viernes, 9 de enero de 2009

Un año nuevo, lo que tiene es su tamaño, todavía de doce meses, doce pasos, o tal vez los pasos sean trescientos sesenta y cinco, pasitos cortos, de día por día. En trescientos sesenta y cinco días, a cosa por segundo o fracción, pueden pasar una partida de cosas, en realidad muchísimas, porque cada día tiene veinticuatro horas, cada hora sesenta minutos y cada minuto, sesenta segundos, de modo que, hechas las multiplicaciones, sale un numero escalofriante de cosas que pueden pasar, de esas que una fracción de segundo antes no estaban y luego sí, con toda la cascada de consecuencias que cada cosa arrastra consigo, como una riada incontenible. Si te parases a pensarlo, ni vivir, podrías, de modo que mejor hacerle caso a cada aprendiz de epicúreo de los que aconsejan que carpe diem y nos dejemos de lucubrar respecto de lo que podría ocurrir, pero tal vez no. Precisamente hoy, este preciso momento, imagen de la eternidad, es cuanto debe preocuparme. Cada día –dice el Libro- tiene su afán y no necesita más que el pan de cada día. El pasado no tiene vuelta de hoja, ya ha ocurrido y sólo le sobreviven sus consecuencias y la memoria implacable del hecho, pero el futuro tal vez no llegue o venga por otro camino o sea diferente de lo imaginado o concurra con circunstancias que lo agraven o que lo hagan más llevadero. Lo dicho: carpe diem, pero procurando no rebasar los límites de la libertad del prójimo.

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