Suele ocurrir que los problemas grandes, graves, aparentemente insolubles, tengan fácil solución, con la mudanza de un mínimo detalle.
Detalle que suele ser crucial, importante, único que se discute en realidad, pero casi siempre enmascarado en un mar de palabras por alguno o algunos de los interesados en mantener la tensión de la duda sobre un conjunto de cosas respecto de que cabe transigir sin mayores dificultades.
Recuerdo un pacto que resultó imposible por una sola línea de escritura, aparentemente perdida entre cerca de mil páginas de apretada escritura. Una línea que contenía ocho palabras.
Unos y otros, los que eran partidarios de incluir aquella aseveración crucial o de que no se incluyese de ningún modo, respecto de las funciones de un órgano empresarial, se convocaron a numerosas reuniones en que cada grupo tenía la en seguida evidente esperanza de llevar al otro a su convicción.
Un diálogo no sirve de nada si algunos de quienes participan mantienen como innegociable una parte de su objeto. Y menos si alguna de las partes está convencida de hallarse en posesión de una verdad incontrovertible.
Sin perjuicio de que sea así, pero cuando lo sea, es preferible desistir del intento de transacción, imposible cuando se advierte que hay quien no está dispuesto a ceder ni un ápice de su postura.
Lo peor y más perjudicial, me parece en estos casos buscar formas, expresiones, palabras de interpretación dudosa en que convenir como expresión transaccional de un supuesto acuerdo en realidad inexistente y cuya fórmula permite que cada grupo regrese a su reducto diciendo, aunque sepa que no es así, que se ha admitido su tesis, su postura, su verdad.
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