miércoles, 7 de enero de 2009

Allá se van todos, piando como pajarillos excitados los niños, los mayores acariciando esa nadería que por ser día de Reyes aprovechas y les compras, como a mí me compraron un globo Montgolfier de juguete, con su cesta y todo en que voy yo, supongo que muerto de miedo a los vientos y sus mudanzas, agarrado a una cuerda con ese fervor que da el peligro para agarrarse bien a un clavo ardiendo. Escribo unos versos tristes, esta noche pasada, pero hoy enciende el día un frío de nieve, invernal, desproporcionado con la blandura de estos otros recién pasados, que engañaron al rosal y a punto estuvieron de lograrlo ya con la mimosa, que se la veía deseando romper con ese clarinazo amarillo un atisbo ya de primavera que hace que en las oseras los habitantes se remuevan entresoñando el antepenúltimo sueño de su hibernación de este año. Que empieza como acabó el otro, con una pequeña multitud de muertes en la guerra, otra en la carretera y una tercera compuesta de muertes domésticas, o mano armada o a explosión de gas o derrumbe de paredes. No da tregua, la vieja dama del alba, ni explicaciones. Pasa, apunta con el dedo descarnado o con la punta o el astil de su guadaña y está hecha la elección. Deberían inventarse, digo yo, épocas de veda, en que se le prohibiera llevarse a nadie. Epocas como de medio siglo, cuando menos. Pero, dice mi contertulio, el pesimista inveterado: ¿qué íbamos a hacer con tantísima gente?

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