sábado, 30 de junio de 2007

La mar estaba tersa,
cuajada
de estrellas caídas, o tal vez
de reflejos de estrellas mirándose al espejo,
satisfechas.

Por un momento sólo,
estuvieron rodeados de estrellas, se les llenaron los ojos
de estrellas duplicadas, pienso que hasta oyeron
la melodía
del Universo que gira.

Desde su cayuco,
ateridos,
heridos
ya del miedo, tal vez alcanzados
por la muerte alternativa,
que los marca al salir de su aldea, de la empalizada
que tenía a raya al león,
a las hienas,
pero no al hambre,
los marca en la frente
para después reconocerlos
entre la lluvia de estrellas,
cuando parecen ángeles
cayendo,
cayendo
en las hondura más hondas
de la mar cercana,
madre,
hermana.
La tecnología se ha convertido en magia con posibilidades cada vez mayores, ejercitables a través o mediante objetos más pequeños. Y cada vez que se pone a la venta un artilugio nuevo, ejércitos de buscadores se echan a la calle, acampan ante los puestos de venta, en suma, enloquecen y hasta leo asombrado que en los EEUU de América hay quien hace cola para vender el puesto al mejor postor, que podrá asegurarse ser de los primeros en adquirir el deseado artefacto. Se lo cuento a mi perro, durante la salida matinal y no se inmuta. Pienso que me ha mirado con cara de no comprender. Esta no es hora –pareció decirme- de filosofías antropológicas. Es hora, así, con el aire nuevo y solitario de una mañana de domingo, cuando casi todos duermen todavía, de reencontrarse gozoso con los colores.

Los apechuques mecánico-cibernético-electrónicos y en seguida Harry Potter, que es otro fenómeno del consumismo mundial, para este caso teñido de morbosa curiosidad por saber si la señora Rowling se atreverá o no a sacrificar a Harry para cerrar la curva de su saga. Le anuncio –por más que estoy seguro de que no le importará- que me enfadaré con ella para siempre si mata a Harry Potter y no recobra a Dumbledore –ser eminentemente mágico- de la suposición absurda de que su muerte podría haber sido un hecho irrevocable. Ya quedan pocos días. Alguien echará un vistazo al capítulo correspondiente y nos dará la primera pista verle la cara de sorpresa, de indignación o de tranquilidad, paz y comprensión.

Pintoresco siglo. Andan poniendo coches llenos de explosivos por las calles y callejas de Londres y nos preocupamos –por lo menos algunos- por la suerte del niño mago que ni siquiera habría existido jamás si no fuera por su autora. Se enzarzan a la greña casi todos los habitantes del oriente próximo y miramos a otro lado. En realidad se halla la mitad o más del pueblo currante a las puertas de las vacaciones. Tendría que ser algo extraordinario y extraordinariamente difícil, para que nos distrajera de la ruta del minicambio vital de la vacación que nos espera, acecha, está ahí, tras de la próxima vuelta del camino.

viernes, 29 de junio de 2007

Te diré una palabra solo:
amor, y escribe tú
lo que quieras y si no guarda silencio
y escucharemos el silencio con que pasa el río
del tiempo
y se nos llevó un día aquella juventud
que parecía no ir a acabarse nunca
y por eso retrasábamos
cogernos de las manos,
fundirnos en un beso,
dejarnos ir en la burbuja de un suspiro sólo
de amor.
Escuchar. Se está perdiendo el arte de escuchar. Lo pensaba el otro día, escuchando la insoportable, interminable garrulería monótona, con algo de robótica, de cierto santón literario con ignorancia evidente y culpable del valor musical de los silencios, tan útiles como las notas para la composición y la estética de cualquier melisma integrado en cualquier melodía. Dos frases se me vienen al teclado con ocasión de este apunte,: lo de que eres siempre dueño de lo que callas y esclavo de lo que dices y aquello otro de que el silencio es a veces tan bello que debe esperarse a tener algo que decir lo suficientemente importante o trascendente como para atreverse a romperlo. Ese que habla tanto dice y seguramente repite y se advertirá si se le escucha retahílas maquinales descriptivas de aquellos a quien vitupera o alternativamente adula. Y lo que es peor, el soniquete aburre y no sería educado marcharse. De ellos se aprovechan algunos.
¿Por qué, Señor, no dejas que imagine
la estancia en que reside
tu esencia,
la eternidad de que perdí memoria
al nacer a esta noche de tu ausencia?

¿Por qué me dejas ser, como no quiero,
capaz de defraudar
tu previsión de que viviera aquí
donde yago consciente del destierro
que no sé dónde ni cuando merecí?

¿Por qué, Señor, me dejas que te olvide
a medida que un tiempo que no existe
nos aleja y presiento que me acerca
a una puntual llamada tu presencia
donde holgarán sin duda las palabras?

¿Por qué no puedo ya reconocerte
en estas sombras con que voy camino
de no sé dónde, en las que Tú me esperas
desde siempre, cuando ni siquiera
habías decidido que naciese?
Escucho atentamente, aunque no entienda a veces, la expresiva voz de Xavier Ribalta, cantando versos de Joan Maragall y de Joan Margarit, a la Patria, a la libertad, a Dios. Y pienso que por qué hay quien o quienes me quieren privar de compartir esa patria, esa libertad y a Dios con esos catalanes que son españoles conmigo nuestra españolidad común. Por qué me quieren privar del orgullo de haber estado con sus antepasado los míos compartiendo la gloria y la desgracia de recorrer los caminos de la historia Mediterráneo y Altlántico adelante, pasando por entre la imaginación aterradora de los monstruos, en busca del Pacífico, del mundo y de lo que hay para la eternidad más allá, inimaginable. Por qué no nos quieren permitir que vayamos juntos, todos los pueblos hermandad, consanguinidad ibérica, florecidos en la diversidad de lenguas como ésta en que el juglar está cantando y apresando el prodigio estético de la combinación de su idioma y su voz, que escucho en los míos con profunda atención y singular emoción. Pero dejadme que escriba poco, que siga escuchando embelesado. -

jueves, 28 de junio de 2007

miercoles 27

Te fuiste el primero,
cuando aún parecía imposible, con aquella inquietante mueca
de inconmensurable dolor,
acompañado por la banalidad de las palabras
con que hacíamos tiempo en la habitación de al lado.
Te fuiste,
nos dejabas el recuerdo
de la desesperanza primera
y la acidez de unas palabras exactas,
implacables.
Te fuiste y ya todo fue diferente,
siempre lo es a medida que nos vamos quedando
en ser nosotros solos
en medio de tantos
como van con nosotros
buscando
el
camino.
Hace cincuenta y cuatro años y todavía es nítido el recuerdo, pero no hablaré de ello más que para decir que es doloroso por más que se trate de un dolor recordado y no experimentado en el momento mismo en que lo siento.

Tedioso el camino por la carretera alternativa a otra que se halla en obras para abrirla a la avalancha, que se anuncia, de los veraneantes, los peregrinos y los transeúntes. Toda una hilera de impacientes cochecitos, latas de conservas con ruedas y dentro los humanos, que sen en realidad los impacientes, que tuercen y retuercen su marcha por la vetusta carretera de la costa, como un laberinto estrecho, cubierto de follaje. Una hermosa carretera para recorrer sin prisa. Pero ¿cuando se va por una carretera sin prisa?

Por fin acaba el día, que, como no podía por menos, ha estado lleno de claroscuros.

miércoles, 27 de junio de 2007

El día, me dicen, ha sido gris,
estuve en un bosque de palabras, las había
de todas clases, como suele ocurrir con las plantas y los árboles
de cualquier bosque que se precie,
supongo
que estaban el lobo, caperucita,
multitud de niños perdidos,
había otras palabras más pequeñas
que saltaban
por entre el follaje, como ardillas sabias.

Alguien me dice que en lo más profundo
tiene su casa un viejo, sabio, domador de palabras,
las pone en sus macetas, las escribe
en un libro que ha ido elaborando desde hace muchos años,
las sujeta
en los versos exactos de unos delicados poemas que jamás
deja leer a nadie.
Me engañan, una vez más, al comprar a través de un catálogo en que se anunciaban por un gran almacén determinados muebles cuyo transporte y colocación correrías de cargo del vendedor, acudo al establecimiento y los dichos transporte y colocación son de cuenta del comprador. Compro y pago con indebida mansedumbre porque ya había hecho sitio para los dos objetos y estoy cansado, tras de un día de escuchar dos sesiones, mañana y tarde, de literatura, con comida prácticamente de trabajo en medio. Dos investigadores me cuentan de sus apasionantes hallazgos y de lo difícil que es romper los cercos de la habitualidad en el modo de interpretar hechos y textos, pero el estudio es eso: detenerse donde los demás pasan dando por sentado que los indicadores son todavía válidos y descubrir que cabe mudar su interpretación, acercarse un poco más a otros conocimientos que yacían prácticamente a la vista de todos, pero semiocultos por el hábito de pensar que estaban definitivamente resueltos e interpretados. Se entusiasman ambos describiendo la emoción que produce hallar la nueva clave que permite una lectura diferente de la que se había venido haciendo durante a veces siglos. Compro dos libros, una novela policíaca y el otro que habla de historia. Hace tiempo descubrí el peculiar encanto que tiene redescubrir nuevas perspectivas de la historia en apariencia ya escrita en su definitiva versión, que se desmorona y debajo aparecen las posibilidades de interpretar los hechos de modo distinto. Otro mundo que había desdeñado y con el tiempo me interesa y a veces deslumbra son las memorias y autobiografías. Pero aquí hay más peligro, que salta sobre todo a la vista cuando el autor cae en la tentación de describir su niñez y adolescencia con los ojos de ahora y pinta un imposible joven que es su propia caricatura. Algún libro, y mira que es difícil que yo haga tal cosa, ha ido a la papelera por ese motivo. -

lunes, 25 de junio de 2007

Un papel.
Algo así como desembarcar en una playa desconocida
sin naufragio que lo justifique.
¿Quién soy yo
para mancillar la arena con mis huellas
que ni siquiera son camino aún
porque no sé adonde voy, ni si merece la pena
que vaya en busca de la tribu salvaje
que acabará por comerme?
¿De dónde vengo,
para qué?
El papel, este mínimo paisaje
se extiende y me tienta, podría haber
extraños y tal vez maravillosos mundos,
podría ser éste el paraíso
perdido.
Incluso cabe en lo posible
que estés tú, mi amor, desembarcando en la playa del otro lado
y que mañana, sin ir más lejos nos encontrásemos
junto al remanso del río,
donde siempre,
donde nunca.
De repente, cuanto concierne a cualquiera se ha convertido en un misterio impenetrable. Te examinas y no eres más que un número que sólo tú sabes. Esconden tu nombre bajo iniciales o con un montoncillo de guarismos. El hombre se ha hecho intimidad. Te examinas y la relación de aprobados y suspensos no consiste más que en hileras de números y allá lejos, del otro lado del papel: APTO o NO APTO, para que no se entere más que el interesado. Somos un pueblo, éste mío de mis amores y de mis berrinches, del dolor y la alegría de vivir, de exageraciones, pasamos de la impudicia al secreto, no me extrañaría que del tanga femenil al chador. Para este pueblo de que formo parte, no existe la delicadeza de los matices, esas sombras de color que apenas se apoyan en el soporte y lo traslucen. Todo es del color vibrante de la muleta del maestro sobre el albero, manchada de sangre de toro joven y sonando en plena tarde de sol un pasodoble. -

domingo, 24 de junio de 2007

Una fuente lejana, abandonada,
esas flores silvestres, que apenas son flores,
el rumor del agua, nubes
diseminadas por el cielo como pensamientos
errantes,
que ni siquiera se concretan, la voz
más amada, que nos susurra en la memoria
el vago recuerdo de un futuro posible,
es la mañana
del señor san Juan.
La bestial atrocidad de pegar –con la excusa, casi siempre, expresa o tácita, de que se le arrea por amor- a una mujer ¿de dónde viene? ¿qué circunstancia puede atenuar ese brote infrahumano de animalidad? En plana edad media, algunos cristianos, y supongo que los moros a la recíproca, alanceaban a sus asimismo recíprocos enemigos muertos. Supongo que serían los cobardes, que luego se llegarían a las tabernas, posadas, cruceros, mezquitas, encrucijadas y caminos presumiendo de haber alanceado a un moro –o, a la recíproca, a un cristiano-, porque sería su única manera de fingir que estaban contribuyendo a la guerra sin cuartel de moros y cristianos, moros contra moros, cristianos contra cristianos, en que consistió, según sus últimas versiones, la convivencia cruenta de la reconquista. Dicen de Toledo que, amén de muchas otras cosas, era capital simultánea de tres culturas, o, por lo menos, ciudad de su coincidencia. Lo que no dicen es si mezcladas o yuxtapuestas, rozándose dolorosamente, sin ni siquiera imbricarse, o, a todo más, muy poco y por el extremo en que todo acaba por converger, dado que no hay líneas rectas en el universo polidimensional de las curvas más inesperadas. No pegan, además, a la madre del Pascual Duarte, que si no recuerdo mal de aquella sorprendente primera edición del Pascual Duarte, “era una machorra” capaz de tenérselas con el bestiajo de su retoño, sino que pegan y matan a las más débiles, enamoradas, sufridoras, al grito de “mía o de naide”, que –decía el poeta, consciente o no de serlo- ni con el tallo, le pegues nunca a una mujer, de una flor.

Lo malo es que se han metido ahora algunas a boxeadoras, futbolistas, picadores de mina, juezas y guardiaciviles, de modo que tampoco te pongas mucho en su defensa, no sea que encima sea una de ellas la que te llene la cara de manos y si tratas de defenderte descubras que esquiva como los campeones de antes, que nunca estaban donde iba el chapucero puño del contrincante y puede o manda más que cualquiera de nosotros.

Otro mundo, eso es lo que es éste, donde ya no cabe decir que no pegues a ninguna mujer ni con una flor, sino que lo aconsejable es respetar al otro, al prójimo, sea del sexo que resulte, sin distinciones. No sé si por el camino nos habremos cargado la delicadeza, la ternura o ambas. Entre todos: ellas y nosotros.

Que tan bien lo solemos pasar, gracias a nuestras evidentes diferencias no sé si decir básicas, esenciales o biológicas, cuando nos entendemos.
SABADO 23

Dijimos: hasta mañana, ambos
con el corazón de la verdad en la mano,
temblando.

Pero no hubo mañana nunca más, y no recuerdo
si fue tu culpa o la mía,
pero ambos la pagamos en el dolor de una ausencia irremediable,
que dejamos crecer
como una mala hierba en la memoria.

Pudo ser una noche del señor san Juan, y tal vez
por eso preferimos, desde aquella tarde, recordarnos
como fuimos entonces, una pura ilusión, convencida
de que es eterno, siempre, como el nuestro,
cualquier amor.

Esta noche que viene, es la del señor san Juan, la más corta –dicen- del año, pero a la vez la más plagada de extraordinarios acontecimientos reales o fingidos, imaginarios o ciertos, qué más da, si ocurren en algún lugar de la mente, la memoria, el futuro o la imaginación. Es noche para salir a pasar de claro en claro, por más o menos que sea turbia, y a la mañana recoger el trébol de cuatro hojas y la flor del agua. Es la noche del solsticio de verano. Los vientos se quedan, esta noche, en ambos de sus filos, del ocaso y el orto, del nuevo sol, por más que no lo haya, de la mañana, para que las sombras se estén quietas y se pueda circular por entre ellas con la facilidad de otros días de los rayos de luna, que están, en parte, hechos de polvo de estrellas muertas y de insomnios de adolescente y por eso son verdeamarillopálidos como el regusto de una tristeza, un poco parecido al del vino del Rin, si os fijáis. No hay que aventurarse mucho, esta noche de cada año, porque es tan diferente y extraordinaria que hasta los amores falsos parecen verdaderos. Y entre los mozos cargados de flores que trepan a los balcones, hay seres fingidos y extravagantes personajes de cuentos tradicionales que se han olvidado o están todavía por escribir. Unos personajes mucho más peligrosos que los de los cuentos ya escritos, porque estos no se sabe a qué mundo pueden llevar y cómo van a engañar al imprudente que les abra una hendija en la ventana, que vale más que las mozas solteras y sobre todo las núbiles, no traten de mirar quién les pone el ramo esta noche sin límites, que parece eterna pero es exacta y mínima, sólo la noche indispensable para que todo ocurra y no ocurra nada, pero tu balcón, amada mía, tendrá siempre, cada año, mientras yo sea capaz, una rosa y un beso.

viernes, 22 de junio de 2007

Me han regalado un libro, me deslizo
palabras abajo, trepo
por abismos que las palabras abren,
honduras sonoras,
oquedades en cuyo fondo se adivina
que se baña a veces
la luna.

Las formas de las cosas, pienso,
no son más que sombra hasta que el sol las toca.
Cada una está ahí,
como el agua o el aire, sin forma
ni color,
y por eso la noche es siempre desmesuradamente grande
y a veces le cuesta tanto
parir el mundo entero en una sola
madrugada.
El periódico viene hoy lleno de reseñas de juicios por esto, lo otro y lo de más allá. Difícil asunto este de la Justicia, que ha de moverse entre zarandeos con pretensión de imparcialidad ecuánime y aplicación de sus matices a cada caso concreto. Desde la sutileza mas resbaladiza hasta la grosera crueldad desnuda, hay de casi todo hoy en las páginas de cada periódico, uno regional (tengo que acostumbrarme a y recordar que ahora lo siempre correcto sería decir autonómico) y otro estatal, de Madrid. Al de Barcelona me he suscrito en internet y descubierto que publica unos divertidísimos crucigramas en que se ejercitan a la vez el vocabulario y el ingenio, ejemplos: el meollo del hielo es simplemente la letra e, que está en el medio de la palabra contenida en la definición; la consonancia en el delirio es dlr, que son las consonantes de la palabra de la definición. A veces, sobre todo al principio de esta afición, da el crucigrama casi para el día completo, en sesiones de mañana y tarde. Al lado, en la página deportiva, un esbozo de lo que será este verano la mayor danza de millones conocida. Se diría que el meollo de la economía está ahora en el fútbol, si no fuese por ese otro curioso fenómeno de la construcción de que tal vez algún día hablaremos si tengo humor, que falta le hace también a tal asunto, casi tan ingenioso como el del balompié ese que decíamos.

Lo mejor dejar el periódico e irse por los cerros de Ubeda de la Psicomagia de Jodorowsky, a descubrir que rascando muy poco bajo la corteza de nuestra supuesta civilización occidental, asoma la superstición hábilmente manejada por los manipuladores de cerebros que pululan por entre las páginas de la historia. Que ahora lees en otros libros distintos de los ingenuos textos bachilleriles y te explican, vete a saber si éstas son ciertas, las circunstancias que motivaron hechos que habías atribuido siempre al valor, la cobardía o sus matices, desgarraduras o exageraciones. Ahora descubres la banalidad, la puerilidad, la crueldad de tirios y troyanos y nos ahoga, a mí por lo menos, la evidencia de insignificancia que nos adorna.
JUEVES, 21

Tengo unos versos en la punta de la lengua.
deben ser de ayer, porque hoy,
inmóvil el viento,
no he visto moverse las palabras, que aprovechan
para dormir al borde del camino,
junto al remanso,
en el mismo lindero de la sombra del campanario viejo,
un poco inclinado
de la vieja ermita.
Carretera adelante, se me ocurren ideas tan escuálidas que me quedo dormido como un viejo dormido. Soy un viejo dormido en un automóvil, de modo que en ese preciso momento, a la vez, sueño con gente imposible o me rodean cosas insólitas, que se deforman como imágenes oníricas de un surrealista inspirado o se ablandan inesperadamente. Me despierta cada frenazo, cada vaivén, hasta que de pronto ya no duermo y contemplo el aparentemente lento descenso de un enorme avión de pasajeros que parece bajar husmeando, tanteando el aire con su inmensa nariz. Agacha a última hora la cola y desaparece más allá de un bosque de pinos que me impide verlo regresar a la tierra con esa suave, aparentemente imposible destreza con que lo posa el piloto como si jugara. Me imagino el suspiro aliviado de la pequeña multitud de los pasajeros, el que más y el que menos desazonado por esa irreal sensación con que se despega y aterriza. Porque allá arriba no sientes nada, viajas como también en sueños, pero en esos dos momentos, de despegar y posarse, recobra cada cual su ración, ya dije, mayor o menos, según las agallas, de miedo y se muere y se renace una vez más, como tantas cada día, para recordar por un lado y por otro irse entrenando.

miércoles, 20 de junio de 2007

Te di la vida una tarde aburrida,
sobre el papel inerte y tú
parecías
tan bondadosa,
ingenua,
núbil,
inocente,
que decidí irte dando más y más vida y figura,
escribí un cuento
en que hacías, decías,
enamorabas,
recuerdo que poco antes del final
me discutiste la última palabra,
me dijiste que ahora eras ya una mujer hecha y derecha
y no ibas a tolerar que ningún imbécil como yo
te indicase las palabras que debías decir,
los gestos,
si podías o no entregarte con frenesí
al ansia de vivir o de morir que te estaba asaltando
como la marea de un día tremendo
de maremoto del norte contra el viento del sur.
Aquella tarde, te perdí, aún te busco
desesperadamente
porque resulta que te quiero, que no puedo
vivir sin tu desprecio
o,
por lo menos,
tu odio de aquella tarde,
que no era más, ahora lo entiendo, que el amor
visto desde el otro lado del espejo.
Se me ha ocurrido decir que el Barcelona club de fútbol perdió la liga del año 2007 y el Madrid, que pasaba por allí … y a poco me sacuden un botellazo, a pesar de lo cual, lo repetí, porque este año de gracia para unos y desgracia para otros (como todos los años), así me parece que fue. Los más ancianos del lugar se consuelan o se alegran, según sus preferencias, diciendo eso de que “el fútbol es así”. Y a lo mejor tienen razón y no vale la pena ocuparse de ese curioso fenómeno que mueve más dinero del que en un orden racional de valores parece que le debería corresponder.

Por la mañana, con los ojos pegados aún, veo los tenderetes del mercado, este simulacro de campamento nómada de mínimos comerciantes de casi todo, que van sacando de sus coches y carretas cada cual su tesoro y lo extienden sobre los precarios mostradores como si fuera para siempre. Casi no les da tiempo, según la medida del mío, que se va haciendo lenta con los años, a poner y quitar. Llega la tarde y es como si no hubieran estado nunca, salvo ese montón de cajas apiladas y que mi cocker, cuando sale por la tarde, muestra un especial interés por olfatear los que fueron recinos de vendedores de jamones, quesos y embutidos. Huele el suelo, levanta la cabezota y olfatea el aire, mira a su alrededor, apenas puede dar crédito al hecho innegable de que los sutiles aromas que percibe ya no son más que el vago recuerdo del paraíso de los perros. Levanta la pata y mea olímpicamente el rimero de cajas vacías abandonadas.

Se me ocurre preguntarme si los perros, en alguna ocasión, se arrepentirán de haber sacrificado su gloriosa libertad salvaje primera a cambio de este vagar sujetos al extremo de una correa que los aparta del afán de correr de súbito, enfrentarse con sus semejantes con que se cruzan y gruñen o ladran en una gloriosa pelea de resultado incierto, pero sugestivo a pesar de todo. El cocker, que se llama Bond, vuelve la cabeza, quizá telepáticamente informado de mi vacilación, y me mira imprimiendo esa mirada, en seguida lo advierto, inmerecida admiración, gratitud y absoluta confianza. Le guiñé el ojo y luego eché una mirada alrededor, no fuera cosa de que alguien estuviese mirando y pensara: mira ese viejo, ¡como le dejarán salir con el can! Que ladra un mensaje de alegre despreocupación en vista de que todo parece arreglado entre nosotros.

martes, 19 de junio de 2007

No eres más que palabras
dichas a toda prisa desde la otra ladera del monte del teléfono,
y sin embargo, a medida que te concretas,
dices
lo que me estás diciendo, como si estuvieras
del otro lado
de la mar
podrías matarme, ilusionarme, herirme
o abrasarme de amor
si no fuese que es mantira,
que no estás,
que descuelgo el teléfono y sólo emite un pitido
como si quisiera hacerme burla cuando me recuerda
que no existes.
Hay palabras que se definen a sí mismas como lo que son, palabras alargadas como ríos, por ejemplo correveidile, que es una palabra mucho más alargada que otras que tardan más en decirse, como constantinopolitanito o supercalifragilísticoespialidoso, porque correveidile es una palabra con posibilidad de meandros desconocidos, escorrentías ocultas, viejas presas de riego olvidadas, en que se crían truchas pigmeas y anguilas como anacondas, que se las comen sin el más mínimo respeto por las máximas, las órdenes, los consejos y las diatribas de los ecologistas. Los ecologistas, en su afán diversificador e identificativo, dicen que son verdes como marcianos, pero qué va. Es una mentira como la de que había niños en mi colegio mayor universitario que decía la gente que tenían la sangre azul, pero un día, jugando al fútbol, uno se rompió una pierna y la sangre que sangraba era roja, como la de los demás lesionados menos ilustres. Lo de los colores, como las palabras, no pasa de ser un complejo mundo subjetivo en que se bañan multitud de pescadores y de peces, se tiñen, retiñen y al final resulta que todo era no sé si un juego o el fracaso multitudinario de una parte de la caravana de la gente, que es ya tan larga y tan compleja que a pesar de lo del cambio climático, la globalización y la tecnología, algo hace que muchos se nieguen a relacionarse con los otros a la pata la llana, que es como mejor nos entendemos las personas. Yo me acuerdo con desmedida nostalgia de una juventud, ay, perdida, en que éramos lo que éramos y nada más, sin colores, sin aditamentos, confundidos en el quehacer común de cantar una canción o competir sobre una ladera nevada, todos enfrentados con la misma ilusión a la esperanza de mejorar el mundo.

lunes, 18 de junio de 2007

Madre, tú, ahora, desde ahí arriba,
seguro que sabes qué es
lo que mancha las nubes cuando bajan, se acercan a besar
casi
la tierra,
yo me pregunto si será cosa
de las palabras que decimos
o de lo que pensamos
la gente
al pasar empeñada en nuestras naderías.
Nadie se da por vencido, y menos cuando te acostumbras a ser perdigón y te parece que la insignificante ganancia obtenida es una montaña. El parto de los montes. “Et parturiunt mus”, decía mi crestomatía de la lengua latina. Estudiamos el latín de la gente culta, pero seguro que había un latín barriobajero, salpicado de tacos y demás palabrotas impresentables. Hace muchos, muchos años. Siglos. ¿Qué diferencia hay entre lo ocurrido ayer y lo ocurrido hace doscientos años? El pasado no es, probablemente, más que un lugar conceptual, un momento, nada, más allá de donde llegue la más larga o más ancha de las memorias, porque más allá de donde llegue la memoria no hay más que la eternidad, quieta en sí misma, sin dimensiones, y, paradójicamente, abarcándolo todo, desde lo que no ha sido e incluso no será nunca hasta todo lo inimaginable.

Afortunadamente, dicen siempre los que han perdido, no lo hemos perdido todo. Atribuyen al nostálgico recuperador de los juegos olímpicos la consoladora frase de que lo importante es participar. Si es así ¿por qué, de entre los que participan, de los únicos que se guarda memoria más o menos larga es de los que ganan? Ni siquiera el segundo, ni siquiera cuando pierde por infinitesimales porciones de tiempo o de espacio, se recuerda, a pesar de que le den una medalla de plata.
Ancianos de ojos de agua,
zapatillas frailunas, báculos,
cámara digital al cuello, gafas de culo de vaso enfocadas
con miope impertinencia en las interminables piernas
de la zagala morena
que pasa.

Fin de semana, turistas y palomas
y las niñas,
que han sacado la carne a lustrar porque es primavera
y no saben como empezar a vivir,
en seguida, con una prisa loca,
su vida en flor,
efímera,
como la de una rosa.
DOMINGO 17

En medio de junio, que es camino iniciático de la peregrinación que concluye a la puerta de la ermita del señor san Juan, que es su noche mágica, la más corta del año, pero la más llena de misteriosas cosas y desconocidos conceptos, presencias ni siquiera soñadas e inimaginables esencias. Tomo, distraído, un vermú, aceitunas rellenas de anchoas y el sol, en la ventana de la anciana cafetería con sillas de madera dura, bruñida, brillante. Leo una novela que acabo de comprar y on el mismo argumento de la que compré la semana pasada, como si la imaginación de casi todos los autores estuviese colectivamente dormida y coincidiesen casi todos en meter el brazo en el saco del tenebroso pasado medieval en busca de códices mágicos y malignos, hermandades de asesinos y malandrines, palimpsestos milagrosos y turbias asociaciones cuyos tentáculos llegan hasta la temblorosa, indecisa, precaria civilización nuestra de domingo de primavera airada, con coletazos de sol y atisbos de frígido nordeste, que me seca el sudor con helados zarpazos.
Suena una y otra vez el teléfono
¿para qué suena
si no está allí tu voz?
Insiste, oye, es urgente,
¿urgente?
¿qué es eso?
Lo que yo necesito es tu voz que me diga …
¿qué me vas a decir esta vez?
Probablemente nada, y yo
te seguiré queriendo
también por eso.
SABADO

Dicen, y mienten, desde luego, como suelen hacerlo, arteros, con sus refranes, los mayores, que así engañan un poco más a los niños recién llegados al umbral de la sabiduría popular, que no lo hay sin sol, como tampoco hay, vuelven a mentir, doncella sin amor. Hoy es un sábado sin sol y estoy más seguro de que haya doncellas sin amor que de que haya doncellas, cuando las que hay, observo, se abalanzan ahora sobre los donceles con el mismo entusiasmo que ellos a la recíproca, con el resultado de que se hace más eso que saben y que nadie sabe por qué se ha dado en llamar hacer el amor. El amor no se hace. Brota de pronto y se desmesura y con la misma inesperada presteza, desaparece como la anaranjada luz del ocaso, que estaba y no está de pronto. Y desde luego, menos se hace con ese forcejeo cinematográfico que va dejando prendas más o menos superficiales, como quien se dejara exuvios, por todo el camino desde la puerta de casa hasta la alfombra de pie de cama, donde al final todo se apaga y duerme apaciblemente, hasta el rigor de la mañana, cuando la luz es como un escalpelo y se te mete hasta lo más subconsciente de las neuronas, donde hurga y duele.

viernes, 15 de junio de 2007

Esta noche, leyendo
al hilo de la ventana
abierta
a lo más oscuro de la noche,
vi pasar una estrella fugaz.

Nada podrá convencerme
de que no era, lo que ví, la huella de tu paso.
Se me encalabrinó,
igual que entonces, el corazón, loco
como el jilguero aquel, que cazamos
con liga de muérdago
los niños, crueles, del barrio
y se murió, creo que de amores, estrellado
en los barrotes de la hermosa jaula.

Tú, como entonces, te reías, convertida
en estela de luz, vana esperanza,
inalcanzable alegría,
y,
como entonces,
se me escapó sólo una lágrima,
que los hombres no lloran, me dije,
más que cuando lo hacen
de amor.
Cuentan ahora los políticos de entonces –llamando entonces a lo ocurrido hace medio siglo o más- y se descubre la banal naturalidad con que se hacían cosas que de haberse sabido hubieran horrorizado a la pobre gente de a pie de aquella época. Al escucharlos, serios, dignos, sin atisbo de arrepentimiento por haber utilizado casi ayer mismo la superada aseveración del clásico que decía que el fin justificaba los medios, o, incluso, en ocasiones, la disparatada ley del Talión, que está en el simpático y no menos disparatado fondo de las películas del agente 007, con su licencia explícita para matar e implícita, al parecer, para fornicar a diestro y siniestro sin dejar por ello de beberse en los intervalos un martini con vodka, no batido, sino simplemente revuelto con la cucharilla de cóctel, que ahora que recuerdo, he de probarlo para ver a qué sabe, porque opino que donde esté el martini tradicional, bien frío y bien seca la ginebra, nada ha de tener que hacer este invento.

A lo que íbamos. Leyendo las confesiones, en el fondo exhibición d lo enterados que estaban casi todos de los turbios manejos de cualquiera de ellos, se acentúa y subraya la sospecha de que ahora mismo, por debajo de los controles establecidos y al socaire de la vergüenza, ese iceberg de incongruencias que advertimos ha de tener bajo el agua, donde no nos llega el ojo, mucho de lo que intuimos y nos preocupa mientras la ciudad alegre y confiada prosigue sus habituales y sudorosos curros. Recuerdo –ya lo conté más veces, creo- lo que decía mi cuñado de aquel habitual lanzador de cohetes por las ferias y fiestas de los pueblos, que el hombre, al hacerlo, se solía quemar en un dedo, siempre el mismo y concluía filosófico: ¡tendrá que ser así!

jueves, 14 de junio de 2007

Pasa la lluvia de verano, como un arrapiezo, tabaleando en los cristales,
(y cuando
vas a mirar,
se ha ido igual que un amor u lo que sea
este sentimiento pasajero
que te deja agridulce no sé dónde, en qué neurona,
dicen que el corazón, en que el amor se para
a soñar sueños
de imposible
eternidad.

Por eso
¿qué culpa tienes tú de no enterarte
siquiera
de lo que yo te quiero aún?

Ya te dije que el amor,
lo llueve y lo deja de llover, con la misma indiferencia,
esa nube que pasa.

Tú y yo no existimos para ella.
Nos moja,
se va
y todavía hemos de agradecerle este espléndido regalo que nos deja
del recuerdo
de un día, una palabra, un beso.
Aliquandiu dormitat Homerus, luego no debe tener importancia si te quedas, me quedo, dormido a mitad de película, por mucho que interese la película, cuando te endilgan esas tandas de ridículos anuncios para descerebrados. Me preocupa haberme quedado dormido. Es síntoma de progresivo desinterés por las cosas que casi ya no conciernen a los viejos como yo, cuyo futuro consiste en poco más que aguardar a la vieja dama, puede que un arlequín enlutado para el caso. Cuando un enloquecido Hamlet medita respecto de la muerte se pregunta si de algún modo el sueño se le parece y qué diferencia habrá o qué sueño habrá de soñarse en el sueño en que podría consistir.

Volver de un sueño puede ser liberación o desencanto, según haya sido una pesadilla o un divertido estarse en lugar ameno y buena compañía. Un viejo filósofo –tal vez sólo aficionado-, que conocí borracho él, yo sobrio, hace muchos años, opinaba que tal vez el cielo y el infierno fuesen el mismo lugar conceptual adonde va ese copo de energía vital que permanece y en que consistimos cuando se desgasta el vehículo del cuerpo, y que ese mismo lugar podría ser uno u otro dependiendo de la carga de sueños que nuestra conducta a lo largo de la vida haya acumulado en esa brasa esencial e indestructible, eviterna y ya inmutable, para bien o para mal.

Las cosas, las herramientas, las palabras, las estancias que visitamos, suelen ser amorales e inertes, neutras, pero nuestra presencia y más nuestra conducta, nuestra intención o lo que simple y sencillamente pensamos, las muta en lugares paradisíacos u horribles.

miércoles, 13 de junio de 2007

Me hablo solo a mí mismo
para que no me lleves la contraria, hablo
con mi inerte sombra
tendida del otro lado, sola, del sol,
que ni se molesta en darme la razón.
Quisiera,
ya que tú me puedes querer porque tal vez no existas,
intercambiar contigo nuestras sombras.
¿Qué más te da?
y a mí bastaría,
con estar solo a solas con tu sombra
y decirle
todas estas palabras que no puedo decirte, y darle
todo este amor
¿qué voy a hacer con él, si no,
cuando todo era tuyo, es tuyo aún
y será tuyo cuando hayamos muerto
y seamos las sombras de otras gentes, o tal vez
sombras perdidas, solas en la noche
donde muere el olvido?
Recorro el mercadín de los miércoles, con sus tenderetes, desde churreros hasta vendedores anacrónicos de cintas musicales de aquellas que se enredaban en el aparato del coche y estaban las cunetas llenas de extraños amasijos de cintas, nudos y anacolutos del usuario que maldita fuera la cinta, que ahora ni sonaba la música ni escuchar la radio, entre tosidos, ronquidos y silencios ominosos, ni la cinta, ni su señora madre que vaya usted a ver la culpa que tenía. Ahora la moda va por los discos, que, al fin y al cabo, cuando los desechas los usa la gente para espantar a las palomas, que se meten entre arrullos a “hacer el amor” por los entresijos de los tejados más viejos de las villas viejas. Por ahí andan los mejores de los nigerianos y sudafricanos más negros entre los negros, con sonrisa de dientes blanquísimos con que te animan a que compres su variopinta mercancía que los fabricantes, los muy cucos, te advierten de que no compres porque la mayoría de las piezas son falsificadas, y lo bueno es que están empezando a dar el mismo resultado que las auténticas por la décima parte de precio, y si no, oye, mira, estreno por el mismo precio, una pieza cada mes y todavía ahorro para unas doceninas de churros, que los miércoles por la mañana saben a gloria, ya sea con anís, ya con chocolate, ya con el humilde gránulo molido del café.

martes, 12 de junio de 2007

Nadie puede negarme
que se volar. Lo he hecho,
soñando, desde luego, pero sintiendo el aire
que me pasaba acariciando,
el miedo
de perder allá arriba el equilibrio,
la inseguridad,
a la hora de dar ese salto que permite despegarse del suelo.
No importa que ahora mismo,
despierto,
me sea imposible hacerlo, insisto,
he volado sin alas y es una hermosa experiencia
pasar sobre los lagos cuya profundidad intuyes,
ir por encima del vaivén de los árboles,
atravesar la playa por encima del mar de siluetas
aplastadas de sol.
Por eso y porque te quiero tanto, me gustaría
volar un día de tu mano,
lejos y libres, camino
del lejano horizonte,
sólo te pido
que sea un día de sol.
Me da miedo que la noche, la tormenta o ambas
se metan en tus ojos
y ahoguen
mi reflejo.
Tengo un rimero de libros en cola para su lectura en algunos casos apasionada, en otros debida. Te vas embarcando en la obligación de seguir, pongo por ejemplo, a los protagonistas de aventuras que acaban por parecerse a las antiguas sagas, solo que ahora se publican como libros independientes y si uno se escapa al asiduo lector que soy, me doy cuenta porque algún personaje está ahora reñido con la protagonista que amó un día o viceversa. Lo que en cambio hacen estos superhéroes es no envejecer tan deprisa como la gente normal, y pocos autores tienen hoy la precaución de Miss Agatha Christie, que la honra en cierto modo, pero en parte desconcierta y en parte defrauda, de tener preparada una novela publicable tras de su muerte en la que también fallece su héroe, Hercules Poirot, el pobre, que no tuvo la culpa de la muerta de su creadora. De ahí que contra las previsiones de la autora, Hercules no acabara por ser un personaje como debe ser, independiente y hasta díscolo, y desde luego liberado de la condición de marioneta de su creadora. De este modo no pudo pasar como con Sherlock Colmes, que sigue viviendo en su casa de Londres, y me han dicho que incluso se conserva la placa indicativa, al lado de la puerta del portal, por si uno de nosotros tiene algún complicado problema y decide que Sherlock podría resolverlo. Cosa que dudo por aquello de la afición a la cocaína del sabueso. Por más que el doctor Watson lo habrá tomado a tiempo de su cuenta y sometido a alguna clase de eficaz tratamiento.

Recorro el ejército de los bloggs. Hay tantos como libros imaginaba en la biblioteca de Alejandría o en la de la abadía de El nombre de la rosa. Ahora todo es desmesurado por el tamaño, el peso o el número. Cada vez más capaces, la gente nos descubrimos cada vez menos capacitados para tener y retener partes significativas del conocimiento siquiera de las cosas que pasan. No da tiempo a estar al día, y con esto vuelvo al principio de mi anotación de hoy, ni siquiera a leer los índices de los libros que me gustaría conocer, estudiar a fondo, analizar, disfrutar con ese sosiego de cuando no tienes otro y has de conformarte con ese durante una noche de insomnio en un hotel de cama dura donde el silencio es como una niebla apabullante. Y lo mismo pasa con los bloggs. Sobre todo con esos que escritos en chino o japonés, no sé, interesan más precisamente por ser tan imposibles de leer. Hace muchos años, alguien me regaló un facsímil ininteligible que considero una de las joyas de mi biblioteca. Lo hojeo, me detengo en los miniados, imagino que dice esto y aquello, pero el libro, impertérrito, sigue siendo un misterio impenetrable para mi curiosidad. De vez en cuando lo saco de su rincón, lo relimpio, de nuevo lo hojeo y ojeo con deleite. Es siempre nuevo, distinto, sin duda mágico.

lunes, 11 de junio de 2007

Nos quedamos en el recuerdo como éramos
la última vez que nos vimos.
Por eso las sorpresas,
si volvemos a vernos,
por eso
que no queramos reencontrar a quienes quisimos,
a los que estaban
aquel día radiante
y siguen, ahora quietos, en silencio, sonrientes
en la fotografía
de la memoria.
Volvió, de golpe, el sol, detrás de un fin de semana grotesco, y lo digo por las piruetas del vaivén de vivir, que piensas que ya lo viste todo, pero, como decía el abuelo, queda siempre, hasta que sueltas el último suspiro, el rabo por desollar.

Es bueno tener un refugio, especie de lugar secreto, dicho sea entre comillas porque ¿qué lugares secretos hay en realidad?, yo se lo llamo al desván, que casi nadie sube y así pude buscarme una silla de playa vieja y oxidada, para ponerla debajo y cerca de la claraboya por donde se descuelga una torrentera de luz.

Hay días de sol en que esa torrentera de luz, como todas y todo el mundo sabe, se llena de motas infinitesimales, de polvo, a que el sol saca brillos inesperados. Es como si el aire se llenase de un polvo de estrellas, de chiribitas de luz, de brasas de una pequeñísima hoguera olvidada al retirarse, con el nacimiento del día, las hadas.

Pueden ser hadas, podrían ser ángeles. Algo sin duda se va con las sombras de la noche, a la vez que algo o alguien acentúa su presencia cuando retorna el sol ¿o nace un nuevo sol cada mañana? Creo que ya les conté a todos los que alguna vez me hayan leído en alguna parte que para mí cabe pensar que cada atardecer es un sol distinto el que se pone en el horizonte, aquel con que cada atardecida comulga la tierra. ¡La de soles que habrá en el montón donde desde el primer día de la creación habrán ido, digo yo, cayendo! Me pregunto si alcaer se apagarán, si durará el rescoldo o si seguirán vivos y lucientes hasta el final de los tiempos, como si fuesen una gran hoguera o tal vez alguna de esas que los astrónomos dicen que hay y llaman galaxias.

Por fin, de cualquier modo que sea, es lunes y hace un día formalmente radiante. Casi todos lo son, de un modo o de otro, luego lo que los diferencia es lo que pasa dentro de cada cual, que ahí, para cada cual, está el quid. -

domingo, 10 de junio de 2007

El río, ya cerca de la mar
“que es el morir”
se amedrenta, de repente, le dice:
mira, quiero ser como tú –y se ensancha,
se llena de barcas, barcazas, barcos de vela pequeñinos,
en que los niños se embarcan,
salen a navegar y sueñan
que están surcando la mar
oceana-,
incluso se hace femenino: ría,
pero la mar,
inexorable,
lo espera disfrazada de espuma.

DOMINGO
Por fin, tiempo de hacer resumen de cuatro días durante los que anduve tan azacaneado que no tuve tiempo de cumplir mi propósito de un texto y un poema para cada día del año. Otro pequeño fracaso. Hay fracasos pequeños y fracasos grandes. Este dejémoslo entre los intermedios. No voy a caer en la tentación de hablar demasiado del fútbol, ese desmesurado negocio en que se ha convertido el deporte más popular, pero me molesta que ayer, en los últimos minutos de cada partido, hayan empatado el Madrid y el Barcelona, en provecho del Madrid. Un fin de semana desagradable, que convierte en trágico la absurda decisión de los que anuncian que en cualquier momento volverán a matar. ¿Qué es peor, matar o morir? Recuerdo el ex libris de una novela que acabé hace poco, en que, hablando de cierta ciudad, un autor dijo que es tal su clima que la mayoría de su población muere joven y los supervivientes la envidian.

Barro, tormenta, granizo
del tamaño de los huevos de paloma,
corremos todos, ateridos de pronto,
a la carpa, donde un toro semental,
echado en el suelo, nos contempla indiferente,
como si no pasara nada.

SABADO
Unos cuantos kilómetros más. Ahora, hoy, el más cansado sería el estómago, que no está para tantos días fuera de casa, entre caldos, salsas y potajes de sucesivos restaurantes y chiscones, pero lo menos bueno es el recuerdo de ayer, con sus desilusionadoras consecuencias, que ya van teniendo forma.

Lo más doloroso de morir, puede ser
tener que morirse
en el último lugar en que has vivido
sin admitir, el subconsciente,
que algún día tenía que ocurrir …

VIERNES
El viernes puede calificarse, según desde donde se mire, o como un error o como un fracaso. Si fue error, malo, pero si fue fracaso, mucho peor. Y de cualquier modo, mucho, trascendental y trascendente cansancio, más que de los huesos, hoy, de las neuronas fatigadas y de la ilusión desvanecida. Como digo, ha sido éste un viernes trascendente. Y lo será, en silencio. Me enteraré yo sólo.

Las laderas del valle, estos días,
imitan los colores de los cuadros de mi amigo Baragaña:
la retama,
dolorosamente amarilla,
la humilde lividez del brezo
y ese poliverde, que huele a lluvia reciente …

JUEVES
El jueves fue un día esperanzador. Cansado, pero esperanzador. Hacía en la carretera un sol de principio de lo que parece ser un caprichoso, pero a la vez cálido y húmedo verano. De todos modos, cien kilómetros ayer tarde, otros cien el jueves y la devoción de cien más el viernes, duelen en los huesos viejos, que hay ocasiones en que se adivina que piden descanso, lo que ocurre es que nos aguantamos en la medida de lo posible porque el descanso, a estas alturas, podría ser eterno, y la palabra, por sí mismo, ante lo incomprensible e ininteligible de su concepto, no es que asuste, es que amedrenta. -

miércoles, 6 de junio de 2007

Busquemos una huella,
el camino.
-“Caminante, no hay camino …”
-Hagamos uno, entonces
para salir afuera, lejos, donde el aire
no esté, todavía,
manchado de la sangre de los más inocentes,
de los héroes,
de los más generosos de los hombres. Hagamos
un camino nuevo
hacia lo desconocido
por donde huela a amor.
Ahora la novela policíaca, sin querer, pienso que a veces, ni pretenderlo siquiera el autor, se está convirtiendo en la mejor novela costumbrista de la época. Se advierte cuando llega el verano, con sus primeros agobios y las noticias espeluznantes de una violencia desatada y traducida en que cada asesino de la vida real, no conforme con matar, se ensaña y la gacetilla del periódico, sin darle mayor importancia, cuenta que le asestó a la víctima dos docenas de cuchilladas y desaparecen, como si la tierra se los hubiese tragado, niños inocentes, que todavía no tienen la culpa de nada y han de pagar por el desquiciamiento social de estos tiempos de todas las crisis.

Lo escribo a cuento de que acabo de cerrar el libro último de Rankin, dejando a Rebus con su amada discípula, escuchando jazz y bebiéndose unas copas, y abro el turno de Brunetti, en esa Venecia decadente en su hermosura, y al hacerlo paso del problema de los inmigrantes de Edimburgo y entro en el tráfico de niños, en ambos casos ocurriendo la trama, pasando la melodía a través de un clima, un paisaje de violencia desatada en que la vida humana carece de valor para unos mutantes bárbaros, disfrazados de personas.

Lo más triste para mí es que el poli de turno, honesto, tierno, capaz, intuitivo y cansado, se manifiesta conforme con el escepticismo que como una grave enfermedad lo va invadiendo y se refugia en los libros de historia, la cerveza o infinidad de cafés sorbidos entre nubes de humo de incontables cigarrillos.

Y no sé si es la vida la que empieza a copiar de estas novelas o ellas las que tan exactamente copian de la vida en que nos vamos hundiendo tantos y siendo tan pocos los que pretendemos emprender la tarea de reconstruir una sociedad nueva y renoivada en que cada ser humano siga esperando, creyendo, amando.

martes, 5 de junio de 2007

Hoy
se me han muerto en el alma las palabras,
no puedo hablar
¿quién me entendería
cuando todos estamos enfrascados,
en quemar
como si fuesen ramas secas, rastrojo,
las más bellas palabras?
Hoy no os puedo decir más que lágrimas.
Hoy, martes, cinco de junio del año dos mil siete, no hay más que una noticia cuya sombra ha cubierto todos los paisajes, las planas de los periódicos, los planos y las voces de los noticiarios televisados, radiados, comunicados y comentados del mundo: han decidido volver a matar de modo indiscriminado, distribuir la muerte al azar entre culpables, inocentes, conocidos y desconocidos. Han decidido sembrar la semilla horrible de la muerte. Y lo más sobrecogedor es que inexorablemente, siempre se cosecha lo que se siembra. No hay nada mas reñido con la naturaleza íntima, con la esencia del hombre que la decisión de matar. Estamos aquí para sembrar y mantener la vida, regándola con amor. Morir es humano, pero matar no. Matar es renunciar a ser lo que se es y trasmutarse en naturaleza y esencia de la muerte misma. Hoy es un día de inconmensurable dolor porque si la enfermedad de un hombre se acusa por toda la humanidad, hoy todos hemos entrado en un estado patológico de gravedad extrema.
Esta tarde, los nubarrones, lejos,
se han apostado sobre la cima del monte que limita el mundo
que se ve
desde mi ventana. ¿Hay otros?
Nadie sabe lo que puede estar ocurriendo
más allá del collado, donde no llegan
los engañosos sentidos.
Creer, es lo único que nos mantiene,
en la esperanza de encontrarnos mañana
o tal vez cualquier otro día, en cualquier ciudad
que seamos capaces
de imaginar. A mí, esta tarde me gustaría
que fuese
una ciudad mágica, imposible,
como Venecia
o como Praga.
Pero me conformo con que permanezcas en mi corazón
y por eso
he decidido no salir estar tarde de viaje,
dejar que los nubarrones, lejos,
cierren el paisaje
y estarte queriendo a pesar de todo.
Viene, agacha la cabeza, ayuda, a su manera, a ponerse el arnés y levanta, nervioso, la pata, para ajustarlo. Luego va hacia la puerta, me indica con movimientos de cabeza que por allí se sale al mundo, ese mundo lleno de olores y sobresaltos, perros enormes y dulcísimos perritas con las que él podría hacer no sé qué, ni él tampoco con la debida certeza, pero su intuición perruna le dice que algo memorable, digno de ser escrito en la historia de los perros. Nos vamos a inaugurar el lunes, comprar el pan y el periódico, recorrer las calles habituales, marcarlas debidamente con unas gotas que se van haciendo a lo largo del paseo no sé si infinitesimales, virtuales o sólo imaginarias. Hoy, además, encontramos un gato atigrado, inmenso, inflado, bufando amenazador, que al fin y al cabo, el perro me mira inquieto, inseguro acerca de su comportamiento, mejor hemos hecho con pasar como si no lo viésemos. ¿Para qué arriesgar, cuando parecía dispuesto a jugarse la vida en un enfrentamiento probablemente sin reglas. Lo tranquilizo. Si, perro, lo mejor la paz. Si no hubiera habido más remedio … tal vez, pero era un gato muy grande, muy amenazador, y su mundo no nos iba ni nos venía a nosotros, que íbamos a lo nuestro, que es ahuyentar gloriosamente al bando, posado en el Parque, de las palomas. En la panadería nos hacen esperar, el perro en la calle, mirándome a través de los cristales de la puerta, confiado. A ver si vienes de una vez, amo, creo que me dice. Huele a pan. Podrías darle a tu perro una de las puntas de la barra para irla rucando. Se la doy. Huele a hierba húmeda. Pasa una gaviota, en vuelo rasante, y pienso que nos trata de bombardear a propósito con su deyección, que va a dar, con un chasquido seco, en la barandilla del puente.

domingo, 3 de junio de 2007

Soy,
estoy aquí, en medio de nada,
voy
hacia el futuro que se me derrama encima igual que una lluvia tenaz,
espero,
creo,
contra toda desesperanza, contra el escepticismo
más atroz,
puede que el amor sea la última,
¿la única?
certeza,
pero el amor como el azar, te sorprende en el momento más inesperado
o desaparece
sin que hayas hecho nada
para merecer
¿sufrir?
esta soledad, peor que la soledad misma
de no saber
si estás solo.
Leo en un suplemento dominical que en determinado lugar se conserva una hermosa yeguada semisalvaje, dedicada, dice quien escribe el reportaje a una vida feliz consistente en nacer, comer, reproducirse y morir. Y el tipo se queda tan satisfecho como si hubiera hallado la fuente aquella de la eterna juventud o descubierto el Dorado. Estamos dando en la curiosa aberración de pensar que nacer, comer, reproducirse y morir, sin más complicaciones, es lo bueno para la felicidad. Usted –me han aconsejado ayer con aparente seriedad-, no se preocupe, no piense, de por bueno esto que le digo, pero a la vez tenga en cuenta que la vida consiste, entre otras cosas, en tratar de acercarse a la verdad.

La verdad es un misterio que cada vez me parece más inalcanzable, y, como es lógico, impenetrable. ¿Cómo voy a subirme en un vehículo que no puedo alcanzar?

Como colofón del razonamiento, ha vuelto a caer hoy la niebla. De vez en cuando se oye ulular la sirena del faro, que avisa a los navegantes para que no se acerquen a las rompientes. Ya no les hace falta, en realidad, si no es a las pequeñas embarcaciones de pesca. Los barcos grandes, incluso los pesqueros, llevan sus pantallas de radar. Habrá que inventar radares individuales para estos días, pequeñas ventanitas que incorporar al “telefonino”, como le llaman los italianos, para que creamos que sigue ahí el sol, por encima de esta sopa de perlas.
Cuando joven no podía perder el tiempo escribiendo versos,
ni siquiera los modestos ripios que hubiera podido escribir, como ahora,
porque tenía que hacerme un hombre de provecho.
Ahora
se me han olvidado, tampoco es tiempo. Tal vez
hayan volado, emigrado, mis posibles poemas
a un país, un planeta aún sin descubrir.
Lo único que sé
es que tengo las manos llenas de palabras
y no acierto a ordenarlas
para que resulte un hermoso conjunto, como un jardín,
ni siquiera como un ramo de rosas
o como una
melodía.
Sabadear ya no es lo que era, desde que el fin de semana empieza el viernes a mediodía y con ello la tarde del viernes ha venido a ser sábado por la tarde, y como contra lo que antes ocurría, si decides asistir a misa puedes hacerlo durante la tarde del sábado, el domingo, de algún modo, se desnaturaliza, contrastado con los de tu ya semiolvidada niñez. Tuve un pariente que auguraba que dentro de poco inhabilitaría la sociedad para el trabajo la mañana del lunes, destinándola a la recuperación de las energías gastada durante l fin de semana.

El organismo humano precisa de recuperación tras de echarse a las vicisitudes de la autovía del fin de semana, durante que unas veces disminuyen unas inesperadas obras la fluidez de la circulación, otras la insuficiencia de un viejo tramo olvidado te constituye en tediosa caravana y para colmo, cuando se despeja el horizonte, taimada, semioculta entre la retama del centro florido de la autopista, está la patrulla emergente de los vigilantes, que te fotografían y remiten tus señas a otra de un poco más allá que te detiene, cortés, amable hasta el empalago, pero a la vez inquisitiva, y sople usted por aquí y enséñeme tal papel o déjeme ver su documento tal o cual y por fin un papelito con su autógrafo, que le rebajarán –añade a la vez sarcástico y educado el guardia-, si usted la abona a su presentación.

Ya no se va al cine los sábados. De hecho ya han cerrado multitud de cines, antes transformados en minicines, para mayor rentabilidad fracasada de la mano de la televisión, las consolas y las pelis de alquiler, que te puedes servir a la carta, sin anuncios y con un vasito de lo que te guste al lado, en la mesita auxiliar de la butacota vieja pero cómodo. Por cierto, ni se te ocurra –le dices a tu mujer- cambiarme esta butaca, ni mandarla a tapizar, ni alterar en lo más mínimo ese hueco en consonancia con el perfil de mi humanidad.

viernes, 1 de junio de 2007

Te echo de menos esta tarde,
podríamos ir a la colina. No hay moras, todavía,
ni madreselvas, pero puedo enseñarte
las huellas de mi niñez., que de seguro no verías, pero te aseguro que están
como las dejé
cuando salí a buscarte,
no estabas
y por eso vuelvo con tu recuerdo nada más, y tu amor
taraceado en mi corazón, donde más duele
y recorro,
esperanzado, de nuevo,
el mismo
camino
que anduvimos cuando niños, ya buscándonos,
todavía sin saber para qué.
Arreglaron la calle, ensancharon la acera, redujeron, por una vez, la miserable tiranía del automóvil. Ahora, por esta calle al menos, no pueden ir más que en una sola dirección, uno tras otro, en humilde fila india –y van, los muy hipócritas, resollando, se advierte en seguida que con su yeguada de vapor mordiendo nerviosa el bocado, tascando el freno, con el conductor tenso, presto a bajar la ventanilla, abrir la ranura de los desahogos e insultarnos, a los pobres peatones, que no tenemos la culpa de nada, que esto es culpa, feliz ocurrencia del señor alcalde- La calle se ha reconvertido a medias en paseo y estoy seguro de que a los demás, como a mí, también tiene que ocurrírseles detenerse a charlas amigablemente en corro, en mitad de estas suntuosas aceras por donde en seguida por cierto han empezado a estrenar los puñeteros niños sus bicicletas nuevas de piñón fijo y rudecitas anejas a la trasera, sus patines, la pelota que les regaló su tío por el cumpleaños y la tabla rodadora vertiginosa, amén de que ya se haya instalado una vendedora de no sé que y un día cualquiera estén a punto de instalarse los fanstasmagóricos industriales del “top manta”. Pienso que el mundo tiene que ser así de abigarrado, caótico, imprevisible.
Los niños,
como las flores,
hablan en verso desmedido,
sin rima ni compás, súbito,
directo al corazón.

Usan siempre la palabra apropiada, regularizan, incluso,
los desesperantes verbos irregulares,
y con insoportable crueldad,
te dicen, si lo eres,
que eres feo, tremendo, insoportable,
y,
tan tranquilos,
se marchan al jardín a jugar con sus muñecos
y sus bicicletas, según.
Hay una horda de chiflados de las palabras en flor. Las cortan antes de que se abra el capullo del concepto y arrojan sus pétalos para que pise cualquier tirano de guardarropía, que nadie sabe por qué, como todos los tiranos, adora los pechos cubiertos de medallas y cintas, herretes y cordones, galones y ribetes. Un día morirá, como todos y otros tiranos se alzarán con el poder como una bola de arcilla blanda en las manos, que a nadie gusta como a la mayoría de los humanos obedecer, y si no al tirano, al partido, y si no al partido al sumo sacerdote de cualquier secta inconcebible, adoradora del becerro de latón, por si el caco, que nunca duerme, lo robara cualquier noche oscura, que sea más fácil y sobre todo más barato, funcional, renovarlo y que el culto no se interrumpa, ni el humo de la hoguera, ni el rastro del amor, que va y viene según de dónde provenga el eco de los disparos de la última contienda.

Ya no madura nada, ni las palabras dejan, que para todo hay prisa y es tan fácil morir en la carretera o de cualquiera de las múltiples enfermedades que llegas a urgencias de cualquier hospital del mundo y lo primero analizadle y a ver quién se libra de tener vestigios del último virus, sus huella en lo más profundo de la entraña en que se refugian las células madre para morir, como los elefantes, que, según la leyenda, lo que les gustaría es ser enterrados con cada sol que se ahoga cada tarde en la hora mala de las nostalgias y las confidencias, cuando entre las nubes, la luz y el viento pintan los colores imposibles del ocaso.

En los mercados de países de analfabetos abundantes, hay vendedores de palabras, con su mesa, su plumilla, el tintero y resmas de papel para escribir cartas de odio, de amor o de reclamación de deudas que no se pagarán ya nunca. Vendo palabras que son como filtros de amor, las pones, dicen a la niña que pasa, dentro de un sobre, las envías a tu amado y te raptará del aduar de tu padre y te llevará a su serrallo, que huele a canela, sudor y miel, por entre los ronquidos del eunuco de guardia, que se ha quedado dormido.

Voy y rebusco en el rimero del desván una película de Fú Manchú porque quiero ser niño esta tarde y regresar de la mano de Sax Rohmer a la vertiginosa persecución que decretan Sir Denis Neylan Smith para que Fu Manchú, disfrazado de Godot, no se apodere del mundo acatarrado de Mafalda.