viernes, 1 de junio de 2007

Arreglaron la calle, ensancharon la acera, redujeron, por una vez, la miserable tiranía del automóvil. Ahora, por esta calle al menos, no pueden ir más que en una sola dirección, uno tras otro, en humilde fila india –y van, los muy hipócritas, resollando, se advierte en seguida que con su yeguada de vapor mordiendo nerviosa el bocado, tascando el freno, con el conductor tenso, presto a bajar la ventanilla, abrir la ranura de los desahogos e insultarnos, a los pobres peatones, que no tenemos la culpa de nada, que esto es culpa, feliz ocurrencia del señor alcalde- La calle se ha reconvertido a medias en paseo y estoy seguro de que a los demás, como a mí, también tiene que ocurrírseles detenerse a charlas amigablemente en corro, en mitad de estas suntuosas aceras por donde en seguida por cierto han empezado a estrenar los puñeteros niños sus bicicletas nuevas de piñón fijo y rudecitas anejas a la trasera, sus patines, la pelota que les regaló su tío por el cumpleaños y la tabla rodadora vertiginosa, amén de que ya se haya instalado una vendedora de no sé que y un día cualquiera estén a punto de instalarse los fanstasmagóricos industriales del “top manta”. Pienso que el mundo tiene que ser así de abigarrado, caótico, imprevisible.

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