martes, 13 de enero de 2009

Esta mañana, sin saber cómo ni por qué, he regresado a Proust por el camino de Swan. El placer de releer consiste en gran parte en descubrir que tantas cosas se te habían pasado por alto cuando leíste como si fueran persiguiéndote, que lo cierto es que era así y te perseguían todos los libros que nos habías podido leer a su tiempo, por unas cosas o por otras. Hubo un curioso tiempo de entreguerras durante que había gente que se arrogaba facultad y prerrogativa e incluso derecho de juzgar y disponer lo que te convenía o no te convenía leer, como si fuese posible, en un mundo como éste, hecho de constante roce y relación con otros seres humanos, educar a algunos en la ignorancia de que alguien haya dicho esto o lo otro, muchas cosas sin duda erróneas, pero a ver quién eres tú o soy yo para decretar lo que puede o debe leer otra persona para formarse en definitiva, sin perjuicio de que, además, recomiendes que se tome en consideración la opinión contraria de cualquier cosa que se haya escrito en la historia, que seguro que la hay y cuanto menos convencido esté quien haya escrito de lo que dice, más y más largo, detallado y prolijo habrá sido su esfuerzo. Lo que se tiene claro se suele decir en muy pocas palabras y muy claro, es lo que se duda lo que necesita volúmenes de muchas páginas e incontables palabras. A Proust, que debió dudar mucho sobre muchas cosas, no es eso, en mi opinión, lo que lo obliga a escribir tanto, sino que le gusta hacerlo. Se nota en seguida que se arroba con el sonido, la cadencia de las palabras, el redondeo de las frases, lo acertado de cada adjetivo que proporciona calidades casi visuales y táctiles a cada persona o cosa que describe. Nos proporciona la posibilidad de estar “casi” allí, y abandonas el libro y descubres con sorpresa que no, que donde estás de nuevo es aquí. Y por eso he decidido dedicar un tiempo a releer a Proust, a quien se me ocurre ahora comparar, guardadas todas las distancias que queráis, con Simenon, sobre todo en el ciclo del comisario Maigret, con el que “casi” es posible recorrer determinados barrios de París como si estuviero en realidad oliéndoles –París es como un jardín árabe, atañe y atiende a todos los sentidos-, integrado y secundario o tal vez terciario, entre los personajes diseminados por el autor en su mundo.

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