viernes, 30 de noviembre de 2007

Me gustaría volver a correr como los niños,
que nunca van a ninguna parte y van
a todas las que los mayores ya no iremos nunca
jamás.

Me gustaría correr como ellos, sin prisa,
pero con toda la urgencia del mundo sonándome,
como el escrupulillo de un cascabel,
en la cabeza.

A sólo me apresuro
con la imaginación, que se me ha convertido,
poco a poco,
dolorosamente,
en una mezcla de nostalgia y recuerdo,
de ilusión sin sueño.

Me gustaría correr como los niños,
como corro aún,
cuando cierro los ojos y desbarato
las artimañas del tiempo.
Irrumpe, forastero de aguas arriba, el cormorán, en la mañana apacible del otoño del río, me mira, desafiante, con una trucha mínima atravesada en el pico, goteando, que devora en seguida y a ras de agua vuela todavía más allá, hacia donde el valle se estrecha y el agua es más limpia sobre el cauce de canto rodado que proporciona a las truchas ese incomparable sabor del río batido y la libertad. Alguien me ha dicho que ahora no se pueden comercializar estas truchas salvajes, que hay que conservarlas para los deportistas y hay tramos de río acotados para pescarlas y tenerlas que devolver vivas al agua. ¡Cómo se reirán de nosotros las nutrias! Y los cormoranes, claro, que ambos se las siguen comiendo alegremente mientras nosotros las cocinamos de piscifactoría y acabará pasándonos como con los pollos de granja, que ya no sabemos apreciar la carne prieta y dura de aquellos otros que se criaban en los márgenes de las carreteras sin coches de mi niñez. Debe ser cosa del incremento incontenible de la población y del abandono del campo, esto de que cada vez haya más campos de golf, más cemento, mas asfalto, mayores puentes y más vías de ferrocarril, que pronto no habrá manera de fotografiar un paisaje compuesto exclusivamente de naturaleza sin desfigurar ni corregir, tal y como es, prodigiosa de armonía de formas y de colores en cualquier época del año.
Tal vez cada hoja
haya sido un sueño. Me da
una pena tremenda, del árbol, ahora desnuda silueta orante,
pero aún más de las hojas,
entre el barro,
crujientes, cuando pasamos, paso,
sobre el olvido de lo que fue su sombra.

jueves, 29 de noviembre de 2007

Me pregunto por qué es tan difícil ser y comportarse como nos consta que corresponde al modelo de cada uno que sin embargo parece imposible ajustar y respetar. Frecuente, si no constantemente, estamos, estoy fracasando ante mí mismo y dejando de hacer lo que debo o haciendo lo que no me parece apropiado. ¿Por qué? Puede quede algún modo forme parte de la condición humana, ya sabéis: video meliora, proboque, etc. Ya alguien lo ha sintetizado hace siglos, admirándose, como yo, de lo paradójico e inconsecuente de nuestro comportamiento cuando a pesar de advertir qué es lo mejor y aprobarlo como conducta, obramos sin embargo de modo diferente de nuestra convicción. Es complicado esto de ser y estar en que consiste el vivir. La razón nos informa de lo que a ella se ajusta, parece fácil y sin embargo escogemos conductas a todas luces disparatadas o impropias. Y si esto nos ocurre a muchos en lo banal e intrascendente, tendremos que comprender que pase en los momentos cruciales de la historia de la gente, cuando personajes como nosotros, agobiados de responsabilidades mucho mayores, toman decisiones de que luego seguro que aunque la historia no lo diga, se arrepintieron, vistas las consecuencias. Cosa difícil, esta de vivir. Y más moviendo, como solemos, el timón al azar, según sopla, pero sin mirar de dónde, el viento.
MIERCOLES 28 DENOVIEMBRE DE 2007

La ciudad está inundada de palabras,
deslumbrante de luz, agobiada
de prisa. No merece la pena correr. Llegaremos
demasiado pronto a la puerta de todos los cansancios,
que tal vez
sea ése en que duerme, bajo cartones, periódicos
y una vieja manta del ejército, alguien,
tal vez hombre, mujer
o nadie todavía.
Nadie se para a mirar, a comprobar si hay otro ser humano
en el rincón oscuro,
que olvido en seguida mientras me rodean:
¿qué va a comer?
¿y de bebida?
¿tomará postre?
¿café?
Alguien duerme y tal vez sueña, ahí afuera,
llueve temblor de estrellas, la luna
habrá perdido otro pedazo y aún sangrará ese icor
pálido
de su luz que no es luz. Me espera,
quiero volver cuanto antes, el cobijo
de mi valle.
Viajar a través de Castilla es siempre sorprendente para los que solemos vivir en los valles y las montañas. Sobre todo cuando el horizonte se hace lejano y circular, nos rodea, al filo del ocaso y de un lado adquiere inesperadas tonalidades sucesivas que pasan desde el verde pálido hasta el rojo amarillento que va quedando poco a poco del oro abandonado por el sol en su huída, mientras en el otro ya ha llegado la noche gris oscura y una luna espectral, hoy decreciente, parece haber perdido un buen trozo de su perfil. Es como haber salido del cobijo amable de la hondura, el rincón conocido y encontrarse casi de repente sin referencias ni caminos, puesto que los que hay no se pierden en el misterio de una esquina, el recodo de un collado más o menos próximo, sino que van hacia la lejanía como si fuesen hacia ninguna parte. La carretera, poco a poco, se va haciendo cansancio a fuerza de monotonía. El coche en que viajo se cierra sobre sí mismo y se reduce al hipnótico cuadro de mandasen en que se encienden cambiantes los números, las flechas, los diales rojos, verdes y amarillos, me adormece el ruido, duermo, entresueño hasta que un frenazo súbito me despierta y recobro la sensación de viajar, ahora noche cerrada deslizándome, sólo medio despierto, entre la memoria y el sueño.

martes, 27 de noviembre de 2007

Bajas, pasito a paso, sin prisa,
ya no sabes de prisas, se perdieron
cuando, con la tarde del domingo a cuestas,
pobres y alegres, íbamos,
a gastar energía y juventud por las calles
de la parte más vieja de la ciudad. Te gustaban
las plazuelas
recoletas
donde jugaban las niñas al corro,
que nos sentásemos en los bancos abandonados
bajo aquellas acacias de hojas pálidas,
cansadas,
inmóviles.
Ahora vas, lentamente, casi
sin ir.
Ya no hay niñas que jueguen al corro ni canten
los viejos romances,
que musitabas con ellas,
mientras yo embelesado te miraba
que me mirases.
La ciudad ya no tiene domingos y nosotros
lo hemos gastado casi todo,
pero tal vez tu tengas, como yo, atesorado
un hermoso recuerdo
de aquel eterno amor,
que va pasito a paso, acompañándote,
como conmigo viene,
camino de cualquier parte
Me di cuenta ayer, cuando vi salir humo de la chimenea de la casa de la ladera de enfrente. Antes, cada día, salía humo por todas las chimeneas del pueblo. Ahora no hay apenas chimeneas humeantes, y las usan como peana, las gaviotas cansadas o las que tal vez vigilan lejanías que no alcanzamos los humanos. Esta echaba ayer humo, a mediodía, como cualquiera de las de antaño, pro me temo que no era humo de la cocina, sino de algún sistema de calefacción, que hasta podría ser una de esas que todavía se encienden en algunos salones y sólo suelen calentar a medias, y lo que mejor hacen es entretener a quien se deje hipnotizar por la danza de fuego que contienen. Tuve un amigo que en la sierra, cerca de Madrid, tenía una casita con un salón enorme y una acogedora chimenea en que el fuego bailaba danzas increíbles, apenas apoyando la punta de una llama en el tronco de roble viejo, atormentado, que fingía, agonizante, estar barnizado de oro y sangre. Echábamos unas ramas de pino, de eucalipto o un manojo de menta y toda la habitación se impregnaba de su respectivo olor, que por lo menos a mí me sugerían distintas sensaciones, como suele ocurrirme con cada sonido, cada olor y cada color si los separo del paisaje o del ámbito en que están entremezclados para componer la realidad próxima. Ráfagas de un flojo viento del norte, jugaban ayer con el humo, perezosamente. Han caído, secas, la mayoría de las hojas de los árboles, sin embargo, en las puntas de algunas ramas del humero de al lado del río, hay algunas hojas recién nacidas, pálidamente verdes, que seguro no saben que estamos en pleno otoño.

lunes, 26 de noviembre de 2007

Tenías la boca cansada, y por eso
no quisiste
darme un beso,
siquiera,
de despedida.

Tenías
la boca
cansada
como una juventud triste.

Sentí,
porque algo me dijo que nos íbamos para siempre,
cada uno con su recuerdo,
la decepción del árbol
cuyas ramas atardecen sin pájaros,
sin muérdago.

Sentí tu pena como un dolor mío
y que tú padecías mi dolor,
pero habíamos gastado, aquella tarde,
todas
las palabras
y tenías la boca cansada
y por eso,
poco a poco,
se hizo en la mía amargura aquel beso
Durante mucho tiempo, hasta que nos acostumbramos y parece que será para siempre, no advertimos el paulatino cambio que poco a poco nos modifica. Es como cuando duran mucho la paz o la guerra y se convierten en algo habitual, aparentemente inmutable. Y, de pronto, un día, descubrimos que todo, por dentro y por fuera, ha cambiado y es como si fuésemos otros, conocidos, pero diferentes de lo que éramos hace, diríamos que poco, pero en realidad bastante tiempo. Tal vez mucho, o, por lo menos, demasiado.

Es un tiempo, de ir madurando, o puede que traduciéndonos, desde aquella imagen poco menos que virtual de que disponíamos, hasta convertirnos en lo más parecido a personas que cada uno logra ser. Un tiempo en que nos es posible incluso mantener la sensación de que estamos a punto de dominar nuestro ámbito y de autogobernarnos con acierto, decisión prodigiosa efectividad.

Apenas recordamos, durante ese tiempo, los niños que fuimos, tan empeñados en crecer, tan desesperados por la lentitud con que el viejo zorro del tiempo nos mueve de pequeños ingenuos a turbios adolescentes, con aquel implacable, persistente acné de la tímida impresentabilidad con que nos escondíamos ante cualquier desconocido, sobre todo si era del sexo opuesto, que nos abordaba aunque no fuese más que para preguntarnos el nombre de una calle.

domingo, 25 de noviembre de 2007

Antes, bajaba el aire dando tumbos
cada mañana,
bien temprano,
por el camino real,
venía empujando el sol,
acercándolo
a la soledad íntima de cada antojana vacía,
al agua transparente del arroyo,
a la corteza del árbol,
que ahora, en otoño, recién sepultada el alma bajo su raíz,
ni se esponja, parece
de piedra y luz,
de muerte, frío y silencio.

Ahora, el aire baja
como un reflejo de la luz primera
de cada rayo de sol recién nacido
en el filo
de un cuchillo recién afilado
de frío.

Ahora mismo,
con los pájaros todos dormidos y la calle
llena del tropel de niños
que llegan tarde a la escuela.
Un mes para Navidad. Prácticamente regalan hoy con uno de los periódicos dominicales, que vienen al uso anglosajón ahora, gruesos como libros separables que se permiten opinar sobre economía, historia y arte, además de traer un suplemento en papel brillante lleno de anuncios de los regalos que pretenden sustituir al espíritu de la Navidad, además de todo eso, un tomo en que se recoge y comenta, junto con una pequeña antología de su obra, la de Sócrates y Platón. Una auténtica delicia releer traducidos un par de diálogos y recrearse en los juegos de palabras de aquellos viejos zorros de los atisbos de la sabiduría, cuando todo era seminuevo y se destilaba de la orfebrería caprichosa, brillante, laberíntica, del pensamiento oriental, decantando y reconstruyendo la síntesis de algo que sí que podría ser memoria histórica de un cuando los humanos no disponían de intercomunicación generacional a base de la proliferación de una escritura que era cosa de pocos. Menudo contraste con este despilfarro de papel de ahora, que se edita, publica y distribuye un caudaloso, inagotable volumen de libros, papeles, periódicos, revistas, información que primero te desconcierta y luego nos asfixia, incapaces como evidentemente somos de asimilarla toda y sin los imprescindibles criterios de selección que por añadidura nos engaña la manipuladora técnica de los mercados que es la publicidad. Hay mucha publicidad basura, es cierto, que provoca un efecto justo contrario del que pretenden sus malhadados programadores, pero también hay mucha extraordinaria, elaborada por ténicos profesionales muy habilidosos y capaces, capaz de convencernos siempre de la imperiosa necesidad de adquirir lo que para nada necesitamos. Por eso es tan delicioso regresar a Platón, que no tarta de venderme un electrodoméstico de último modelo, la futura novedad de artilugio electrónico, ni de encajarme otro disparatado y supuesto éxito editorial en que los protagonistas, a partir de conspiraciones arcaicas, llegan a papiros ocultos que los reconducen a tesoros de fábula, ocultos en pasadizos subterráneos de fantasmales castillos. Platón me lleva consigo en busca del cuasiconcepto espiritual o de las sucias artimañas de unos sofismas aparentemente ingenuos, pero que todavía hoy sirven de patrón para los manejos de algunos de estos políticos y estos sociólogos de vía estrecha que yerran tanto tratando según ellos de hacernos tan felices homologándonos a su peregrina estupidez.

sábado, 24 de noviembre de 2007

Cada vez que leo otro nombre, hoy el tuyo,
que antes era el recuerdo de tu figura, el anticipo
de otra conversación llena de silencios,
tan expresivos,
a veces, como las más hermosas palabras,
que se callan para no estropearles los pétalos,
y que duren como el callado afecto;
cada vez que leo otro nombre, hoy el tuyo,
en la lista de los muertos del periódico,
me sangra la herida que en el alma se abre
cando muere el primero
de los viejos amigos de siempre,
y pienso que diste el paso,
que ya estás esperando en el cruce
de caminos
en que un día volveremos a estar juntos, como tropel de niños
vociferantes, corriendo
alrededor de la pelota de trapo;
has metido tu último gol
y los demás corremos a abrazarte.
Está ahí, respirando. O por lo menos suena, en calma, como si respirase y le oliera el aliento a lejanía. Desde pequeños, se advierte en los niños afición a la mar o que ni se dan cuenta de que está, ni la miran. No sé si guarda rencor a quienes no sueñan con las posibles salidas camino del horizonte, pero a los otros, a los que no solemos renunciar a su compañía, siento que de algún modo, al suyo peculiar, nos quiere, y en la playa nos arropa y muestra complacida los juegos caleidoscópicos de sus transparencias imprevisibles o nos deja, a poco que aprendamos a bucear, atisbar por lo menos algunos de los más domésticos de sus misterios. Lo que pasa es que es tan desmesurada en su tamaño y en sus cosas, que puede ocurrir que al tomarnos con la mejor voluntad, de su mano, nos arrastre, agobie y hasta destruya, eso sí, creo que será con un último beso de su boca húmeda, de pálidos labios de espuma, en pleno arranque de un evidente fervor enamorado.

Su aliento suele estar mechado de graznidos de excitadas gaviotas, las basureras de la mar, que esconden con lo airoso de su esbelta belleza, sin dejar más indicio que el ominoso pico atrozmente curvo, la condición de carroñeras implacables.

Unos graznidos que ahora, bajo el grisoscuro que viene del norte, forman parte del paisaje y del viento.

viernes, 23 de noviembre de 2007

Tiene razón,
el viejo oso,
que ya hiberna alejado de los hombres.

Ya no bajará al valle
ni cuando sea de nuevo primavera y haya luz, ni al valle
ni a buscar miel
junto a la casa de los hombres.

Tiene razón, un oso viejo,
como un viejo elefante, como un anciano león,
como un hombre
viejo,
necesitan buscar, en soledad, la compañía
de los amigos viejos, compañeros
del tiempo eterno, que no iba a acabar nunca,
necesitan
engancharse a la vieja amistad,
a cada amor, supuestamente eterno, que tuvieron,
para sentirse vivos todavía, y capaces
de reengancharse a la esperanza
de seguir vivos, mañana
y hacer amigos nuevos.
Me he aficionado últimamente a dos clases de libros que antes no m interesaban como ahora: las biografías, mejor si son autobiografías y prescindiendo de la mayoría de los primeros capítulos, donde con frecuencia los autores se describen como probablemente no fueron y esos otros libros que mantienen a una serie de personajes que corren diferentes aventuras.

Los autobiógrafos se describen de niños como es probable que no hayan sido hasta bien avanzada su madurez. Suelen, así, ser unos niños extravagantes e improbables que hacen sospechar del resto del libro. Sólo cuando llega la madurez del confesante -la autobiografía tiene siempre algo de confesión-, empieza a ser digno de crédito gran parte de lo que dice. Con inevitable mezcla de lo que le gustaría haber sido, hecho y dicho en determinados momentos de su vida.

Los otros, los que crean una serie de personajes que se repiten en cada diferente aventura, tienen la ventaja de que ahorran esa parte de la escritura de la novela que es tal vez la más trabajosa y la más interesante. Se ahorran nada menos que la dolorosa creación, que tiene algo de parto, de personajes nuevos, distintos, con apariencia de vida que se ha de contrastar y equilibrar con las del resto de los que van apareciendo y definiéndose, más por su comportamiento peculiar que por lo que dicen o por cómo los describe el autor.

Para el lector tienen de atractivo, si están bien completos a fuerza de reaparecer en cada nueva novela, en realidad nueva entrega de una sola y a veces larguísima novela, que ya son conocidos, se han hecho conocidos, puede que hasta amigos. Resulta agradable reencontrarse y reanudar ese diálogo del lector, que en ocasiones deja de ser diálogo con el autor para dar paso al diálogo con los personajes.
JUEVES, 22 DE NOVIEMBRE

Imagino que cada uno
lleva una palabra escrita, o un silencio
y al cruzarnos en la calle peatonal y sonreírnos,
intercambio contigo
cada palabra, y las apilamos todos
en el rincón donde duerme el vagabundo pordiosero,
en realidad un cuentacuentos,
poeta,
que no puede contárnoslo,
por más que se lo hayamos pedido,
por más que insistamos,
porque es mudo.
Corre el reloj, girando sobre sí mismo. Marcando desde un momento a otro un caprichoso espacio donde no hay nada más que lo que cada uno de nosotros advierte. El tiempo no es sino la peregrinación de la muerte, su camino iniciático, que concurre con el de cada uno de nosotros, para cada cual en su particular encrucijada. Se me ocurre pensar que el fondo del pasado, es decir, el principio del tiempo, ya olvidado, está en su final, y por eso el tiempo, enganchado en la punta de la aguja del reloj, da vueltas, como los caballitos y los tigres y demás fauna de cada tiovivo, da vueltas y se persigue a sí misma. Un día, se acabará el tiempo. ¿O no? Me cuesta imaginar a la última criatura en que haya desembocado en su día la evolución humana, enfrentándose con lo que sea que hay más allá del lindero del tiempo. O imaginar a esa última criatura en el momento de alcanzarse reconvertida en el primer ser humano consciente, irreconocible para ella, ¿aterrador?

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Puedo
imaginar el horror de ser árbol
y no poder subir a la montaña, ni bajar
a lo más profundo del valle,
donde corre el agua clara,
ni cuando más aprieta
en verano
la sed.

Puedo ser árbol,
si pongo mi manos sobre la aspereza
del tronco,
si escucho la plegaria del follaje,
si acepto el viento.

Incluso valdría, a pesar de todo, la pena, vivir
siendo árbol.
Voy conociendo, un mercadillo tras otro, unos cincuenta al año, ya va para más de diez años, a los dueños de algunos de los puestos de venta. No sé cómo se llaman, pero sí que esa es la dueña del puesto de fruta, que trae dos hijos y un dependiente. El dependiente reparte los sacos de patatas y las cajas de fruta por las casas de los compradores, la madre vigila los ingresos en caja, cuenta minuciosamente billetes y calderilla, y uno de los hijos desayuna todos los miércoles cuando yo paso, o tal vez se pase la mañana comiendo rezumantes bocadillos de chorizo y manzanas coloradas. Mastica lento, aparentemente distraído, implacable. “Buenos días” –dice con la boca llena, “está gordo, ese perro”. El perro ni le hace caso. “Buenos días” –le digo-, y a lo del perro no le digo porque no está gordo, y si lo estuviera, mejor. Dicen que los gordos, con todo y con eso de que hacen cada día oposiciones a multitud de males, suelen ser más propicios a la sonrisa que esos flacos con apariencia de dispépticos, que sobreviven hasta los cien años. No sé cómo pueden. Por ahora, la longevidad es cosa de pocos, que la pagan teniendo que ver que sus amigos, conocidos y afectos, van cayendo a su alrededor. Una prueba más de que la vida es convivencia es la cara de tristeza que se va quedando a los residentes que se refugian solos a atravesar sus últimos paisajes en esas residencias, esos depósitos asépticos donde últimamente advierto que pandillas de supuestos expertos los animan a disfrazarse de jóvenes y comportarse como ellos, en dolorosa, ridícula caricatura de lo que fueron.

martes, 20 de noviembre de 2007

Hay un rosal,
un loco rosal, en mi jardín,
que tampoco es jardín, sino un patio
con macetas de flores, rosales,
hortensias y prímulas, espadañas,
geranios y paciencia.

Hay un loco rosal, en mi patio,
que a veces, en pleno otoño, hasta en invierno,
exhala el suspiro de una rosa.

Todo está quieto, hiberna
la tierra, como una vieja osa preñada, y el rosal
musita la palabra
flor
con una rosa oscura,
ensangrentada.

La locura es siempre algo así,
como un grito
en el infinito del silencio,
como un vacío en el clamor
que nos ensordecía.
Soñar, en este caso, cuesta veinte euros, creo que son, el precio de un billete de lotería de Navidad. Hay cola en algunas administraciones de loterías, para comprar sueños. La lotería toca a muy pocos de los que compran, y lo que se dice tocar, cantidades importantes, todavía a menos, pero, por veinte euros el billete, se pueden comprar sueños. “Si me tocase …” Y cada cual hace su castillo en el aire. Algunas loterías, porque tienen fama de ser mas suertudas, tienen más cola, venden más, como consecuencia, tienen más probabilidades de vender algún premio y su fama se recrece para tener más cola en el siguiente sorteo. “Deme veinte euros de sueños –compran-, y la lotera le corta una porción del pastel de la ilusión, que dura normalmente hasta el sorteo, la proverbial decepción y eso de que “bueno, mientras haya salud …” Me paro a mirar la cola, cada vez que paso por una administración donde la hay, a mirar a cada uno de esos desconocidos que esperan su turno con disciplinada paciencia. Tienen, muchos, aire de fría determinación, pero a otros se les adivina la escéptica angustia de que ésta sea la última oportunidad de tapar la multitud de agujeros, poner los remiendos innumerables de su precaria economía. Llevan los veinte euros, algunos, aferrados, dispuestos para cambiar por el billete mágico que tal vez este año … Luego, ya en casa, por momentos, cualquiera de esos momentos de mirada vacía y desesperanza, estarán por ,o menos matizados, tal vez incluso pletóricos de ilusión.

lunes, 19 de noviembre de 2007

Bulle la noche, alrededor
de mi sueño,
¿dónde estáis,
cada uno de los que amo,
mientras yo duermo?

¿Dormís también?
¿soñáis, dormidos,
el mismo sueño que yo estoy soñando?
¿por qué, entonces,
no puedo veros?

La noche nos abarca,
nos dispersa
por sus innumerables estancias,
tal vez mañana,
cuando regrese el día
seamos incapaces de volver a encontrarnos,
de recordarnos
siquiera.
¿Cómo podéis, entonces,
dormir cada noche?
Es como salir de tu castillo, venirse afuera, al lugar desprotegido, bajar de la montaña donde me atrinchero y siento oculto de la realidad. Los perros, cuando se les riñe, meten la cabeza bajo algo, una tela, un alero, que no les permite vernos y suponen que tampoco les vemos, temblorosos todavía, sin comprender. Es difícil que comprendan por qué nos excita algo que hicieron sin conciencia de que lo hacían mal.

Es como bajarse de la cama, salir del sueño último, soñado, como todos, sin querer, y asomarse y redescubrir el paisaje que parece el mismo de ayer, e ir recordando las preocupaciones que anoche parecían mucho más importantes, que alguna seguro que lo es.

Es continuar siendo, tener la oportunidad de un día más, por lo menos, con la infinidad de posibilidades que depara cada instante y la probabilidad, sin embargo, de que al llegar la noche parezca no haber ocurrido nada. Cuando lo cierto es que hemos recorrido nada menos que otro día, otro de los escasos días que nos corresponden y que para cuando en efecto la noche llega ya se ha convertido en algo irrecuperable.

Salgo por primera vez hoy. Flota en el río una pelota grande, blanca, sucia- En algún lugar habrá habido un niño que habrá visto alejarse, flotando en el río, inalcanzable, su pelota grande, blanca. Se podría imaginar y escribir toda una historia acerca de esta pelota que flota en el río, de la que los patos se apartan desconfiados y a la que al pasar, belicosas como siempre, graznan las ocas. No hace frío. Pasó esta noche el viento del sur, viento de las castañas, calentando el aire, pero empujando a la vez unas nubes grisoscuras, que se han puesto a llover.

Durante un rato, al volver a casa, se produce un apagón. Cada vez que esto ocurre, descubrimos con mayor claridad que somos cada vez más dependientes de que falle o no algo tan frágil como la red de distribución de energía eléctrica. Cada día son más las herramientas habituales que dependen para ser útiles de que se mantenga en funcionamiento todo un complicado sistema que al final depende de la integridad de un hilo.

domingo, 18 de noviembre de 2007

Todo el amor de ayer
no es,
sino estas dos
escasas
lágrimas,
con que estoy lamentando
lo que va a resultar irremediable.

Tendré que hacerme, desde ahora,
viejo sin ti.

Día tras día y tal vez
también del otro lado,
serás la misma, en la misma memoria,
del mismo día, de la misma hora,
y me iré yo
haciendo éste
que me mira, como un otoño,
cuando lo miro,
le pregunto
¿cómo es que tanto amor
puede morir y muere,
sin agonía, cuando se dice
una sola palabra?
Se enzarzan, como niños, los jefes de estado y luego se asustan y se piden recíprocas explicaciones por la falta de comedimiento que acredita la pérdida de la mesura en el decir, hacer, pensar, que han de venir en seguida los diplomáticos, esa gente exquisita que jamás dice lo que dice, sino lo que se sobrentiende cuando dice lo que no dice en realidad, sino que cuando más, apunta, y, finta tras otra, mantiene el tinglado de las relaciones diplomáticas, ese tejemaneje de multitud de facetas, caras y bocas, lenguas y manos que no saben, cada una, ni la derecha ni la izquierda, lo que está haciendo la otra, para que todo sea posible, provisionalmente, y aún queden canales por explorar, trochas y senderos, escapes, escaleras de emergencia y quien sabe si recónditos lugares donde encontrarse con el enemigo a tomar unas copas y hablar del mal de amores o de la economía, que son dos temas en que cabe todo y todo puede explicarse como si fuese materia cuántica, donde la partícula puede estar viva y muerta, a la vez, y aquí o allá, mientras sea lo suficientemente pequeña. De pronto, descubrimos estar en un mundo aparente, que la buena noticia es que todo podría ser irreal, pero la mala es que a cada paso nos estamos jugando el ser o no ser propio, sin alternativas, y nos abruma la propia trascendencia, para la que no estamos en absoluto preparados, ni caben probaturas ni entrenamiento, que la vida hay que vivirla según de improviso llega.

sábado, 17 de noviembre de 2007

No sois otros, sino aquéllos,
los mismos, que el tiempo, que oxida,
retuerce,
dobla,
acaba y
mata, no puede nada
contra un recuerdo,
y vosotros, mis viejos amigos,
los vivos,
los muertos,
a quienes hoy convoca mi memoria
con estos ojos míos
cerrados a todo lo ocurrido,
a la realidad dudosa, desterrados
a donde nadie llega, al país
de los sueños,
permanecéis, todos, como la última vez de cada cual,
y somos una piña, como aquel día,
¿pero hubo
aquel día?
Trae el frío, en la boca, el aire de la mañana y lo va repartiendo, dejando a la puerta del portal de cada casa, que, sal uno y se topa de golpe con su respiración y te subes la bufanda, te embozas y vas cruzando con la cuadrilla del amanecer, éstos que salimos primero en busca de los papeles de ayer, o del tajo provisionalmente abandonado, o del problema, que a ver si el tiempo, por poco que haya sido, lo ha ablandado ya y la cosa empieza a parecer, cualquiera que sea, que tiene remedio, al fin y al cabo.

Ha llegado el frío, de súbito, como suele, y hay en cada aglomeración un coro de estornudos, toses, escalofríos. La periodoquera me ofrece una bolsa de periódicos por la hendija apenas abierta de la ventanilla de si quiosco. Lo mejor, el rincón habitual, cerca de una fuente de calor, bajo el cono de luz de la lámpara, con el trabajo empezado y la atención concentrada en decir que ha venido el frío de manera que se entere la gente dondequiera que esté. Y habrá sitios donde se rían porque allí lo que empieza es el verano seco y tórrido, para que haya de todo, cada año, para todos, que no hay nada ni nadie más equitativo que el piano de cola de la naturaleza con que el buen padre Dios nos imparte sin distinción la sonata de los cambios de tiempo y las estaciones.

Hay como una alfombra de hojas secas, que, al pisarlas, crujen sonando a otoño. Es posible que el otoño sea cosa, cuando soliloquio, de clarinetes, oboes y flautas, de violines y violas, con el violonchelo tutelándolos, marcando la cadencia. Un cuarteto, tal vez quinteto, y variaciones que pasan por los semitotes de siena, tierras, ocres y la pálida lividez del lila, apenas entrevisto, apenas un silencio apuntado, como el hilo, sin embargo presente, de la esperanza de vida que a la vida sobrevive tenaz.

viernes, 16 de noviembre de 2007

Pasa, como un torbellino,
con la prisa loca de todos los días,
hala, ya, arriba, ha amanecido, debemos
renovar todo, ser diferentes
de ayer,
pero estamos atrapados en ser nosotros mismos,
con los recuerdos en el zurrón,
con la misma sombra mirándonos,
sardónica:
¿a dónde pretendes ir?, ¿a quién
pretendes engañar?. Eres tú, el mismo,
por nuevo, cristalino, claro, que sea el aire
de la mañana,
y con eso has de arreglarte
para seguir viviendo, tratar de escaparte, en su día,
por el imbornal de la muerte
¿y del otro lado?
También allí, pero sin sombra ni memoria,
nada más que la luz, entonces,
creo.
Me enredo en palabras y al final descubro que estoy como el gato de las viñetas apresado en un ovillo desde que soy incapaz de explicar lo que pretendía a quien me estuviera escuchando. Porque las palabras son a veces tan tentadoramente bellas que pasa como cuando al pintor le deslumbra uno de los colores de su paleta y lo aplica sobre el cuadro iniciado, que a partir de ese momento ya no dice lo que pretendía su autor, sino algo inesperado. Que una es la realidad, otra su noticia, que te llega al ámbito personal de conocimiento dislocada por los sentidos, una tercera lo que eres capaz de decir, obnubilado por tus propias palabras, sorprendentes, o por ese color que has sido capaz de amasar, y por fin, la cuarta, lo que llega al interlocutor, a quien pacientemente escucha y sufre el mismo proceso, un poco aturdido, si fuiste capaz de resultar original o de llamar la atención respecto de la existencia de un punto de vista en que antes no se había situado que se sepa nadie.
Lo digo porque me pasa a veces que hablo en público y al terminar me queda la duda de si habré sabido transmitir algo de lo que pensaba decirles, de lo que hubiera querido referirles a mis oyentes.
¿Habrá algo más inútil que un chorro ininteligible de palabras?
Podría, como alternativa, callarme, pero también es como si no existiera, lo que tengo y no comparto, contrasto, soy, al correr el riesgo de manifestarlo.
¿Quién soy? Y ¿qué?
Subo, con la imaginación, muchos kilómetros,
millones,años luz. Ya no se ve el planeta Tierra,
perdido allá, ni abajo ni arriba, en el hormiguero
del Universo. Las preguntas
ya ¿para qué? si resulto inconcebible,
incluso altamente improbable,
desde esta lejanía
previa a nuestra existencia, o tal vez,
como dicen que pasa
con las estrellas,
de cuando nuestra existencia,
tan aparentemente importante,
ya la olvidó la madre Tierra,
polvo disperso ahora por todo el Universo,
polvo
de palabras calladas,
de preguntas no hechas,
de estrellas,
de luz.

jueves, 15 de noviembre de 2007

La provincia, ahora autonomía, tiene una capital pequeña, casi de juguete, con algo menos de un tercio del millón de habitantes. La capital de la provincia está esmeradamente limpia, adornada con jardines, parques y flores y tiene muchas calles de esas que llaman peatonales porque están relativamente prohibidas para los coches. Ninguna calle está en realidad prohibida, sin más, para los coches, salvo que les resulte inaccesible o que sea impenetrable. En cualquier otro caso, siempre hay algún coche que por algún motivo, disfruta del privilegio de pasar o de pararse donde no deben hacerlo los demás, y en seguida, los demás imitan a los que disfrutan del privilegio y pasan y se para por donde les da la real gana a sus conductores, esté o no relativamente prohibida, la circulación.

Esta ciudad, la capital de la autonomía, antes provincia, como tantas otras en tantas otras provincias o autonomías, tiene cerca otra ciudad rival, de la misma autonomía, de su tamaño o mayor, con la que mantiene una permanente y cordial emulación.

En ambas ciudades de esta autonomía, la capital y la otra, hay multitud de ingenios que cuentan una interminable serie de chascarrillos y de chistes inéditos en que la ciudad propia acredita su alto nivel y la otra su falta. Chistes y chascarrillos son los mismos, pero, según los cuente un habitante de una u otra ciudad, el papel de listo lo hace el habitante de la propia y el de tonto el de la otra.

La ciudad que no es capital de la provincia, ahora autonomía, es más lúdica y optimista, la otra, que sí lo es, añade a tal condición una austera seriedad circunspecta.

En la capital no se producen cosas, sino conceptos, en la universidad, y se prestan servicios. Aquí residen los centros de poder. En la otra han proliferado las industrias grandes, pequeñas y medianas, el desenfado. La capital se caracteriza por ese gesto adusto, su rival por la sonrisa.

Hoy he estado en ambas, me maravillan las dos, me parecen complementarias, recíprocamente indispensables y que a lo mejor es bueno que mantengan ese estado habitual de tensión polémica, de guerrilla incruenta, ese espíritu de emulación.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Iremos, madre, a la Plaza Mayor, como aquel día,
pero hoy a comprar las figurinas de barro,
los pastores,
la aguadora,
la lavandera.

Este año, me faltará también la postal,
de Luis,
porque Luis ha muerto ya, parece mentira,
muerto,
como tú.

¿Lo conoces?
¿os habéis encontrado, ahí, en el Cielo?

Luis tenía pensamientos,
manos
de Navidad. Pintaba las postales más inauditas,
a veces unas manos conteniendo el Portal.

Decía, como tú:
“un Niño nos ha nacido”,
y cantaba, entonando tan mal como tú y como yo,
que en el portal de Belén
hay un nido de ratones …

Me habéis dejado solo, ahora,
y estoy llorando aprisa,
todo de golpe, vuestra ausencia,
porque va a nacer el Niño
y he de cantarles, desentonando, pero con entusiasmo,
a mis hijos,
a mis nietos, tus biznietos ya,
que un Niño nos ha nacido,
como escribía cada año Luis
con su letra impecable.
Hay que irse preparando para el frío que viene. Ya se le entreoye rugir, muy de mañana, amenazando de nevada con esa panza oscura de cada nube que viene del norte, cada vez un rebaño más espeso de nubes, cada vez el viento más atrevido, como los lobos cuando la necesidad los obliga a acercarse a lo humano y vienen, flacos, con el pelo hirsuto y las orejas atentas, arrastrándose por las cunetas de la carretera, por los caminos habituales del zorro, que, siempre prudente, se aparta y atisba. Como hay castañas por los caminos, la jabalina saca ya de noche a sus jabatos rayones a atiborrarse de ellas, y, de paso, hacerle la pascua al paisano, que había envuelto silos, allá para el invierno y se los rasgan con desgana, al pasar, como si quisieran probar el filo de sus colmillos. Cuando las castañas se pudren por los caminos es seña de que no hay hambre. Es buena cosa que no haya hambre. No debería haberla en ninguna parte del ancho mundo. Y menos ahora, en el arrabal de la Navidad.

martes, 13 de noviembre de 2007

Quiero volver al tren,
a mi vagón de tercera
de cuando las vacaciones de Navidad,
quiero volver
a aquel vagón de madera,
que nos pasaban la bota,
repartían las tortillas
de chorizo y de cebolla
y entrechocaban las facas
para cortar la empanada-

Quiero volver,
tener aquellos años, que me esperes,
madre,
me mires,
vienes delgado,
me toques,
incrédula, estás aquí,
arrobada, se te nota.

Quiero volver, anda, vamos
a cantar un villancico.
Dicen los periódicos que tiene el alcalde de Madrid un nido por lo menos de ratones en su despacho nuevo. Por esta época, los villancicos de lo que hablaban era de nidos de ratones en el portal de Belén, que acaban –siguen diciendo al son de la zambomba- por roer los calzones de san José, del que no añaden si se enfadaba o no, pero se supone que, dada su bondad, ni cuenta se daría, recién nacido el Niño, lejos de casa y sin cobijo, con una pequeña multitud agolpada en torno a los magos que vienen siguiendo a la estrella, según recuerda la iconografía casera del musgo, las figurillas de barro y aquella nieve hecha de escamas de ácido bórico.
El señor alcalde tendrá que optar entre contratar a quien le amaestre o a quien le extermine a la familia o las familias ratoniles del entorno próximo. Convenientemente amaestrados –no sé si sería más duro el exterminio o el aprendizaje-, hasta cabría que los nombrase maceros, ujieres o mínimos guardaespaldas, o que se los enjaezasen para tirar de la carroza de la cenicienta del cuento de Walt Disney, que tiene mucho más colorido que el original y más música. De momento están ahí, supongo que analfabetos, a pesar de haber acampado en la capital del reino, lo que les priva de la legítima satisfacción de haberse convertido en famosos de página periodística preferente, lo cual, como todo el mundo sabe, tiene sus pros y sus contras. -

lunes, 12 de noviembre de 2007

Pasa un enjambre de aviones
trazando sobre el cielo, hoy profundamente azul
toda una red, a base de ilusiones,
que deshacen el tiempo y el viento
antes de que lleguen cada cual a su destino
todos esos aviones desafiantes de la regla
de que el hombre no debería volar.
El hombre es por naturaleza, peregrino,
ha de pisar, tocar, para cerciorarse. Por eso
ignora, mientras vuela,
que está pasando,
que resbala
sobre la vida, sin vivir.
Como si por un momento se hubiera vuelto ángel
ciego.
Sube y baja, cada sueño, cuando y como le parece. Sería bueno, digo yo, cada noche, al irse a dormir, poder escoger, como se hace con la cartelera de un cine, la película que se prefiere ver, el sueño que soñar. Sin exclusión de estrenos aleatorios e imprevistos, pero pudiendo por lo menos en algunas ocasiones, elegir de entre cierto número de sueños, para soñar esa noche. Vienen, los sueños, cuando les parece. Dios sabe qué viento los mueve por el mundo del subconsciente ese que dicen, ni con arreglo a qué disposiciones de un caótico ordenamiento jurídico sin corpus ni compilaciones posibles. Transita por ellos una multitud, en parte conocida, pero en otra sin nombre. Rostros y figuras como los que transitan por las calles peatonales de cada ciudad, enfrascados cada cual en lo que van pensando, proyectando y se ve que les cuesta atinar, como alguien que vuelve en sí, cuando paras a alguien y le preguntas por ejemplo una dirección, y su primer gesto es de dar un paso atrás, preguntándose ¿dónde estoy?, como alguien que sale de anestesia o de trance.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Podría ser, el tiempo,
parte de la luz, como un color cualquiera
y estaría
dentro del arco iris, prisionero
o fuera,
dispersándose,
gloriosa eternidad, por todo el Universo.
El tiempo,
ese mismo vagabundo,
desconocido,
a que permito hacer noche en mi reloj
de pulsera.
Hace frío en la calle, sobre todo a las primera horas de la mañana- Ya a las nueve, que empiezan las segundas, tres grados centígrados. Es fruta del tiempo –decía la abuelina-, y la fruta de cada tiempo, en él hay que recogerla en algún momento, para que el curso de las cosas y del tiempo continúe. Yo lo de que las cosas nacen, viven y mueren, como todo lo creado, lo entiendo y por eso entiendo lo de que han de recorrer cada cual su camino, pero lo del tiempo se me enreda en las neuronas. ¿De qué está hecho? ¿por dónde pasa? ¿se recicla? ¿se renueva? Con tanta gente que dice que mata el tiempo de una u otra manera, ¿cómo es que logra sobrevivir? ¿De qué color es el tiempo? ¿Estará integrado, parte invisible del espectro, en la luz? Podría, en ese caso, estar del lado de fuera del arco iris, o en su interior.
SABADO, 10 DE NOVIEMBRE DE 2007

Érase que se era
un perro callejero
con un muñón por rabo, mal cortado,
que aún agitaba, alegre,
como el futuro incierto y vagabundo
de un silencioso anciano pensativo.

Érase, el cuadro,
sin artista enfrascado aún en pintarlo,
a la luz quebradiza de la tarde,
como un juego, un alarde
del ángel que me sueña todavía
con la sonrisa intacta de aquel niño.
Es tremendo pensar que estos que somos, pronto, seremos primero sombras ocupando el lugar donde estuvo nuestro cuerpo y expresó con palabras, por lo menos, y con el resto del lenguaje corporal que acompaña a la sonrisa, que mi amigo Luis siempre recordaba que es lo que nos diversifica más de las bestias, todo cuanto sentíamos, y en seguida un hueco hasta sin sombra, recuerdo vago, como un jirón último, de la niebla de la amanecida reciente, y, por fin, memoria de los días en que otros estarán ya donde estuvimos, presidiendo o acompañando en la mesa de los acontecimientos familiares, engarzados con risa y chorros de palabras como agua clara, espumados de alegría en que ya no estaremos más que insertos, gránulos de yin en el yang, o viceversa, definitivamente integrados en la eternidad que abarca la armonía del Universo.

viernes, 9 de noviembre de 2007

Dejan las nubes un claro
y echa el sol una mirada de luz
que recorre el paisaje, lo atusa,
acentúa aquí y allá un color,
como el de la retama, que lo agradece con un suspiro amarillo
o como el brezo,
que es tan tímido que hubiese preferido pasar
desapercibido
y por eso se emboza con jirones de niebla.
Al final del relato de mis males, me cuentan que lo que padezco es reuma, que ya es bastante, pero a la vez y habida cuenta de la antigüedad de los materiales, es a Dios gracias también bastante poco.

No hay mal que por bien no venga. Me dicen que tengo que adelgazar y eso seguro que viene bien a cualquiera, a cualquier edad, salvo anorexia que de seguro no existe alrededor de mis más de ciento veinte kilos repartidos en ciento noventa centímetros.

Pero ya está bien de hablar de mí, con la cantidad de cosas que están ocurriendo y lo mal que lo está pasando tanta gente. Casi estuve por borrar la entrada de hoy, pero al fin y al cabo, formo parte, siquiera sea mínima, del cuadro y hasta cierto punto, tenía el deber de contar a quien se hubiese por cualquier razón, quedado preocupado por mis miedos y elucubraciones que de momento podré seguir escribiendo, para bien o para mal. A quien le parezca que para mal, previa solicitud de perdón, le explico que esto de escribir es una especie de necesidad que tengo desde que llevaba pantalón corto durante aquel bachillerato de la posguerra que estallaba al final como una mascletá con aquel Examen de estado que llamábamos amistosamente “la reválida”. Para cuando esa reválida, sin embargo, habíamos alcanzado el pantalón largo y yo seguía escribiendo. Hasta hoy, que ya ha llovido.
JUEVES 8 DE NOVIEMBRE DE 2007


Compiten,
alguien deja que, lejos, fluyan alternativas desde el disco,
la flauta dulce del pastor,
cuyo sonido sirve de mecedora a unos pájaros
de colores brillantes
y nombres desconocidos,
y la travesera,
que imita su trino.

Alguien deja que la tarde de hoy, con lentitud,
se vaya desprendiendo del otoño a esta hora
en que el alma se recrece en tal medida
que se adivina casi, bajo la piel
y la sensibiliza tanto que el roce
de la hoja seca al caer
duele como una herida reciente.

La flauta del pastor, la travesera
y el piano, que, de pronto,
inicia una tímida escala,
tal vez temiendo, se advierte en seguida,
estropear la magia de esta tarde.
Es muy posible que hoy me pongan fecha de caducidad. Tampoco será una tragedia, digo yo, a mis años, pero no puede evitarse ni siquiera a ellos la inquietud que produce que te saquen un chorro de sangre, lo encierren en un tubo transparente y se lo lleven a contabilizar los corpúsculos microscópicos que por allí pululan o dejan de pulular. Que, por lo demás, será una vez investigado, contabilizado y fijado, un hecho incontrovertible que, desconocido aún, ya estaba ahí desde hace el tiempo que haga, de modo que la fijación de mi tiempo de caducidad, previsto desde el principio de los tiempos, no es más que un mero trámite, para el que lo hace, allá en un desconocido laboratorio lejano, para quien esto que a mi me atañe tan directa y trascendentalmente, es el trabajo suyo de cada día, un número más, que, si acaso, si el deterioro es grave y el tiempo corto, habrá motivado un maquinal comentario: ¡aviado va éste!

miércoles, 7 de noviembre de 2007

El horizonte no se acerca nunca,
espera,
tienta,
hay lugares y ocasiones en que incluso llama
con insistencia,
acucia,
engaña,
promete el país de los siete ríos, la fuente
de la eterna juventud,
el Jardín del Edén,
más allá, del otro lado
de la mar y de su tersa línea definitoria.
El nunca viene. Si acaso,
como emisarios,
manda las olas de la mar y el viento,
que viene
ululando a través de la noche, colándose
por los intersticios
de la luz de la luna.
Si fuese verdad que no sirve de nada quejarse, tampoco lo sería afirmar, con Shelley, que “gritar una obsesión es tanto como empezar a liberarse de ella”. Por eso debo reservar cualquier queja, mi grito, para cuando algún dolor, duelo o quebranto sea difícil de soportar. Mientras soportables, las cosas pienso que deben sufrirse a solas cada cual consigo, cuando tristes, y compartirse sólo como motivo de alegría. Llevar oscuridades al posible día radiante de otro es como arrojarle hortalizas a su paso triunfal. Debe permitirse a cada cual, cuando no es posible transmitirle armónicos, que se los agencie o que disfrute de los que le lluevan ocasionalmente.

Al único, a Bond. Bond es mi cocker peludo de tres colores, del marrón oscuro a las manchas blancas, pasando por el canela claro. De cachorro lo dejaron rabón y apenas puede reírse a carcajadas o decirme lo contento que está de volver a verme, cada vez que vuelvo o que me reencuentra al cabo de un laborioso día de intentar robar en la cocina, vigilar el sótano o irse al patio a señalizarles a eventuales gatos callejeros que éste es territorio comanche.

A Bond, que me escucha aparentando la mayor atención de que es capaz, le cuento lo bueno y lo malo y él lo asimila todo y lo reconvierte en nerviosos paseos, desde dondequiera que estemos hasta la puerta de la calle, con parada en el arcón colindante con ella, en que guardamos sus correas y arneses. Desde el arcón, me mira, mira la tapadera, exhala ladridos quebrados y jamás pierde la esperanza de que me anime y en vez de cansarlo aquí, con mis cuitas, dialoguemos a la vera del río, por donde concurre la delicia de que mearon otros perros y dejaron aromas que considera exquisitos.

martes, 6 de noviembre de 2007

Todas mis neuronas, con los viejos hábitos
comidos de polilla y desencanto, pasan
a la hora de despertar, bostezando, de la siesta,
tras de sus sueño modestamente erótico
por el claustro inundado de sol
que juega al escondite con las plantas,
chorrea desde los arcos del piso más alto,
se baña entre hojasecas y moscones muertos
en la concha que recibe el chorro irisado del agua
y cruje, casi, bajo la reiteración de las sandalias,
que sisean dirigiéndose a la biblioteca
donde deben revisar a santo Tomás de Aquino,
Aristóteles,
y, a fondo, cada diálogo de Platón,
glosados todos por el viejo Maimónides durante sus huídas
y traducidos por la escuela de Toledo, bajo la mirada escrutadora,
vigilante,
de don Alfonso X, el poeta.
Lo único malo de mis neuronas
es que no han aprendido todavía
a leer ni escribir con la adecuada soltura
y lleva, cada una, escondida a buen recaudo,
una novela policíaca sin desenlace.
Me preguntó de qué me reía y le contesté que de mi propia insignificancia y del frío que me estaba dando el frío, cuando hasta hace bien poco me agobiaba el calor. Es posible que los años te hagan más vulnerable a lo que hay fuera de cada uno de nosotros, yo qué sé. Lo único cierto es que fui veraz, que me estaba riendo de mí mismo, y por ello, faltándome gravemente al respeto. Veo en el periódico y en la ventanilla de la televisión un mar de banderas españolas que agitan ceutíes y melillenses. El sentimiento de pertenecer a un grupo se exacerba en sus límites. Donde apenas llegan la savia o la sangre, según, que mantiene con vida al individuo. Están, estos que agitan las banderas, del otro lado de la mar. Una mar si se quiere pequeñita, un delgadísimo braza de agua viva, pero del otro lado. Y han ido los reyes allí, que son otro o el otro símbolo de lo que nos vincula, y se han conmocionado, conmovido, agitado.

No me insistas. No daré opinión. Son juegos políticos, movimientos como de un gigantesco ajedrez, los que determinan que durante siglos, unos territorios pertenezcan o no a un estado soberano. Lo malo es que no tratamos con un montón de piedras, sino con la gente que está allí agazapada, agarrada, plantada, arraigada, y que siente las tierras que pisa como parte de su definición personal, de su esencia. Pero no he de decir mi opinión porque ¿para qué? Cada uno a quien preguntes, cada uno por sus particulares y subjetivas razones, te dirá su asimismo subjetiva opinión sobre éste que es uno de los temas que la humanidad considera candentes, en esta hora de una inexorable globalización por estrechamiento de relaciones con cada vecino de más cerca.

A lo largo de la historia humana, llegaron las personas a muchas encrucijadas como ésta, en que es necesario resolver innovando, sin falsilla. Todas fueron peligrosos momentos que en su conjunto acreditan la capacidad de adaptación que el hombre tiene a los ambientes nuevos, lo inagotable del caudal de su imaginación, personalizada muchas veces en seres excepcionales, todos capaces de distinguir, con Polibio, con Maquiavelo, con tantos otros, entre la oportunidad de que el pueblo se autogobierne y la inoportunidad de que lo haga el populacho.

lunes, 5 de noviembre de 2007

Todo el escaparate lleno de brillantes relojes de precio inasequible
para casi todos
los que, fascinados,
los estámos mirando. Cada uno a su hora, de plata, de platino,
de oroblanco, oroamarillo y tal vez oriflama.
Cada uno a su hora, a las veinticuatro horas
de cada día imaginable.
Me paro todos los días,
los miro,
compruebo
que están todas las horas. El día que entre,
que lo tengo soñado, con mi reloj elegido,
de acero inoxidable,
pediré ese que señala mi hora mágica,
que no pretenderéis que os diga cual es.
-“Esto es real, ¿no? Quiero decir, antes era como una pesadilla, como un estado de flotación. Pero esto es real, como en las películas” (pag. 219 de la edición de 2007 de “El Ladrón de Arte”, de Noah Charney, editorial Seix Barral, Móstoles, Madrid)

Ha ocurrido, en alguna época, que lo real se desarrollaba en la pantalla del cine, y nosotros, a todo más, unos privilegiados, como Ortega, espectadores, Hoy ocurre más cerca, en casa, en la pantalla de la televisión, que era una ventanilla abierta al paisaje, pero ya ocupa un paño grande de pared, y con tendencia a seguir creciendo hacia la ideal pantalla interactiva del Gran Hermano, pero el de verdad, el imaginado por Orwell, hacia que se encamina el estado moderno, regla, reglamento, norma administrativa en mano y cada día que estallan como esas plantas de malahierba que en mi tierra llaman carbazas, que cuando llegan a sazón, explotan y dispersan su semilla, hasta invadir, si pueden, el entorno. Parézcanse, dice el señor preboste de la prebostería de esto y de aquello, ¿no ven que si no me obligan a dictar un reglamento para cada uno de ustedes? Y allá va, camino de la ferretería, a comprar tablilla y clavos y un martillo para clavar la nueva norma en los lugares de costumbre, para que el pueblo presumiblemente se entere de que hay una nueva ley que cumplir a rajatabla, porque su ignorancia no excluye de que tengas que cumplirla, según dice otra.

domingo, 4 de noviembre de 2007

Domingo,
¡qué pena!
ya no sale nadie
con su traje
de domingo,
por más que una y otra vez,
sea domingo.

¿Dónde están las familias –por delante
la hilera de los niños,
cogidos de la mano,
con trajes de domingo,
detrás papá y mamá,
evidentemente un poco amartelados, mirando
y mirándose en los escaparates, al pasar-
que salían los domingos por la tarde a pasear,
mirar escaparates
y tomar, si acaso, un café o chocolate
con churros o picatostes?

¿Dónde han ido a parar los domingos?
Supongo que cualquiera de nosotros, herido por una sensación adecuada y bastante, puede ser el mejor poeta del mundo, aunque nadie sepa ni haya sabido nunca quien es en cada momento, el mejor poeta del mundo, ni se sepa de cierto quién fue el mejor poeta, hasta ahora, de la historia de la humanidad. Y ya peden sesudos varones que está claro, que fue, o que es, éste o aquél. Se equivoca. Podría incluso resultar cierto que lo fuesen para él, pero ¿de qué vale eso? Ahora mismo, alguien puede estar escribiendo los mejores versos y tal vez los destruya luego y tire los papeles para disfrutar contemplando cómo se los lleva el viento. Pero ese poeta tampoco sería el mejor, ya que nadie habría compartido su exaltación ni su gloria, y dudo que así se pueda dar por bueno que esa tan hermosa poesía haya existido. Algo así como los atletas cuando baten una marca, que tiene que haber alguien que certifique lo ocurrido. Y en cualquier género literario ocurre igual. Lo que es consolador, porque me lleva a repetir lo que dije de entrada acerca de que cualquiera de nosotros, herido por una sensación adecuada etc. Y así estamos todos, todos los días, enfrascados, convencidos de la excelsitud que habríamos podido alcanzar en lo escrito si no fuésemos tan manazas y evidentemente incapaces de expresar aquello inefable que sentimos y se nos ahogó en el pecho o se desdibujó en la punta del instrumento o del teclado con que ensuciamos más y más papel, dicen los ecologistas que en irremediable perjuicio de unos hermosos árboles que alguien taló en un bello paisaje.

sábado, 3 de noviembre de 2007

-¿Y si fuera éste el País de las Hadas?
-¿Este? ¿cuál?
-Esta bola redonda, el mundo nuestro. Imagínate
que lo fuese y estuviera embrujado
y la bella dormida en el bosque,
y todo pendiente de la llegada del peregrino,
un mendigo disfrazado de príncipe, o viceversa,
para recuperar la vida, el movimiento,
la alegría.
-¡Pero si cada día están pasando,
se apean,
la besan media docena de príncipes o de mendigos!
Sólo el beso de amor, comprendes,
en el amor
está el secreto
de todo.
Asimilar la presencia del otro. Tanto como admitir que estos en el mismo espacio y al mismo tiempo con alguien semejante a mí, pero diferente, que ha buscado respuesta por caminos culturales distintos de los míos a las preguntas que considero fundamentales. Riszard Kapuszinsky, con quien coincido en grandes parcelas de opinión respecto del planteamiento de este asunto, da como posibles tres comportamientos, tan viejos como la historia: que nos enfrentemos, que tratemos de ignorarnos, que intentemos comprendernos y cambiar impresiones.

Donde era difícil el asunto de vivir, hemos pasado de curso, y ahora no se trata sólo de la convivencia de un grupo social como el nuestro, tan evidentemente necesitado de reorganización, sino de casarlo con otros grupos sociales compuesto de personas. Dice –según Kapuszinsky- Malinowsky que el reto se plantea con toda su crudeza cundo hay que preguntarse “¿cómo acercarse al otro, cuando no se trata de un ser hipotético, teórico, sino de una persona de carne y hueso que pertenece a otra raza, que tiene una fe y un sistema de valores diferentes, que tiene sus propias costumbres y tradiciones, su propia cultura?

No es una pregunta caprichosa. Está en el programa del curso actual de historia de la humanidad que nos concierne. Y en mi opinión es urgente prepararse a responder, es decir, a asimilar la presencia del otro para convivir con él, que me parece la única manera posible de que vivamos todos

viernes, 2 de noviembre de 2007

Todo el cubismo radica en la belleza
de la esquina de un pétalo caído, separado de la flor,
todo en el borde de la mesa tallada
del despacho de mi padre muerto hace tanto,
cuando lastima su perfil un rayo de sol,
cada cosa más inesperada
está hecha de una miríada de otras,
todas hermosas
porque son complementarias y coinciden en la nota
que se escucha
en el fondo de lo más profundo del silencio,
donde parece que se acaba todo y todo empieza
por fin.
Hay que soñar siempre, con el pasado, con el presente, con el futuro. Todos es parte del hecho de estar vivo, que para un hombre supone volar de un extremo a otro de lo imaginable y tal vez siempre, precisamente por imaginable, posible. Como posible es comunicarse con los demás y disfrutar o disfrutar gozando de la soledad más íntima, donde nadie llega del todo y están nuestras más queridas esperanzas, nuestros primeros y últimos principios, nuestros sueños y ensueños más disparatadamente hermosos. ¿Y si hay fracasos en el recuerdo, o hay una pizca de su desesperanza en la esperanza más sobreviviente de la que tuvimos mientras el primer fracaso llegaba como llegan siempre, inesperados e inexplicables para quien los tuvo como ilusión? Pues es igual. Cada uno nos hace a la vez más fuertes y más vulnerables, pero ¿qué mayor vulnerabilidad que la de la vida misma?, a la vez tan frágil y tan correosa en ocasiones, como si nos estuviera poniendo a prueba para ver si servimos para no sé qué y supongo que no lo sabe nadie, que si no, alguien lo habría puesto ya algún sitio de la red, tan insondable ya que da miedo, parece cosa como una persona, con todas sus facetas, toda funcionando a la vez, de modo que abres una ventana y en esa estancia hay escenas de todas clases, desde la mayor hostilidad hasta lo cruel y la ternura, o cada una está en la habitación vecina, sin más separación que un tabique de apariencia inconsistente, quizá parecido a lo que es un cambio de humor en ese personaje peligrosamente lábil que casi siempre forma parte del círculo de nuestros allegados, amigos, colaboradores o contradictores.

jueves, 1 de noviembre de 2007

Hay poca gente,
pétalos desparramados, untados de palabras
apenas susurradas,
pasa un viento de otoño
lamiendo la sal del blanco de los mármoles
y con súbita sorpresa, descubres,
allá en el último rincón de la memoria
la escena que coincide con sus nombres.

En eso consisten, nada más,
la vida, la muerte y la otra vida,
nadie sabe cuándo,
nadie sabe dónde,
más que el buen padre Dios, que, paciente,
insiste en decirnos que el hilo en que todo se enhebra
es el amor.
Se llamaba Andrés, tenía ese aspecto especial que confiere una edad indefinida cuando es avanzada, pero en un momento indeterminado, alguien se planta, digamos, y permanece durante diez o quince años como si se hubiese olvidado, su escultor, de irle marcando la decrepitud y las arrugas. Era bínubo, educado, tolerante. Cuando jugaba a las cartas, supongo que como había hecho antes con la vida, perdía habitualmente, con mansedumbre. Cada año, por estas fechas, repetía el viejo refrán de que noviembre es un “feliz mes, que empieza por todos Santos y acaba por san Andrés”. Por poco que le conocieras, sorprendía que fuese ateo y que lo dijese con aquella seguridad, él que era hombre de veladuras y grises. Como si temiera que alguien pretendiera tratar de ayudarlo a recuperar una fe, que supongo habría tenido en algún tiempo. Cierto día nos contó que veía mal, que había ido al médico e iban a operarlo de cataratas, como consecuencia de lo cual, poco después se quedó ciego y se retiró con su mujer a una residencia de ancianos donde murió como había vivido, educada y mansamente, Creo que el buen padre Dios, como en otros casos parecidos, de hombres buenos que llegan desorientados, deslumbrados, atónitos, lo habrá recibido a pesar de todo y hoy, en algún sitio, le habrá contado sonriendo a alguien que en la tierra empieza noviembre, feliz mes, que empieza por todos Santos y acaba por san Andrés.