falsa riqueza de las diferencias.
Hay que hablar distinto, para que ni el vecino de más cerca nos entienda, justo ahora que como el mundo es mucho más pequeño, deberíamos aprovechar el tiempo para aprender las lenguas de cuantos nuevos conocidos y posibles amigos se nos acercan cada día para estrecharnos la mano, comerciar con nosotros o que les comuniquen sus leyendas y conocimientos a cambio de las nuestras.
Una inmensa multitud se agolpa en las aulas donde por todo el mundo se estudia el idioma español, mientras que nosotros instalamos equipos de traducción en nuestros lugares de comunicación y encuentro para tratar de entendernos.
No puedo comprender este afán de renunciar a la brillante realidad de haber construido una Nación con las piezas de muchos pueblos sin duda diversos, pero tan evidentemente complementarios, cuyo encuentro en una soberanía común, a mi juicio consolidada por la historia y confirmada por un destino común debería enorgullecernos, intentando romperla en miles de trozos como si de una inapreciable e irrepetible obra de arte se tratase.
Cuando es tan cierto que nada puede existir sin sus fragmentos, pero asimismo lo es que ninguno de esos fragmentos volverá a ser, ni siquiera a parecerse a aquello de que formaron parte.
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