sábado, 31 de enero de 2009

Indignación. Es el estado en que te deja un juez que llama por teléfono, con esto de la interactividad, a la emisora de radio que examina su problema, para decirle lisa y llanamente que son los abogados los culpables de lo que está pasando con esto de la Justicia, que, ¡ay, señoría!, si usted fuese abogado ya le diría yo lo que habría tenido que sufrir con estos jueces que también hay trabajando en la compleja viña de la administración de justicia, cuya información, cuya educación y cuya dedicación o sus respectivos defectos tienen tanto que ver con lo que está pasando. Con cuenta, no debería olvidar su señoría, de que ellos cuentan con la autoridad, que confiere a sus actos, sus virtudes y sus defectos un multiplicador de magnitud en cuanto a la responsabilidad que les concierne, como intocables que son y no deberían aparentar cuando exageran, ¡tantas veces! lo de que esto es o se hace así porque lo digo yo, y díjolo Blas, ya se sabe que punto redondo. Dígame vuestra señoría, con la mano en el corazón, si no ha sido, en todos esos años –le preguntaría de buena gana- responsable de citar a doce o veinte abogados a las diez de la mañana, para ir viendo, de acuerdo con la conveniencia del tribunal, la hora de recibirlos y escuchar, a veces entre gestos de impaciente desprecio, unos alegatos que seguro costó tanto preparar y con tanta sutileza y precisión tratan por lo general de hacer la delimitación del supuesto concreto a que debe ajustarse la necesaria generalidad de la ley aplicable. Asimismo le preguntaría si no ha respondido, como algún colega suyo que en uso por cierto de su facultad legal y decisión personal de limitar el número de testigos de una lista, en supuesto de hecho sólo acreditable mediante su concurso, que la limitación se hacía por no tener tiempo de escucharlos a todos. O si nunca jamás fue culpable de celebrar un acto como si la parte no hubiese asistido por llegar con un cuarto de hora de retraso al mismo juzgado donde días antes el mismo abogado había perdido la mañana esperando. A cada uno su parte, señoría, a cada uno su carga, su parcela, su porción de responsabilidad y de culpa, que de seguro hay bastante para todos, desde cada juez hasta cada alguacil, pasando por la numerosa grey de secretarios y funcionarios, de cada parcela de los cuales habría tanto que decir y contar. Yo diría que a trancas y barrancas, disponíamos de una justicia, en dificultar el funcionamiento de la cual tiene su parte y no pequeña esa manía de ahora de legislar difusa, profusa y confusamente e intentar la importación, en algunas de esas normas, retazos y remiendos de ordenamientos foráneos que sólo serían susceptibles de ser recibidos en su conjunto, pero a retazos y como remiendos, para lo único que sirven es para que el sistema se rompa y desgarre y la maquinaria, ya vieja de por sí, rechine con el defecto, aún no mencionado, del sistema de selección por oposición, de que tanto habría que decir.

viernes, 30 de enero de 2009

HUELLAS DE LA TRISTEZA HERMANA

La tristeza es un lago en que se ahoga
el que queda,
en cada despedida.

La tristeza es el ruido
que hace,
al suspirar, la muerte, en la habitación de al lado

La tristeza es
el azul cansado
de un cielo de fines de un verano.

La tristeza es
lo que queda en el fondo de una caja
cuando alguien saca la última de las moneda que contuvo.

La tristeza
es
uno de los disfraces del cansancio.

La tristeza es
lo que queda,
brasas o ceniza, de la nostalgia.

La tristeza es
una anestesia que aplica la muerte
a quienes estaban alrededor.

La tristeza
es la otra cara
de la alegría.

La tristeza es
todo lo que queda
de que no quede nada.

La tristeza
es
el jardín de la soledad.

La tristeza brota
de cada aullido
de cada lobo que aúlla
en el fondo
de cada invierno. Se materializa,
apenas,
en la niebla, y se queda dormida en el fondo
del valle
convertida en ese olor indefinible
del primer
dedo de sol
que toca la flor del agua.

La tristeza
es una monja dormida
sin esperanza.

La tristeza es el fruto
del árbol de la lluvia
más tenaz.

La tristeza es lo que queda
del olor del incienso
cuando se disipa
como un recuerdo.

La tristeza son trece monedas,
arras
de un amor muerto.

martes, 27 de enero de 2009

Pasa el tiempo, como un buscapiés errático, por entre las piernas de la gente sorprendida, asustada de tanto como le dicen acerca de que hay una crisis que va a redundar en que cada día haya más personas sin trabajo porque las empresas no venden a unos mayoristas que no venden a unos comercios que no venden a unos asustados clientes que no compran porque se están quedando sin empleo y escasea el dinero cada vez más. Creamos, entre todos, una economía que se devora a sí misma por la cola, como aquellas pescadillas que llamábamos rabiosas y nos ponía la señora Manuel, en mi pensión de estudiante primerizo a que me gustaría poder volver siquiera por un día, pero ya no existe ni siquiera la casa donde estaba y no inventaron, diga lo que diga H. G. Wells, todavía, la máquina del tiempo, de modo que he de conformarme con recorre los pasillos del recuerdo de aquéllos, también malos tiempos, en que había que llevarse de estudios la cartilla de racionamiento, que doña Manuel administraba con escrupulosa equidad para dar de comer a aquel conglomerado de hermosa gente que me rodeaba, la mayoría de inolvidable bondad y todos de extraordinaria camaradería paritaria, sin necesidad de unas leyes de igualdad de sexos que hacen desesperados esfuerzos por enfrentarse a una maravillosa diferenciación natural que nos dota de complementarios recíprocos.
Si salimos de aquella crisis de cuando el agua se mantenía fresca en los panzudos botijos sudorosos, las pesetas escaseaban, hasta las barras de pan se vendían de estraperlo en las entradas de los mercados y daban, afanosas, nuestras madres, vueltas a los abrigos y chaquetas, en el tiempo que les dejaban libre la cogida de puntos a las medias, el zurcido de calcetines e idear comidas de supervivencia y crecimiento a base de ahorrar aceite y racionar el pan nuestro de cada día, es evidente que podremos salir de ésta.

lunes, 26 de enero de 2009

Pasa
la música, entre el aire,
como un chorro de luz,
mínimo, a veces,
otras,
disparatado, abierto,
deslumbrante.
De pronto, hace una pausa,
queda
roto, tembloroso, se desprenden
de su quiebro dos lágrimas
y brota
en el suelo
del jardín,
como una flor mínima,
la nostalgia.
El Tribunal Constitucional ha dicho que la ley de igualdad de mujeres y hombres es constitucional, con un voto particular y otro concurrente.

Mi opinión personal es que si las mujeres y los hombres deben ser democráticamente considerados iguales sobra la ley, puesto que, o lo son, y no hace falta una ley para decretarlo o no lo son y hace falta una ley, que sería artifical, para fingirlo. Una ley que a mi juicio establece una discriminación favorecedora de los hombre y las mujeres ineptos y perjudicial para los más aptos, en cuanto recobra para candidaturas y puestos de representación y gobierno a los que de no haber legislación paritaria no habrían acreditado méritos para estar allí y perjudica a los que teniendo esa capacidad, se ven privados de poder ejercerla.

Si hombres y mujeres son todos presuntivamente aptos e iguales, dará siempre igual que nos representen y gobiernen o formen parte de consejos, plantillas u organigramas hombres o mujeres, y lo que es más trascendental, podrá ocurrir que en un momento determinado, las personas más aptas o una mayoría de las más aconsejables sean mujeres o sean hombres, y sería entonces perjudicial prescindir de los mejores en provecho de otros iguales, porque fuesen de sexo diferente.

La ley resulta así, en mi modesta opinión, un elemento discriminador, que no sé si en definitiva se ha establecido para proteger a uno u otro sexo, pero creo que puede producir el efecto adicional y seguramente no querido de perjudicar los intereses generales. Por el mismo camino, podrían defenderse las tesis de que los grupos paritarios de hombres y de mujeres tendrían que ser paritarios de altos y bajos, de gordos y de flacos, de rubios y de morenos, y así sucesivamente.

viernes, 23 de enero de 2009

Ahora, con la última bajada del tiempo de enero, ha llegado el huracanado viento, airado, de nadie sabe dónde, un viento desmedido, que incluso mata a veces como sin darse cuenta de la musculatura que puso en movimiento, inadecuada por su demasía, innecesaria. Es éste un viento que ya no esperábamos, con las mimosas recién en flor y el aliso enternecido junto al río, por contraste aplacado, tal vez amedrentado, por las olas en que rompe una súbita erupción de la mar que se niega a aceptar sin más la flagelación de estos vientos del sur, calientes de agobios, apenas sosegado el frío de las heladas de hace tan poco. Da miedo el ruido nocturno del gigante que pasa desencarnado, pero no por ello menos feroz y tan malintencionado que desarraiga los árboles antiguos, remansos que fueron de vida allá para el verano, cuando retiñían de pájaros y se enteraban atentos de las consejas que se contaban a su amparo y recato. No quiero pensar cuántas palabras mueve y lleva este viento, sin darnos tiempo a escuchar, como si estuviera, esta noche, haciendo limpieza del silencio.

lunes, 19 de enero de 2009

Acecho, ahora,
los signos de que la tierra permanece
viva,
por debajo del frío del invierno.
Desconfío
del futuro que viene y será mejor, pero
que sé
que no me pertenece,
que es de ese niño, que pasa
sin preocuparse, seguro
de que mañana será otro día, lleno
de probabilidades de que exista
el sueño
que lo mueve y empuja
hacia la espléndida maravilla de vivir.
Apenas me atrevo
a alargar la mano
de la esperanza, hundirla
tal vez ya en la luz
que ha de entrar quemándome los ojos
para que vean.
Vieja es la torre, se alabea un poco, amenazando la inminente ruina, abre un ojo, otrora atento, hoy cansado y sin ganas de ver, apetente ya del otro lado del imposible horizonte que rodea sus silencios como un siseo de palabras calladas. Pasa el viento por su interior, moviendo sin piedad las zarzas y olvidos que la habitan, inquietando las crías de los pájaros, que, cautos, se cobijan en la selvática explosión de una intrincada maleza. Se parece, diría, esta torre, a mí y la complicada intimidad de esta inesperada fronda umbría de ventanas adentro, a los pensamientos, que al entrecruzarse no me permiten seguirlos hasta su final y me pierdo, como el niño que sigue la traza y llega a donde el laberinto se interrumpe. Miran, como las suyas, las ventanas abiertas a la curiosidad, sin ver el paisaje de cerca, que ya atañe a nuevos jardineros en activo, hacia lo de más lejos, unos días recortado horizonte, otros niebla que todo lo vela como un sinfín de caricias, un miliyunanoches de enredos y de ficción, que, sin embargo reconducen poco a poco hacia el misterio. ¿A dónde vas? –me preguntan-; adivino y creo que algo que me llama. -

domingo, 18 de enero de 2009

Ahora mismo es invierno. Ha roto la mimosa. El árbol –un Salguero- junto al río, tiene ya ese fruto como una piña mínima, que precede a la hoja en esta especie. Algo así como si la primavera, en pleno invierno, abriese un ojo y con ese destello nos avivara las brasas y chiribitas de de la esperanza. Somos los mismos, pero la caravana se ha adentrado en el frío. Nos embozamos. Pienso que si no jugasen todas estas circunstancias de que se sucedan las estaciones y se corrijan los respectivos excesos de sus tiempos y paisajes, por medio de esta corriente que atraviesa los mares por aquí, los frecuentes vientos de allá, los acuíferos y las evaporaciones, los nubes y el trabajo de la multitud de árboles, pájaros e insectos, tal vez no existiríamos. No es así, lo que pasa es que seríamos diferentes. Nos habríamos adaptado y acomodado de otra manera tan inexplicable como ésta. Y aún así, se habrían formado también esos grupos de gente, parte de la cual niega la existencia del buen padre Dios y otros dicen que lo estudian a fondo y luego van a ser capaces de tratar de describírnoslo detalladamente a los demás.
La poesía es otra forma de expresión. Utiliza la palabra y el ritmo, el sonido y el silencio. La entonación tiene en ella mayor importancia que en la lectura de un texto en prosa. En mi opinión, la poesía es un modo de expresión ideal para los más vagos y que sean capaces de una mayor sensibilidad, en espacial cuando se trata de personas mudas para la otra expresión todavía más próxima a la excelsitud, que es la música. La música suprime lo que el sonido tiene de artesanía y manipulación y es poco más que luz modulada.

Cualquier cosa, hecho, acontecimiento, conducta, puede expresarse en forma poética. No hay más mondar la expresión de cuantos aditamentos desfiguran la conjunción de palabras, tras de haber escogido las que de modo más sutil más se adaptasen a lo que se pretende decir, limpiarlas en la medida de lo posible de adjetivos o de adverbios inútiles o excesivos y colocarlas, junto con las complementarias, en el lugar oportuno del tono o de las proximidades de un silencio que favorece el ritmo y convierte al conjunto poco menos que en canción, es decir, el paso antes de pisar el umbral de la música.

Fijaos en dos ejemplos de expresividad poética:
Rosales dobla la esquina, llega a su calle, mira hacia los balcones de su hogar, atardece, ya es casi de noche y escribe: “gracias, Señor, la casa está encendida”.
Machado, en este caso creo que Manuel, refiere la ruptura de una relación y lo hace mediante una expresiva copla: “tu calle ya no es tu calle / que es una calle cualquiera / camino de cualquier parte”.

Deslumbrantes ejemplos de lo que pese a estar tan claro, yo no sé explicar con la debida claridad. -

viernes, 16 de enero de 2009

Sale un día un político asegurando en público esto, aquello y lo de más allá, pasan unos días, vuelve a asomar por encima de su atril, reconoce que ha ocurrido lo contrario de lo que él mismo prometiera o que es inminente que ocurra y no pasa nada. Este político se ampara en el aparato de una sociedad de políticos cuyos miembros se pasan la palabra y se corrigen, disculpan y justifican alternativamente, ante la mirada colectiva y atónita de todo el país, asomado a las diferentes y en ocasiones distorsionadas versiones de cada actuación, facilitadas por las diferentes cadenas de la televisión y la radio o los periódicos. Todo vale motus tetranalis, cabe decir en un latín macarrónico que da a esta empírica aseveración cierto empaque, es decir, durante cada período de cuatro años, transcurridos los cuales y sobre la base de una clientela inconmovible y tozuda, hay que convencer a los dudosos de que les proporcionen otros cuatro de más de lo mismo. Y resulta curioso constatar que si se alternan, tras de asegurar que cambiarán las malas costumbres de sus adversarios, justifican repetirlas con la muletilla de que el adversario lo hizo antes igual. ¿En qué quedamos?

miércoles, 14 de enero de 2009

Han conseguido reinventar un remedo de los antiguos mercados semanales. Que antes eran en las plazas y por eso se llamaron un día “del maíz” o “de los huevos” y “de la fruta”. Nos daban “un perrín”, las aldeanas, a los nenos del lugar y les llevábamos las burras a amarrar al llerón del río, una vez descargadas sus albardas en el puestín de venta, la mayor parte de las veces un maniego en el santo suelo. Solo que ahora ya no bajan de las aldeas y las brañas los paisanos endomingados a vender sus productos: los huevos frescos, la manteca recién batida, cerezas cogidas con el alba. Ahora vienen comerciantes a bordo de sus furgonetas, que aparcan mal y de mala manera, una vez descargadas de los lotes de ropa, zapatos, discos y quesos, fruta importada, jamones y churros, lo mismo que venden en sus pequeños comercios, a veces lotes liquidados por otros comerciantes de más prosapia, cuando les sobran de las rebajas, y si tienes mucho o muy poco tamaño, que suelen ser las tallas que sobran, o no te importa la exagerada moda que ya no volverá hasta dentro de un quinquenio, puedes comprar por cuatro perras lo que envuelto en la luz y el color del gran almacén o la casa “de marca”, te habría costado un riñón. Hoy es día de uno de esos mercados. Taimados personajes de cuento triste, te venden de casi todo lo de siempre y enormes negros de blanquísimos dientes y amplia sonrisa te animan a que les compres relojes, bolsos y pelis recién estrenadas, que luego las llevas a casa y están tomadas a duras penas en alguna sala del mundo, dobladas en sudamericano spanglish saltarín y expresivo, pero casi ininteligible a veces. Se descubre pronto, cuando ocasionalmente viene, al vendedor que no calla nunca jamás y en ciertas temporadas, vendió cuchillos que, uno de cada ocho o diez, sin previo aviso ni ulterior explicación, se rompía como si hubiera sido de cristal. En su mayoría, eran normales, pero uno o dos de cada docena, según, cuando lo estabas usando, se rompía, y cuando ibas a quejarte, resto en mano, serían todos normales. Son, dice el vendedor, que los reponía con mansedumbre, como los pimientos de Padrón, que “algunos pican y otros non” sin que nadie sepa cómo ni cuándo, y añadía que, llevándole los trozos te daría uno nuevo y él a su vez cambiará los pedazos para reciclar en una fábrica cuyo lugar de situación se reservaba con una sonrisa maliciosa.

martes, 13 de enero de 2009

Esta mañana, sin saber cómo ni por qué, he regresado a Proust por el camino de Swan. El placer de releer consiste en gran parte en descubrir que tantas cosas se te habían pasado por alto cuando leíste como si fueran persiguiéndote, que lo cierto es que era así y te perseguían todos los libros que nos habías podido leer a su tiempo, por unas cosas o por otras. Hubo un curioso tiempo de entreguerras durante que había gente que se arrogaba facultad y prerrogativa e incluso derecho de juzgar y disponer lo que te convenía o no te convenía leer, como si fuese posible, en un mundo como éste, hecho de constante roce y relación con otros seres humanos, educar a algunos en la ignorancia de que alguien haya dicho esto o lo otro, muchas cosas sin duda erróneas, pero a ver quién eres tú o soy yo para decretar lo que puede o debe leer otra persona para formarse en definitiva, sin perjuicio de que, además, recomiendes que se tome en consideración la opinión contraria de cualquier cosa que se haya escrito en la historia, que seguro que la hay y cuanto menos convencido esté quien haya escrito de lo que dice, más y más largo, detallado y prolijo habrá sido su esfuerzo. Lo que se tiene claro se suele decir en muy pocas palabras y muy claro, es lo que se duda lo que necesita volúmenes de muchas páginas e incontables palabras. A Proust, que debió dudar mucho sobre muchas cosas, no es eso, en mi opinión, lo que lo obliga a escribir tanto, sino que le gusta hacerlo. Se nota en seguida que se arroba con el sonido, la cadencia de las palabras, el redondeo de las frases, lo acertado de cada adjetivo que proporciona calidades casi visuales y táctiles a cada persona o cosa que describe. Nos proporciona la posibilidad de estar “casi” allí, y abandonas el libro y descubres con sorpresa que no, que donde estás de nuevo es aquí. Y por eso he decidido dedicar un tiempo a releer a Proust, a quien se me ocurre ahora comparar, guardadas todas las distancias que queráis, con Simenon, sobre todo en el ciclo del comisario Maigret, con el que “casi” es posible recorrer determinados barrios de París como si estuviero en realidad oliéndoles –París es como un jardín árabe, atañe y atiende a todos los sentidos-, integrado y secundario o tal vez terciario, entre los personajes diseminados por el autor en su mundo.

lunes, 12 de enero de 2009

Muchas gracias por tu comentario, Brian. Compensa, saberse aunque no sea más que ocasionalmente acompañado, en cualquier soledad, de éstas de que, exprimida, resulta como destilándola, la literatura que cada cual es capaz de lograr y creo debe procurar compartir para moverse en la prodigiosa fronda o el desierto insondable de este vivir en que coincidimos. Ir con alguien, aunque no sea más que durante pequeños tramos de camino, unos pasos, tal vez, nada más, permite el privilegio de compartir y sentirse de alguna manera convivido con otros que también sobreviven preocupados por las cosas que pasan, de que tantas nos conciernen y cada vez más de cerca. Sinceramente gracias. Y también por haber puesto mis divagaciones en la lista de tus blogs más frecuentados.
Me mira, esta mañana.
muy abierto, asombrado,
el ojo pensativo de la luna,
¿dónde vas –parece que me dice-
con este frío. El perro no tiene frío, insiste, se me lleva
ribera del río arriba,
por donde los patos aburridos
y la astucia
del coromorán.
Oigo, como cada día,
ahora que no hay en la calle
más que ausencias y silencio,
el eco, una vez más
de la voz de Dios. ¿Dónde estás –le pregunto-,
qué puedo
hacer para tocarte,
como te presiento en el aire
de la mañana?
Pero el buen padre Dios
está siempre callado
desde que el hombre recuerda. ¡¿Por qué?!
Se mueven las ramas desnudas
del humero del río, como única respuesta
tal vez sonriendo.

domingo, 11 de enero de 2009

Se está,
hay días, como hoy,
rodeado de soledades. La gente entrañable
que nos rodea va
como ensimismada, lejos,
y queda,
alrededor, como un aire más tenue,
la textura
del olvido posible, de que se vayan todos,
de pronto,
y volvamos a ser el imposible ser
de cuando,
recién nacido a la razón, estábamos
en medio de todas las posibilidades, ávidos
como un desierto,
que, a la vez,
nos atrajo y echó fuera, al sentimiento, a la otra persona
con que
poder multiplicar el dolor,
y la alegría ilusionada de estar vivo,
necesitado
de compañía
y tan herido de esta soledad de estos días
en que Dios,
callado,
inescrutable,
también nos mira.
La delicada tecla de la religión, pulsar la cual mueve tantos registros, desde el dogma hasta el escalafón de la clerecía, todo complicado de dudas, excesos, utopías, supersticiones, ambición, curiosidad, angustia vital, limitaciones sin cuento y temerarias hipótesis, amalgamadas sin embargo del prodigioso acervo de buena intención de los mejores, todavía no o ya santos, en un país como éste, que no entiende ni de matices ni de claroscuros, en que todo ha de ser blanco o negro, con respectiva nitidez y desgarradora antítesis. Y sin embargo se me ocurre hoy tocarla, rozarla sólo, apenas, con la idea de que este segundo renacimiento de esta época deslumbrante que estamos viviendo con tanto dolor como ilusión, plagado de desafíos, erizado de problemas, tal vez se esté iniciando con un regreso más atrás aún que en el renacimiento primero, que con tanto trabajo como explosiva fuerza nos arrancó del medievo y resulte ahora necesario ahondar un poco en la milenaria concepción oriental del hombre, recuperar noticia de los claroscuros innumerables de que se compone la realidad, en todos sus ámbitos y mundos, las facetas perdidas, digo mal, sólo olvidadas o tal vez indebidamente desdeñadas, del poliedro humano. Y no para volver atrás, que nadie puede, sino para recuperar todas las perspectivas desde que debe contemplarse la convivencia para irla perfilando y haciendo más y más posible, por compatibilidad siempre en los extremos de cada verdad nada más que supuestamente irreductible, ya que la verdad de que habla cada generación no es más que un icono más o menos perfecto de la verdad verdadera, inalcanzable para unos humanos a que engañan sus propios sentidos y la multiplicidad de circunstancias que se mueven por sí y mueve cada manipulación de consecuencias imprevisibles con que algunos hombres poderosos e inquietos, ambiciosos, mueven a la mayoría, sin duda partidaria de la convivencia en paz.

viernes, 9 de enero de 2009

Un año nuevo, lo que tiene es su tamaño, todavía de doce meses, doce pasos, o tal vez los pasos sean trescientos sesenta y cinco, pasitos cortos, de día por día. En trescientos sesenta y cinco días, a cosa por segundo o fracción, pueden pasar una partida de cosas, en realidad muchísimas, porque cada día tiene veinticuatro horas, cada hora sesenta minutos y cada minuto, sesenta segundos, de modo que, hechas las multiplicaciones, sale un numero escalofriante de cosas que pueden pasar, de esas que una fracción de segundo antes no estaban y luego sí, con toda la cascada de consecuencias que cada cosa arrastra consigo, como una riada incontenible. Si te parases a pensarlo, ni vivir, podrías, de modo que mejor hacerle caso a cada aprendiz de epicúreo de los que aconsejan que carpe diem y nos dejemos de lucubrar respecto de lo que podría ocurrir, pero tal vez no. Precisamente hoy, este preciso momento, imagen de la eternidad, es cuanto debe preocuparme. Cada día –dice el Libro- tiene su afán y no necesita más que el pan de cada día. El pasado no tiene vuelta de hoja, ya ha ocurrido y sólo le sobreviven sus consecuencias y la memoria implacable del hecho, pero el futuro tal vez no llegue o venga por otro camino o sea diferente de lo imaginado o concurra con circunstancias que lo agraven o que lo hagan más llevadero. Lo dicho: carpe diem, pero procurando no rebasar los límites de la libertad del prójimo.

miércoles, 7 de enero de 2009

¿Cómo sería volver una tarde a la niñez, otra a la adolescencia y volverla a vivir, pero consciente de todo lo ocurrido desde entonces, sin podérselo, claro, decir, aquellas gentes, entrañables todas, las que nos querían y las que no?

Ir a ver a éste o a aquel personaje de su tiempo, sin advertirle, como es lógico, en que acabó su afán, al poco o el mucho.

Pero, si hemos de repetir el día con la escrupulosa exactitud del caso y no podemos ni elegir uno, porque ¿quién se acuerda de los que fueron buenos o malos y sabe exactamente los que fueron?

Ni siquiera seríamos los protagonistas del día, sino, como entonces, un niño enfrascado en sus libros o aquel hosco adolescente con sensación de frustrado, como casi todos.

¡Qué angustia! no poder hablarles de lo ocurrido después, de lo entonces inminente y del desenlace de cada problema de los que vendrían a lo largo de siglo tan horrible. Y ellos yendo y viniendo a sus cosas, y nosotros sin poder explicarles la súbita necesidad de hablarles sin cesar, tocarlos, acariciar su textura de humana piel tibia y lo efímero de todo, incluidas la grandeza de unos y la miserable pequeñez de otros.

No poder advertirles de que en la pequeña historia local iban a permanecer éstos y sin embargo olvidarse aquéllos otros. Que el tiempo, ese paradójico concepto sin cuerpo ni esencia, hace sin embargo justicia muchas veces, deslizándose por entre las cosas y llevándose o trayendo, como el viento, briznas inesperadas, de cosas increíbles.
Allá se van todos, piando como pajarillos excitados los niños, los mayores acariciando esa nadería que por ser día de Reyes aprovechas y les compras, como a mí me compraron un globo Montgolfier de juguete, con su cesta y todo en que voy yo, supongo que muerto de miedo a los vientos y sus mudanzas, agarrado a una cuerda con ese fervor que da el peligro para agarrarse bien a un clavo ardiendo. Escribo unos versos tristes, esta noche pasada, pero hoy enciende el día un frío de nieve, invernal, desproporcionado con la blandura de estos otros recién pasados, que engañaron al rosal y a punto estuvieron de lograrlo ya con la mimosa, que se la veía deseando romper con ese clarinazo amarillo un atisbo ya de primavera que hace que en las oseras los habitantes se remuevan entresoñando el antepenúltimo sueño de su hibernación de este año. Que empieza como acabó el otro, con una pequeña multitud de muertes en la guerra, otra en la carretera y una tercera compuesta de muertes domésticas, o mano armada o a explosión de gas o derrumbe de paredes. No da tregua, la vieja dama del alba, ni explicaciones. Pasa, apunta con el dedo descarnado o con la punta o el astil de su guadaña y está hecha la elección. Deberían inventarse, digo yo, épocas de veda, en que se le prohibiera llevarse a nadie. Epocas como de medio siglo, cuando menos. Pero, dice mi contertulio, el pesimista inveterado: ¿qué íbamos a hacer con tantísima gente?

martes, 6 de enero de 2009

Os voy a confiar un secreto sin ni siquiera pediros que lo guardéis porque es una secreto sin importancia para terceros, de modo que no resultará importante para nadie: me he reencontrado con el viejo J.B., John Bolton Priestley, que, en vida, había escrito por o menos dos novelas más de las que a mí me hicieron disfrutar hace tantos años. Y las he localizado en una de esas benditas librerías de viejo que aún quedan, con librero que huele a polvo de libros y mira desde el fondo de aquellas gafas gruesas de sería miopía y hay un cabrilleo de tierna ironía cuando me pregunta si no conocía estas novelas. Me da igual confesarle que hace mucho no tenía dinero para más libros, ni casi para el mediano pasar de un estudiante sopista, enamorado ya de la lectura. Me apoderé del ejemplar, cuidadosamente forrado por un poseedor anterior con papel transparente y fue como si J.B., milagrosamente redivivo, hubiese escrito dos nuevos libros con que me propongo disfrutar de lo lindo. De hecho ya he empezado, con las descripciones iniciales, mediante que el autor me pone acompaña durante los primeros pasos y voy acomodando el paso de lectura a la cadencia de su estilo, que es lo primero que hay que hacer cuando se tiene un libro. Una maravilla digna de la fecha en que estamos, que me han puesto los Reyes un ratón inalámbrico nuevo, rápido y huidizo como los de verdad. Pongo, con reverente cuidado, mi viejo ejemplar de las dos novelas nuevas, sobre la mesa de tantos trabajos. Ganas me dan de poner la mano sobre él y disfrutar, además de la ilusión de una lectura que me espera, del tacto del ejemplar mismo y así saber y comprobar que sigue ahí, que es verdad. La avidez de leer deprisa, conjugada con el despacioso disfrute de una lectura agradable, que hay que procurar prolongar mediante el intercalado de la prosa llena de melancolías de Pessoa y el empeño de un nuevo autor de novelas policíacas, que intenta abrirse paso en su bosque. Con una pizca de Chesterton, que ayuda a mantenerse en ese espacio que hay entre lo real y lo que Kant llamó trascendente.
Todos somos hoy niños y los niños estallan, primero, en una exclamación silenciosa de sus ojos muy abiertos, incrédulos en su inefable credulidad. Dejaron los tres Reyes Magos, tal vez cuatro o cuatrocientos o infinito número, desparramado por toda la cristiandad, huellas de su paso, papeles rotos, desperdicios de papel engomado y frascos de goma arábiga vacíos, se bebieron la leche, ellos, y el agua, sus camellos sedientos de desiertos y caminos, se comieron los polvorones y se llevaron los dibujos artesanales de nuestros nietos, iluminados de colores e ilusión. Los Reyes vinieron y se fueron, y ahora los niños todos invaden los parques, cada cual con su muñeca, el triciclo, los patines y la bicicleta, con papá detrás, al mando del coche de conducción por radio o del avión volador que sube y sube por el aire helado de la mañana de sol y nieve en las cumbres de enfrente, con lavanderas, que llaman por aquí marigarcías y corren moviendo, ateridas, la larga cola gris. Niños todos, hoy, menos los necesitados y los enfrascados en el maldecido quehacer de la guerra, niños cargados de papel de regalo y marionetas, muñecas, gadjets y globos, caramelos y chuches variopintos y dulcísimos, de canela y clavo. El abuelo, que era boticario, siempre dijo que los colores vivos eran síntoma de veneno activo, estos chuches son rojos como rubíes, verdesmeraldamarina y azules, pero no parecen peligrosos mientras chascan, para delicia del dentista, que espera al acecho, entre los dientecillos que atisba el Ratoncito Pérez, que me cuenta este niño de los ojos negrísimos, profundos como una voz profunda, que cuando se caen, el ratoncito se los lleva y usa como ladrillos para su castillo de nadie sabe dónde, más allá de cualquier mar y cualquier puesta de sol.

lunes, 5 de enero de 2009

Incluso Nietzsche, disparatado soñador del superhombre, tenía razón al considerar indispensable a la sociedad humana proveerse de unos principios morales sobre que cimentar la cultura del grupo y así su conducta exigible, su error, en mi opinión, que habría corregido de haber superado los cuarenta años de su vida útil, fue ignorar que cualquier superhombre es a la vez un infrahombre, es decir que cada hombre es en potencia todos los hombres.

Hans Küng, más sutil, llega a la conclusión más acertada de que no es que Dios haya muerto, sino que la concepción que de Dios puede alcanzar el hombre, ha cambiado, porque todo lo muda ahondar en la sabiduría, y por eso no todos los hombre de buena voluntad se han acercado o se han alejado del concepto, por otra parte inimaginable, de Dios, de tal modo que es indispensable revisar los principios y conservar como cimientos morales de la conducta de los habitantes de la aldea global aquellos que sean susceptibles de universal aceptación por esos hombres, todos, de buena voluntad.

Para mí, la buena voluntad consiste en considerar que cuanto existe tiene una razón para existir y por ello derecho a existir, lo que me obliga y le obliga a que coexistamos, es decir, convivamos, como único modo de vivir cada uno y el conjunto, en paz, con justicia y con libertad.

domingo, 4 de enero de 2009

Como no tengo ejército, me he puesto yo mismo en lo más alto del mirador antiguo, que se alza sobre los caminos de la mar y de tierra, hasta donde la mar se hace horizonte y la tierra serranía. Vigilo, como aquel oficial cansado del Desierto de los Tártaros, de Buzzati, pero yo por si vienen, dar la alerta, los Reyes Magos, que nadie, me dicen, sabe aún si eran reyes, si eran magos o si eran astrólogos o aventureros entendidos en estrellas, tal vez los mismos capaces de preparar la muralla china, la fortaleza de Machu Pichu o el misterioso enclave de Stonehenge. He subido a mirar y la mar está llana. No se advierten velas, ni humos en el horizonte, y arriba, en los picos de la sierra, no advierto pisadas en el nieve endurecida por las heladas implacables de estos días recién pasados. Llegan mensajeros que me cuentan que ha estallado otra guerra, tan inútil y desastrosa como todas las guerras, ahora, con esto de la aldea global, peor para todos, para los miserables señores de la guerra y para sus incontables víctimas, que somos desde los soldados a que obligan a ir a la guerra hasta los medrosos ciudadanos del partido, de la asociación, de la caravana o la horda, como más os guste, de la paz. Miro y remiro, escucho, pero ni el clopetí clop se oye, de los cascos de los caballos, ni se advierten camellos, dromedarios o elefantes. Sólo me insisten las noticias que vienen cabalgando el aire, que hay otra guerra, pisando, matando, tratando de acabar incluso con las palomas y los olivos.

sábado, 3 de enero de 2009

Páginas y páginas de Sánchez Ferlosio, envejecido de sabiduría y difícilmente transitivo para mi escaso caletre, para decirnos trabajosamente algo tan evidente como que la historia está escrita con verdades que no lo son tanto de cada vencedor y mentiras que tampoco de cada vencido; que los vencedores, como el cliente del aforismo mercantil, siempre tienen razón aunque sea tan frecuente que no la tengan y que la hipocresía de cada sonrisa encubra crueldades con la misma hipocresía, que suele denunciarse respecto del vencido, pero casi nunca cuando atañe al vencedor. Filosofía y filología, a lo mejor al final una sola cosa, pero tampoco tendrán razón los estructuralistas, o por lo menos no toda la razón, por muy tentadoras que resulten las veladuras de sus tesis, que vendrían a reducir todo a la niebla, que pudiendo ser y ocultar, puede que en el fondo no sea más que esa sustancia húmeda y nacarada en que se disuelve la somnolencia escéptica.

Hay una dimensión cruel, o una faceta, llamadle como queráis, en cada ser humano, es probable que, si existente como lo evidencian la historia de todos y la biografía de cada cual, que es su pequeña historia, debe ser porque es necesaria para algo, dado que nada en la creación es ni caprichoso ni inútil, sino que forma parte del acorde universal, eso que llamó algún compositor “música de las esferas”. Es una dimensión peligrosa, no sólo para cada cual, sino para su entorno, y tal vez su domesticación, su doma, constituya uno de los mayores problemas de una convivencia en libertad que ha de compaginarse con este espíritu de competitividad que nos caracteriza.

En cierto modo, tanta digresión concluye en que para convivir en paz, que es la única forma de vivir posible, deben aprenderse y respetarse, como en cualquier otro juego, unas reglas delimitadoras de la libertad, el respeto de las cuales es indispensable para que el juego no desemboque en la “simultad” –palabra que inventa como derivada de la latina “simultas”, Sanchez Ferlosio- de la batalla. -

viernes, 2 de enero de 2009

Un sol cansado,
reclinado,
en el regazo del invierno, me mira
con sus ojos
entornados,
deslumbrantes todavía,
un sol,
desanimado ya, apenas brotado, este año nuevo,
de las entrañas del tiempo.

Siguen los mismos hombres,
arrojándose, unos a otros,
su miseria, sus bombas, a la cara, sin mirarse
siquiera, sin odio,
pura rutina de una destrucción implacable.

Los mismos, aterrados,
todos,
porque tienen tanto
que no se atreven a moverse del nido, su castillo,
el nido primario,
la gruta
de un tesoro que ya no pueden abarcar y los destruye,
poco a poco, los aplasta.

Y los mismos que, sin nada,
viajan
cogidos de la mano,
hambrientos, sin más equipaje
que la esperanza misma
de la desesperanza, cuando cada paso
nos acerca a todos a ninguna parte,
donde nadie sabe qué empieza.

jueves, 1 de enero de 2009

¿Quién eres? –me preguntó- y le expliqué que soy algo así como un elfo. Se reía. Hay pocas cosas y personas menos parecidas a un elfo que yo. Pues no sé –añadí- de qué te ríes. ¿Has visto tú un elfo alguna vez? Bueno. Todo el mundo –dijo- ha imaginado elfos. Y desde que pusieron en el cine del pueblo El Señor de los Anillos, todos los vimos, unas veces solos y de cerca y otras, formando un espléndido ejército.

En realidad yo te he dicho que soy “algo así como” un elfo, y no un elfo de verdad, desde luego.

Tampoco –insistió-. No tienes tú ni pinta.

Me parezco así, en la holgura que queda entre añoviejo y añonuevo, porque me parece estar saliendo de uno y entrando en otro, ambos irreales. Y es que andamos tan entrecegados de nieblas y de sombras que confieso que hay ocasiones en que dudamos de si seguirá existiendo afuera, encima, de algún modo, la indispensable luz. Y en eso sí me parezco a un elfo, bueno, a un elfo o a un visitante de cualquier otro mundo de fuera del nuestro. En su tiempo, Bosco debió serlo, si no, ¿cómo habría podido pintar el Jardín de las Delicias? Es imposible imaginar que un hombre del siglo XV o XVI haya sido capaz de pintar un tríptico, que, si bien se mira, contiene todos los ismos que después, en pintura, en el mundo han sido.

Se me queda mirando, pensativa, como tú, que por cierto, cuando te quedas así, como ajena y alejada, dibujas un escorzo en que se mezclan la ausencia y la ternura, y resulta que lo que te ha llamado la atención es que te diga que hay un espacio, entre los años, una rendija nada más, mínima, que permite celebrar una y mil veces el añonuevo con mucha gente y desear a todos, uno tras otro, felicidades múltiples y variadas, a cada cual la que prefiera. Es gracias a ese mínimo mechinal, que al atravesarlo te araña lo que te decía de tentación de desesperanza. La desesperanza es la gota de sangre que se forma sobre la piel del alma en carne viva cuando se roza con la frontera entre ser y no ser, que, como dejo escrito Shakespeare en uno de sus más famosos monólogos, es la cuestión.
El año
empieza con dos rosas marchitas en seguida,
en el viejo rosal
y las ramas
sobresaltadas de vida de la mimosa
de la ladera.

El año empieza con un libro deliberadamente triste
y otro de aventuras imposibles.

Pongo una torrentera
de música
y se lo lleva todo envuelto en luz,
espuma de imaginación
y recuerdos
de un futuro radiante, que es como cada año,
huele
al morir y por eso nace otro.

El año empieza como un centón de añoviejos,
se persiguen las horas del alba
entre un bosque
de borrachos. Está el suelo lleno de pequeños fracasos
recortados de papel de periódico,
de farolillos y de vasos rotos y
botellas olvidadas, sin acabar de beber,
en el quicio
de la madrugada.

Vamos,
en alegre compaña,
el barrendero de la manga riega,
la mocita que llora porque ha perdido su noche azul
y un vendedor de periódicos
que, como es añonuevo, no tiene
periódicos
que vender. Podríamos –me dice-
inventar noticias, que fuesen todas buenas
y echarlas a volar como misiles de paz.
Alguien –le contesto-
nos declararía en seguida una guerra y moriríamos,
desde luego inútilmente,
como héroes.
Fernando Pessoa escribe con tristeza inaudita su “Libro del desasosiego” y refleja, según esta edición de Acantilado 2007, en su página 248, una reflexión a que me apunto sin dudar relativa al escritor que duda respecto de la calidad de su obra y la diferencia que se aprecia entre lo que se siente y lo que acabamos de escribir, como si algo, entre la neurona equivocada por los sentidos y la mano que escribe, dificultara de modo inevitable la comunicación y esto, lo escrito, no pudiera llegar sino a reflejo de lo que le sentimiento es capaz de reflejar en la turbulenta –a veces, otras plácida- superficie del estanque o proceloso mar, según, de nuestra alma. Y con esas líneas recién absorbidas, me entro en este otro año, nueva estancia conceptual de la paradoja del tiempo que nos corresponde, inicio cauteloso el 2009 que todavía, como un iceberg, no nos ha mostrado más que la punta de su altura mayor y viene tan parecida a la espalda convaleciente del 31 de diciembre, cuyo olor todavía se percibe en el aire, que en seguida se me encienden todas las alarmas del desencanto y tengo la tentación, a que Pessoa me anima, de esa tristeza que propone la niebla, pero que no voy a dejar que me atrape, si puedo evitarlo, e inicio mi discusión de hoy con don Fernando, que opina en otra página que la prosa es para él preferible a la poesía. Creo –le digo- que la poesía brota cuando la prosa es incapaz de llegar, y si bien coincido con usted –lo trato de usted porque impone, esa figura suya con sombrero, corbata, bigote y colilla en la comisura, de cigarrillo de hebra, y gafas redondas, de por sí intelectuales, este gran escritor- en que el lugar de la poesía se halla entre la prosa y la música, discrepo en que la prosa pueda ser más eficaz, puesto que donde no llega, sí lo hace la poesía, como, cuando ésta se agota en la respiración de su expresividad, empieza a ser eficaz la música para que continuemos, la gente, tratando de entender lo que de todos modos seguirá pareciendo ininteligible hasta que se haga la luz.