Hay una horda de chiflados de las palabras en flor. Las cortan antes de que se abra el capullo del concepto y arrojan sus pétalos para que pise cualquier tirano de guardarropía, que nadie sabe por qué, como todos los tiranos, adora los pechos cubiertos de medallas y cintas, herretes y cordones, galones y ribetes. Un día morirá, como todos y otros tiranos se alzarán con el poder como una bola de arcilla blanda en las manos, que a nadie gusta como a la mayoría de los humanos obedecer, y si no al tirano, al partido, y si no al partido al sumo sacerdote de cualquier secta inconcebible, adoradora del becerro de latón, por si el caco, que nunca duerme, lo robara cualquier noche oscura, que sea más fácil y sobre todo más barato, funcional, renovarlo y que el culto no se interrumpa, ni el humo de la hoguera, ni el rastro del amor, que va y viene según de dónde provenga el eco de los disparos de la última contienda.
Ya no madura nada, ni las palabras dejan, que para todo hay prisa y es tan fácil morir en la carretera o de cualquiera de las múltiples enfermedades que llegas a urgencias de cualquier hospital del mundo y lo primero analizadle y a ver quién se libra de tener vestigios del último virus, sus huella en lo más profundo de la entraña en que se refugian las células madre para morir, como los elefantes, que, según la leyenda, lo que les gustaría es ser enterrados con cada sol que se ahoga cada tarde en la hora mala de las nostalgias y las confidencias, cuando entre las nubes, la luz y el viento pintan los colores imposibles del ocaso.
En los mercados de países de analfabetos abundantes, hay vendedores de palabras, con su mesa, su plumilla, el tintero y resmas de papel para escribir cartas de odio, de amor o de reclamación de deudas que no se pagarán ya nunca. Vendo palabras que son como filtros de amor, las pones, dicen a la niña que pasa, dentro de un sobre, las envías a tu amado y te raptará del aduar de tu padre y te llevará a su serrallo, que huele a canela, sudor y miel, por entre los ronquidos del eunuco de guardia, que se ha quedado dormido.
Voy y rebusco en el rimero del desván una película de Fú Manchú porque quiero ser niño esta tarde y regresar de la mano de Sax Rohmer a la vertiginosa persecución que decretan Sir Denis Neylan Smith para que Fu Manchú, disfrazado de Godot, no se apodere del mundo acatarrado de Mafalda.
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