Cuentan ahora los políticos de entonces –llamando entonces a lo ocurrido hace medio siglo o más- y se descubre la banal naturalidad con que se hacían cosas que de haberse sabido hubieran horrorizado a la pobre gente de a pie de aquella época. Al escucharlos, serios, dignos, sin atisbo de arrepentimiento por haber utilizado casi ayer mismo la superada aseveración del clásico que decía que el fin justificaba los medios, o, incluso, en ocasiones, la disparatada ley del Talión, que está en el simpático y no menos disparatado fondo de las películas del agente 007, con su licencia explícita para matar e implícita, al parecer, para fornicar a diestro y siniestro sin dejar por ello de beberse en los intervalos un martini con vodka, no batido, sino simplemente revuelto con la cucharilla de cóctel, que ahora que recuerdo, he de probarlo para ver a qué sabe, porque opino que donde esté el martini tradicional, bien frío y bien seca la ginebra, nada ha de tener que hacer este invento.
A lo que íbamos. Leyendo las confesiones, en el fondo exhibición d lo enterados que estaban casi todos de los turbios manejos de cualquiera de ellos, se acentúa y subraya la sospecha de que ahora mismo, por debajo de los controles establecidos y al socaire de la vergüenza, ese iceberg de incongruencias que advertimos ha de tener bajo el agua, donde no nos llega el ojo, mucho de lo que intuimos y nos preocupa mientras la ciudad alegre y confiada prosigue sus habituales y sudorosos curros. Recuerdo –ya lo conté más veces, creo- lo que decía mi cuñado de aquel habitual lanzador de cohetes por las ferias y fiestas de los pueblos, que el hombre, al hacerlo, se solía quemar en un dedo, siempre el mismo y concluía filosófico: ¡tendrá que ser así!
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